Vitoria, 6 de noviembre de 1808
Teresa Mendoza apartó la labor de bordado que sostenía sobre sus piernas para mirar a su marido con incertidumbre.
—¿Habéis podido verlo?
Tomás Acedo no contestó, mientras se encaminaba a la estantería cercana a la chimenea. Tomó una botella de cristal, vertió un poco de su contenido en una copa, y antes de hacer lo mismo con una segunda, miró a su esposa con gesto interrogador. Teresa agitó la mano.
—No, no quiero jerez. Pero dime algo, que me tienes en ascuas.
Su marido esperó a estar acomodado en la butaca frente a ella antes de hablar.
—Lo hemos visto. De lejos. De muy lejos, si quieres que te diga la verdad. Estaba ocupado con sus mariscales y generales y demás parafernalia y no ha podido recibirnos. Volveremos esta tarde. Barrere te envía saludos.
—¿Ya se ha recuperado?
—No, todavía no. Esta vez el cólico ha sido aún más fuerte. El nuevo médico francés dice que es por el agua, ¡habrase visto tamaña tontería! Si Labat… —Se interrumpió, recordando que la mención del médico o de Inés siempre marchitaba el ánimo de su mujer—. Bueno, da igual. Barrere me ha dicho que Trelliard le ha ofrecido un relevo temporal, y que tal vez tenga que retirarse a Francia.
—Esperemos entonces que nombren a alguien tan íntegro como él.
—Esperemos. —Dio un trago a su copa, cambiando de tema—. ¿Y Clara?
—Está con las Zárate. Se quedará a comer en su casa.
Su marido hizo girar el líquido en la copa varias veces, antes de hablar.
—La ciudad está muy revuelta con la llegada de Napoleón. Preferiría que hoy Clara se hubiera quedado en casa.
Teresa retomó su labor sin poder evitar un suspiro.
—Pero así al menos no da vueltas a las cosas. Cuando nos quedamos en casa siempre acabamos haciendo lo mismo: releer la carta de Inés, mirar el mapa de Portugal…
—… y lamentaros de que haya tenido que casarse sin su familia.
Su mujer se encogió de hombros.
—Estará bien. —Tomás se puso en pie y colocó la mano sobre el hombro de Teresa, dándole un suave apretón—. En el ejército inglés no es tan rara la presencia de esposas. Y por lo que ha contado en su carta, la vida social de Lisboa está muy animada.
—Sí, pero ¡está tan lejos!
Su esposo se acercó a la ventana sin contestar. Al cabo de un rato, Teresa volvió a levantar la vista de su labor.
—¿Crees que José Bonaparte está muy molesto porque su hermano haya preferido alojarse en casa de Fernando de la Cuesta, en vez de acudir al Palacio de Montehermoso?
Apartando un segundo su atención del exterior, el hombre replicó:
—Creo que ni la décima parte de lo molesto que debe de estar el emperador porque su hermano y mi prima lleven dos meses siendo la comidilla de la ciudad.
Teresa dio una puntada, y le devolvió una mirada cauta.
—Ciertamente, no han sido muy discretos.
—Es una manera suave de expresarlo. —Tomás apuró su copa—. Y la gota que ha colmado el vaso ha sido la compra del palacio por esa cantidad absurda. ¡Trescientos mil francos! ¿Sabes lo que se rumorea que dijo Girardin al rey, cuando le contó lo que pensaba hacer? —Teresa negó con la cabeza—. ¡Que el palacio no valía esa cifra ni con la marquesa dentro!
Absteniéndose de decir que pensaba lo mismo, su esposa suspiró.
—No sé, Tomás, no me siento leal cuando hablamos de esto. Te confieso que estoy muy desencantada con todo lo sucedido desde que la Corte se trasladó a Vitoria.
—Yo también lo estoy —corroboró su esposo—. Y no solo porque me resulte incomprensible que un hombre prefiera mirar hacia otro lado, cuando su esposa… Pero no, no quiero hablar de ellos, tienes razón. Más me preocupa el resto. No puedo negar que José Bonaparte es afable y educado, y que tiene buenas intenciones, pero a veces me pregunto si eso es todo. Dos meses ha estado aquí en Vitoria, y se ha limitado a dar audiencias y emitir decretos que no tiene forma de hacer cumplir. Eso, cuando sus galanteos no se han interpuesto.
Se acercó a la mesita junto al sofá para dejar la copa vacía. Teresa continuó cosiendo, pero al percatarse de que su esposo se había detenido ante ella en silencio, elevó una mirada de curiosidad. Algo en la manera en que su esposo balanceaba el peso del cuerpo sobre sus pies hizo que su corazón se acelerara. Dejó la labor de nuevo sobre el brazo del sofá.
—¿Qué sucede, Tomás?
Los segundos que pasaron hasta que su esposo se decidió a continuar acrecentaron su inquietud.
—He estado hablando con Luis.
—¿Y? —interrogó su esposa, sin poder ocultar su aprensión.
—El ejército se pondrá en marcha en unos días, y quiere que, cuando la Corte le siga, nos traslademos con ellos a Madrid.
Teresa contempló a su esposo con la estupefacción pintada en el rostro.
—¡A Madrid! ¡Nosotros! Pero ¿por qué?
—Porque me han ofrecido un puesto en el Ministerio de Hacienda. Este es un buen momento para impulsar la reforma del comercio, con la supresión de las aduanas interiores y las otras medidas… Sabes que estuve hablando con Urquijo y Cabarrús de esto. Hace años que vengo defendiendo que deben reformarse los impuestos que pagamos los comerciantes, siempre superiores a los de los terratenientes, y suprimirse los beneficios eclesiásticos y el resto de privilegios. Luis piensa lo mismo que yo, y cree que puedo ayudar a que se haga.
—¡Pero, Tomás, eso…! No creo… Quiero decir, ¿estás seguro de que es conveniente, teniendo en cuenta lo confusas que están las cosas?
—Si están confusas, va a ser por poco tiempo —contestó su marido sin emoción—. El propio Napoleón en persona ha venido para aclararlas, Teresa. La Junta Central ha tenido durante dos meses su oportunidad, pero como siempre, han preferido discutir quién manda sobre quién, antes que realizar un planteamiento sensato de la situación. Y así han permitido que llegue desde Francia un ejército imbatible al mando del propio emperador. Nada que ver con las fuerzas bisoñas con las que se habían enfrentado hasta ahora, como pronto comprobarán. No, Teresa, por suerte o por desgracia, las cosas van a dejar de estar confusas pronto.
Su esposa lo miró un largo rato en silencio. Luego contestó, cautelosa:
—No estoy segura de querer abandonar Vitoria, Tomás. Además, tenemos que pensar en Clara. En pocos meses su vida ha cambiado por completo. Inés ha tenido que abandonar el país, Germán está con los ejércitos de Blake, Pascual ha fallecido, su amigo Martín se ha unido a los rebeldes y no ha vuelto a saber nada de él… Y pedirle ahora que se traslade supondría cortar la posibilidad de mantener el poco contacto que aún puede tener con la gente que quiere.
—Clara hará lo que consideremos mejor para ella, no tengo dudas.
—¿Y sería mejor para ella ir a Madrid tras el ejército? ¿Un viaje peligroso, sometido siempre a la posibilidad de un ataque?
—Ya te he dicho que estoy convencido de que Napoleón conseguirá colocar a su hermano de nuevo en Madrid. Cuando eso pase, las cosas acabarán por tranquilizarse. No debes preocuparte.
—Pero no puedo evitar hacerlo —replicó ella con impaciencia—. No me gustan muchas cosas de las que veo, Tomás. No me gusta que Amalia haya tenido que enviar a su hija Beatriz a un convento, ni la manera en que los trataron por dar cobijo a su sobrino.
—Apenas estuvieron detenidos unos días.
—Sí, pero lo estuvieron. Y tuvieron que pagar una multa enorme. Son muchas cosas…
Tomás Acedo cruzó las manos a su espalda.
—¿Y qué pretendes decirme, Teresa? ¿Que deberíamos dejar que el populacho decida nuestro futuro, como pudo suceder en Madrid tras el levantamiento de mayo? ¿Que deberíamos renunciar a la responsabilidad de hacer que el país progrese?
—No. —Su esposa bajó la mirada—. Eso no. Pero no veo la necesidad de que seas tú quien lo haga. Y menos si para ello hemos de abandonar nuestro hogar.
Tomás Acedo la contempló un largo instante, pensativo. Su voz sonó tenue al decir:
—No sé si es necesario, Teresa, pero reconozco que me gustaría intentarlo. Aunque si tú no quieres ir a Madrid…
Teresa alzó la cabeza, esperando.
—Bueno, supongo que debo pensarlo —concluyó su marido—. Los dos debemos pensarlo. No es una decisión que se deba tomar a la ligera. Aún pasarán tres o cuatro días hasta que el ejército se ponga en marcha, y varios más hasta que la Corte le siga. Tenemos tiempo para valorarlo.
—Cierto. —El alivio recorrió a su mujer—. Gracias, Tomás.
—No me las des. Tienes razón en una cosa, Teresa: todo debe pensarse bien en estos tiempos, y las decisiones se han de tomar con la cabeza fría —concluyó, tomando uno de los libros de la estantería—. Y, ahora, si no necesitas nada, me retiraré un rato a mi despacho, hasta la hora de volver a la casa de Cuesta.
Teresa asintió en silencio, y esperó a que los pasos de su marido se perdieran en el corredor para levantarse y acercarse al cajón de la escribanía. Con cuidado, extrajo la carta recibida desde Lisboa y se acercó a la ventana para releerla de nuevo. Inés les echaba de menos, era evidente, y sus palabras transmitían preocupación por su familia; pero también había en ellas una inconfundible señal de dicha. Sí, aunque su marcha hubiera sido tan precipitada, Teresa sabía bien que Inés era feliz con Adrien Labat.
Y si sus sobrinas eran felices, ella también lo era.
Volvió a pensar en Clara, en la culpabilidad y remordimientos que le habían afligido durante el mes y medio que había transcurrido sin noticias de su hermana, en el alivio que aquella carta le había reportado. Sabía bien que su sobrina no iba a aceptar trasladarse a ningún sitio fuera de Vitoria —salvo Lisboa, tal vez—, en parte porque era la mejor manera de mantenerse en contacto con todos los que estaban ausentes, sí; pero también porque la forma en que los acontecimientos se habían sucedido había hecho que la opinión de Clara sobre aquella situación variara.
Como la de la propia Teresa, debía reconocer.
Con un suspiro, dobló el papel y volvió a guardarlo con delicadeza en el cajón. Con emperador o sin él, con Corte o sin ella, lo auténticamente seguro era que Madrid no entraba en sus planes.