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Sebastopol,

Ucrania

Hadeon Bondaruk estaba frente a los ventanales de su despacho y contemplaba el mar Negro. El despacho era oscuro, alumbrado solo por las lámparas atenuadas que proyectaban suaves charcos de luz en las esquinas de la habitación. La noche había caído sobre la península de Crimea, pero por el oeste, en las costas de Rumania y de Bulgaria, iluminadas por detrás por los últimos rayos del sol poniente, se divisaba una línea de nubes de tormenta que se movía hacia el norte por encima del agua. Cada pocos segundos se veía un destello en el interior de las nubes, y los relámpagos formaban filigranas de luz a través del horizonte. Llegaría allí en menos de una hora, y Dios ayudase a aquellos idiotas que se viesen sorprendidos en medio de una tormenta en el mar Negro.

O que Dios no los ayude, pensó Bondaruk. No tenía importancia. Las tormentas, las enfermedades y, sí, también la guerra eran la manera que tenía la naturaleza de reducir los rebaños. Tenía poca paciencia con las personas que carecían de la sensatez o la fuerza para protegerse a sí mismas de la violencia de la vida. Era una lección que había aprendido de niño y que nunca había olvidado.

Bondaruk había nacido en 1960 en un pueblo al sur de Ashgabat, en Turkmenistán, en lo alto de las montañas Kopet Dag. Su madre y su padre, y los padres de éstos, habían sido agricultores y pastores que vivían en esa indefinida zona geográfica situada entre Irán y lo que entonces era la Unión Soviética, y como todos los nativos del Kopet Dag habían sido personas duras, que vivían de sus propios recursos y eran tremendamente independientes, sin reconocer a ninguno de los dos países como propios. Sin embargo, la Guerra Fría tenía otros planes para Bondaruk y su familia.

Con la Revolución iraní de 1979 y la caída del sha, la Unión Soviética había comenzado a enviar más tropas a la frontera norte de Irán, y Bondaruk, que entonces tenía diecinueve años, vio cómo la independencia de su pueblo les era arrebatada a medida que las bases del Ejército Rojo y las baterías de misiles antiaéreos comenzaban a aparecer en su, en otro tiempo, tranquilo hogar de montaña.

Las tropas soviéticas habían tratado a los pobladores de Kopet Dag como si fuesen salvajes: iban de pueblo en pueblo como una plaga para apropiarse de la comida y de las mujeres, mataban el ganado para divertirse, y detenían a «elementos revolucionarios iraníes» y los ejecutaban sumariamente. No tenía ninguna importancia que Bondaruk y su gente supiesen muy poco del mundo exterior y de la política mundial. El hecho de ser musulmanes y la proximidad con Irán los convertía en sospechosos.

Un año más tarde, un par de tanques habían aparecido en las afueras del pueblo, junto con dos compañías del ejército ruso. Un pelotón había sido emboscado en una zona cercana la noche anterior, les comunicó el comandante a Bondaruk y a los aldeanos. Ocho hombres a quienes habían degollado y robado sus prendas, armas y pertenencias personales. Los ancianos del pueblo tenían cinco minutos para entregar a los culpables si no querían que toda la comunidad fuese considerada responsable.

Bondaruk había oído historias de los guerrilleros turcomanos que luchaban en el campo ayudados por comandos iraníes, pero hasta donde él sabía, ninguno de los aldeanos estaba involucrado. Al no poder entregar a los culpables, el jefe del pueblo había suplicado misericordia al comandante soviético y, por ello, había sido ejecutado. Durante la hora siguiente, los tanques dispararon contra la aldea hasta reducirla a un montón de ruinas humeantes. En la conmoción, Bondaruk se vio separado de su familia, y él y un puñado de chicos y de hombres se retiraron a las alturas, lo bastante lejos para estar a salvo de los soldados, pero lo bastante cerca para ver durante la noche cómo arrasaban sus casas. Al día siguiente volvieron al poblado y comenzaron a buscar supervivientes. Encontraron más muertos que vivos, incluidos los familiares de Bondaruk, quienes habían buscado refugio en la mezquita y habían muerto sepultados cuando ésta se derrumbó. Algo cambió en su interior, como si Dios hubiese echado un oscuro telón sobre su vida anterior. Bondaruk reunió a los aldeanos más fuertes y mejor dispuestos, hombres y mujeres por igual, y se los llevó a la montaña como guerrilleros.

En seis meses, Bondaruk no solo había alcanzado una posición de liderazgo entre sus combatientes, sino que también se había convertido en una leyenda para los compatriotas. Los guerrilleros de Bondaruk atacaban por la noche, tendían emboscadas a las patrullas y los convoyes soviéticos, para después desaparecer en el Kopet Dag como fantasmas. Al cabo de un año de la destrucción de su pueblo, habían puesto precio a la cabeza de Bondaruk. Había llamado la atención de los jefes en Moscú, que ahora se veían involucrados no solo en una creciente tensión con Irán y en una guerra a gran escala en Afganistán, sino también en una guerra de guerrillas en Turkmenistán.

Poco después de cumplir los veintiún años, Bondaruk recibió el aviso de que los agentes de inteligencia iraníes hacían correr la voz de que sus guerrilleros tenían un aliado en Teherán, si estaba dispuesto a sentarse y escuchar, cosa que hizo en un pequeño café cerca de Ashgabat.

El hombre con el que Bondaruk se encontró resultó ser un coronel de la organización paramilitar iraní conocida como Pasdaran, o Guardia de la Revolución. El coronel les ofreció, a Bondaruk y sus combatientes, armas, municiones, entrenamiento y suministros esenciales para su guerra contra los soviéticos. Desconfiado, Bondaruk había buscado alguna trampa en el trato: la condición que simplemente cambiaría la bota que les aplastaba el cuello, de los soviéticos a los iraníes. Le aseguraron que no existía tal condición. Tenían los mismos antepasados, la misma fe y la misma causa. ¿Qué más vínculos necesitaban? Bondaruk aceptó la oferta, y, durante los siguientes cinco años, él y sus guerrilleros, con la guía del coronel iraní, poco a poco fueron derrotando a los ocupantes soviéticos.

Aquello fue de lo más satisfactorio para Bondaruk, pero su relación con el coronel fue lo que le reportó más beneficios. Resultó que el coronel había sido profesor de historia persa antes de ser llamado para servir a la revolución. El Imperio persa, le explicó, se remontaba a casi tres mil años atrás, y en su momento de apogeo había abarcado las cuencas del mar Caspio y el Negro, Grecia, el norte de África y gran parte de Oriente Medio. De hecho, le dijo a Bondaruk, Jerjes I el Grande, que había invadido Grecia y derrotado a los espartanos en la batalla de las Termopilas, había nacido en las mismas montañas que Bondaruk llamaba su hogar y se decía que había engendrado a docenas de hijos en el Kopet Dag. Ese fue un pensamiento que nunca se apartó de la mente de Bondaruk mientras él y sus guerrilleros continuaban hostigando a los soviéticos hasta que por fin, en 1990, más de una década después de haber invadido el Kopet Dag, el Ejército Rojo se retiró de la frontera. Poco más tarde, se produjo el derrumbe de la Unión Soviética.

Acabada la lucha y en absoluto dispuesto a ser de nuevo un pastor vulgar, Bondaruk, ayudado por su amigo el coronel iraní, se trasladó a Sebastopol, que, tras la caída del imperio soviético, se había convertido en el Salvaje Oeste de la cuenca del mar Negro. Una vez allí, su capacidad de liderazgo y su falta de escrúpulos en el uso de la brutalidad y la violencia le aseguró primero un lugar en el mercado negro ucraniano y luego en la llamada Mafia Roja. Cuando cumplió los treinta y cinco, Hadeon Bondaruk controlaba casi todas las organizaciones criminales de Ucrania y era multimillonario.

Con la posición, el poder y la riqueza asegurados, Bondaruk centró su atención en una idea que le rondaba la cabeza desde hacía muchos años: ¿de verdad Jerjes el Grande había nacido y se había criado en las montañas Kopet Dag, en su tierra natal? ¿Jerjes y él, como niños separados por siglos, habían caminado por los mismos senderos y disfrutado de las mismas vistas de las montañas? ¿Él mismo, Bondaruk, podía considerarse descendiente de la realeza persa?

La respuesta no había llegado fácilmente. Había tardado cinco años, gastado millones de dólares y contratado a un equipo de historiadores, arqueólogos y genealogistas, pero, cuando cumplió los cuarenta, Hareon Bondaruk estaba seguro. Era un descendiente directo de Jerjes I, gobernante del Imperio persa.

A partir de ahí, la curiosidad de Bondaruk creció hasta convertirse en una obsesión por todo lo persa; utilizó el poder que le otorgaba su riqueza e influencia para reunir una colección de objetos, que iban desde la copa utilizada en la boda de Ciajares hasta un altar de piedra de los ritos zoroastrianos durante la dinastía sasánida y un gerron con gemas llevado por el propio Jerjes en las Termopilas.

Su colección estaba casi completa salvo, se dijo a sí mismo, por un gran detalle. Su museo particular, ubicado en los sótanos de su mansión, era una maravilla que no compartía con nadie, en parte porque nadie era digno de su gloria, pero sobre todo porque aún estaba incompleto.

Por ahora, pensó. Pronto dejaría de estarlo.

En aquel momento se abrió la puerta del despacho y entró su ayuda de cámara.

—Perdón, señor.

Bondaruk se volvió.

—¿Qué pasa?

—Tiene una llamada. El señor Arjipov.

—Pásamela.

El ayuda de cámara salió y cerró la puerta con suavidad. Unos momentos más tarde sonó el teléfono en la mesa de Bondaruk. Lo atendió.

—Dime que me llamas para darme buenas noticias, Grigori.

—Así es, señor. Según mis fuentes, el hombre tiene una tienda de antigüedades en la zona. La página web donde colgó la foto es un foro muy conocido para los anticuarios y los buscadores de tesoros.

—¿Alguien ha mostrado algún interés en el fragmento?

—Alguien, pero nada serio. Hasta el momento, todos opinan que no es más que el trozo de una botella.

—Bien. ¿Dónde estás?

—En Nueva York, a la espera de subir al avión.

Bondaruk sonrió al escuchar la respuesta.

—Siempre tomando la iniciativa. Me gusta.

—Para eso me paga —respondió el ruso.

—Si consigues hacerte con este fragmento, habrá un premio para ti. ¿Cómo piensas abordar a ese hombre, al anticuario?

El ruso pareció reflexionar, y Bondaruk casi vio la sonrisa cruel en los labios de Arjipov.

—Creo que el trato directo es siempre el mejor.

Arjipov conocía bien los resultados que se obtenían con el trato directo, pensó Bondaruk. El veterano Spetsnaz era inteligente, despiadado e implacable. En los doce años que llevaba al servicio de Bondaruk, nunca había fracasado en una misión, por sucia que fuese.

—Tienes razón —respondió Bondaruk—. Entonces lo dejo en tus manos. Solo ten la precaución de ser discreto.

—Siempre lo soy.

Y era verdad. Muchos, muchos de los enemigos de Bondaruk habían desaparecido sin más de la faz de la tierra, o al menos eso habían podido determinar las autoridades.

—Llámame tan pronto como tengas noticias.

—Lo haré.

Bondaruk estaba a punto de colgar cuando se le ocurrió otra pregunta.

—Solo por curiosidad, Grigori, ¿dónde está la tienda de ese hombre? ¿En algún lugar cercano al que creíamos?

—Muy cerca. En una pequeña ciudad llamada Princess Anne.