Prólogo

Paso del Gran San Bernardo,

Alpes Peninos,

mayo de 1800

Una ráfaga de viento levantó la nieve alrededor de las patas del caballo llamado Styrie, que resopló nervioso y se apartó del sendero antes de que el jinete chasquease la lengua varias veces para calmarlo. Napoleón Bonaparte, emperador de Francia, se levantó el cuello del abrigo y entrecerró los ojos para protegerse de la ventisca. Al este consiguió atisbar el aserrado perfil del Mont Blanc.

Se echó hacia delante en la montura y palmeó el cuello del animal.

—Has visto tiempos peores, viejo amigo.

Napoleón se había hecho con el semental árabe durante su campaña en Egipto dos años antes. Styrie era un soberbio corcel, pero el frío y la nieve no eran para su naturaleza. Nacido y criado en el desierto, Styrie estaba acostumbrado a pisar la arena, no el hielo.

Napoleón se volvió y le hizo un gesto a su ayuda de cámara, Constant, que estaba a tres metros de él, con una reata de mulas. Más atrás, extendiéndose a lo largo de kilómetros por el sinuoso sendero, se encontraban los cuarenta mil soldados del ejército de reserva de Napoleón, junto con sus caballos, mulas y carros de municiones.

Constant desató la mula guía y se acercó deprisa. Napoleón le entregó las riendas de Styrie, luego desmontó y estiró las piernas, con la nieve hasta las rodillas.

—Vamos a dejar que descanse —dijo Napoleón—. Creo que esa herradura le molesta de nuevo.

—Ya me ocuparé, general.

En Francia, Napoleón prefería el titulo de primer cónsul, pero en campaña usaba el de general. Respiró hondo, se acomodó con firmeza el bicornio azul y miró las moles de granito que se alzaban ante ellos.

—Un día precioso, ¿no es así, Constant?

—Si usted lo dice, general… —murmuró el ayuda de cámara.

Napoleón sonrió para sus adentros. Constant, que llevaba con él muchos años, era uno de los pocos subordinados a los que les permitía una pequeña dosis de sarcasmo. Después de todo, pensó, Constant era un hombre viejo; el frío le calaba hasta los huesos.

Napoleón Bonaparte era de mediana estatura, con un cuello fuerte y hombros anchos. Su nariz aquilina destacaba sobre una boca firme y una barbilla cuadrada, y sus ojos eran de un gris penetrante que parecía diseccionar todo lo que lo rodeaba, humano o no.

—¿Alguna noticia de Laurent? —le preguntó a Constant.

—No, general.

El general de división, Arnaud Laurent, uno de los comandantes de mayor confianza e íntimo amigo de Napoleón, había marchado el día anterior con un pelotón de soldados para explorar el paso. Por poco probable que fuese encontrar allí tropas enemigas, Napoleón había aprendido hacía tiempo a prepararse para lo imposible. Muchos grandes hombres se habían visto derrotados por exceso de confianza. En esa zona, sin embargo, los peores enemigos eran la climatología y el terreno.

A dos mil seiscientos metros de altura en los Alpes Peninos, el paso del Gran San Bernardo había sido durante siglos la encrucijada de caminos para los viajeros. Ubicado entre las fronteras de Suiza, Italia y Francia, había visto pasar a muchos ejércitos: los galos en el 390 a. C., en su camino para aplastar Roma; la famosa travesía de Aníbal con los elefantes en el 217 a. C.; Carlo Magno en el 800, que regresaba de su coronación en Roma como primer emperador del Sacro Imperio romano.

Una excelente compañía, se dijo Napoleón. Incluso uno de sus predecesores, Pepino el Breve, rey de Francia, en 753 había cruzado los Alpes Peninos en su camino para encontrarse con el papa Esteban II.

Pero allí donde otros reyes han fracasado en su grandeza yo no lo haré, se recordó Napoleón a sí mismo. Su imperio se expandiría sobrepasando los más increíbles sueños de aquéllos que lo habían precedido. Nada se interpondría en su camino. Ni los ejércitos, ni la climatología, ni las montañas, ni, desde luego, unos presuntuosos austriacos.

Un año antes, mientras él y su ejército conquistaban Egipto, los austriacos habían tenido el atrevimiento de recuperar el territorio italiano anexionado a Francia de acuerdo con el Tratado de Campo Formio. Su victoria no duraría mucho. Nunca esperarían un ataque en esa época del año, ni se imaginarían que ejército alguno intentara cruzar los Peninos en invierno. Con toda razón.

Con sus imponentes paredes de roca y las sinuosas gargantas, los Peninos eran una pesadilla geográfica para los viajeros solitarios, por no hablar de un ejército de cuarenta mil hombres. Desde septiembre el paso estaba cubierto con diez metros de nieve y a temperaturas siempre bajo cero. Los ventisqueros, con una altura de más de diez hombres, acechaban sobre ellos en cada recodo, amenazando con sepultarlos a ellos y a sus caballos. Incluso en el más soleado de los días, la niebla cubría el suelo hasta media tarde. Las tormentas de viento a menudo se levantaban sin previo aviso, convirtiendo un día apacible en una ululante pesadilla de nieve y hielo que les impedía ver más allá de un metro de sus pies. Lo más aterrador de todo eran las avalanchas, algunas veces de ochocientos metros de anchura, que se deslizaban por las laderas para sepultar a cualquiera que tuviese la desgracia de estar en su camino. Hasta ese momento Dios había considerado justo salvar a todos los hombres de Napoleón, excepto a doscientos.

Se volvió hacia Constant.

—¿Y el informe de intendencia?

—Aquí está, general. —El ayuda de cámara sacó un fajo de papeles de debajo del abrigo y se lo entregó a Napoleón, quien le echó un vistazo. Realmente, pensó, un ejército lucha según lo que tiene en el estómago. Hasta entonces, sus hombres habían consumido diecinueve mil ochocientas diecisiete botellas de vino, una tonelada de queso y novecientos kilos de carne.

Desde la avanzadilla, bajo el paso, llegó el grito de los jinetes:

—¡Laurent, Laurent!

—Por fin —murmuró Napoleón.

Un grupo de doce jinetes surgió de entre la ventisca. Eran soldados fuertes. Los mejores que tenían, lo mismo que su comandante. Ninguno cabalgaba encorvado, sino erectos, con las barbillas alzadas. El general de división, Laurent, se acercó al trote con su caballo para detenerse delante de Napoleón y le saludó antes de desmontar. Napoleón lo abrazó y apartó con un gesto a Constant, quien se apresuró a ofrecerle al general una botella de brandy. Laurent bebió un trago, luego otro, y después le devolvió la botella.

—Informa, viejo amigo —le pidió Napoleón.

—Recorrimos doce kilómetros, señor. Ningún rastro de tropas enemigas. El tiempo mejora en las cotas bajas, y también es menor la densidad de la capa de nieve. A partir de aquí es más fácil.

—Bien… muy bien.

—Un detalle importante —añadió Laurent, con una mano apoyada en el codo de Napoleón para apartarlo unos pocos pasos—. Encontramos algo, general.

—¿Quieres explicarme la naturaleza de ese algo?

—Sería mejor que lo viese en persona.

Napoleón escudriñó el rostro de Laurent.

Había en sus ojos un brillo de ansiedad apenas contenida. Conocía a Laurent desde que ambos tenían dieciséis años y eran tenientes en la escuela de artillería La Fére. Laurent no era dado a la exageración ni a la excitación. Lo que fuese que hubiera descubierto tenía que ser importante.

—¿A qué distancia? —preguntó Napoleón.

—A cuatro horas a caballo.

Napoleón observó el cielo. Era casi media tarde. Por encima de los picos vio unos amenazadores nubarrones. Se acercaba una tormenta.

—Muy bien —dijo, y palmeó el hombro de Laurent—. Saldremos con la primera luz.

Como era su costumbre, Napoleón durmió cinco horas, y se levantó a las seis, mucho antes del alba. Desayunó y, mientras tomaba un té muy cargado, leyó los despachos de la noche enviados por los comandantes de brigada. Laurent se presentó con su pelotón poco antes de las siete, y marcharon valle abajo por el sendero que el general y los exploradores habían recorrido el día anterior.

La tormenta de la noche había dejado poca nieve, pero el feroz viento había levantado nuevos ventisqueros, imponentes paredes blancas que formaban un cañón alrededor de Napoleón y sus jinetes. El aliento de los caballos se convertía en nubes de vaho, y con cada paso la nieve en polvo se levantaba en el aire. Napoleón soltó las riendas de Styrie, confiando en que el árabe seguiría el sendero, mientras él contemplaba, fascinado, los ventisqueros, aquellas paredes labradas en espirales por el viento.

—Un tanto siniestro, ¿no, general? —preguntó Laurent.

—Es impresionante —murmuró Napoleón—, nunca me había encontrado en medio de un silencio como éste.

—Es hermoso —convino Laurent—, y peligroso.

Como un campo de batalla, pensó Napoleón. Exceptuando quizá cuando estaba en la cama con Josefina, donde se sentía más a gusto era en el campo de batalla. El retumbar de los cañones, el estampido seco del fuego de los mosquetes, el olor de la pólvora negra en el aire… todo eso le encantaba. Solo es cuestión de días, se dijo. En cuanto salgamos de estas malditas montañas… Sonrió para sí mismo.

Más adelante, el jinete de vanguardia levantó el puño por encima de la cabeza, para indicar un alto. Napoleón observó cómo el hombre desmontaba y avanzaba por la nieve, que le llegaba a los muslos, con la cabeza echada hacia atrás y la mirada atenta a los ventisqueros. Desapareció detrás de un recodo del sendero.

—¿Qué busca? —preguntó Napoleón.

—El alba es uno de los momentos en que puede haber más avalanchas —contestó Laurent—. Durante la noche, el viento endurece la capa superficial de la nieve, mientras que debajo permanece en polvo, blanda. Cuando el sol golpea la superficie, comienza a derretirse. A menudo el único aviso que tenemos es el sonido, como si el propio Dios bramase desde las alturas.

Al cabo de unos pocos minutos, el jinete reapareció en el sendero. Le hizo a Laurent la señal de todo despejado, montó en su caballo y reanudó la marcha. Cabalgaron durante otras dos horas por el sinuoso curso del valle en su descenso hacia las estribaciones. Muy pronto entraron en un angosto cañón de granito gris salpicado de hielo. El soldado en cabeza señaló otra parada y desmontó. Laurent hizo lo mismo, seguido por Napoleón.

El emperador miró en derredor.

—¿Aquí?

El general de división sonrió con picardía.

—Aquí, general. —Laurent desenganchó dos lámparas de aceite de la montura—. Si me sigue…

Comenzaron a bajar por el sendero, dejaron atrás a los seis caballos que los precedían; los jinetes estaban en posición de firme, en saludo a su general. Napoleón dirigió un gesto solemne a cada soldado hasta que llegó a la cabeza de la columna, donde él y Laurent se detuvieron. Pasaron unos minutos y, entonces, un soldado —el jinete que abría la marcha— apareció por detrás de un saliente de roca a su izquierda y se abrió paso por la nieve hacia ellos.

—General, quizá recuerde al sargento Pelletier —dijo Laurent.

—Por supuesto —respondió Napoleón—. Estoy a su disposición, Pelletier. Guíenos.

Pelletier saludó, cogió un rollo de cuerda de la montura, y luego se apartó del sendero para seguir a pie por un paso que acababa de abrir entre los ventisqueros y que le llegaban a la altura del pecho. Los guió ladera arriba hasta la base de una pared de granito, desde donde caminó paralelo a la piedra otros cuarenta metros hasta detenerse en un nicho en la roca que formaba un ángulo recto.

—Un lugar muy bonito, Laurent. ¿Qué estoy mirando? —preguntó Napoleón.

Laurent le hizo un gesto a Pelletier, que levantó su mosquete por encima de la cabeza y descargó un culatazo en la roca. En lugar de oír cómo se partía la madera en la piedra, Napoleón oyó cómo se rompía el hielo. El sargento golpeó cuatro veces más hasta que apareció una grieta vertical. Tenía unos sesenta centímetros de ancho y casi dos metros de altura.

Napoleón se asomó al interior, pero no vio más que oscuridad.

—Hasta donde podemos deducir —explicó Laurent—, en verano la entrada está tapada por los arbustos y la hiedra; en invierno, la oculta la nieve. Sospecho que hay alguna fuente de humedad en el interior, y eso explica la fina película de hielo. Es probable que se forme todas las noches.

—Interesante. ¿Quién la descubrió?

—Yo, general —respondió Pelletier—. Nos detuvimos para que descansaran los caballos, y yo necesitaba… bueno, tuve la urgencia de…

—Lo comprendo, sargento. Por favor, continúe.

—Supongo que me adentré demasiado, general. Cuando acabé, me apoyé en la roca para ajustarme el cinturón y el hielo cedió detrás de mí. Me hundí un poco, y no le di mayor importancia hasta que vi… Creo que será mejor que lo vea usted mismo, general.

Napoleón se volvió hacia Laurent.

—¿Ha entrado?

—Sí, general. El sargento Pelletier y yo. Nadie más.

—Muy bien, Laurent, lo seguiré.

La entrada de la cueva se prolongaba otros seis metros, cada vez más estrecha a medida que avanzaban, hasta que tuvieron que caminar encorvados. De pronto, el túnel se abrió y Napoleón se encontró en una caverna. Laurent y Pelletier se apartaron para permitirle el paso, y luego alzaron las lámparas para alumbrar las paredes con la oscilante luz amarilla.

La caverna, de unos quince por veinte metros, con el suelo y las paredes blancas, era un palacio de hielo, que en algunos lugares tenía un grosor de un metro y en otros era tan delgado que Napoleón entreveía la débil sombra de la piedra gris. Las resplandecientes estalactitas llegaban muy abajo, hasta casi fundirse con las estalagmitas y formar unas esculturas en forma de reloj de arena. A diferencia de las paredes y el suelo, el hielo del techo era más burdo y reflejaba la luz de las lámparas como un cielo tachonado de estrellas. De algún lugar de las profundidades de la caverna llegaba el sonido del agua que goteaba; y de aún más lejos, el débil rugido del viento.

—Magnífico —murmuró Napoleón.

—Aquí está lo que Pelletier encontró apenas hubo pasado la entrada —dijo Laurent, y caminó hacia una de las paredes.

Napoleón se acercó donde Laurent iluminaba con la lámpara y vio un objeto en el suelo. Se trataba de un escudo.

Tenía la forma de un ocho de un metro cincuenta de alto y sesenta centímetros de ancho. Estaba hecho de mimbre y cubierto de cuero pintado con cuadros negros y rojos.

—Es antiguo —comentó Napoleón.

—Por lo menos tiene dos mil años de antigüedad —afirmó Laurent—. No recuerdo muy bien mis clases de historia, pero creo que se llama gerron. Lo utilizaba la infantería ligera persa.

—Cielo santo…

—Aún hay más, general. Por aquí.

Laurent lo condujo a través del bosque de estalactitas hasta el final de la caverna y a la entrada de otro túnel ovalado de un metro veinte de altura. Detrás de ellos, Pelletier se ocupaba de atar un extremo de la cuerda alrededor de la base de una columna, alumbrado por el resplandor de la lámpara.

—¿Vamos a bajar? —preguntó Napoleón—. ¿A las profundidades del infierno?

—Hoy no, general —respondió Laurent—. Lo atravesaremos.

Laurent acercó la lámpara a la boca del túnel. Un par de metros más allá había un puente de hielo, de unos sesenta centímetros de ancho, que cruzaba una grieta antes de desaparecer en otro túnel.

—¿Lo ha atravesado? —preguntó Napoleón.

—Es muy sólido. Hay roca debajo del hielo. De todos modos, siempre es preferible tomar precauciones.

Ató la cuerda primero alrededor de la cintura de Napoleón y luego en la suya. Pelletier le dio un último tirón al extremo anudado y le hizo una señal a Laurent.

—Cuidado por donde pisa, general —le advirtió Laurent, y entró en el túnel.

Napoleón esperó unos momentos y lo siguió.

Comenzaron a cruzar la grieta. A medio camino, Bonaparte miró por encima del borde. No vio nada más que oscuridad, y las paredes de hielo translúcido que se perdían en el abismo.

Por fin alcanzaron el lado opuesto. Caminaron por el siguiente túnel, que zigzagueaba a lo largo de seis metros, y llegaron a otra caverna de hielo, más pequeña que la primera pero con un techo abovedado y más alto. Con la lámpara levantada, Laurent fue hasta el centro de la caverna y se detuvo junto a lo que parecían dos estalagmitas. Cada una medía cuatro metros de altura, y estaban truncadas en la parte superior.

Napoleón se acercó a una. Sin embargo, antes de llegar se detuvo. Entrecerró los ojos. Comprendió que no era una estalagmita, sino una columna de hielo sólido. Apoyó la palma en ella y acercó la cara. Desde dentro, parecía mirarlo fijamente una mujer de rostro dorado.