20

—¡Maldita sea, quítate de encima!

Inés trató de zafarse del peso del hombre, revolviéndose bajo su cuerpo. Pero aunque sus movimientos provocaron una mueca de dolor en Adrien, sus esfuerzos fueron en vano.

—Estate quieta.

Sin saber si se sentía más humillada o indignada, Inés volvió a retorcerse bajo él.

—¡Quítate, animal! ¿Me oyes? Eres un bestia, ¡suéltame!

Adrien miró hacia su izquierda, hacia la muñeca que apretaba contra el suelo, y no pudo evitar sentirse admirado. No es que fuera pequeña, pero su cuerpo esbelto y grácil no alcanzaba ni la mitad de su propia envergadura, y aun así, mantenía aferrada la daga con audacia y firmeza.

—Cuando tú sueltes eso.

Con un bufido exasperado, Inés estuvo a punto de decirle que ni lo soñara. Cuando se bañaba bajo la cascada había percibido una presencia tras los árboles, pero a pesar de su sobresalto había mantenido la cabeza fría. Disimulando sus intenciones, había girado hacia la ropa para que su cuerpo ocultara el arma, vadeado el río un poco más abajo y rodeado por la espalda los árboles que resguardaban a quienquiera que la estuviera espiando. Y habría colocado la daga en su nuca, dispuesta a utilizarla sin miramientos, si él no hubiera sido tan condenadamente rápido.

Y al caer hacia atrás y encontrarse atrapada bajo su cuerpo, la vista de los ojos grises y tranquilos de Adrien la había encolerizado más allá de toda razón. Él apretaba su muñeca sin fuerza, débil como estaba, pero el peso de su cuerpo era suficiente para que Inés no pudiera hacer nada. Nada que no fuera yacer bajo él, indefensa y furiosa, deseando poder abofetearle, dañarle, herirle…

Aun así, sabía que no necesitaba la daga. Y aún mejor sabía que él no iba a ceder. La soltó echando chispas por los ojos.

—Ya está. Ya puedes quitarte de encima.

Adrien vio cómo sus dedos se abrían dejando caer el arma, y giró la cabeza. Ella lo contemplaba con tanto ardor, con tanta vehemencia… Tal vez lo odiaba por fin, se dijo hundiéndose en las profundidades turquesa de sus ojos inteligentes y fieros. Tal vez había conseguido que jamás quisiera volver a saber nada de él. Pero aquel pensamiento no lo consoló. No lo consoló en absoluto, y cuando un ramalazo de dolor y rebeldía lo recorrió, sin saber siquiera lo que hacía se inclinó sobre ella y, absorbiendo la exclamación sorprendida de Inés, besó su boca con ansia, devorando sus labios, acariciando su interior con la lengua y los dientes, con dulzura y desesperación, como si de aquella manera pudiera apropiarse para siempre de un poco de aquel alma que lo había embrujado, de un poco de aquel espíritu que le hacía desear con impotencia y desolación ser una persona diferente, alguien que pudiera dedicar el resto de su vida, lo poco o mucho que él era, a protegerla y amarla.

Y cuando al fin cesó el beso, y él pudo apartarse un poco, aquellos ojos hermosos y magníficos reflejaban tal aflicción que todo su valor, toda la fuerza y determinación que creía poseer saltó por los aires en pedazos.

Resbaló hacia su costado, sobre su cuerpo, y apretando los dientes ante el agudo dolor que aquel movimiento le provocó, alzó la mano para acariciar su rostro, sus labios, su cuello, para deslizar los nudillos con suavidad sobre la piel del escote que la camisola apenas tapaba. Luego descendió entre sus pechos, mientras los ojos de Inés se agrandaban por la incertidumbre, y se detuvo sobre su estómago. Bajó la cabeza para contemplarla, su cuerpo mojado y perfecto estremeciéndose bajo su mano; una visión de una belleza tan deslumbrante que resultaba casi insoportable.

Las palabras «lo siento» asomaron a su mente, pero esta vez las desechó con firmeza. No lo sentía; sabía que aquello estaba mal, sabía que no tenía derecho a mantenerla junto a sí de aquella manera, pero era demasiado egoísta y débil para apartarse en aquellos momentos y dejar que se fuera.

Pero cuando de nuevo alzó la vista desde la camisola que, empapada y arrugada, se enredaba entre sus muslos, el brillante rastro de humedad en su sien golpeó su conciencia, haciéndolo sentir un miserable.

Con un vuelco del corazón apoyó los labios sobre la piel humedecida y absorbió la solitaria lágrima que resbalaba hacia su cabello mojado y revuelto. Inés temblaba, no sabía si de frío o de rabia, y él la abrazó con desesperación, notando la humedad de su cuerpo traspasando su propia ropa, sintiendo el alborotado latido de su corazón contra su propio pecho.

No supo cuánto tiempo permaneció abrazándola así, hasta que finalmente la voz quebrada de Inés se filtró entre el posesivo encierro de sus brazos.

—¿Y ahora qué, Adrien? ¿Ahora qué?

Inés temblaba, y la angustia parecía atenazar su cuerpo. Adrien había apartado los brazos, pero su mano derecha aún reposaba sobre su estómago. Y el interior de Inés luchaba a brazo partido contra la necesidad cruda y descarnada que las caricias de aquel hombre habían despertado en su interior. Aquello debía de ser el deseo, se dijo a punto del llanto. Aquella rítmica palpitación de su vientre, aquel hormigueo en sus senos, aquella vibrante sensación entre los muslos. Aquella extraña pulsión que la empujaba a desear desesperadamente colgarse de los brazos de Adrien, de su cintura, su cuerpo, arquearse contra él para mendigar el tacto de sus manos y su boca sobre ella.

Pero qué habría después de aquello, qué le quedaría a ella después, cuando él no había pronunciado ni una palabra diferente de lo que ya le había dicho en la casa…

Él la miraba de una forma tan turbulenta, tan desolada, que Inés se encogió con tristeza.

—Esto no cambia nada, ¿no es cierto?

Adrien no supo qué contestar. Aquello no cambiaba nada, y sin embargo todo estaba alterado. Todo. La certeza y seguridad que siempre había mantenido sobre su vida, sobre lo que había de hacer, sobre cómo viviría… Todo estaba patas arriba.

—No lo sé —confesó al fin, cabizbajo.

Un suspiro desolado escapó de la boca entreabierta de Inés. Adrien la miró con impotencia, pero ella se limitó a negar con la cabeza.

—No me vale, Adrien. Lo siento.

Y que esta vez fuera ella quien empleara aquellas palabras hizo que él comprendiera, de una vez por todas y para siempre, que aquella mujer hermosa, valiente y terca lo había arrastrado hasta la derrota.

Adrien continuó mirándola, sabiendo que debía conservar la cabeza fría. En aquellos momentos arrojaría todo por la borda, pero no era una decisión que pudiera tomar así, de aquella manera alocada e imprudente. Ella merecía más, mucho más. Y él necesitaba tiempo.

Había venido para darle una explicación, y eso era lo que iba a hacer. Eso era lo único en lo que debía pensar por el momento.

—Tienes que vestirte —dijo, tomándola del brazo para ayudarla a levantarse.

En silencio, Inés se levantó y cruzó el río ante él. Solo cuando, sentada en la piedra del otro lado, los cálidos rayos del sol alcanzaron al fin su cuerpo, fue consciente del frío helado que había calado hasta sus huesos.

—¿Cómo se te ocurre bañarte sola de esta manera? —la interrogó Adrien con más rudeza de la que pretendía, cuando ella se estremeció.

Fue duro porque estaba asustado. Mientras él, dolorido y cansado, se apoyaba contra la roca sobre la que saltaba la cascada, ella se había sentado de rodillas, en el centro de la piedra radiantemente iluminada, con el cabello revuelto y las curvas de su cuerpo indudables a pleno sol bajo la camisola húmeda. Parecía una ofrenda, un sacrificio humano ofrecido por un pueblo salvaje a un dios pagano, y solo pensar que cualquier otro hombre podía haberla visto así lo llenaba de una furia incontrolable.

Inés elevó hacia él una mirada retadora; el dolor le hacía recuperar poco a poco el dominio de sí misma.

—Lo hago a menudo. ¿Cómo se te ocurre a ti espiarme?

—Yo no te estaba espiando. Y tú no lo harás más.

—¿Ah, no? —exclamó desafiante, alargando la mano para tomar sus ropas.

—¿Qué tiene que suceder para que comprendas que en cualquier lugar de esta tierra puede aparecer una partida de soldados franceses?

—¿Como has aparecido tú, merodeando? —se burló, metiendo los brazos en la blusa y anudándola.

—Yo no merodeaba —replicó Adrien con calma.

—¿No? Bueno, pues discúlpame, tal vez el hecho de que me hayas seguido a escondidas me haya confundido. ¿O no me has seguido y tan solo ha sido casualidad como el día del ataque?

—Sí, te he seguido —admitió Adrien, intentando que su cruda ironía no le afectara—. Porque necesito hablar contigo.

—¿Sí? Pues de momento no hay mucho que hayas dicho.

—Porque jamás se me habría ocurrido que iba a encontrarte desnuda en medio del bosque —espetó, molesto por su sarcasmo.

Inés se encogió de hombros, comenzando a trenzar su cabello.

—No estaba desnuda. Tenía una camisa.

—Pues teniendo en cuenta cómo se te pegaba al cuerpo, no sé qué es peor, la verdad…

Ambos se quedaron en silencio un instante. Inés recogió la trenza en un rodete flojo en la nuca y lo aseguró con las horquillas que refulgían sobre la piedra. Luego lo miró con triste resignación.

—¿Qué quieres, Adrien?

Por fin el tono mordaz había desaparecido de su voz. Adrien se acercó y tomó su mano con ternura.

—Ven.

La condujo hasta un tronco caído algo alejado del agua, donde el sol apenas se colaba entre las hojas, y ambos se sentaron.

—Primero quiero que sepas que si yo fuera dueño de mi vida no habría nada ni nadie en este mundo que pudiera mantenerme lejos de ti. Pero no lo soy, Inés.

Ella cruzó las manos sobre la falda, sin querer mirarlo.

—Eso me lo has dicho decenas de veces, Adrien —dijo con cansancio.

—Lo sé. Ojalá pudiera hacer que comprendieras… —Meneó la cabeza con desaliento al ver la expresión reacia de la joven—. Pero no es de eso de lo que quería hablarte hoy. Te he seguido porque necesito explicarte quién era Aimée.

El corazón de Inés dio un vuelco, pero no levantó la vista.

—No me debes ninguna explicación.

—No, no te la debo, pero quiero dártela. No sé qué pude decir mientras estaba inconsciente, porque supongo que lo averiguaste de esa forma. Pero creo que te hiciste una idea equivocada de quién era ella.

—No tuve que hacerme ninguna idea. Le pedías perdón, y entendí que decías que la amabas. Que no te dejara…

—… que volviera a mí, ¿no es eso?

—Sí. Creo que sí.

Adrien se puso en pie y comenzó a pasear ante ella. Finalmente se detuvo, con gesto de pesar.

—Ni siquiera debería decirte esto. Es una información que en manos de alguien como Mouret podría ser muy peligrosa para ambos. Espero que lo comprendas, Inés. Es algo que deberás olvidar que sabes.

La miró con gravedad. Inés le devolvió una mirada plena de escepticismo, pero asintió. Adrien pasó la mano por su cabello y permaneció unos instantes contemplando el suelo.

—Aimée era mi hermana pequeña —explicó al fin, escogiendo las palabras con cautela—. Murió ahogada cuando la embarcación en la que viajábamos sufrió un golpe de mar. Ella se había puesto de pie para vomitar y cayó por la borda. Yo me tiré tras ella para intentar salvarla, y pude asirla, pero las olas eran muy fuertes y ella no sabía nadar… Aguanté cuanto pude, sabiendo que los hombres que nos llevaban intentarían rescatarnos, pero el agua estaba gélida y apenas podía con su peso… Ella se aferraba a mí con miedo y yo sentía los brazos agarrotados, pero no iba a rendirme, no lo habría hecho, sé que no lo habría hecho… —Se detuvo, como si el esfuerzo de seguir sus propios recuerdos fuera demasiado—. Pero de repente una ola aún más fuerte que las anteriores nos golpeó, y ella se me deslizó de entre los brazos… La vi alejarse, mirándome con una expresión de terror que todavía hoy me asalta en sueños. Le grité que aguantara, que no se fuera, que no me dejara, que la quería… Pero aunque intenté cogerla de nuevo, no pude sacarla. Se hundió, Inés; se hundió en medio de las aguas heladas y tenebrosas del océano, y ya jamás volví a verla.

Adrien bajó la mirada. El evidente dolor que aún le causaba aquello pareció impregnar el aire alrededor de él, e Inés comprendió que debía romper el silencio cuanto antes si quería evitar que los recuerdos lo aprisionaran.

—Y a ti te rescataron…

—Sí. A mí me rescataron —pronunció con amargura—. Me hubiera cambiado mil veces por ella, pero fue a mí a quien rescataron.

—¿Y tus padres?

—Muertos. Toda mi familia acababa de desaparecer. Ella era lo único que me quedaba, y la última vez que vi a mi madre le juré que la protegería con mi vida. Y fallé, Inés. Fallé en la única promesa que debí mantener a costa de cualquier cosa, incluso de mi propia vida.

—Pero hiciste cuanto pudiste —protestó Inés, conmocionada por el patente dolor que Adrien aún sentía.

—Solo tenía seis años. Solo seis años, y era la niña más dulce y hermosa que puedas imaginar… Hacer cuanto pude no fue suficiente.

—Pero… ¿y tú? —preguntó con cautela—. ¿Cuántos años tenías tú?

Adrien apretó la mandíbula. Por un interminable momento Inés creyó que no iba a contestar.

—Tenía catorce.

Una exclamación de incredulidad brotó de los labios de Inés.

—¡Pero si apenas eras más que un niño tú mismo!

—No era un niño. Tenía edad suficiente para haberla protegido. Se lo juré a mi madre antes de que falleciera, y no fui capaz de cumplir mi juramento.

A pesar de la sorpresa que aquella revelación le había causado, el cerebro de Inés comenzó a atar cabos.

—¿Cuántos años hace de eso?

Adrien la miró entornando los ojos.

—Eso no tiene importancia.

Pero ella hizo caso omiso de sus palabras, pensativa.

—Debe de hacer unos quince años de eso. Más o menos, en el año del Terror de Robespierre… —Y entonces, una luz se encendió en su mente, y elevó la cabeza, comprendiendo de golpe—. ¿Así es como toda tu familia desapareció de repente, represaliada por alguno de esos tribunales revolucionarios que fueron capaces de ejecutar a la misma reina María Antonieta?

Y al ver la consternación que reflejaron los ojos de Adrien ante su razonamiento, comprendió que estaba en lo cierto, y que acababa de provocar una fisura en la recia coraza con que el médico se protegía.

Y ella estaba dispuesta a ahondar en esa fisura.

—¿Por qué la llamabas en inglés en tus delirios, Adrien? ¿Por qué…?

Pero antes de que acabara su pregunta, Adrien, ya rehecho, levantó la mano para que callara.

—Mi madre era inglesa, Inés, pero eso es todo cuanto puedo decirte. No intentes averiguar más. —Su voz sonó dura y cortante—. Ni siquiera tendría que haber dicho lo que he dicho. Te he contado mucho más de lo que debía.

—¿Y por qué lo has hecho, Adrien? —contestó con suavidad, escrutando el rostro del médico en busca de las respuestas que aún se le escapaban—. ¿Me has dado estas explicaciones para que acepte que lo nuestro no es posible?

—Te las he dado porque no quería dejar que creyeras que es el recuerdo de otra mujer el que hace imposible nuestra relación. Y ahora que ya sabes que no es así, será mejor que olvides esta conversación.

Con decisión, Inés negó con la cabeza.

—No, no voy a olvidarla. Porque ahora todavía entiendo mucho menos lo que sucede. No me voy a resignar, Adrien, no con las excusas que me has dado. Hasta ahora suponía que era tu deber el que se interponía entre nosotros, pero ahora veo que en realidad es ese sentido tuyo de la responsabilidad tan extremo.

Adrien cruzó los brazos sobre el pecho.

—No sé a qué te refieres.

—¿No? ¿Estás seguro? Pues yo lo veo claro. Hablarás de tu deber, de que no eres dueño de tu vida completamente, de lo que quieras… Pero yo veo que te aterra que alguien dependa de ti, que haya alguien a quien puedas fallarle, y me mantendrás a distancia con tal de evitar esa posibilidad, no importa lo que sientas por mí.

—Inés… —comenzó él, ceñudo, con gesto de advertencia.

Pero Inés no estaba dispuesta a callar. No ahora.

—¿Cómo es posible que te culpes de la muerte de tu hermana cuando hiciste todo lo que pudiste? Dime una cosa, si otra persona hubiera hecho lo que tú aquel día y a pesar de todo no hubiera podido salvarla, ¿le habrías culpado con la misma crueldad con que te culpas a ti?

Adrien dejó pasar un largo instante antes de contestar.

—Pero no fue otra persona, fui yo.

—Apenas un niño.

—¿Y qué importa eso? Era mi hermana, Inés. Era mi responsabilidad, y no pude salvarla.

—¡Pero yo no necesito que me salves, Adrien, solo que me ames! ¿Es que no lo entiendes? —gritó, dolorida.

La desesperanza fue tan evidente en su voz que Adrien la miró consternado. Un silencio opresivo y denso descendió sobre ellos. Inés movió la cabeza, apesadumbrada: con aquella declaración, acababa de quemar todas sus naves, y aunque supo que había conseguido que Adrien dudara, supo también que en la terrible batalla que se estaba librando en su interior no saldría victoriosa.

Y, en efecto, de repente, el rostro de Adrien recuperó su habitual impasibilidad, e Inés estuvo a punto de gritar de rabia. Acababa de poner su corazón a sus pies, pero él no iba a hacer nada por retenerla, por conquistarla… Supo que de nuevo había alzado entre ellos aquel maldito muro infranqueable al que llamaba deber. Con un esfuerzo supremo, intentó controlar el temblor de su voz.

—¿Y ahora qué, Adrien? ¿Yo me voy, y eso es todo?

Inspirando profundamente, Adrien acarició su rostro con los nudillos.

—No tengo nada que ofrecerte, Inés. Nada que esté a la altura de lo que mereces. Si lo tuviera…

—Si lo tuvieras, ¿qué? —insistió con dureza.

Vio la sombra de anhelo que dulcificó su rostro por un breve instante, antes de desvanecerse sin rastro. Cuando por fin habló, su tono había recuperado su calma habitual.

—No importa, puesto que no lo tengo. Vuelve con tus tíos, Inés. Vuelve con ellos y olvídate de mí. Encuentra un hombre que sepa apreciar el valioso tesoro que eres, y olvida que algún día nos conocimos. Es lo que debes hacer, sea lo que sea lo que ahora crees que sientes. Algún día me lo agradecerás.

El paternalismo de aquella frase habría hecho aullar a Inés de rabia si las anteriores palabras no la hubieran herido profundamente. De nuevo Adrien se encerraba en sí mismo, y de nuevo eso desgarraba su corazón. Cerró los ojos un instante, consiguiendo rehacerse a duras penas; había sabido que no debía verlo de nuevo, porque cada vez que lo hacía, la separación se hacía más difícil y dolorosa.

Se levantó sin decir nada, y él la imitó. Y en el mismo silencio dolido y tenso volvieron despacio hacia la casa, sin mirarse ni hablar, deteniéndose cada poco para que Adrien descansara. Al pie de las escaleras, Inés no quiso esperar más; lo miró con intensidad una última vez, sumergiéndose en el fondo de sus ojos hasta que el dolor y la pena empaparon su alma. Y cuando lo hubo hecho, cuando Inés sintió que hasta la última fibra de su ser le dolía por el solo hecho de respirar, se giró y subió las escaleras sin mirar atrás, antes de que el llanto aplastara su resolución, resuelta a desprenderse de su recuerdo con mayor decisión de la que jamás había empleado en su vida, y sin tener ni idea de cómo podría conseguirlo.