25

Desde la ventana de su habitación, Inés echó un último vistazo al cielo. Aunque había dudado durante casi una hora si salir aquella mañana para visitar a Cecilia o quedarse terminando aquella labor que no le entusiasmaba, al fin había conseguido vencer su apatía y se había vestido para salir. Más que por ella, que de buena gana se habría quedado en casa lamiéndose las heridas, se había decidido a hacerlo para que ni su hermana ni su tía encontraran motivos de preocupación en su actitud. Lo único que podría haber conseguido que cejara en su decisión era la lluvia, pero no parecía que estuviera dispuesta a interponerse.

Estaba a punto de dejar caer la cortina cuando la visión de una muchacha entrando apresurada en los establos atrajo su atención. Le costó un momento percatarse de que la joven era Clara, pero es que aquella era una visión muy poco habitual. A su hermana no le agradaban los animales, ni siquiera los caballos, y de hecho les tenía cierto temor. Así pues, el hecho de que entrara en los establos y, además, lo hiciera corriendo, tenía que tener alguna motivación poderosa. E Inés pensaba averiguarla al momento.

Bajó las escaleras con agilidad, cruzó la cocina y la despensa, y sin atender las miradas curiosas de las criadas salió a la verja que separaba la casa de la plazoleta y en apenas unos segundos entró en los establos.

Al momento comprobó que no se había equivocado; por raro que resultara, era Clara quien estaba pidiendo a uno de los mozos que ensillara un caballo. Según se acercaba al lugar donde se encontraba, Inés se dio cuenta del estado de agitación en que se hallaba su hermana, y la inquietud comenzó a apoderarse de ella.

El mozo, que negaba con la cabeza, la miró con expresión aliviada cuando Inés llegó hasta ellos.

—Por favor, Andrés, déjanos un momento.

Su voz sobresaltó a Clara, que ni se había dado cuenta de que no estaban solos. Cuando se volvió hacia ella, Inés comprobó que tenía los ojos enrojecidos, y las huellas del llanto eran visibles en su rostro.

—¿Qué sucede? —preguntó ocultando su aprensión.

—¡Oh, Inés! —exclamó su hermana con alivio. Una lágrima se deslizó por su mejilla, y la joven la apartó con el dorso de la mano—. Pensaba que te habías ido.

—Aún no. Pero ¿qué te pasa? ¿Qué le decías a Andrés?

—Es que no sé ensillar el caballo.

Aquella extraña respuesta provocó otro acceso de llanto en la joven.

—Ya sé que no sabes, nunca te ha gustado cabalgar. Toma. —Tendió a su hermana un pañuelo que sacó de su falda—. ¿Por qué ahora se te ha ocurrido salir a cabalgar? Sabes, además, que no puedes hacerlo sola.

—Tengo que hacerlo. Tengo que avisarle.

—¿A quién tienes que avisar? —inquirió Inés, cada vez más intranquila, intuyendo que lo que sucedía a su hermana era algo grave.

—A Martín. Tengo que avisar a Martín —contestó, girando sobre sus talones para mirar en derredor las caballerizas.

Todas las señales de peligro se encendieron en la cabeza de Inés.

—Tú no vas a ningún sitio hasta que me expliques lo que sucede. —Alargó el brazo para detener a su hermana, que se había acercado a una de las puertas de madera, y la obligó a sentarse con ella en una bala de heno—. Así que ya puedes comenzar.

—¿Es que no lo entiendes? —exclamó Clara con desesperación, intentando levantarse, pero Inés se lo impidió—. Tengo que avisar a Martín de que mañana van a detenerlo. Mouret va a enviar una patrulla para arrestarlo, y alguien debe decírselo para que escape. Tengo que ir, Inés, suéltame.

—No antes de que comprenda a qué viene esto —insistió Inés agarrándola con ambas manos—. Además apenas sabes cabalgar. ¿Quieres decirme de una vez lo que sucede?

Aquel recordatorio de la poca pericia de Clara a caballo tuvo el efecto de abatir a la joven, que comenzó a llorar de nuevo.

—Entonces lo detendrán, y lo encerrarán, y seguramente también lo torturarán…

Inés inspiró hondo, pues aunque ver llorar a su hermana siempre la conmovía, en aquel momento la exasperación estaba ganando la partida en su interior.

—Cuéntame de una vez qué ha pasado —exigió con impaciencia.

Clara la observó a través de las lágrimas. El duro tono de su hermana pareció surtir efecto, y aunque dudó al comenzar, consciente de que Inés no se iba a tomar bien la injerencia en sus asuntos, pudo explicarle lo sucedido con mayor o menor fluidez.

—¿Me estás diciendo que has ido al hospital para hablarle a Adrien Labat de mí? —preguntó Inés con forzada calma tras escuchar el relato, sintiéndose a punto de explotar.

Clara asintió sin mirarla.

—Pero cuando oí que Mouret venía con él me asusté, y me escondí en el armario. Entonces es cuando los escuché. Luego los dos se fueron, y yo vine corriendo.

Inés cerró los ojos un momento, inspirando hondo. Tal vez no debería enfurecerse con su hermana por haber intentado hacer lo mismo que ella habría hecho en su lugar, pero, desde luego, le iba a costar mucho conseguirlo.

Decidió volver al fondo del asunto.

—Imaginaba que Martín andaba metido en algo, aunque no sabía qué. Por eso te dije que te alejaras de él. Pero en cuanto a Adrien… —Negó con la cabeza—. No, ellos se conocen y se aprecian. Tiene que haber algo que se nos escapa.

—Es francés —contestó Clara con resentimiento—. Es normal que todos nosotros le importemos un rábano.

—No, no es normal —rechazó Inés—. No, si Adrien dijo eso debió de ser por algo.

El rostro de Clara adquirió una severidad que en raras ocasiones había visto Inés.

—Te recuerdo que yo he ido para tratar de mediar entre vosotros dos, así que no creo ser sospechosa de tenerle especial antipatía. Pero sé lo que he oído, Inés. Y a pesar de que soy la primera sorprendida, la única explicación posible es que estábamos engañadas respecto a él, porque ese hombre es egoísta y mezquino, y no va a mover un dedo por Martín, a pesar de esa amistad que dices que tienen.

—Adrien se preocupa de los suyos. Seguramente tendrá sus motivos.

—¡Despierta, Inés, es uno de ellos! ¡Me tienen sin cuidado sus motivos! Yo solo sé que cuando ha escuchado que lo van a detener, no le ha importado en absoluto. Así que pienso avisarle yo misma. No voy a dejar que lo cacen como a una bestia salvaje.

Se puso en pie con ímpetu, antes de que Inés pudiera retenerla.

—¡Clara, por amor de Dios, si apenas sabes mantenerte en el caballo! —exclamó, exasperada, mirándola.

—Me da igual. Pienso hacerlo.

—No, no vas a hacerlo. —Inés se puso en pie y de nuevo agarró su brazo—. No voy a dejar que hagas esa locura. No eres capaz de orientarte casi en estas calles, así que ya me dirás cómo pretendes llegar a casa de Martín sin perderte. Además sé que debe de haber alguna explicación para todo esto. Adrien no es así.

—¿Ah, no? —Clara se soltó, furiosa—. Pues, para que lo sepas, no es solo Martín; tampoco tú le importas un bledo. Se lo dijo a Mouret cuando preguntó por ti.

—¿Mouret le preguntó por mí? ¿Por qué?

—¡Yo qué sé! Porque conoces a Martín. Porque todos somos sospechosos. Y Labat le dijo que no se preocupara por ti, que iban a ir a Madrid y allí conocerían más mujeres. Luego se burló de él porque te había tomado en serio… Le tienes sin cuidado, Inés, como Martín o cualquiera de nosotros.

Clara se giró y de nuevo se arrimó a una de las caballerizas, donde descansaba el caballo de su hermana, y se dispuso a abrir la puerta, pero Inés se acercó y colocó su mano sobre el portón, impidiéndole que lo hiciera.

—No, Clara, tú no puedes ir. —Su semblante había palidecido—. Da igual lo que hayas escuchado, yo le importo a Adrien, y es su maldito sentido del honor el que hace las cosas imposibles. Sé que debe de haber una explicación para todo esto.

—Pues cuando la encuentres, me la cuentas —dijo su hermana volviendo a tirar del cerrojo—. Mientras tanto, yo haré lo que debo. Apártate.

—No —volvió a repetir, sin moverse.

—Inés —comenzó Clara, con los ojos brillantes de rabia—, por última vez, apártate. Voy a avisar a Martín aunque tenga que andar de rodillas todo el camino hasta Emaiza, así que déjame en paz. No voy a permitir que lo atrapen como a un perro solo porque tú hayas caído como una idiota en las redes de Labat. Sí, sé que lo has hecho, que te has enamorado como una boba —afirmó, furiosa, cuando su hermana negó con la cabeza—. El otro día te oí reunirte con él en la cocina. Entonces no me pareció mal, creía que era un hombre de honor, como dices tú; pero claro, si en la cocina no se atuvo al honor, tampoco vas a confesármelo a mí, ¿no es cierto?

Inés había palidecido aún más, pero consiguió mantener el control a pesar de lo dolorosas que le resultaban las palabras de su hermana.

—Clara, escúchame bien, eso no es así. Nadie me ha enredado, y entre Adrien y yo no pasó nada. Estoy segura de que tiene sus motivos para reaccionar como lo ha hecho.

—Muy bien, pues entonces quítate y vete a casa. Te puedes quedar sentada esperando que tu estupendo Labat vaya a buscarte. De noche, claro, y a escondidas de los tíos, como los cobardes. Pero yo pienso dar la cara y avisar a Martín.

En cualquier otro momento, Inés habría podido responder al sarcasmo de su hermana como merecía, pero en aquella ocasión la parte de verdad contenida en sus palabras la golpeó con crueldad, y solo acertó a contestar con mordacidad:

—Clara, por favor, tú no llegarías ni a Olárizu.

Su hermana, que había conseguido abrir la caballeriza, se detuvo y se volvió a mirarla.

—Lo intentaré, al menos. Quítate de la puerta.

—¡Clara, por Dios, escúchame! Estoy segura de que hay una explicación para esto, y de que no es necesario avisar a Martín de nada.

—Entonces tampoco habrá peligro en visitarlo.

Inés la miró con impotencia. Jamás la había visto tan decidida a hacer algo. Y daba igual que fuera o no peligroso ir hasta Emaiza, nunca conseguiría hacerlo sola. Inés sabía que no iba a dejarla salir: eso era seguro. Pero si quería evitar que la terquedad de su hermana la pusiera en peligro, solo le quedaba una opción.

—Está bien, yo iré.

Clara intentaba alzar la silla hasta el caballo cuando las palabras de su hermana la hicieron detenerse y girar bruscamente. La silla casi golpeó el suelo, al arrastrarla con su peso.

—No. No pienso dejar que lo hagas.

—Soy yo quien no va a dejar que tú lo hagas. Ni siquiera conseguirías mantenerte en el caballo.

Clara se mordió los labios, y las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos.

—Pero tengo que hacerlo. Le quiero, Inés. Le quiero. —Y se echó a llorar sin consuelo.

Aquella confesión descolocó primero, y enfureció luego, a Inés. Le faltó muy poco para zarandear a su hermana por su necedad, y a duras penas pudo contenerse mientras trataba de obligarla a serenarse. Cuando al fin Clara consiguió controlarse, aún le costó muchas palabras duras, apelaciones a su sentido común, súplicas y amenazas conseguir que revelara cuándo y cómo se había producido aquel súbito enamoramiento. Pero al fin, entre hipidos, protestas y lamentaciones, Clara acabó por confesar que, desde que se habían reencontrado en Vitoria, Martín y ella se habían visto varias veces a escondidas, cuando acudía a visitar a las Zárate.

Inés necesitó toda su fuerza de voluntad para no agarrar a su hermana del brazo y arrastrarla escaleras arriba para encerrarla en su cuarto.

Y, desde luego, en cuanto encontrara a Martín iba a ahorrar el trabajo a los franceses, porque lo iba a matar con sus propias manos.

—Vete a casa de una vez. Yo me ocuparé de todo.

Con rostro tenso, pasó ante su hermana, tomó la silla de montar y comenzó a colocarla sobre su caballo.

—Inés, yo puedo ir. Tú no tienes por qué hacerlo… —ofreció Clara, vacilante, retirando las lágrimas de su rostro.

—¿Vas a desistir tú?

—No.

—Entonces sí que tengo por qué hacerlo, porque me has dejado sin opciones. Vete a buscar mi capa. Está en nuestra habitación. Andrés, por favor —llamó al hombre que descansaba en el fondo del establo—, ayúdame.

Clara dudó un instante, sabiendo que dejar que su hermana asumiera aquel cometido por ella era algo más allá de cualquier deber filial. Pero como su hermana ya estaba trabajando con el mozo y no había vuelto a mirarla, como si Clara ni siquiera estuviese presente, al fin salió de los establos, dispuesta a hacer lo que le había ordenado.

Tras asegurar la silla, despedir a Andrés y cargar una pequeña alforja que unió al arzón de su silla, Inés se detuvo, pensativa. No iba a cuestionarse la sensatez de su decisión, a pesar de que su instinto no había dejado de gritar desde que la había tomado.

Por supuesto que ella no deseaba que los franceses detuvieran a Martín, pero no podía creer que Adrien se hubiera encogido de hombros. No, debía de tratarse de otra cosa… Pero si no lo hacía ella, se arriesgaba a que Clara acabara por salir para avisarle. Y eso sí que era algo que no iba a dejar que sucediera.

Cuando Clara bajó de nuevo, trayendo su capa, su rostro reflejaba remordimientos por permitir que fuera Inés quien se embarcara en aquella aventura. Pero aunque la miró con aspecto culpable, Inés no estaba dispuesta a volver sobre aquel tema.

—Iré y volveré sin detenerme —dijo a su hermana, colocándose la capa y tomando las riendas de Ilargi—. No me costará más de cuatro horas. No hace falta que los tíos se enteren de esto, ya que voy a estar aquí de vuelta para la cena.

Clara asintió, sin atreverse a enfrentar la mirada de su hermana. Pero cuando la vio alejarse con gesto tenso e inquieto, un súbito impulso le hizo llamarla de nuevo.

—Muchas gracias, Inés —dijo cuando esta se volvió, con una sonrisa trémula—. Y ten mucho cuidado.

Inés ni siquiera intentó devolverle la sonrisa.

—No tienes por qué preocuparte por mí. Avisaré a Martín y volveré.

Y se alejó de la plazoleta, procurando silenciar el mal presentimiento que la embargaba, hacia la puerta de la ciudad de la que partía el camino que la conduciría hasta las montañas de Treviño.

—Tengo que hablar con ella.

—Ya le he dicho que no está.

—Pues entonces dime dónde encontrarla.

—Le repito que no lo sé.

Adrien pasó la mano por su cabello con impaciencia, y anduvo unos pasos hacia ella, tratando de comenzar de nuevo.

—Clara, por favor, es importante…

La joven elevó la barbilla.

—Le vuelvo a decir que no está y no sé dónde ha ido.

Adrien la observó receloso. Aquella joven, que hasta entonces parecía haberlo contemplado con simpatía, empleaba ahora una frialdad desconcertante.

—¿Te ha dicho ella que no quiere verme?

En silencio, Clara mantuvo su mirada, pero Adrien captó la vacilación de su gesto. No tenía dudas de que sabía dónde se hallaba su hermana, y simplemente había optado por no decírselo. Pero él necesitaba encontrarla, y lo necesitaba ya. Si Inés estaba huyendo de él o si a su hermana se le había metido en la cabeza que no era bienvenido, daba lo mismo: tenía que encontrarla. Había pedido, había suplicado, y no había conseguido mover un ápice la voluntad de la muchacha, así que debía pasar a otra actuación. En dos zancadas, Adrien se acercó a la puerta del salón y asomó la cabeza al exterior.

—¡Inés! —llamó a voz en grito a través del pasillo que conducía a las escaleras—. ¡Inés, tenemos que hablar!

—¡Oh! —Con una exclamación desmayada, Clara llegó corriendo hasta él—. ¡Cállese! ¿Es que ha perdido el juicio?

Atemorizada porque su tía pudiera escucharlos, agarró su brazo para obligarlo a entrar en el salón, pero no consiguió que él se moviera ni un centímetro.

—¿Piensas decirme dónde encontrarla?

—No lo sé —insistió la joven con terquedad, pero esta vez no fue capaz de sostener su mirada.

Aquel gesto fue suficiente para confirmar las sospechas de Adrien. Con un ademán brusco se liberó de la mano de Clara, salió al pasillo y comenzó a subir los escalones de dos en dos.

—¡Inés!

Desesperada, Clara salió tras él, pero no se atrevió a seguirlo.

—¡No está en casa! ¡Váyase! —gritó al pie de las escaleras.

Con el corazón en un puño, oyó el sonido de la puerta de su habitación, unos instantes de absoluto silencio y, tras ellos, los pasos enérgicos de Adrien de nuevo en el pasillo. Regresó con rapidez al salón.

—No está —dijo Adrien con rabia y asombro cuando volvió a entrar.

—Ya se lo he dicho. Y ahora, váyase, por favor.

Pero Adrien no estaba dispuesto a complacerla. Se acercó a la joven, contemplándola con dureza, y su tono contundente hizo que ella se encogiera levemente.

—Clara, dejémonos de tonterías. Yo sé que conoces el paradero de tu hermana, y quiero que me digas ahora mismo dónde está.

—No lo sé.

—¿No? —Dio un nuevo paso adelante, y ella retrocedió, intimidada a su pesar—. Pues entonces hablaremos de algo que sí que sabes. El celador te vio salir corriendo del hospital, y quiero que me digas por qué.

La joven se sobresaltó, pero apretó los labios y se dedicó a mirar tras la espalda de Adrien con terquedad.

Adrien sintió que la paciencia se le agotaba.

—Mira, Clara, serás su hermana, pero te juro que si algo le pasa a Inés por tu culpa…

—Me da igual que me amenace —contestó Clara, tratando de mostrar una valentía que no sentía—. No dejaré que haga daño a mi hermana.

—¿Que yo le haga daño? —preguntó Adrien, mitad estupefacto, mitad furioso—. ¿Es que te has vuelto loca?

—¡A usted mi hermana no le importa nada! —gritó Clara, y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas—. Lo oí. Nadie le importa nada. Ni ella, ni Martín…

La llegada de Teresa Mendoza los interrumpió. Había oído los gritos de su sobrina desde la despensa, donde estaba repasando con la cocinera las compras de la semana, y su semblante mostraba su preocupación.

—¿Qué pasa aquí? ¿Qué está haciendo aquí, Labat?

Adrien, que había palidecido como un muerto al escuchar la respuesta de Clara, se volvió hacia ella con rigidez.

Madame, necesito encontrar a Inés cuanto antes, pero su hermana no quiere decirme dónde está. Y temo que pueda estar en peligro.

La intranquilidad de Adrien era tan palpable y real que todos los sentidos de Teresa se pusieron alerta, pero hizo un intento por mostrarse razonable.

—Pero, Labat, ¿por qué iba a estar en peligro? Habrá ido a visitar a su amiga Beatriz, o al convento… No creo que debamos alarmarnos sin necesidad.

—Mucho me temo, madame, que hasta su hermana empieza a darse cuenta de que el peligro es real.

—¡No! —protestó la joven, pero las lágrimas comenzaron a rodar de nuevo y la culpabilidad se reflejó con claridad en su semblante.

—¿Tú sabes algo, Clara? —preguntó Teresa, cuya alarma crecía por momentos—. ¿Está con Beatriz?

Pero Clara no fue capaz de mentir a su tía. Bajó la mirada, avergonzada, y negó con la cabeza.

—¿Pues dónde está? —insistió su tía.

—No puedo decirlo delante de él.

Su tía miró a ambos, confusa.

—¿Por qué no vas a poder…? Labat, ¿le ha hecho algo a mi sobrina? Porque si es así…

—No, madame, yo no tengo nada que ver en esto —contestó sin mirarla, mientras escrutaba el rostro de Clara con atención—. Pero el celador me ha dicho que hace una hora Clara salió corriendo del hospital. Ahora ha confesado que me escuchó… —Se detuvo, con el ceño fruncido. La joven tenía la mirada baja, y su sentimiento de culpabilidad era evidente. De repente, una luz pareció encenderse en su cerebro, y las piezas del puzle encajaron por completo—. ¡Sacre Dieu, ha ido a avisar a Aramburu! —exclamó espantado al comprender lo ocurrido.

La consternación fue tan evidente en sus palabras que Teresa lo miró con desmayo, y Clara lloró aún más.

—Dime si es eso lo sucedido, Clara —exigió Adrien con rabia, apretando los puños y acercándose más a la joven, que de nuevo retrocedió.

—¡Labat! —protestó Teresa, interponiéndose para proteger a su sobrina—. ¿Se ha vuelto loco?

—¿Estabas espiando, Clara? —continuó Adrien furioso, sin hacer caso—. ¿Eso es lo que hacías en el hospital? ¿Escuchaste que Mouret va a detener a Martín, se lo contaste a Inés y ella decidió jugar de nuevo a las heroínas? ¿Es eso?

Clara no dijo nada, pero su llanto era tan abundante que a Adrien no le cupo ya ninguna duda. Comenzó a dar paseos por la habitación, maldiciendo en voz baja. Teresa, captando a la perfección que el pánico soterrado de la voz del médico era señal de que las cosas eran graves, volvió a preguntar, agarrando a Clara del brazo:

—¿Inés se ha ido sola a casa de Martín? Basta ya de tonterías, Clara, dime de una vez qué está pasando.

La barbilla de la joven tembló.

—¿Y qué, si así fuera? Somos amigas de Martín y no queremos que lo detengan.

—¡Qué! Por todos los santos… —Adrien se detuvo bruscamente, con los ojos centelleantes—. ¿Es que no lo comprendes? ¡Es una trampa!

Teresa dejó escapar una exclamación de horror. Clara se volvió hacia su tía, llorosa y negando con la cabeza.

—Tía, yo estaba en el hospital cuando Mouret le dijo al doctor que un herido había identificado a Martín como cabecilla de una partida que asaltó un correo, y que iban a detenerlo mañana. Labat contestó que no le importaba. Luego hablaron de Inés… Tampoco le preocupa Inés, tía, lo dijo. Lo dijo.

—Maldita sea, Clara… —Adrien la miró con impaciencia; su cólera comenzaba a desvanecerse, reemplazada por la urgente necesidad de hallar la forma de salvar a Inés—. Martín está a salvo en un lugar seguro, y los soldados no lo encontrarán en su casa, por eso no me preocupó nada de lo que dijo Mouret. Después de ser herido, Martín vino a Vitoria, a casa de su prima, donde lo pude curar. Luego me ocupé de hacer que lo escondieran hasta que se recupere del todo. Lamentablemente, ahora que se ha descubierto su implicación deberá vivir oculto hasta que esto acabe, pero no lo van a detener.

—Pero entonces no sucederá nada —interrumpió Teresa, esperanzada—. Inés irá, verá que la casa está vacía y volverá. Es una excelente amazona, y es capaz de hacerlo sin problemas.

Adrien negó con la cabeza.

—Mouret no vino a contarme eso para ilustrarme, doña Teresa. Su único motivo para hacerlo fue tenderme una trampa.

—¿Una trampa? Pero ¿cómo, por qué…?

—Porque sospecha de mí, pero no tiene pruebas. Él sabe que Martín y yo nos conocemos, y que nos encontramos en casa de Inés, en Albizu. No le gustan las casualidades, y no es tonto, así que imagino que cuando supo que Martín estaba involucrado en el ataque de Subijana le pareció sospechoso que el día del ataque de Albizu él también rondara cerca… De ahí a pensar que yo puedo tener que ver también con la insurgencia…

—¡Pero eso está traído por los pelos! Es una tontería… —exclamó la mujer, confusa.

A pesar de su preocupación, Adrien se permitió una breve sonrisa amarga, antes de contestar con firmeza

—Por desgracia, madame, me temo que no lo es. Pero no puedo decir más; no deseo comprometerlas, y ahora lo urgente es salvar a Inés. Estoy seguro de que Mouret ha apostado patrullas cerca de la casa, esperando que yo o algún enviado mío vayamos a avisar a Aramburu. No tiene ningún sentido que me dejara saber que hasta mañana no iban a detenerlo, a no ser que pensara colocar vigilancia. No, Mouret habría enviado una patrulla de inmediato si no pensara que su éxito podía ser mayor. Tengo que ir a salvarla.

En aquel momento Tomás Acedo, que había estado en la comisión negociadora que trataba de acordar con los franceses una rebaja de los suministros ordenados, entró en el salón, y Teresa se lanzó a sus brazos temblando. Al momento le puso al corriente de lo sucedido. Cuando acabó su explicación, el hombre estaba pálido, pero se volvió hacia Labat con templanza.

—¿Y cree que usted solo es capaz de protegerla?

En la voz de Acedo no había dudas ni ironía; solo preguntaba para obtener la constatación de un hecho, como quien pregunta si llueve o hace sol. Y por una milésima de segundo, fue Adrien quien dudó, antes de obligarse a desterrar su propia vacilación.

—Sí, soy capaz —afirmó con convicción, rehaciéndose al momento—. Pero para mayor seguridad encontraré ayuda. Sin embargo, iré solo hasta allí; tal vez también me sigan desde Vitoria, pero me apartaré del camino para despistarlos. Sé que no tienen por qué confiar en mí, pero les juro que haré todo lo posible por traerla de vuelta antes de que los soldados la encuentren.

—De acuerdo —admitió Acedo, tras sopesarlo unos instantes—. En tal caso, puede tomar mi caballo. Es veloz y resistente, mucho mejor para estos terrenos que los que usa su caballería. Le proporcionaré también un par de armas, si las necesita. —Adrien asintió, y Acedo lo contempló con triste simpatía—. Supongo que será consciente de que existe la orden de ejecutar a cualquier civil que encuentren con las armas en la mano. Tal vez usted pueda librarse por ser francés, pero desde el momento en que salga de aquí estará en peligro.

Adrien volvió a asentir, sin dar muestras de que aquello le preocupara.

—¿Y si los soldados la encuentran antes que usted? —intervino Teresa, sin poder evitar que su voz temblara.

—Entonces la rescataré y la pondré a salvo. En tal caso no podremos volver a la ciudad, pero no deben preocuparse; yo me ocuparé de ella.

Aquella frase provocó que Tomás Acedo lo mirara con intensidad, sus cejas alzadas formulando una silenciosa pregunta. Pero antes de que Adrien pudiera ofrecerle una respuesta, Clara intervino con cierto resquemor.

—Creí que mi hermana no le importaba.

—¿Y qué querías que le dijera a Mouret, Clara? —Adrien se volvió hacia ella con resignación—. Que Inés pareciera víctima de mi infamia era lo único que podía convertirla en inocente ante sus ojos. Si él hubiera sospechado la verdad, sus celos habrían hecho que tu hermana estuviera en mayor peligro. Ocultar la verdad era la única manera de protegerla.

—¿Y qué verdad es esa, Labat? —preguntó Tomás Acedo.

Adrien inspiró hondo, antes de sacar de dentro de sí aquella confesión que ya no podía continuar ocultando.

—Que la amo, señor. Que la amo más que a mi vida.