5

Con los faros apagados, Sam condujo el BMW poco a poco por la carretera, con mucha precaución para evitar los baches, hasta que llegaron a unos cincuenta metros de la entrada de automóviles, y luego apagó el motor.

—Por favor, ¿podrías esperar en el coche? —preguntó Sam.

Remi lo miró ceñuda.

—Eh, creo que no nos han presentado. —Le tendió la mano para que se la estrechase—. Soy Remi Fargo.

Sam exhaló un suspiro.

—Entendido.

Mantuvieron una breve conversación sobre la estrategia y el peor de los escenarios. Después Sam le dio su americana y se bajaron del coche.

Se apartaron de la carretera y siguieron por una acequia, protegida a ambos lados por los hierbajos. Llegaba hasta el camino privado, donde desembocaba en una alcantarilla. Agachados, y haciendo pausas cada pocos pasos para escuchar, siguieron la acequia hasta el final y después buscaron un camino entre los árboles. Unos seis metros más allá, los árboles comenzaron a espaciarse, y se encontraron en el borde de un claro.

Era inmenso, aproximadamente una hectárea, y en él había unas grandes estructuras tubulares, algunas del tamaño de garajes, otras del tamaño de coches pequeños, tumbadas o inclinadas como un juego de palillos chinos. A medida que los ojos de Sam se acostumbraban a la oscuridad comprendió lo que estaba viendo: un desguace de calderas. Cómo y por qué estaban allí, en mitad de la campiña de Maryland, no lo sabía, pero allí estaban. A juzgar por el tamaño, se dijo que las calderas provenían de diversos orígenes: locomotoras, barcos y fábricas. La lluvia golpeaba las hojas a su alrededor y rebotaba con suavidad en el acero de las calderas, y el eco sonaba entre los árboles.

—Bueno, esto es lo último que esperaba encontrar aquí —susurró Remi.

—Yo también.

Y aquello les dijo algo del asaltante de Ted. O bien conocía esa zona a la perfección o bien la había investigado antes de ir. Ninguna de ambas cosas fue de mucho consuelo para Sam.

El Buick Lucerne estaba aparcado en mitad del claro, pero no había ninguna señal de Frobisher o del conductor del coche. Parecía evidente que se habían metido en el laberinto de calderas. Pero ¿por qué ir allí?, se preguntó Sam. La primera respuesta que le vino a la mente lo dejó helado. Lo que el secuestrador de Ted le tenía preparado era desconocido, pero una cosa era segura: el hombre necesitaba privacidad. O un lugar donde dejar un cadáver. Quizá las dos cosas. Sam sintió que se le aceleraba el corazón.

—Podemos cubrir más terreno si nos separamos —propuso Remi.

—Olvídalo. No sabemos quién es ese tipo o de lo que es capaz.

Estaba a punto de salir de entre los árboles cuando se le ocurrió una idea. Un Buick Lucerne. Buick… GMC. Llevó a Remi de nuevo a cubierto.

—Espera aquí —le dijo—. Ahora vuelvo.

—¿Qué…?

—Quédate aquí. No voy muy lejos.

Echó una última mirada a uno y otro lado, alerta al más mínimo movimiento y, luego, al no ver nada, salió corriendo hacia el Lucerne. Llegó a la puerta del conductor, se agachó y, tras una rápida plegaria, tocó la manilla. Se abrió. Se encendió la luz interior. Sam volvió a cerrar la puerta.

¡Maldita fuera! Al menos no había alarma de llaves en el contacto.

No había nada que hacer excepto arriesgarse.

Sam abrió la puerta, se metió en el Lucerne, cerró la puerta y esperó treinta segundos, mirando de vez en cuando por encima del salpicadero. No se movía nada. Comenzó a buscar en el interior y, casi de inmediato, encontró en el salpicadero lo que buscaba: un botón que decía OnStar. Sam lo apretó. Pasaron veinte segundos, y luego sonó una voz en los altavoces de la radio.

—Soy Dennis de OnStar. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Oh, sí —gruñó Sam—. He tenido un accidente. Estoy herido. Necesito ayuda.

—¿Señor, puede decirme dónde está?

—Eh… no.

—Espere un momento, señor. —Pasaron cinco segundos—. Ya está, señor. Lo tengo ubicado cerca de Black Road, al oeste de Princess Anne, Maryland.

—Sí, creo que sí.

—He avisado a la policía de su zona. La ayuda va de camino.

—¿Cuánto tardará? —gimió Sam con su mejor interpretación de conductor herido.

—Seis o siete minutos, señor. Continuaré conversando con usted.

Pero Sam ya había salido del coche y cerrado la puerta. Con su navaja suiza cortó la válvula del neumático trasero izquierdo. Luego se arrastró hasta el lado opuesto y repitió el proceso con el otro neumático trasero, y a continuación corrió hacia los árboles para reunirse con Remi.

—¿El OnStar? —preguntó Remi con una sonrisa.

Sam le dio un beso en la mejilla.

—Genios.

—¿Cuánto tardará en llegar la caballería?

—Entre seis y siete minutos. Sería fantástico si pudiéramos largarnos antes de que lleguen. No me apetece una sesión de preguntas y respuestas.

—A mí tampoco. Me apetece una copa de brandy tibio.

—¿Preparada para jugar al escondite?

—Guíame.

Tenían pocas esperanzas de poder encontrar huellas en el fango, así que Sam y Remi corrieron a través del claro y comenzaron a buscar un camino entre los senderos y túneles formados por las calderas. Sam encontró dos trozos de barra metálica, le dio el más corto a Remi y se quedó el largo. Solo habían avanzado unos quince metros cuando oyeron una débil voz a través de la lluvia.

—No sé de qué me habla… ¿Qué fragmento?

Era Ted.

Una voz masculina dijo algo, pero Sam y Remi no consiguieron entender las palabras.

—¿Qué cosa? Era un trozo de una botella. Nada importante.

Sam volvió la cabeza, intentando captar la dirección del sonido y saber de dónde procedía. Señaló con gestos adelante y a la izquierda, debajo de un arco formado por una caldera que estaba apoyada en otra. Remi asintió. Una vez pasado el arco, las voces se oían mejor.

—Quiero que me diga exactamente dónde la encontró —decía el hombre no identificado. La voz tenía acento de Europa del Este o de Rusia.

—Ya se lo he dicho… No lo recuerdo. Fue en algún lugar del río.

—¿El río Pocomoke?

—Así es —respondió Ted.

—¿Dónde?

—¿Por qué hace esto? No entiendo que…

Se oyó un sonido como el de una bofetada, algo duro que pegaba contra la carne. Ted gruñó, y luego se oyó un chapoteo que claramente indicaba que se había caído en un charco de barro.

—¡Levántese!

—¡No puedo!

—¡He dicho que se levante!

Sam le hizo un gesto a Remi para que esperase mientras él se adelantaba, muy pegado al costado de una caldera, y luego avanzó hasta poder mirar por la esquina.

Allí, en un espacio entre dos calderas del tamaño de camionetas, estaba Ted Frobisher. Caído de rodillas, con los brazos atados a la espalda. Su asaltante se encontraba a un par de pasos delante de él, con una linterna en la mano izquierda y un revólver en la derecha. El arma apuntaba al pecho de Ted.

—Dígame dónde la encontró y lo llevaré a su casa —dijo el hombre—. Se podrá olvidar de todo esto.

Es la mentira más grande que jamás he oído, pensó Sam. Aquel tipo no había llevado a Ted hasta allí solo para acompañarlo de vuelta a casa y acostarlo en su cama. «Lamento mucho todo esto, que descanse…». Consiguiese o no lo que quería el asaltante, el destino de Ted estaba escrito a menos que actuasen deprisa.

Sam reflexionó unos segundos y elaboró un plan rudimentario. Habría preferido una solución más elegante, pero no tenían ni tiempo ni medios. Además, lo sencillo a menudo era lo más elegante. Volvió donde Remi lo esperaba.

Le describió la escena que había visto y también su plan.

—A mí me parece que te estás quedando con la parte más peligrosa —opinó Remi.

—Confío plenamente en tu puntería.

—Y en mi sincronización.

—Eso también. Ahora mismo vuelvo.

Sam desapareció entre los árboles durante medio minuto, y después volvió para darle una piedra del tamaño de un pomelo.

—¿Podrás subirla con una sola mano? —preguntó señalando hacia una oxidada escalera que había en un lateral de la caldera más cercana.

—Si oyes un fuerte golpe en la oscuridad, tendrás la respuesta. —Se inclinó hacia delante, lo cogió de la pechera de la camisa y lo atrajo hacia ella para un darle un rápido beso—. Escucha, Fargo, intenta parecer inofensivo y, por lo que más quieras, ten cuidado. Si te matan, nunca te lo perdonaré.

—Ya somos dos.

Sam sopesó la barra metálica y echó a correr por donde había llegado, luego se desvió a la derecha y corrió formando un círculo. Se detuvo para consultar su reloj. Habían pasado seis minutos desde la llamada a OnStar. No podía esperar más.

Se metió la barra metálica por debajo del cinturón, a la espalda, respiró hondo para serenarse y comenzó a caminar hasta que pasó junto a una caldera y vio el halo de luz de la linterna en la oscuridad. Entonces se detuvo.

—¡Eh! ¡Hola! ¿Todo bien? —gritó.

El desconocido se volvió para iluminar el rostro de Sam.

—¿Quién es usted?

—Pasaba por aquí —respondió Sam—. Vi el coche. Pensé que alguien había tenido una avería. Oiga, ¿puede apartar la linterna? Me está deslumbrando.

En la distancia se oyó el sonido de las sirenas.

Con el arma preparada, el hombre se volvió hacia Ted y después de nuevo hacia Sam.

—¡Eh! ¿Qué hace con un arma?

Sam levantó las manos y avanzó con cuidado.

—¡No se mueva! ¡Quédese donde está!

—Solo intento ayudar. —Sam contuvo la respiración y dio otro paso, quedando a unos cinco metros.

Prepárate, Remi…

Levantó la voz para asegurarse de que su mujer lo oyese por encima del estrépito de la lluvia.

—Si quiere que me marche, ningún problema.

Remi estaba atenta a su entrada en escena, y Sam vio a su derecha una sombra que cruzaba el cielo oscuro desde lo alto de la caldera. La piedra pareció suspendida en el aire durante muchísimo tiempo, antes de caer con un desagradable sonido en el pie derecho del hombre. La puntería de Remi había sido perfecta. Si bien un golpe en la cabeza habría facilitado mucho las cosas, lo más probable es que lo hubiera matado, una complicación que no necesitaban.

En cuanto aquel tipo retrocedió gimiendo, Sam corrió a abalanzarse sobre él, sacando la barra metálica que había guardado en el cinturón con la mano izquierda. El hombre movía los brazos tratando de recuperar el equilibrio, y casi lo había conseguido cuando recibió el puñetazo de Sam en la barbilla. El arma y la linterna volaron por el aire, la primera cayó en el fango y la segunda rodó hacia Ted. Por el rabillo del ojo, Sam vio a Remi aparecer por detrás de Ted. Lo ayudó a levantarse y echaron a correr.

El desconocido estaba tumbado boca arriba, medio hundido en el fango y gimiendo. Un tipo duro, pensó Sam. El puñetazo tendría que haberlo dejado inconsciente. Sam pasó la barra metálica a su mano derecha. Las sirenas estaban muy cerca ahora, a no más de dos minutos.

Sam recogió la linterna y alumbró alrededor hasta que vio el revólver del hombre, enterrado en el barro unos pocos pasos más allá. Lo sacó con la punta del zapato y acto seguido la deslizó por debajo y lo arrojó hacia los árboles.

Se volvió y alumbró el rostro del hombre. El desconocido dejó de moverse y entrecerró los ojos para protegerse del resplandor. Su rostro era delgado y curtido; tenía los ojos pequeños, de mirada cruel, y una nariz que había sido rota muchas veces. La raya blanca de una cicatriz le iba desde el puente de la nariz a través de la ceja derecha hasta justo por encima de la sien. No solo duro, pensó Sam, sino también malvado. Eso se lo decía la mirada de sus ojos.

—Supongo que no tendrá interés en decirme quién es o por qué está aquí —dijo Sam.

El hombre parpadeó varias veces para despejarse, luego miró a Sam y soltó una palabra. Ruso, pensó Sam. Aunque su ruso era pasable para fines turísticos, no reconoció la palabra. De todas maneras, estaba claro que se refería o a su madre o a alguna forma de conocimiento carnal, o a ambas cosas.

—Eso ha sonado poco amigable —comentó Sam—. Vamos a probar de nuevo: ¿quién es usted y qué quiere de nuestro amigo?

Otra maldición, esa vez, una frase entera.

—No lo creo —dijo Sam—. Bien, le deseo mejor suerte la próxima vez, amigo.

Dicho esto, se inclinó hacia delante y blandió la barra metálica para finalmente golpear al hombre detrás de la oreja con lo que esperaba fuese la fuerza suficiente. Y una barra metálica no es la más delicada de las armas. El hombre gruñó y cayó inconsciente.

—Espero que nunca más volvamos a encontrarnos —dijo Sam, y echó a correr.