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—Ted, bébete esto —dijo Sam, y le dio a Frobisher una copa de brandy tibio.

—¿Qué es? —protestó Frobisher. Ni Sam ni Remi esperaban que la aventura de Ted en el desguace de calderas hubiese mejorado su carácter, claro que si Ted fuera un tipo alegre, ya no sería Ted.

—Bébetelo —insistió Remi y le palmeó la mano.

Frobisher bebió un sorbo e hizo una mueca, pero después siguió bebiendo.

Sam echó otro leño al fuego y fue a sentarse junto a Remi en el sofá. Frobisher, que acababa de darse una ducha caliente, estaba instalado en un sillón orejero, envuelto en una manta de lana.

Tras dejar al hombre misterioso tendido en el barro, Sam había corrido hasta el BMW, que Remi ya había llevado hasta la entrada. La decisión de marcharse antes de que llegase la policía había sido instintiva. Aunque no habían hecho nada malo, verse involucrados en una investigación policial solo serviría para relacionarlos con el atacante de Frobisher. El instinto de Sam le decía que cuanto más lejos estuviesen del hombre, mejor para todos.

Cuando Sam entró en el coche, se alejaron a gran velocidad por Black Road y luego doblaron al este por Mount Vernon Road. Treinta segundos más tarde vieron las luces centelleantes por una curva detrás de ellos y cómo entraban en Black Road. A una indicación de Sam, Remi hizo un giro en U, se detuvo en el arcén y puso las luces de posición, a la espera de que los que acudían a atender la emergencia —al parecer, un coche de la policía y un camión de bomberos— llegaran al desguace de calderas. Después arrancó y fue hacia Princess Anne. Cuarenta minutos más tarde estaban de nuevo en su habitación de hotel.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Sam a Frobisher.

—¿Cómo crees que me siento? Me han secuestrado y golpeado.

Frobisher tenía unos sesenta y tantos, y era calvo excepto por un poco de pelo canoso alrededor de la cabeza. Usaba unas pequeñas gafas para leer. Sus ojos eran de un azul claro. Aparte de estar empapado, muerto de frío y asustado, la única huella de su odisea era una hinchazón en la mejilla derecha, donde el atacante le había pegado con el cañón del revólver.

—Secuestrado y golpeado es mucho mejor que secuestrado, golpeado y muerto —comentó Sam.

—Supongo —respondió Ted, y luego gruñó algo por lo bajo.

—¿Qué has dicho?

—Gracias por rescatarme, he dicho.

—Estoy seguro de que te ha dolido decirlo —afirmó Remi.

—No tienes ni idea. Pero lo digo de verdad. Gracias. A los dos. —Acabó la copa y acto seguido la levantó para que le sirviesen más. Remi lo hizo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Sam.

—Estaba durmiendo y me desperté cuando alguien comenzó a llamar a mi puerta. Sin abrir, pregunté quién era, y alguien respondió: Stan Johnston, de un poco más abajo en la carretera. Dijo que Cindy, su esposa, estaba enferma y que tenían averiado el teléfono.

—¿Hay un Stan Johnston? —preguntó Sam.

—Por supuesto que hay un Stan Johnston. En la granja que hay al norte.

Sam comprendió que aquello era significativo. A juzgar por el acento del atacante, parecía razonable asumir que no era de la zona, y eso significaba que había planeado el asalto a la casa de Ted y que incluso había averiguado los nombres de sus vecinos para utilizarlos en su ataque.

Durante el tiempo que estuvo en la DARPA, Sam había tenido suficiente relación con muchos agentes del servicio secreto, de la CIA, para saber cómo pensaban y cómo trabajaban. Todo lo que había hecho el atacante de Ted indicaba que era un profesional. Pero ¿un profesional para quién? ¿Con qué fin?

—Así que tú abriste la puerta… —dijo Remi para que Frobisher continuase con el relato.

—Abrí la puerta, y él se me echó encima, me tiró al suelo me apuntó con el arma a la cara. Comenzó a hacerme preguntas, me gritaba…

—¿Qué preguntaba?

—Por un fragmento de vidrio. No era nada, un trozo del casco de una botella de vidrio. Quería saber dónde estaba, así que se lo dije. Me ató las manos con cinta aislante, luego fuimos a la tienda y comenzó a buscar. Lo rompió todo y regresó con el cristal y empezó a preguntarme dónde lo había encontrado.

—¿Dónde lo encontraste?

—No lo recuerdo con exactitud. De verdad que no. Fue en el Pocomoke, en algún lugar al sur de Snow Hill. Estaba pescando y…

—¿Tú pescas? —preguntó Sam, sorprendido—. ¿Desde cuándo?

—Desde siempre, idiota. ¿Qué te crees, que me paso todo el día sentado en la tienda acariciando platos y baratijas? Como decía… estaba pescando y pillé algo. Una bota, una vieja bota de cuero. El cristal ese estaba dentro.

—¿Todavía tienes la bota?

—¿Qué soy, el basurero? No, la tiré. Era una vieja bota podrida, Sam.

Sam levantó las manos con las palmas hacia delante, en un gesto de calma.

—Vale, vale, continúa. Comenzó a gritarte y…

—Entonces sonó el teléfono.

—Era yo.

—Me preguntó si esperaba a alguien y respondí que sí, confiando en que se marcharía. No lo hizo. Me arrastró hasta el coche y me llevó allí, dondequiera que fuese. Es todo. El resto ya lo sabes.

—Él llevaba el cristal encima —murmuró Sam—. Tendría que haberlo cacheado.

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir, Sam? Aquel trozo de vidrio no era nada. No tenía ninguna etiqueta ni nada escrito, solo un símbolo extraño.

—¿Qué clase de símbolo?

—No lo recuerdo. Hay una foto en mi página web. La colgué pensando que quizá alguien supiera qué era.

—Remi, ¿te importa? —preguntó Sam.

Ella ya se había levantado para coger el portátil. Lo colocó en la mesa de centro y lo abrió. Treinta segundos más tarde, dijo:

—Aquí está. ¿Es esto, Ted? —Giró el ordenador hacia el anticuario.

Ted miró la pantalla, y asintió.

—Sí, es eso. Lo ves, no es nada.

Sam se acercó a Remi y miró la imagen. Tal como lo había descrito, parecía el fondo cóncavo de una botella de vidrio verde. En el centro había un símbolo. Remi lo amplió hasta que pudieron verlo con claridad.

—A mí no me dice nada en absoluto —dijo Sam—. ¿Y a ti?

—Tampoco —contestó Remi—. ¿Significa algo para ti, Ted?

—No, ya te lo he dicho.

—¿No ha habido ninguna llamada telefónica extraña o algún mensaje electrónico? ¿Nadie mostró la menor curiosidad?

Frobisher refunfuñó.

—No, no y no. ¿Cuándo puedo irme a casa? Estoy cansado.

—Ted, no creo que sea una buena idea —dijo Sam.

—¿Qué? ¿Por qué?

—El tipo sabe dónde vives…

—Ah, no era más que un loco. Seguro que se había inyectado algo. No es más que un trozo de una botella de vino, por amor de Dios. Ya lo tiene. Se ha acabado.

Lo dudo, pensó Sam. Tampoco creía que el hombre fuese un loco o un yonqui. Por alguna razón, alguien consideraba que ese culo de botella, ese curioso fragmento de vidrio verde, era muy importante. Tan importante como para matar.

A setenta kilómetros de distancia, Grigori Arjipov yacía inmóvil debajo de las ramas de un árbol, con el rostro cubierto de barro y la mirada atenta a los movimientos de un policía del condado de Somerset, mientras el conductor de la grúa acababa de enganchar el Lucerne. En alguna parte primitiva de su cerebro, Arjipov quería moverse, actuar, pero reprimió el impulso y se concentró en permanecer inmóvil. Habría sido fácil —para no mencionar satisfactorio— atacar al poli y al conductor de la grúa por sorpresa, matarlos a los dos, hacerse con uno de los vehículos y desaparecer en la noche, pero sabía que eso le causaría más problemas que satisfacción. Un policía asesinado daría lugar a una cacería del hombre, controles en las carreteras y quizá incluso el FBI lo buscaría, y nada de ello lo ayudaría en su misión.

Se había despertado del golpe en la cabeza en medio del resplandor de las luces blancas y el aullido de las sirenas, y había abierto los ojos para encontrarse mirando unos faros. Permaneció quieto, seguro de que las figuras corrían hacia él, pero cuando no vino nadie, comenzó a rodar sobre sí mismo y a arrastrarse para ir detrás de las calderas y de los árboles, donde estaba en ese momento.

No te muevas, se ordenó a sí mismo. Se quedaría allí, invisible, y esperaría a que se marchasen. El coche de alquiler lo había obtenido con un falso carnet de conducir y una tarjeta de crédito que no llevarían a la policía a ninguna parte. La lluvia había convertido el lugar en una ciénaga, así que no había ninguna señal de pelea que pudiera despertar la curiosidad del policía. En ese punto, lo único que tenían era un coche abandonado, y lo más probable era que creyeran que la llamada a OnStar había sido una broma de algunos adolescentes.

Ha sido un truco muy astuto, pensó Arjipov, como también lo había sido la emboscada. Humillante, sí, pero el profesional que había en Arjipov apreció el ingenio. El coraje. Aunque le dolía el pie, no se atrevía a mirarse la herida hasta estar solo.

El barro había absorbido parte del golpe de la piedra en el pie, pero, sin duda, tenía fracturados los dos dedos más pequeños. Doloroso, que no paralizante. Había soportado dolores mucho peores. En el Spetsnaz, un hueso roto nunca garantizaba recibir tratamiento médico, y en Afganistán, los muyahidines eran unos guerreros salvajes que por encima de todo preferían la lucha cuerpo a cuerpo, y mejor todavía con cuchillos, y tenía cicatrices que se lo recordaban. El dolor, como bien sabía Arjipov, era algo simple, cosa de la mente y nada más.

¿Quiénes eran esos misteriosos salvadores? No eran los buenos samaritanos típicos, de eso estaba seguro. Sus acciones mostraban habilidad y coraje. Y recursos. El hombre había dicho que eran amigos de Frobisher. Había sido un desliz que Arjipov estaba muy dispuesto a explotar. Le bastaría. Los encontraría, con un poco de suerte, antes de tener que informar a su jefe del incidente.

Era obvio que tenían estrechos vínculos con el anticuario. ¿Por qué si no iban a arriesgar sus vidas? Estaba más claro que el agua. Si Frobisher no quería cooperar y decirle dónde había encontrado el casco de vidrio, quizá su amigo y la mujer estarían mejor dispuestos.

Si no era así, bueno, se tomaría la revancha y seguiría con lo suyo. A la vista de lo ingeniosos que habían sido al tenderle la emboscada, creía justo descubrir una forma novedosa de devolverles la jugada.