No pudo evitarlo. Verla aniquilaba su voluntad. Así que en vez de limitarse a saludarla y dirigirse hacia el cuartel, como debería haber hecho, esperó. Esperó a que ella se acercara, que le sonriera, que lo mirara de aquella forma cálida que hacía que Adrien sintiera que todo era posible. Esperó que fuera ella quien estableciera la manera en que iban a relacionarse a partir de ahora, cómo hablarían, cómo se mirarían, pues él no era capaz.
Pero aunque lo vio, ella continuó su camino del brazo de aquel oficial, y al pasar por su lado tan solo le dedicó un simple saludo.
Como si lo hubiera olvidado. O como si jamás se hubieran conocido.
La risa que acababa de escucharle, esa risa que parecía brotar del fondo de su alma, dirigida a un hombre que no era él, aún resonaba en sus oídos cuando ella bajó la cabeza y pasó por su lado sin detenerse.
Y, en aquel momento, el dolor que había intentado adormecer a base de deber y honor estalló dentro de él como la pólvora que se arrima a la llama, arrasándolo todo: su determinación, sus denodados intentos de comportarse con nobleza y hasta su dignidad, y su razón se doblegó ante la cruel burla de sus celos.
Dio un paso hacia la pareja que ya le daba la espalda.
—Buenas tardes.
Ella se quedó quieta. Por un momento, Adrien creyó que continuaría su camino. Pero poco a poco se volvió.
—Buenas tardes, doctor.
Estaba muy pálida, pensó Adrien, y aunque trataba de mostrarse serena, sus ojos azules desbordaban dolor. La miró sin saber qué más decir.
—Buenas tardes, Labat —saludó Arnaud, sin percatarse de la tensión que existía entre ellos—. No sabía que ya había vuelto, pero celebro verlo recuperado por fin.
—Gracias, capitán. He vuelto hace apenas un par de horas.
—¿Y ya se dispone a trabajar? ¿O tal vez busca a Barrere? Le advierto que no está aquí.
—Ni lo uno ni lo otro. Me estoy mudando.
Señaló hacia atrás, hacia el soldado que arrastraba un baúl y otros pequeños trastos. Inés se mordió el labio al reconocerlo.
—¿Viene a vivir al cuartel? —se sorprendió Arnaud—. ¿No está usted alojado en alguna casa de la ciudad? Le advierto que el alojamiento aquí no será muy cómodo, porque el edificio está lleno hasta los topes.
—No importa, capitán. En realidad es posible que solo me quede unos días más en la ciudad. Estoy pensando trasladarme a Mondragón, o tal vez a Tolosa.
Inés no pudo callar.
—¿Lo dice en serio?
La pregunta hizo que Adrien volviera hacia ella una mirada impulsiva. ¿Lo decía en serio? Su cerebro, sí, su parte más racional decía que necesitaba alejarse de ella cuando antes, pero su voluntad se resistía. Decía una cosa y en su fuero interno todo se revolvía, negándose a acatarlo. La palabra que se formó en sus labios pareció despedazar su corazón.
—Sí.
Ante aquella respuesta, Inés bajó la vista.
—¿Trasladarse para no volver aquí?
La inconfundible nota de pesar en el fondo de sus palabras pareció ahondar más en el desgarro que Adrien sentía. Si continuaba viéndola, si su corazón continuaba empapándose de la pena que oscurecía sus ojos, no sería capaz de alejarse, y acabaría por arrancarla de la casa de sus tíos para llevarla consigo, sin que nada ni nadie pudiera impedírselo. Apartó la mirada.
—Durante unos meses, sí. Volveré de vez en cuando para ocuparme del hospital, pero permaneceré mucho más en aquella zona.
Inés trató de sonreír sin conseguirlo.
—Entonces, esta será de las últimas ocasiones en que nos veamos durante bastante tiempo.
—Supongo que así será.
Aquella afirmación quebró la pequeñísima brizna de esperanza que Inés había conseguido mantener hasta ese momento. Ni siquiera trató de ocultar su dolor al contestar:
—En tal caso, le deseo que tenga mucha suerte, doctor Labat.
—Gracias, Inés.
La ternura de aquella respuesta casi susurrada sorprendió al capitán, pero antes de que pudiera pensar en nada, Inés ya había tomado su brazo para comenzar a andar, y solo pudo despedirse con brevedad antes de alejarse por el sendero.
Adrien los vio irse con una extraña mezcla de rabia y desconsuelo en el pecho. Ella le había tratado con la distancia que él había pedido, ¿de qué podía quejarse? Todo era como él quería. Todo correcto. Todo estaba bien.
Pero la desgarradora sensación de vacío que se revolvía en su interior se burló de él diciendo que no todo estaba bien; había al menos una cosa que distaba mucho de estar bien. Y esa cosa era, desdichadamente, su corazón.
Cuando al día siguiente Inés se despertó, por un momento creyó que el encuentro con Adrien había sido un mal sueño. Pero el mismo frío que había sentido al volver de Albizu y que de nuevo atenazaba su interior le hizo comprender que había sido real. Adrien había vuelto, pero iba a salir de su vida para siempre.
Clara se despertó poco después, estirándose con una enorme sonrisa perezosa. Su hermana estaba encantada con la idea de acudir a la tertulia de los Sarriegui, y nada más despertar, comenzó a hablar con entusiasmo de la misma.
Inés no tenía ganas de fiestas. De buena gana habría puesto cualquier excusa para no ir, pero sabía que no era posible; por un lado, su tía no se merecía aquel trato. Y por otro, quedarse en casa pensando en Adrien era lo peor que podría hacer. Cuando ambas bajaron a desayunar, al menos había conseguido conformarse ante la idea de ir.
Aquella mañana tuvo la oportunidad de comprobar que su tía no había exagerado nada sobre el carácter de su nueva inquilina, que se presentó en la casa a las once en punto de la mañana. Madame Duval era una mujer que, sin decaer nunca en su afectada sonrisa ni emitir una mala palabra, encontraba reparos en todo lo que se le ofrecía. Sí, la habitación era perfecta, aunque, acostumbrada al tranquilo paisaje que se divisaba desde su balcón en Nápoles, le costaría hacerse a los ruidos de la calle. Sí, apreciaba la comida del país pero su delicado estómago no era capaz de aguantar aquellos alimentos tan condimentados, tan diferentes de los refinados manjares que acostumbraban a servir en las mansiones de Nápoles. Sí, le agradaba la disposición de la ciudad, pero echaba en falta los magníficos palazzi que podía ver en su diario paseo hasta el Gran Palacio Real. Y así, hasta el infinito.
De modo que, cuando aquella tarde, tras ajustar bien los vestidos y revisar sus peinados, su tía y su hermana dijeron que ya era la hora de acudir a la tertulia, Inés encontró que la idea de pasar la noche en casa de Beatriz se había vuelto repentinamente atractiva.
Llegaron a la casa cuando el sol comenzaba a ponerse. Después de entregar sus chales a una criada, entraron al salón y mientras Clara se dirigía a saludar a las Zárate, ella acompañó a su tía hasta el grupo de invitados que rodeaban a la anfitriona. Durante toda la semana habían corrido por la ciudad rumores de una batalla entre las fuerzas británicas desembarcadas en Portugal y el ejército francés, pero nadie sabía a ciencia cierta quiénes se habían visto implicados o cuántas fuerzas podrían haber desembarcado, y la expectación y la curiosidad bullían aquella noche en los grupos que se formaban en el salón de los Sarriegui.
Inés deseaba que la noticia fuera verdad y que todo aquello pudiera acabar pronto con la retirada de los franceses. Que su tío Germán pudiera volver a Albizu y se le restituyeran sus bienes. Sí, deseaba con todas sus fuerzas que el rey intruso se fuera, y con él su ejército.
Pero no se le escapaba que cuando eso sucediera, jamás volvería a ver a Adrien.
El recuerdo del encuentro de la víspera la asaltó con viveza, y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para evitar que sus ojos se empañaran. La noche anterior había tratado de mostrarse firme e indiferente, pero no lo había conseguido, y con el corazón convertido en piedra había vuelto a su casa en silencio, con apenas unos monosílabos para responder a la charla amable y ligera del capitán Arnaud.
Decidió disipar su abatimiento buscando a Beatriz. Desde que habían llegado no la había visto, lo que era extraño tratándose de la hija de los anfitriones. Se dirigió a la sala contigua, donde un criado estaba acabando de disponer una mesa de naipes, pero allí no la halló. Luego volvió hasta la esquina más alejada del salón, donde se entreabría una de las ventanas que daban al pequeño patio de la casa, pero allí tampoco estaba su amiga.
Algunos hombres, entre ellos su tío, se retiraron para jugar algunas partidas. Inés miró a su alrededor; su tía y su hermana estaban enfrascadas en una conversación que parecía divertirlas en grado sumo, así que continuó paseando, contemplando los cuadros que decoraban las paredes y haciendo un supremo esfuerzo para alejar de sí aquellos recuerdos que a ningún sitio llevaban.
De cuadro en cuadro, había acabado en el gran pasillo acristalado por el que se accedía al salón cuando al fin escuchó la voz de su amiga, proveniente del interior de la casa. Supuso que estaría a punto de llegar para presentarse ante sus invitados, y decidió esperarla. Pero aunque volvió a escuchar un murmullo de voces, nadie apareció. Intrigada por saber qué podía estar reteniéndola tanto tiempo, avanzó con sigilo por el pasillo. Tal vez tenía algún problema con su atuendo, o con su peinado, y si era así ella podría ayudarla.
Pero cuando llegó al distribuidor situado al final del corredor, la escena que encontró la dejó paralizada: al pie de la escalera, Beatriz Sarriegui, pálida pero sin ningún problema con su vestimenta, miraba con expresión ansiosa a Adrien Labat, y su mano se apoyaba en el antebrazo del hombre, que la rodeaba protectoramente con su otro brazo.
Solo cuando ambos se volvieron al unísono hacia ella se dio cuenta de que había emitido algún sonido, y entonces la expresión de desconcierto e incertidumbre en el rostro de Beatriz fue tal que Inés sintió que el alma se le helaba.
Con un profundo esfuerzo, dirigió su mirada al rostro de Adrien, que la contemplaba con expresión indescifrable. Pero Inés lo conocía; lo conocía lo suficiente para saber que, cuando su mandíbula se crispaba como sucedía en aquellos momentos, todo su interior se agitaba con alguna emoción profunda y turbulenta.
—Lo siento —se disculpó con un deje de orgullo y sin sentirlo en absoluto, a pesar de saber que no debería haberse aventurado por los pasillos de la casa donde estaba invitada—. Creí que Beatriz podía necesitar mi ayuda, pero es evidente que no es así.
Iba a darse la vuelta cuando la voz ansiosa de su amiga la detuvo.
—Espera, Inés. Mi madre sabrá arreglárselas, pero, de todas formas, si alguien pregunta por mí, ¿podrías decir que tuve un contratiempo con el vestido y que lo estoy arreglando? Enseguida iré…
Inés la miró un largo instante. Vio la agitación de Beatriz, su incomodidad, su evidente turbación… La idea de que su propia amiga le pidiera que mintiera para continuar allí su vis a vis con Labat llenaba su corazón de resentimiento, pero se obligó a razonar. No tenía ningún derecho sobre Adrien ni jamás había explicado a Beatriz lo que sentía por él.
Él no era suyo. Ella lo ignoraba todo.
Pero su corazón se desgarraba al verlos juntos. Y ella no podía quedarse allí más tiempo, esperando a ponerse a gritar.
Sin hablar ni esperar a que ellos lo hicieran, volvió corriendo hacia el salón.
Apenas diez minutos después, Beatriz entró en el salón, cruzando el espacio hacia su madre con una expresión contrita en la que poca gente habría visto algo más que una tímida sonrisa de disculpa. Pero Inés, desde la silla donde se había sentado nada más volver, captó a las claras el esfuerzo que su amiga estaba haciendo por fingir alegría.
—¿No está de acuerdo, joven? —la interpeló la mujer mayor que se sentaba junto a ella.
A duras penas, Inés volvió su atención al círculo de personas con las que se hallaba sentada. La charla había girado de manera inevitable sobre los rumores de la derrota de los franceses en Vimeiro.
—Sí, doña Eugenia —contestó, sin saber qué contestaba.
Pero la mujer tampoco parecía necesitar su conformidad para seguir.
—Mi marido, que como saben trabaja en la oficina del gobernador, así lo asegura.
—Bueno, doña Eugenia —interpuso en tono zumbón un hombre mayor de pelo y bigote blancos y nariz afilada—, a diferencia de su marido, yo no tengo el honor de formar parte del cuerpo de conserjes de ese noble edificio, a quienes es seguro que los franceses comentan las más trascendentes nuevas que llegan al cuartel general, pero no me parece que una derrota vaya a cambiar por sí sola el futuro del país.
—¡Que no va a cambiar! —bufó la mujer, airada—. Si no es capaz de comprender que los ingleses han llegado para quedarse, y que de esa manera Bonaparte pierde Portugal para siempre…
—Pero, señora, ¿de veras cree que ese tal Wellesley podrá hacer algo frente al emperador?
—Señor mío, yo aún he de ver a ese emperador por aquí para saber de lo que es capaz. Y cuando venga, si llega a hacerlo, comprenderá que este pueblo no tiene nada que ver con los prusianos, los napolitanos ni esos otros tipos que ha conocido, no señor. Junot salió corriendo desde Vimeiro hacia Torres Vedras dejándose hasta los cañones. Verá usted si eso no lo cambia todo.
—Aún hay mucho que decir sobre esa supuesta derrota de Vimeiro —contestó el hombre, amoscado por la seguridad de la mujer.
—No tenga dudas de que a esta hora se estará diciendo mucho en la capitulación.
—¿Te diviertes? —La voz de Clara sonó a espaldas de Inés, sobresaltándola. Se giró en la silla para mirarla.
—Me has asustado —se excusó. Su corazón aún latía dolorosamente después de la escena en el pasillo, pero estaba decidida a que nadie pudiera darse cuenta de ello—. Contestando a tu pregunta, te diré que si la alternativa a esta reunión era pasar la velada con la Duval, sí, me divierto. ¿Y tú?
—Oh, sí, mucho, y ahora vendrá lo mejor —susurró riendo—. Beatriz ha dicho que habrá un poco de baile si alguien se anima a tocar el piano. ¿Por qué no me acompañas a tomar un poco de limonada antes de que el baile comience?
Inés no sentía ningún deseo de bailar, pero visto el cariz que había comenzado a tomar la discusión, tampoco lo sentía de seguir allí. Después de disculparse ante los presentes, se levantó y acudió con su hermana a la sala donde se hallaban las mesas con refrescos.
—¿Todavía sigues pensando en lo de esa mujer? —preguntó Clara en tono casual cuando ambas tomaron un vaso.
—¿Esa mujer?
—Sí. Ayer parecía que habías visto un fantasma. Todavía no comprendo por qué te afectó tanto que se casara con un francés.
Inés dio un sorbo a la limonada para disimular su malestar.
Al llegar la víspera a casa su hermana la estaba esperando, y como le preguntara qué le sucedía, le había explicado la historia de Francisca. No le había dicho nada de su encuentro con Adrien, y después de lo sucedido hacía un instante, ahora deseaba aún menos hablar de él.
—No me afectó, me sorprendió. Yo creía que los franceses habían quemado su casa, y cuando me dijo que se había casado con uno…
—Te pareció mal —concluyó Clara por ella.
—Bueno, no me digas que no habría sido cuando menos chocante.
Clara mantuvo la mirada fija en su vaso al preguntar:
—¿Crees que enamorarse de un francés está mal?
Todos los sentidos de Inés se pusieron alerta.
—Desde luego creo que es algo lleno de inconvenientes —contestó con cierta brusquedad—. Pero en el caso de Francisca el amor no ha tenido nada que ver.
Clara asintió, y permaneció un momento pensativa.
—A veces creo que todo el mundo debería casarse por amor —comentó con un suspiro tras dejar su vaso.
—El amor no siempre es buen consejero a la hora de tomar decisiones —replicó Inés con fastidio.
Su hermana abrió mucho los ojos.
—¿Tú no quieres casarte por amor?
Antes de que su interrogatorio acabara por descubrirla, Inés la tomó del brazo para volver al salón, con la excusa de que el baile estaba a punto de comenzar, aunque cuando volvieron a la estancia aún se estaban preparando las partituras.
Elena Zárate, que reía en el grupo situado junto al piano, llamó a Clara para solicitar su opinión sobre la música que tocarían, y su hermana se acercó a ellos. Inés miró en derredor buscando algún lugar tranquilo donde nadie hablara de batallas ni franceses, cuando una voz a su espalda la sobresaltó.
—Buenas noches, Inés.
Inés giró tan rápido que unas gotas de la bebida que aún sostenía se derramaron en el suelo. La mirada de Mouret descendió hacia el líquido caído, y luego se alzó de nuevo hasta el rostro de Inés, que había palidecido.
—La he asustado.
—Sí —contestó, recuperando el control de sí misma—. Sí, no le había oído llegar, coronel.
—Celebro encontrarla por fin. Desde que volvió a la ciudad no la había visto.
—He estado indispuesta.
—Lamento escucharlo. Tal vez eso explique ese aire de pesar que tiene. Sin embargo, en usted la melancolía no disminuye un ápice la hermosura. Está más bella que nunca.
Y, tomando su mano, se inclinó para besarla con galantería.
Inés no pudo aplacar la impaciencia que aquellas demostraciones generaban en ella. En aquel momento sentía las emociones a flor de piel, y ya estaba aburrida de intentar que el coronel se desencaprichara de ella.
—No es necesario que me halague de esa manera, coronel.
—No es halago sino la pura verdad, Inés. Si yo quisiera halagarla diría que desde que la conocí sus ojos hechiceros no han dado un momento de reposo a esta pobre alma torturada. Que la frialdad que tan a menudo me muestra no es capaz de apagar el fuego que la gracia de su porte enciende en mi interior. Si yo quisiera halagarla diría que mi voluntad se arrastra tras sus gráciles pasos mendigando una sonrisa que ilumine las tinieblas en que me hallo. Y aun así no la halagaría, porque todo seguiría siendo la pura verdad.
La mirada de Mouret, dura y hambrienta, se posó sobre ella con tal ansia que Inés tuvo que hacer acopio de toda su sensatez para obligarse a no salir corriendo. Aquellas palabras, por las que ella tanto daría si vinieran de otra boca, en la del coronel solo le provocaban malestar. Mouret se hallaba inclinado hacia ella, y aún retenía su mano entre las suyas, sin dar muestras de comprender lo inapropiado que aquello era. Para alivio de Inés, el piano comenzó a sonar al otro lado del salón, y escabulléndose hacia un lado dijo con tanta calma como pudo:
—Comienza el baile, coronel. Debemos retirarnos de aquí.
—¿Sí? —La mirada brilló con irónica diversión—. Y yo que creo precisamente que debemos permanecer… ¿Me concederá el honor de este baile, Inés?
Inés, que ya había comenzado el movimiento de retirada, dudó. No quería bailar con él, no quería escuchar más sandeces en sus labios halagándola… Pero aquella mirada hambrienta auguraba futuros problemas, si seguía ofendiéndolo. En fin, si bailaba, al menos no hablaría, se dijo. Un baile. Un solo baile, y luego la dejaría en paz.
Cuando asintió, Mouret la condujo hacia el extremo del salón donde ya se habían dispuesto algunas parejas para comenzar una contradanza. Inés era una bailarina grácil y elegante, pero la cercanía de Mouret dotaba a sus movimientos de cierta rigidez. Había aceptado aquella invitación porque no quería enojarlo, pero no contaba con que el coronel se sintiera alentado; y cuando se colocó frente a él para comenzar un nuevo movimiento, la fugaz expresión de triunfo que sorprendió le hizo comprender que aquello era exactamente lo que había conseguido. Desde ese momento ella hizo denodados esfuerzos por desalentar su conversación, contestando a sus preguntas de manera fría y breve.
Si había tenido éxito o no, era difícil decirlo, puesto que la cortés sonrisa de Mouret apenas lo abandonó durante el baile.
Cuando la música cesó, Inés permitió que la acompañara junto a su tía. Entonces Mouret solicitó a Teresa que le concediera el siguiente baile, y ambos se alejaron hacia la pista.
La mirada de Inés vagó por las paredes recubiertas de lujosos tapices con cierto desaliento. Si continuaba allí y el baile se alargaba, acabaría por tener que bailar con Mouret los cuatro bailes que la buena sociedad admitía como correctos, ya que no encontraría excusas que ofrecer. Si aludía a su cansancio, alarmaría a su tía y a buen seguro arruinaría la diversión de su hermana. Y no era conveniente rechazarlo de manera demasiado directa. Pero cuando, en uno de los giros, la mirada del coronel se clavó en ella por encima del hombro de su tía, no fue capaz de permanecer sentada y se levantó para acudir al tocador.
Estuvo allí un buen rato, a pesar de saber que era ridículo esconderse de aquella manera. Su tía, Clara… todas se hallaban bailando con verdadero deleite. Hasta Beatriz parecía más animada. ¿Por qué ella no era capaz de bailar con Mouret burlándose con gracia de sus requiebros, como haría una mujer mundana y coqueta? ¿Por qué le repelía tanto su cercanía? En un arranque de decisión, salió de nuevo hacia el salón, pero mientras avanzaba por el pasillo la asaltó la vieja premonición de que Mouret era peligroso y que debía alejarse cuanto pudiera de él.
Por eso, cuando al atravesar la puerta del salón de baile estuvo a punto de chocar con el capitán Arnaud, su alivio fue tan auténtico y su saludo tan cálido que el capitán pareció resplandecer ante sus ojos. Inés no tuvo que hacer gran cosa para que el oficial le solicitara el baile siguiente, y cuando la música cesó le acompañó hacia la pista.
—No creí que la noche fuera a ser tan fascinante —dijo Arnaud antes de soltar la mano de Inés cuando se colocó frente a él.
Ella rio brevemente, mientras su tensión se mitigaba un poco. Rio de alivio porque aquel hombre no la asustaba, pero también agradecida porque tratara de halagarla. Después de ver a Adrien con Beatriz, era agradable sentir que un hombre como aquel, educado y cortés, podía encontrarla interesante. «Si no fuera francés…», pensó con resignación.
Y, sobre todo, si su corazón no estuviera atrapado por el recuerdo de unos ojos enigmáticos, grises como el humo…
Cuando el baile acabó y Arnaud tomó su brazo para acompañarla a su asiento, Inés ni siquiera meditó si proponer que salieran a la terraza era algo demasiado atrevido. No pensaba dejar que Mouret se le acercara, y, además, después del esfuerzo agradecería respirar aire fresco. Para su alivio, Arnaud aceptó sin dudar, e Inés le devolvió una sonrisa de agradecimiento tan deslumbrante que el capitán, extasiado, estuvo a punto de arrodillarse, ante ella.
Aún mirándolo, Inés giró de su brazo para salir de la estancia, pero al hacerlo su cuerpo chocó contra un hombre parado a su espalda. Sorprendida por el contacto, se volvió alzando la vista hacia su rostro. Y cuando aquellos ojos oscurecidos y turbulentos se clavaron en ella como dos ascuas candentes, sintió que la sangre abandonaba su rostro.
Adrien no dijo nada pero no cesó de mirarla, con aquella intensidad tan perturbadora que parecía meterse bajo su piel y aniquilar su voluntad. Inés pestañeó una, dos, tres veces, sin que las palabras acudieran a sus labios. El tiempo parecía haberse detenido, disgregado en la corriente de incertidumbre y emoción que encadenaba sus miradas, y así habrían continuado si el capitán Arnaud no hubiera roto aquella extraña inmovilidad en la que ambos parecían haberse sumido.
—Doctor Labat —vaciló el oficial, incomodado por aquella invisible tensión que parecía rodearlos—. Discúlpenos, nos dirigíamos a la terraza. Aquí hace demasiado calor.
Pero Adrien no se movió del sitio. Intranquilo, Arnaud miró a Inés, y al hacerlo encontró en sus pupilas dilatadas una emoción tan profunda y angustiada que se sintió de súbito un perfecto intruso. Turbado, estaba a punto de disculparse con Inés para dejarla allí cuando Adrien dio un paso atrás.
—Por supuesto —fue cuanto dijo, con fría formalidad.
Y sin volverse a mirarlos, se alejó de ellos, en dirección a la puerta que conducía a la salida de la casa.
Inés lo vio irse desolada. Su cerebro era un rebullir frenético de ideas, dudas e indignación —¿cuánto tiempo llevaba allí, por qué la miraba como si él fuera el ofendido?—. Un dolor furioso y sordo se entremezcló con su rabia, amenazando con quebrar su autocontrol, hasta que Arnaud dijo en tono quedo:
—¿Quiere salir, Inés, o prefiere que nos quedemos?
El tono suave del hombre la ayudó a recomponerse. Ella no podía permitir que su ánimo dependiera de los caprichos de Adrien. Iba a continuar en aquella fiesta como si jamás lo hubiera visto, y lo iba a hacer aunque para ello tuviera que coserse la sonrisa a la cara.
Miró en derredor y comprobó con disimulo que nadie les prestaba atención, ahora que la música sonaba de nuevo.
—Sí, vayamos a respirar un poco —aceptó, y ambos salieron de la sala hacia la terraza que se abría sobre la calle.
Pero aunque Inés no se percató de ello, dos personas de aquella fiesta sí que habían presenciado la escena. Una de ellas, con creciente asombro, se propuso hablar con Inés en cuanto pudiera para saber qué sucedía entre ella y Labat. La otra, con creciente odio, empezó a pensar que ya había hablado con Labat lo suficiente, y que de ahora en adelante tocaba actuar.