Inés jamás creyó que algo así pudiera sentirse. De no haber estado sentada, habría caído al suelo sin duda, porque aún ahora, cuando él ya había puesto fin al beso, las piernas le temblaban tan violentamente que sus rodillas chocaban entre sí.
Y no eran sus piernas lo único que temblaba.
La descarga que había recorrido su columna al sentir los labios de Adrien sobre los suyos había sido brutal. Su espalda
se había arqueado con una tensión extrema, su estómago se había contraído como si una bola de fuego hubiera estallado en él, y una sensación de abandono y languidez había dejado sus miembros inutilizados. Hasta que, tras aquel tiempo que no supo si fueron segundos o minutos, Adrien se había apartado y ella había comenzado a temblar sin control.
Solo la tremenda desorientación en que se había sumido impidió que se aferrara a su cuello para obligarle a no separarse de ella.
—Lo siento —pronunció Adrien al fin con tono ronco y dolorido.
Inés parpadeó, confundida, y tardó unos segundos en comprender lo que él había dicho. No eran las palabras que esperaba. No era el primer beso que recibía —algún beso furtivo e ingenuo en una romería, alguno robado en un baile—, pero aquello no se había parecido a nada de cuanto ella hubiera experimentado antes. Había sido tan intenso como devastador, ¿y a él solo se le ocurría decir que lo sentía?
—Pues yo no —replicó con osadía—. Yo estoy encantada.
—No debió pasar —insistió Adrien.
Inés inspiró hondo. Se dio cuenta de que comenzaba a enfadarse, y ni siquiera como lo haría una persona adulta y madura, no. Se estaba enfadando con la rabia infantil del niño que es apartado a un lado sin recibir una explicación. Pero ella ya no era una niña, y se merecía una respuesta.
—¿Por qué no? —preguntó cruzando los brazos bajo el pecho.
Adrien la miró con prevención, sorprendido por su beligerancia.
—Porque no es posible. Lo siento.
—¡Deja ya de decir lo siento! —casi gritó—. Yo lo único que siento es que ya se haya acabado. Explícame por qué en tu caso es tan diferente, porque sinceramente, cuando me estabas besando me parecía que lo estabas disfrutando tanto como yo.
Con los sentidos todavía a flor de piel, Adrien la miró incrédulo.
—Inés, no… Tú no… No puedes hablar así.
—Pues lo estoy haciendo, ya lo ves. Vas a tener que esforzarte mucho para convencerme de que lo que acaba de pasar entre nosotros no ha sido especial. Porque yo lo he sentido, Adrien, ¿te enteras? Yo lo he sentido aquí. —Su puño golpeó sobre su corazón—. Dime que tú no, dime que para ti ha sido un beso más, algo que no ha erizado tu piel, que no ha alcanzado tu alma… Dime que es algo que mañana habrás olvidado y que soy una estúpida por sentir este afecto…
Dos lágrimas rabiosas comenzaron a descender por sus mejillas antes de que ella pudiera evitarlo. Las apartó con disgusto, sabiendo que había hablado de más, esperando que Adrien se burlara de nuevo de ella, como aquella tarde en el hospital. Que negara sentir nada y le demostrara que era en realidad el hombre frío y distante que aparentaba ser, para que ella pudiera arrancar de cuajo de su corazón la ternura que el solo recuerdo de su rostro severo había comenzado a provocarle.
Esperó con los labios apretados y la barbilla alzada, y los ojos fijos en la mirada desconcertada de Adrien.
—Inés, no… No es posible.
Ella lo miró sin parpadear, tratando de entender sus razones, pero no lo consiguió. Adrien no se había burlado, ni había negado que aquello fuera diferente. Simplemente, se aferraba a aquellas palabras que nada explicaban, y que ella no pensaba aceptar sin más.
—¿Por qué, Adrien? ¿Estás ya casado, es eso?
—No.
—Porque si lo fuera, tampoco importaría. No estoy pretendiendo que te cases conmigo.
—¡Mon Dieu, Inés! —Adrien se pasó la mano por el cabello, incrédulo—. ¿Qué estás diciendo? ¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Crees que yo… que podría tomarte como amante, burlando la confianza de tus tíos?
—¡Qué sé yo qué creer! —A pesar de su decisión, su voz tembló—. Sé que entre tú y yo existe un vínculo especial, por mucho que te empeñes en negarlo, pero solo dices que no es posible.
—Porque no lo es.
—¡Basta ya, Adrien, me volverás loca! Primero me besas como si quisieras devorarme y luego me dices que no es posible.
Pues explícame de una vez por qué, y no hagas que me humille suplicando una razón, porque acabaré por no ser capaz de mirarte a la cara. Dímelo. Por favor.
Fijó los ojos en él, dolida. El rostro de Adrien mostraba los signos de la tensión que sentía; su boca se apretaba en un gesto obstinado y sus ojos oscurecidos reflejaban la gran lucha que se libraba en su interior. Inés comprendió con el corazón en un puño que la lucha estaba a punto de ser resuelta.
«Por favor, Adrien, no me alejes, por favor, por favor…».
Cuando al fin Adrien encontró las fuerzas para hablar, su voz sonó ronca y amarga:
—Créeme que jamás he deseado algo tan intensamente como deseo ahora poder contártelo. Pero no soy yo, Inés. No se trata de mí.
Inés negó con la cabeza, incrédula.
—No se trata de ti —repitió con lentitud, pensando abatida que aquella excusa era aún peor que la anterior.
—No se trata de lo que yo quiera o desee, mon ange —intentó hacerle entender con cierta desesperación—. Si las cosas fueran diferentes, si esta ocupación no existiera…
—¿Qué tiene que ver la ocupación con nosotros? —interrumpió Inés con dolor—. ¿Es esa la única excusa que se te ocurre? No me vale, Adrien. No.
—No es excusa, Inés. No me hagas ir más allá de esto. Yo tengo mis obligaciones, y no puedo envolverte en ellas. No me perdonaría jamás si algo te sucediera.
—¿Qué puede pasarme en el hospital? ¿O tal vez te refieres a esa otra cosa que no piensas contarme? ¿Es que no ves que te he escuchado delirar en inglés? ¿Es que no ves que ya sé que eres más de lo que aparentas?
La repentina sombra que oscureció el semblante de Adrien hizo que Inés comprendiera que había acertado de lleno en el blanco, pero la voz del hombre recuperó parte del control que había perdido.
—Entonces sabrás también que no puedo decir más, y dejarás de insistir. Por favor, Inés. Por favor.
Abatida, Inés negó lentamente con la cabeza. Su corazón tiraba hacia aquel hombre, desgarrándose, pero no podía suplicar más. Si Adrien decidía que entre ellos no había nada por lo que mereciera la pena luchar, entonces tal vez estaba en lo cierto. Al fin y al cabo, no sería la primera ni la última mujer que entregaba su afecto a quien no era capaz de corresponderlo. Dio un paso hacia atrás y cruzó las manos ante sí, intentando enterrar su dolor, sabiendo qué improbable sería conseguirlo. Había arrojado su propia dignidad a sus pies al confesarle lo que sentía, y ahora debería dedicar todos sus esfuerzos a recomponer su orgullo pisoteado.
—Está bien, si eso es lo que quieres, eso es lo que tendrás. Dejaré de insistir, pero también dejaré de verte. —Intentó deshacer el nudo de su garganta y se armó de valor para añadir—: Solo hay una última cosa que necesito preguntar, ¿ella tiene que ver algo con esto?
Luchando para detener la consternación que la decisión de Inés le provocaba, Adrien la miró sin entender.
—¿Ella? ¿A quién te refieres?
—A Aimée.
El rostro de Adrien palideció tan súbitamente que Inés comprendió que no había nada más que preguntar. Se acercó al escritorio y tomando un lienzo enrollado se lo tendió.
—Toma. Disculpa que no me quede para vendarte la herida, pero imagino que serás capaz de hacerlo tú mismo. Y ahora perdóname, pero tengo que ocuparme del velatorio. Me encargaré de que alguien te atienda a partir de mañana.
Estiró la espalda con dignidad, y tomando la bandeja vacía para llevársela, se encaminó a la puerta. Pero cuando estaba a punto de cerrarla tras de sí, la llamada dolorida de Adrien la hizo detenerse.
Se volvió y lo miró. La tristeza de su mirada era tan innegable que el estómago de Inés se encogió de dolor, pero se negó a dejar que su desolación la conmoviera, porque si cedía de nuevo jamás encontraría las fuerzas para irse. Y sin esperanza, aún aguardó que él dijera algo que lo cambiara todo.
Pero las únicas palabras que asomaron a sus labios hicieron que ella esbozara una sonrisa amarga, antes de salir por fin de la habitación.
«Lo siento», había dicho.
Otra vez.
Inés se enjugó la última lágrima fuera ya de su vista. Jamás habría pensado que podría llegar a odiar tanto aquellas dos estúpidas palabras.
Al día siguiente, Tomás Acedo aprobó, sorprendido y satisfecho, el dócil comportamiento de su sobrina.
La víspera habían regresado de Burgos, y al poco de cruzar la puerta de la ciudad se habían encontrado con el coronel Mouret. Después de los saludos de rigor y los comentarios sobre las personas conocidas que habían encontrado en la capital castellana, el coronel les había informado del fallecimiento de Pascual, y después había insistido varias veces en la incómoda situación en la que se hallaba su sobrina. Tomás y su esposa habían intercambiado una mirada de disimulada sorpresa al comprobar que, cuando el coronel hablaba de situaciones incómodas, solo se refería a Inés, obviando que también Clara se hallaba en la casa. Y si las solas noticias del fallecimiento del guardés no les hubieran convencido de la necesidad de acercarse a Albizu, la apasionada insistencia del coronel lo habría hecho por sí sola. Aquella noche, antes de dormir, Teresa le había confesado a su marido que su opinión sobre el doctor Labat era excelente, y que confiaba en su integridad tanto como en la de Inés, pero que la prudencia nunca estaba de más, tratándose de una situación en la que el dolor que su sobrina estaría sintiendo podía hacer que ella buscara, o él ofreciera, un consuelo más allá de lo conveniente.
Tomás no creía que el esperado fallecimiento del anciano pudiera afectar a su sobrina hasta tal punto, pero estaba de acuerdo en que no era adecuado que Inés continuara cuidando de aquel hombre. Así que aquella mañana habían partido temprano hacia Albizu, dispuestos a discutir con ella cuanto hiciera falta para que comprendiera que, tras el funeral, debía volver con ellos a la ciudad. Pero para sorpresa de ambos, no había hecho falta insistir: Teresa había preparado todo tipo de argumentos para convencerla, pero lo único que necesitó decir fue que encontrarían alguna mujer que pudiera ocuparse de Labat, y su sobrina había aceptado sin protestas.
Ahora, sentada en el salón, parecía absorta en la Biblia que sostenía entre sus manos, y Teresa la observó con disimulo. Su aspecto desde luego no era el mejor; las pronunciadas ojeras apenas ocultaban que había llorado, pero teniendo en cuenta cuánto quería a Pascual, supuso que podría ser lógico. Sin embargo, para su tía resultaba evidente que había algo más, pero por el momento prefirió no dar vueltas a los posibles motivos que sospechaba para su pena.
Solo cuando Elvira entró en la sala, tras haber subido a descansar hacía tan solo un par de horas, Inés pareció despertar. Se levantó para abrazar a la anciana, que aceptó su cariño pero enseguida le indicó que volviera a sentarse. La mujer se dirigió hacia Teresa para decirle que el cura había encontrado una viuda en el pueblo que aceptaba encargarse de Labat.
Teresa agradeció a la mujer que la hubiera avisado, y se levantó para escribir una nota a la viuda. No pudo evitar sentirse desazonada por el cambio operado en su sobrina. Si se tratara de otra muchacha, que fuese su tía quien se encargara de entrevistar a la mujer y acordar las condiciones sería lo esperable; pero Inés había llevado siempre los asuntos de su casa sin necesitar ayuda de nadie, incluso cuando Germán vivía allí. Que ahora aceptara con tal docilidad la intervención de Teresa resultaba extraño.
Inés captó la mirada recelosa que su tía le dirigió antes de abandonar el salón. Estaba haciendo un esfuerzo supremo por comportarse con normalidad, y creía que lo estaba consiguiendo; pero cada vez que Clara o sus tíos la miraban, creyendo que no se daba cuenta, le entraban ganas de salir corriendo. Lo único que aquel día podría consolarla era la soledad, y sin embargo la casa estaba llena de gente que velaba el cuerpo de Pascual y les acompañaría hasta que se celebrara el entierro. Tenía que estar presente, charlar con ellos, escuchar las anécdotas que recordaban del anciano y asumir que, a cierta edad, los tiempos pasados eran siempre mejores. Y no podía irse aún, eso era seguro.
—¿Me has escuchado? —repitió Clara.
Inés parpadeó, sobresaltada.
—No.
—Decía que acaba de llegar Martín. Voy a recibirle, ¿quieres venir?
Inspirando hondo, Inés se puso en pie.
—Un poco más tarde, si no te importa. Si la tía y tú podéis arreglaros sin mí, iré a descansar un rato.
—Claro, no te preocupes por eso. Pero ¿seguro que estás bien?
—Estoy bien, solo algo cansada. No he dormido bien, pero en cuanto descanse un poco estaré perfectamente.
—Entonces descansa. Nosotras nos ocuparemos de todo.
Su hermana se acercó a ella y le dio un afectuoso beso en la mejilla, antes de desaparecer por la puerta de la sala.
Pero Inés no quería descansar. Escuchando por encima de los rezos susurrados el canto de los pájaros que rasgaba la quietud del caluroso mediodía, se dijo que lo único que necesitaba era un rato a solas para comenzar a ser ella misma de nuevo. Sabía que el sitio perfecto para comenzar a recomponerse era su amado rincón en la espesura del bosque. Y, sin embargo, ni siquiera ese pequeño consuelo le era posible aquel día en que el frío descarnado que atenazaba su corazón parecía burlarse del calor de la veraniega mañana.
—Celebro ver que puede levantarse ya.
—Sí, así es, muchas gracias. Me encuentro mejor. Aún me agoto mucho, pero ya no tengo fiebre, y espero considerarme recuperado en unos días.
—Así que en breve podrá volver a la ciudad, ¿verdad?
Adrien entornó los ojos para seguir el movimiento de Teresa Mendoza frente a la ventana.
—Eso espero.
La mujer le sonrió distraída, sin detener su deambular. Adrien comenzó a impacientarse. Aunque en realidad aquel día se sentía malhumorado desde que había despertado. El recuerdo de la conversación con Inés lo había perseguido en sueños desgarrados en los que él le confesaba la verdad, y en los que ella se hundía en las gélidas y tenebrosas aguas del océano sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Mucho antes de que las luces del amanecer tiñeran de rosa el cielo sobre las montañas, él ya estaba levantado en la silla junto a la ventana. No sabía qué esperaba allí sentado, sintiendo cómo su corazón saltaba alertado cada vez que el reflejo de una luz en la casa se proyectaba en la tierra oscurecida del camino de entrada; pero allí había estado desde temprano, hasta que la puerta de su habitación se había abierto y su corazón casi se había desbocado, antes de darse cuenta de que era Clara quien le traía la bandeja del desayuno.
¿Qué había esperado? Ella se lo había advertido.
Adrien se había repetido que la olvidaría. Él había sobrevivido olvidando, ¿y por qué en esta ocasión iba a ser diferente? La olvidaría, aunque aún no supiera cómo iba a conseguirlo ahora que la conocía, ahora que sabía que ella existía y respiraba en algún lugar del mundo, que su risa y su alegría eran capaces de hechizar su corazón. Ahora que conocía la dulzura de su sabor y el coraje de su espíritu, ¿qué era el deber a su lado?
Y, sin embargo, el deber era lo único posible.
—¿Lo comprende, verdad?
Adrien volvió la cabeza hacia la mujer, que se había apoyado en el escritorio. No sabía de qué le estaba hablando, pero aquel revoloteo por la habitación comenzaba a molestarle.
—¿Por qué no se sienta? —ofreció con cierta rudeza.
—Aquí estoy bien, gracias —replicó Teresa sin amilanarse. Realmente, si las ojeras de su sobrina le habían dejado pocas dudas, el evidente mal humor del francés las había resuelto de un plumazo—. Como decía, supongo que no tendré que explicar mis motivos, ¿verdad?
—Me temo que estaba distraído, madame Teresa. No sé a qué se refiere.
En medio de su inquietud, aquella respuesta abrupta supuso un cierto consuelo para Teresa. Al menos, su sobrina no era la única que sufría.
—Le estaba diciendo, aunque no parece haberme escuchado, que en cuanto volvamos a la ciudad solicitaré al general Barrere que le busque otro alojamiento para cuando regrese.
Adrien ahogó una punzada de dolor, mientras ella aguardaba su respuesta.
—Como usted desee, madame Teresa.
—Mi marido y yo sentimos un sincero aprecio por usted, Labat —se apresuró a añadir Teresa—. Pero mis sobrinas lo son todo para mí. Lo comprende, ¿verdad?
Adrien la miró imperturbable. No sabía qué había hecho para delatarse, pero en cualquier caso, y aunque en realidad nada había pasado, su sentido común le gritaba que aquella era la única salida posible.
—Lo comprendo —contestó al fin—. Será lo mejor.
—Gracias, doctor Labat. —Teresa Mendoza suspiró aliviada. No podía negar que apreciaba a aquel hombre, y no le habría parecido mal que cortejara a su sobrina. Pero ya que no había hecho ninguna mención a ello, parecía ser que no iban por ahí los tiros. Y en tal caso, toda prudencia era poca.
—¿Ella se irá con ustedes?
Teresa asintió.
—Sí. Nos iremos mañana por la tarde, cuando el sol baje. Están siendo días muy calurosos.
Adrien se encogió de hombros. Teresa suspiró de nuevo, esta vez de incomprensión. Había vivido lo suficiente para saber que aquel hombre estaba tan afectado como su sobrina, y no era capaz de entender por qué motivo ambos tenían que estar sufriendo de aquella manera. Comenzó a dirigirse hacia la puerta, y estaba a punto de salir cuando la voz del médico la hizo volverse.
—No ha pasado nada entre nosotros, madame. No hay nada de lo que Inés deba avergonzarse.
Teresa lo miró unos instantes con detenimiento, tomando nota mental de la familiaridad con que el francés había hablado de su sobrina.
—Nunca lo he dudado —repuso con convicción.
Y salió de la habitación.
Al día siguiente, el calor era tan asfixiante que Inés temió que su partida se retrasara hasta muy tarde. Y ella estaba impaciente por irse cuanto antes. Había pasado el día anterior atendiendo visitas, sirviendo vasos de vino y platos de queso y galletas, recordando las cosas que Pascual solía decir y hacer. Si no fuera porque le dolía dejar a Elvira allí, aquella mañana habría agarrado su caballo nada más terminar el entierro y se habría vuelto sola, a pesar del calor y el sol implacable. Pero la brizna de sentido común que no parecía haberse evaporado de su cerebro la había mantenido allí, atendiendo el último refrigerio que debían servir en la casa y esperando a que llegara el atardecer para irse con los demás. Al menos, la viuda que su tía había contratado para atender a Adrien aceptó también echar una mano en la casa, y así Elvira no tendría que cargar con todo; aquel era el único motivo de consuelo que había encontrado en aquella jornada.
Giró sobre sus talones con impaciencia, recorriendo con la vista el salón en penumbra en busca de algo que la mantuviera distraída, pero nada llamaba su atención. Habían almorzado justo después del entierro, cuando por fin todos los vecinos y amigos se habían ido, y ahora los demás ocupantes de la casa estaban echando la siesta. Pero a ella el silencio de la casa le resultaba opresivo, y no había querido ni hablar de echarse a dormir. Todo el mundo parecía ahora tan tranquilo, tan dispuesto a continuar su vida… Solo había una persona de quien no sabía —ni quería saber— cómo se sentía.
Clara le había dicho que Labat había bajado un instante de su habitación para despedir a Pascual, justo antes de que los vecinos del pueblo sacaran el cuerpo de la casa, camino del cementerio. Su hermana había confundido el escalofrío que la había recorrido con temor por el estado del francés, y le había asegurado que parecía muy recuperado, y que aunque el esfuerzo de andar aún le resultaba agotador, era evidente que todo acabaría bien.
Inés solo pudo dar gracias al cielo por no haber estado en la habitación en aquel momento. A pesar de la firmeza de su decisión, y de que su sentido común aseguraba que había hecho lo correcto, aún no se sentía preparada para encontrarse con Adrien con serenidad. Se alegraba de que se recuperara con rapidez, pero prefería mantenerse lejos de él por ahora.
Con un nuevo vistazo a su alrededor, comprendió que nada de lo que veía en aquel salón le ofrecía ningún atractivo. Solo había una cosa que le apetecía hacer, y esta vez no iba a renunciar a ella. Así que, procurando no hacer ningún ruido, se deslizó por las escaleras hacia la planta baja, y tomando su daga del cajón del zaguán y un sombrero de paja que allí colgaba, salió hacia el patio.
Esperó hasta que sus ojos se hicieron al sol del mediodía tardío que caía a plomo sobre aquel espacio. Anduvo de puntillas sobre las ardientes losas, y solo relajó su paso cuando alcanzó el sendero del huerto. Más allá de los frutales y de las plantaciones de hortalizas y verduras el camino se estrechaba y descendía entre hayas y castaños hacia el antiguo molino de piedra que ya apenas se usaba. En realidad prácticamente nadie, salvo ella, frecuentaba aquel camino, como demostraba la crecida hierba que lo tapizaba. El remanso donde se creaba la poza no era adecuado para pescar, y aunque en tiempos pasados se había utilizado para lavar ropa, el actual lavadero del pueblo, mucho más cercano y adecuado, lo había dejado sin utilidad.
Inés sorteó una rama caída y tuvo que quitarse el sombrero para escurrirse entre los troncos retorcidos de dos hayas que habían crecido tan juntas que apenas se podía pasar entre ellas. El sendero descendía abruptamente desde ese punto, pero eran apenas unos cincuenta metros. Al final de la empinada cuesta, tras el denso follaje que desde arriba impedía su visión, se abría el pequeño claro que descubría la poza del río donde había acostumbrado a bañarse desde pequeña.
Nadie había creído que aquella fuera la distracción más adecuada para una niña, salvo su padre. Él le había descubierto el lugar, y le había enseñado a nadar. Y a diferencia de Clara, que temía el agua y nunca había podido comprender la fascinación de su hermana por aquel sitio, Inés volvía allí siempre que se sentía inquieta, triste o confusa.
Acabó de bajar la cuesta y, agachándose para pasar bajo las ramas cargadas de hojas, se detuvo en la piedra en sombra, plana y extensa, que cerraba la pequeña poza por aquel lado. Al otro lado del agua, otra piedra casi idéntica refulgía al sol, ofreciendo el lugar perfecto para secarse tras una zambullida.
Inés no lo dudó ni un segundo. Elevando su falda con la mano libre, cruzó por la izquierda de la poza, donde un tronco tendido sobre rocas permitía sortear el agua, y se sentó en la piedra del otro lado. Permaneció así un largo instante, con los brazos rodeando las rodillas dobladas bajo la falda y la barbilla sobre ellas. Miraba sin ver la deslumbrante superficie de la cascada iluminada por el sol. Adrien Labat no era indiferente a ella, eso lo sabía, pero sí que era muy capaz de resistir esa atracción. Ella no había tenido aquella posibilidad, o aquella fortaleza; a pesar de sus prejuicios, sus esfuerzos y su sentido común, de repente un día la comprensión de que se había enamorado, sin saber siquiera cómo, la había vencido.
Todo para tener que aceptar que no era capaz de encontrar el camino hacia su corazón.
Comprendiendo que estaba a punto de llorar, decidió que ya bastaba de compadecerse de sí misma. Nadie se moría por un desengaño y ella acabaría por olvidarlo. El día era demasiado cálido y el sitio demasiado hermoso para lamentarse. Así que con una nueva decisión se descalzó, soltó el delantal y la falda y los deslizó por sus piernas, desabrochó el jubón y la blusa y amontonó toda la ropa sobre la piedra. Luego soltó la funda de la daga de su pantorrilla y la depositó con cuidado sobre el montón de ropa, y tan solo vestida con la ligera camisola de tirantes, se introdujo poco a poco en las frías aguas del río.
Al asomarse tras el tronco del árbol, Adrien sintió que se quedaba sin respiración.
Por un instante pensó que era un sueño. Que la fiebre había vuelto para producir aquel delirio.
Pero no. No lo era.
La visión de Inés arrodillada bajo la cascada, con los brazos elevados peinando su cabello y la empapada camisola pegada al cuerpo, incapaz de ocultar nada de lo que cubría, era suficiente para que creyera que debía tratarse de una alucinación.
Si no fuera porque el dolor de la herida le hacía doblarse en dos y respiraba con agitación después del infernal recorrido, habría tenido que pellizcarse para convencerse de que aquella imagen era real.
Rodeada por la umbría cubierta del bosque e iluminada por los escasos rayos de sol que en aquel punto penetraban la densa vegetación, la húmeda visión de su cuerpo bellísimo y orgulloso resultaba una aparición difícil de soportar.
«Y ahora, ¿qué?», se preguntó Adrien cuando recuperó algo de aliento. Ni siquiera se atrevía a moverse.
Se hallaba asomado a la ventana de la escalera cuando la vio salir al jardín. Desde que había bajado al velatorio, llevaba todo el día pensando en despedirse de ella, a pesar de no saber si aceptaría recibirlo. Era posible que aquella fuera la última vez que se vieran en la vida; su tía iba a solicitar que lo trasladaran de alojamiento, pero él estaba pensando más bien en establecerse fuera de Vitoria. Lamentablemente, no podía alejarse del todo en aquellos momentos —sería como tirar por la borda todo el trabajo realizado—, pero desde Mondragón podría acercarse cuando hiciera falta. Y si al volver a Vitoria se mantenía entre el hospital y el cuartel general, no habría peligro de encontrarla.
Y, sin embargo, aunque no podía explicarle nada de sí mismo, había una cosa que se resistía a dejarle creer: que Aimée era alguna mujer a la que había amado y perdido.
Y con la excusa de deshacer aquel error —porque sí, tal vez fuera solo una excusa para verla por última vez—, la había seguido al verla salir de la casa casi a hurtadillas. No había podido mantenerse cerca de ella, ya que cada poco debía pararse para recuperar el aliento, pero el sonido de sus pasos lejanos lo había guiado hasta unas hayas que parecían poner fin al camino. Allí había dudado, pero un ligero rastro de hierba pisada le ayudó a encontrar el sendero que descendía en pendiente. Y al llegar al final del mismo, el tenue sonido de un chapoteo le hizo comprender que había llegado a su destino.
Pero nada le había preparado para aquella visión tan turbadora y sensual.
Y ahora ni siquiera se atrevía a moverse. Aquel momento, aquella escena era tan íntima que un súbito acceso de pudor lo invadió. Se sentía un intruso, un bárbaro que sin tener ningún derecho había pisoteado su intimidad. Debería darse la vuelta e irse por donde había venido antes de que ella supiera que la había seguido.
Debería. Pero no era capaz.
Era como si la visión de aquel cuerpo de suaves curvas, plenamente visibles bajo la camisola transparente, lo hubiera hechizado. Como si el embrujo de aquella piel blanca que resplandecía bajo los destellos iridiscentes de multitud de pequeñas gotitas de agua lo hubiera dejado sin voluntad. Inés mantenía los brazos alzados, deslizando el agua de la cascada sobre su cabello, y su cuerpo arqueado parecía ofrecerse, insolente y exquisito, hacia él.
Tragó saliva, intentando controlar su deseo. Si ella hubiera deseado martirizarlo, no podría haber escogido mejor manera.
Entonces ella bajó los brazos con lentitud, y con la misma calma se levantó y se alejó de la cascada hacia la piedra donde descansaban sus prendas. Adrien la vio salir, inclinarse un instante y avanzar hacia la izquierda de la poza, pero aunque se movió con velocidad hacia su derecha para verla, ya había desaparecido de su campo de visión.
Casi conmocionado, intentó decidir qué debía hacer ahora. Escuchó un ligero chapoteo, pero no podía verla desde donde se hallaba. Durante unos instantes permaneció indeciso, dudando si seguirla o no, cuando de repente el aire a su alrededor cambió ligeramente; notó un leve cosquilleo que ascendía por su espalda, una tenue sensación en su nuca… Algo breve y casi inapreciable, pero él era un hombre adiestrado y curtido, y antes de que su cerebro fuera consciente del movimiento a su espalda, su instinto ya le había hecho arrojarse al suelo, rodar sobre sí mismo y lanzarse sobre la figura que tras él blandía una navaja.
Y cuando encontró los indignados ojos como el cielo de la mujer que yacía bajo su peso, supo que el agudo dolor que en aquellos momentos sentía en su costado no iba a ser nada comparado con el tormento de saber que jamás podría tenerla.