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Pantano de Great Pocomoke,

Maryland,

hoy en día

Sam Fargo se levantó para mirar a su esposa, que estaba metida hasta la cintura en el líquido fango negro. Su peto de pescador amarillo reluciente resaltaba el brillo de su pelo cobrizo. Ella intuyó la mirada, se volvió hacia su marido, frunció los labios y apartó de un soplido un mechón de cabello que le caía sobre la mejilla.

—¿Se puede saber a quién le sonríes, Fargo? —preguntó.

Cuando se había puesto el peto, Sam había cometido el error de comentar que se parecía al Capitán Pescanova; en respuesta, ella lo fulminó con la mirada. Él se había apresurado a añadir «sexy» a la descripción, pero sin ningún resultado.

—A ti —respondió—. Estás preciosa, Longstreet. —Cuando Remi se enfadaba con él lo llamaba por su apellido. En esos casos, Sam siempre respondía utilizando su apellido de soltera.

Remi levantó los brazos, bañados en barro hasta los codos, y le dedicó una sonrisa mal disimulada.

—Estás loco —dijo—. Tengo la cara acribillada de picaduras de los mosquitos, y el pelo hecho un asco. —Se rascó la barbilla y le quedó un pegote de barro.

—Solo aumenta tu encanto.

—Mentiroso.

A pesar de la expresión de desagrado en su rostro, Sam sabía que Remi era una trabajadora sin par. Una vez que elegía una meta, no había nada que pudiese desviarla de ella.

—Bien —añadió—, debo admitir que tú también tienes muy buen aspecto.

Sam se tocó el ala del viejo sombrero panamá, y luego volvió a su trabajo: desenterrar del barro un trozo de madera sumergida que, confiaba, fuese parte de un cofre.

Durante los últimos tres días habían estado chapoteando por el pantano en busca de un indicio que les demostrase que no estaban empeñados en una quimera. A ninguno de los dos les importaba si una buena búsqueda acababa siendo un fracaso —en el caso de descubrir tesoros era algo lógico—, pero siempre era mejor encontrar un botín al final.

En esa ocasión la búsqueda se fundamentaba en una oscura leyenda. Si bien se decía que en las bahías de Chesapeake y Delaware había unos cuatro mil pecios, el premio que buscaban Sam y Remi estaba en tierra. Un mes antes, Ted Frobisher, otro buscador de tesoros que se había retirado no hacía mucho para dedicarse a su tienda de antigüedades en Princess Anne, les había enviado un broche que tenía un origen misterioso.

Al parecer, ese broche —de oro y jade, en forma de pera— había pertenecido a una mujer del lugar llamada Henrietta Bronson, una de las primeras víctimas de la famosa forajida Martha Cannon, apodada Patty, también conocida como Lucrecia.

Según la leyenda, Martha Cannon era una mujer despiadada que en la década de 1820 no solo recorría los bosques de la frontera entre Delaware y Maryland con su banda para robar y asesinar a ricos y pobres, sino que también tenía una posada en lo que entonces era Johnson’s Corners, Reliance en la actualidad.

Patty atraía a los clientes a su establecimiento, donde les daba de comer y los alojaba antes de asesinarlos en mitad de la noche. Arrastraba los cadáveres al sótano, les quitaba cualquier cosa de valor y los apilaba en un rincón como si fuesen leña, hasta tener suficientes para llenar una carreta. Después los llevaba a un bosque cercano y los enterraba en una fosa común. Por horroroso que pareciese, Cannon aún cometería, más tarde, lo que sería tildado como el más siniestro de sus crímenes.

Cannon había montado lo que muchos historiadores locales habían denominado un underground train o ferrocarril subterráneo, como el del siglo XIX, porque secuestraba a los esclavos del Sur que habían obtenido la libertad y los retenía, amordazados y maniatados, en una de las muchas habitaciones secretas de la posada, convertida en una improvisada mazmorra, antes de llevárselos, en la oscuridad de la noche, a Cannon’s Ferry, donde eran vendidos y cargados en barcos que bajaban por el río Nanticoke con destino a los mercados de esclavos de Georgia.

En 1829, un labrador que araba un campo en una de las granjas de Cannon había descubierto restos humanos. Cannon fue de inmediato acusada de cuatro cargos de asesinato, declarada culpable y condenada a prisión. Cuatro años más tarde murió en su celda a consecuencia de lo que muchos dijeron que fue un suicidio con arsénico.

En los años siguientes, los crímenes de Cannon y su muerte se convirtieron en un mito: unos afirmaban que Patty había escapado de la cárcel y había continuado con los asesinatos y los robos hasta que cumplió los noventa años; otros, en cambio, aseguraban que su fantasma recorría la península de Delmarva para aterrorizar a los inocentes viajeros. Lo que poca gente ponía en duda era que el botín de Cannon —del que, al parecer, solo había gastado una pequeña parte— nunca había sido recuperado. Las estimaciones del valor actual del botín rondaban entre los 100.000 y 400.000 dólares.

Sam y Remi conocían, por supuesto, la leyenda del tesoro de Patty Cannon, pero a falta de pruebas sólidas, la habían registrado en el archivo de «algún día». Con la aparición del broche de Henrietta Bronson y una fecha exacta con la que comenzar la búsqueda, decidieron desentrañar el misterio.

Después de un detallado estudio de la topografía histórica de Pocomoke y de hacer un mapa con los presuntos escondites de Cannon, comparándolo con el lugar donde habían encontrado el broche, habían reducido la cuadrícula de búsqueda a una zona de cuatro kilómetros cuadrados, la mayor parte de la cual estaba dentro del pantano, un laberinto de cipreses cubiertos de musgo y ciénagas llenas de matorrales. Según sus investigaciones, en esa zona, que en la década de 1820 había sido terreno seco, había estado uno de los escondites de Patty: una choza en ruinas.

Su interés en el botín no tenía nada que ver con el dinero; al menos no para su propio beneficio. Al oír por primera vez la historia, Sam y Remi habían acordado que si tenían la suerte de encontrar el tesoro, la mayor parte del mismo iría al National Underground Railroad Freedom Center en Cincinnati, Ohio, una ironía que estaban seguros enfurecería a Cannon de haber estado viva. O, si tenían suerte, enfurecería a su fantasma.

—¿Remi, cómo era aquel poema… aquél que hablaba de Cannon? —preguntó Sam. Remi tenía una memoria casi fotográfica para los detalles, tanto ocultos como evidentes.

Ella pensó un momento, y después recitó:

Cierra la boca,

duérmete ya.

La vieja Patty Ridenour te llevará muy lejos.

Tiene una banda de siete

que se lleva a esclavos y libres

cabalgando día y noche

en su caballo negro azabache.

—Ése es —dijo Sam.

A su alrededor, las raíces de los cipreses asomaban del agua como las garras incorpóreas de algún gigantesco dinosaurio alado. La semana anterior, una tormenta había atravesado la península y dejado atrás montañas de ramas como diques de castores construidos a toda prisa. En lo alto se oía una sinfonía de graznidos y alas que batían. De vez en cuando, Sam, un observador de pájaros aficionado, distinguía un canto en particular y le decía el nombre del ave a Remi, quien respondía con una sonrisa y añadía: «Es muy bonito».

Sam consideraba que lo ayudaba a distinguirlos el saber tocar el piano de oído, un don que había heredado de su madre. Por su parte, Remi tocaba el violín bastante bien, y le servía durante sus frecuentes duetos improvisados.

A pesar de sus estudios de ingeniería, Sam era el pensador intuitivo, mientras que Remi, antropóloga e historiadora formada en el Boston College, estaba sólidamente asentada en el pensamiento lógico. Si bien esta dicotomía los hacía una pareja afectuosa y bien equilibrada, también daba pie a enérgicos debates, que iban desde quién había comenzado la Reforma inglesa hasta qué actor encarnaba mejor a James Bond o quién era el mejor intérprete de Las cuatro estaciones de Vivaldi. La mayoría de las veces estos debates acababan en risas y en un continuado pero amistoso desacuerdo.

Doblado desde la cintura, Sam buscó al tacto debajo del agua. Deslizó los dedos a lo largo de la madera hasta que tocó algo metálico… Era un trozo de metal en forma de U y con un cuerpo cuadrado.

Un candado, pensó, y por su mente pasó la visión de un cofre cubierto de lapas.

—Tengo algo —anunció.

Remi se volvió hacia él con los brazos cubiertos de fango y pegados al cuerpo.

—¡Aquí está! —Sam lo sacó del agua. A medida que el barro chorreaba del objeto y caía de nuevo al pantano, vio el brillo del óxido y del metal plateado, y después unas letras en relieve: M-A-S-T-E-R-L-O-C-K.

—¿Y bien? —preguntó Remi en un tono cargado de escepticismo. Estaba habituada al, en ocasiones, prematuro entusiasmo de Sam.

—Acabo de encontrar, querida, un antiguo candado marca Masterlock, diría que de los años setenta, más o menos —respondió. Sacó del agua el trozo de madera al que había estado enganchado—. Junto con lo que parece el poste de una verja. —Lo dejó caer de nuevo en el agua y después se enderezó con un gemido.

Remi le sonrió.

—Mi intrépido buscador de tesoros… Bueno, es más de lo que yo he encontrado.

Sam consultó su reloj, un Timex Expedition que solo utilizaba en las expediciones.

—Las seis de la tarde. ¿Damos por acabada la jornada?

Remi se pasó la palma de la mano por el antebrazo opuesto para quitarse el barro, y le dedicó una amplia sonrisa.

—Creí que nunca lo dirías.

Recogieron las mochilas y caminaron los ochocientos metros que los separaban de su lancha, amarrada al tronco de un ciprés. Sam soltó la amarra y empujó la embarcación hasta aguas más profundas, chapoteando hasta la cintura, mientras Remi tiraba de la cuerda de arranque del motor. El fueraborda se puso en marcha y Sam subió a bordo.

Remi apuntó la proa hacia el canal y aceleró. La ciudad más cercana y su base de operaciones era Snow Hill, a cinco kilómetros corriente arriba del río Pocomoke. El hotel que habían escogido tenía una bodega de vinos muy buena y servía una sopa de cangrejo que había hecho que Remi gozara al máximo con la cena de la noche anterior.

Navegaron en silencio, adormecidos por el suave ronroneo del motor y la vista posada en la vegetación. De pronto Sam se volvió en su asiento para mirar a la derecha.

—Remi, disminuye la velocidad.

Ella desaceleró.

—¿Qué pasa?

Sam cogió los prismáticos de la mochila y se los llevó a los ojos. A una distancia de unos cuarenta y cinco metros de la orilla había un claro en el follaje; otra cala escondida de las docenas que ya habían visto. La entrada estaba tapada en parte por las ramas amontonadas por la tormenta.

—¿Qué has visto? —preguntó ella.

—Algo… No lo sé —murmuró Sam—. Me ha parecido ver una línea en el follaje… una curva o algo así. No parecía natural. ¿Puedes llevarme hasta allí?

Remi movió el timón y condujo la lancha hacia la boca de la cala.

—Sam, ¿estás alucinando? ¿Has bebido bastante agua?

Él asintió con la atención puesta en la cala.

—Más que suficiente.

Con un suave golpe, la proa de la lancha topó contra el montón de ramas. La cala era más amplia de lo que parecía, casi quince metros de ancho. Sam ató el cabo a una de las ramas más grandes, y luego deslizó las piernas por encima de la borda y se dejó caer al agua.

—¿Qué estás haciendo, Sam?

—Ahora mismo vuelvo. Quédate aquí.

—Ni lo sueñes.

Antes de que ella pudiese decir una palabra más, Sam respiró hondo, se sumergió en el agua y desapareció. Veinte segundos más tarde, Remi oyó un chapoteo al otro lado de las ramas, seguido por el ruido de Sam al respirar.

—Sam, ¿estás…? —llamó ella.

—Estoy bien. Vuelvo en un minuto.

El minuto se convirtió en dos y después en tres. Por fin, Sam preguntó a través del follaje:

—Por favor, Remi, ¿podrías reunirte conmigo?

Ella notó el tono pícaro en su voz, y pensó: Ay, chico. Le encantaban los impulsos aventureros de su marido, pero ya había comenzado a imaginar las delicias de una buena ducha caliente.

—¿Qué pasa?

—Necesito que vengas aquí.

—Sam, ya estoy casi seca. ¿No podrías…?

—No, querrás ver esto. Confía en mí.

Remi exhaló un suspiro y luego se dejó caer al agua por encima de la borda. Diez segundos más tarde estaba junto a su marido. Los árboles a cada lado de la cala formaban una especie de dosel sobre el agua que los encerraba en un túnel verde. Aquí y allá el sol alumbraba la superficie cubierta de algas.

—Hola, es muy amable de tu parte haber venido —dijo Sam con una sonrisa, y le dio un beso en la mejilla a Remi.

—Vale, listillo, que estamos…

Él golpeó con los nudillos el tronco que sujetaba con un brazo, pero en lugar de oírse un ruido sordo, Remi oyó un repique metálico.

—¿Qué es?

—Aún no estoy seguro. Es parte de algo, aunque no podré saber qué parte es hasta que baje y entre.

—¿Parte de qué? ¿Entrar dónde?

—Aquí, ven.

Sam la cogió de la mano y se adentró en la cala para pasar por un recodo, donde el ancho del agua se reducía a seis metros. Se detuvo y señaló un ciprés cubierto de hiedra cerca de la orilla.

—Ahí… ¿Lo ves?

Remi entornó los ojos, y ladeó la cabeza a la izquierda y después a la derecha.

—No. ¿Qué debo ver?

—Aquella rama que sale del agua, aquélla que acaba en forma de T.

—Vale, la veo.

—Mira mejor. Entorna los ojos. Te ayudará.

Ella lo hizo, y entrecerró los ojos hasta que poco a poco lo que veía se registró en su cerebro. Soltó una exclamación.

—Dios bendito, es un… No puede ser.

Sam asintió con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sí. Lo es. Aquello, querida, es el periscopio de un submarino.