—Tienes un aspecto horrible —dijo Elvira sin ninguna compasión cuando terminaron de tumbar a Pascual sobre la cama.
Mientras procuraba que la sábana quedara ajustada al colchón, Inés se permitió una sonrisa. Después del mal rato que acababan de pasar al encontrar al hombre en el suelo, caído junto a la silla desde donde decía aguardar la parca, comprendió que aquella era la manera en que la anciana intentaba espantar
su miedo.
—Tú tampoco estás mucho mejor —bromeó con afecto tras incorporarse. Luego la tomó del brazo para que se sentara en la silla cercana a la cama y se volvió para asegurarse de que el hombre estaba cómodo.
—Pero yo soy vieja —gruñó Elvira a sus espaldas.
Inés dejó escapar una suave risa. El alivio que la recorría era demasiado grande para molestarse por nada. Había acudido corriendo desde la habitación de Labat al escuchar los lamentos de la mujer, y la vista del cuerpo inerte del hombre le hizo temer lo peor. Pero cuando se arrodilló junto a él vio que respiraba, y al incorporarlo entre ambas Pascual había vuelto de su desmayo. Sin embargo, su mareo debía de ser grande, puesto que no había protestado cuando lo acostaron. Ahora las miraba con el ceño fruncido, pero Elvira no había aceptado ninguna protesta.
—No te moverás de la cama —le había dicho con decisión y los brazos en jarras.
—No viviré para siempre. —Era lo único que él había rezongado cuando le ayudaron a llegar al jergón, antes de que la mirada enfurecida de la mujer lo silenciara.
Pero Inés ya no sonreía cuando entró en su habitación; aunque no lo dijeran, era consciente de que el estado de Pascual se deterioraba por momentos, y dudó si era justo pretender que Clara no pudiera despedirse del hombre. Cierto que su relación no había sido tan estrecha como la que Inés había mantenido con él; pues aunque fue su tío quien le enseñó a cazar, a pescar y a llevar las cuentas de la propiedad, era con Pascual con quien había dedicado jornadas enteras a recorrer sus terrenos a lomos de su yegua. Pero no podía negar que Clara también quería al matrimonio que guardaba la finca. Tal vez, en su afán por protegerla, estuviera siendo injusta…
Mojó la toalla para lavarse el cuerpo, suspirando por poder hacerlo en la poza del río, en vez de tener que hacerlo de aquella manera tan poco satisfactoria. Hacía mucho tiempo que no acudía al lugar; o tal vez en realidad no fuera tanto, pero parecía que hacía una vida desde la última vez que se había zambullido allí. Aquel día había amanecido tan cálido y radiante que todo su cuerpo se impacientaba al imaginar la apacible superficie cristalina. Pero por mucho que le tentara hacerlo, no podía; no porque temiera acercarse allí a solas, ya que estaba a apenas unos metros de su casa, dentro de sus propias tierras, sino porque hasta que Adrien Labat no se recuperara no pensaba alejarse tanto de la casa.
Tras colocarse la blusa, un jubón negro sin mangas y una falda turquesa del mismo tono que sus ojos, colocó sobre sus cabellos un pañuelo también azul y se dirigió a la cocina, donde devoró la rebanada de pan con nata fresca que Elvira había dejado preparada. Luego preparó la decocción de hierbas y volvió a la habitación que ocupaba Adrien Labat con ánimo confortado.
Se dirigió hacia la mesita que habían acercado a la cama, donde depositó el cuenco con el líquido y la cuchara. Luego se acercó a la ventana y la abrió de par en par, aspirando con fruición el tibio aire mientras se apoyaba en el alféizar. Desde allí podía divisar la parte más alta de sus tierras, donde un grupo de arrendatarios se afanaba en agrupar las mieses de trigo en grandes manojos, con las espigas hacia arriba para que se secaran bien. Aquel año el tiempo había sido lluvioso y la siega había comenzado muy tarde, así que ahora debían darse prisa en acabarla, ya que tenían que comenzar cuanto antes a plantar los nabos que constituirían el alimento de los animales.
Con una sonrisa satisfecha volvió hacia el interior de la habitación. Tomó el cuenco con el líquido, que ya se hallaba tibio, y se sentó en la silla junto a la cama, dispuesta a hacer que el francés lo tomara. Pero la sorpresa de encontrar sus ojos clavados en ella le hizo derramar parte del mismo sobre su delantal.
—Agua —solicitó él con voz ronca y débil.
Sin prestar atención al líquido que había caído, Inés se inclinó hacia él para llevar el cuenco a sus labios.
—Lo siento, solo tengo esta tisana. Tendrá que conformarse con esto.
Sin esperar su respuesta, colocó la mano derecha bajo la cabeza del francés para ayudarle a beber. Para su alivio, él no protestó ante el sabor ligeramente amargo ni ante el hecho evidente de que no fuera agua. Bebió con avidez, y cuando terminó recostó de nuevo la cabeza sobre la almohada. Aún tenía fiebre, comprendió Inés al percibir el ardiente calor que emanaba de él, pero que hubiera despertado era una buena señal.
—¿Desea dormir? —le preguntó al ver su gesto de cansancio, mientras depositaba el cuenco vacío sobre la mesilla.
Él negó con la cabeza.
—De todas formas saldré un momento. Si puedo confiar en que no intentará levantarse iré a ver a Elvira.
Pero la voz áspera de Adrien la detuvo.
—No se vaya.
Su tono había sonado quebrado, pero tuvo el efecto de frenar el movimiento que Inés había comenzado a realizar.
—¿Cuántos días llevo aquí? —pronunció él con dificultad.
—Hoy es el tercero desde que fue herido.
La fugaz muestra de alivio que cruzó su expresión no evitó que la siguiera mirando ceñudo.
—Ha estado inconsciente —añadió ella, como si creyera que con su gesto adusto él exigía alguna explicación a su estancia.
—Creí que habría transcurrido más tiempo. Y… —vaciló— ¿he estado inconsciente todo el tiempo?
Inés bajó los párpados y apretó las manos que mantenía cruzadas sobre su regazo.
—Sí —afirmó sin mirarlo, decidiendo que sus delirios no podrían tomarse por consciencia en ningún caso—. Todo el rato.
Poco a poco elevó los ojos hacia su rostro. Adrien la contemplaba de manera tan extraña que por un momento Inés creyó que se iba a abalanzar sobre ella. Pero no se movió ni apartó la vista, y fue él quien al fin parpadeó; frunció más el ceño, apretó aún más la mandíbula, y finalmente bajó la sábana que le tapaba hasta que la herida quedó al descubierto. Permaneció mirándola un largo instante, y un súbito ataque de pudor hizo que Inés desviara la vista hacia la ventana; se daba cuenta de la enorme diferencia que era contemplar su cuerpo medio desnudo cuando él yacía inconsciente a hacerlo ahora, cuando aquellos ojos grises parecían ser capaces de leer en su alma.
—Confieso que el remiendo es menos malo de lo que me temí al verla temblar como una hoja —manifestó agriamente, dejándose caer de nuevo sobre la almohada.
—Hice lo que pude —replicó ella en tono desafiante, poniéndose en pie con altivez y tragándose la decepción ante el evidente mal humor del hombre.
No esperaba que se sintiera feliz yaciendo herido en una cama, pero tampoco esperaba ser objeto de su enojo. Puede que él le hubiera salvado la vida, pero ella había procurado devolverle el favor. Consideraba que estaban en paz.
Adrien vio su gesto desafiante, y un ramalazo de una extraña emoción lo recorrió. Con los dientes apretados, la observó mientras tomaba el cuenco vacío. Intentó decidir qué sentía en su presencia: ¿enojo, irritación, coraje…?
Pero entonces ella se volvió para encaminarse hacia la puerta, y la razón de Adrien pareció burlarse de él llenando todo su presente con el recuerdo de Inés en aquel camino; ella revolviéndose contra el soldado que trataba de alcanzarla, el brillo metálico en su mano alzada, la decisión de su rostro al hundir la daga en el pecho, la manera en que había saltado hacia delante para ir hacia él… Y la cálida expresión de alivio y agradecimiento que había iluminado su rostro al verlo, y que le había robado el aliento con más eficacia de lo que cualquier herida física habría logrado jamás. Entonces había doblado las rodillas y caído a tierra, sin prestar atención a la herida que sangraba en su costado, plenamente consciente de que se hallaba maldito; de que ella había maldecido su alma desde la primera vez que la había tenido entre sus brazos, caída sobre él, con aquellos increíbles ojos turquesa contemplándolo con asombro, y aquella irresistible fragancia a violetas que tanto evocaba su niñez.
Aquella comprensión era una excelente razón para mantenerla tan lejos de sí como fuera posible. Pero cuando ella colocó la mano en el pomo de la puerta, su lógica se quebró y un súbito impulso le hizo llamarla de nuevo.
—No se vaya.
A punto de salir, molesta por la frialdad con que él la había tratado, y disgustada consigo misma por la atracción que sentía, Inés vaciló. Era la segunda vez que decía aquellas palabras, y no quería que creyera que podía darle órdenes.
—¿Qué quiere ahora?
—No puedo expresar lo que quiero si está ahí de pie. Siéntese. —Y al ver que ella permanecía rígida junto a la puerta, añadió—: Por favor.
La mirada de Inés se posó en el pomo, dubitativa. Su «por favor» había sonado lleno de arrogancia, y aunque era evidente que aquel hombre estaba acostumbrado a dar órdenes, ella no lo estaba a recibirlas. Solo los remordimientos de que estuviera postrado en la cama por su causa le hicieron volver junto a él y sentarse con la espalda muy recta.
—Me quedaré un minuto —murmuró mirando sus manos, extendidas sobre su regazo.
—Se lo agradezco. Verá, creo que debo darle las gracias por haberme salvado la vida.
Inés alzó las cejas con ironía. Parecía como si le hubieran arrancado el agradecimiento con un sacamuelas. No es que esperara —ni deseara— su agradecimiento, pero si había decidido hacerlo, al menos podía haberse esmerado un poco más.
Sin embargo, y a pesar de su intento de sarcasmo, en aquella arrogante manera de demostrar gratitud Inés comprendió por instinto que Labat no estaba acostumbrado a sentirse en deuda con nadie, y que considerarse así lo llenaba de disgusto. El pensamiento de que no era la única que se sentía incómoda generó en ella un cierto alivio, y le permitió mostrarse algo más generosa. Con solo un atisbo de ironía, contestó:
—En realidad usted me la salvó a mí primero. Creo que estamos en paz.
Pero al elevar la mirada hacia él, el ansia que aquellos ojos grises —que hasta entonces solo habían mostrado enojo— irradiaban, la sumió en la confusión. Y cuando él captó su desconcierto, cerró los ojos con rabia y se mantuvo así un largo rato, esperando que ella se levantara y se fuera.
Preguntándose aún qué habría sido aquella extraña emoción que había vislumbrado en él hacía unos segundos, Inés lo miró dubitativa. De ser otro hombre, habría dicho que podía tratarse de afinidad, tal vez interés, incluso atracción. Pero siendo Adrien Labat, el mismo hombre que la había desdeñado en el hospital, no había manera de imaginar de qué se trataba. Incluso había cerrado los ojos como si ni siquiera soportara mirarla.
En fin, allá él, se dijo ignorando una punzada de dolor mientras se levantaba para dirigirse hacia la puerta. Ella se iba a limitar a cumplir con su deber, que era cuidarlo hasta que sanara, pagando así la deuda contraída. Antes de salir, apoyó una mano en el marco y se volvió.
—Elvira ya habrá terminado de preparar el almuerzo. Le subiré un tazón de caldo y si cree que puede tomar algo más sólido, un poco de carne cocida.
No esperó respuesta, y el golpeteo seco y breve de la madera al cerrarse hizo que Adrien comprendiera que estaba solo. Pero a pesar de ello, aún permaneció un largo rato con los ojos cerrados, luchando denodadamente contra sí mismo para aplastar el inadmisible e imposible deseo que había estado a punto de arrasar su mundo y sus convicciones al mirarla.
Para arrancar de raíz la inaceptable y descabellada idea de que, de alguna manera, alguna vez, en algún momento, habría un lugar y un tiempo en el mundo para ellos, un lugar y un tiempo en el que ella llegaría a necesitarle y en el que él podría protegerla y amarla.
«Gracias a Dios», había murmurado Martín cuando, al llegar a la casa una hora después de que Inés bajara de la habitación, se había enterado de que el médico estaba por fin despierto.
Inés había continuado remendando la camisa que tenía en las manos, y ni siquiera le había acompañado a la habitación, diciéndole que se considerara en su casa. Al fin y al cabo, ya entraba por la puerta del patio como si la casa fuera suya. Solo se había vuelto hacia él un instante, antes de que abandonara la cocina camino de la escalera, para solicitarle que pusiera al francés al corriente de lo que había sucedido en los días transcurridos desde el ataque. Pero aunque él le había sonreído, la desconfianza que se había instalado en la mente de Inés le impidió devolverle la sonrisa.
Elvira, que estaba desgranando unas mazorcas de maíz junto a ella, la había vuelto a contemplar con el aspecto pensativo que hacía que Inés no consiguiera sostenerle la mirada. Cuando había bajado de la habitación de Adrien, procurando disimular su desazón, la anciana la había examinado sin disimulo, y tras ver en ella Dios sabía qué, le había quitado la bandeja de las manos para subir ella misma la comida al francés, diciéndole sin miramientos que ya se le pasaría. A Inés le habría encantado reírse y contestar que no sabía a qué se refería, pero el nudo de su garganta le impidió hacerlo. Así que había tomado la camisa de Labat en un intento de hacer algo, porque permanecer pensando en la indiferencia de Labat o en su propia decepción resultaba inadmisible.
Con cierto enfado, se obligó a desechar aquellas ideas y volvió a concentrarse en intentar reparar el desgarro que la camisa del hombre había sufrido.
Lo que, por otra parte, iba a ser difícil de conseguir…
Después de mucho frotar había logrado que no quedara ni rastro de sangre en la tela, pero era una costurera solo aceptable, y reparar aquella rasgadura requeriría verdadero virtuosismo con la aguja. Era probable que Clara, en cambio, supiera cómo hacerlo; pero Inés había dedicado siempre más empeño a las responsabilidades de la finca que a habilidades femeninas.
Suspiró mientras deslizaba la aguja con cuidado, y se detuvo de nuevo. Lo que no podía negarse era que la posición social de Adrien Labat había de ser realmente acomodada, a juzgar por la excelente calidad y estado de la batista de aquella camisa. No sabía nada de él, de su vida o su familia, pero era evidente que su procedencia era desahogada. Recordó que Cecilia le había dicho que había estudiado en Prusia, y aquello reafirmó su impresión. Resultaba extraño que con esos antecedentes hubiera venido a vivir a la región hacía unos años, como le había contado la hospitalera. Los médicos franceses de familias acomodadas, licenciados en las mejores universidades europeas y con caras camisas de batista entre sus pertenencias, abrían distinguidas consultas en las mejores calles de París o Bruselas, y no en Tolosa o Mondragón o donde quiera que hubiera residido hasta que lo enviaron a Vitoria. Era extraño, pero todo lo era en relación con aquel hombre.
Entonces, la súbita convicción de que la tal Aimée tenía mucho que ver con todo aquello la llenó de disgusto. No podía negar que sentía una curiosidad enorme por saber qué había sucedido, por qué él pedía perdón con tal vehemencia, por qué parecía que su corazón se desgarraba al llamarla. Pero era algo más que eso, reconoció con descarnada sinceridad; la emoción que le llevaba ahora a apretar la tela con furia recordando el nombre de la mujer era más que curiosidad. Tal vez solo fuera orgullo herido, pero desde luego era más que curiosidad. Y ojalá, se dijo dando la última puntada con una mezcla de rabia y autocompasión, ojalá fuera solo orgullo herido.
En el mismo momento en que dio por finalizada su poco satisfactoria intervención en la camisa de Labat, el inconfundible —y últimamente demasiado frecuente— ruido de cascos en el camino del pueblo hizo que se levantara de golpe, con la vista fija en la puerta del recibidor.
Soldados.
Y solo se le ocurría una razón por la que una partida de soldados pudiera querer acercarse por allí: que no hubieran creído su explicación sobre el ataque.
Miró de soslayo a Elvira y supo que la anciana estaba pensando lo mismo que ella. Pero se obligó a mantener la calma, y tras dejar la camisa sobre la mesa, dijo con tranquilidad:
—Por favor, Elvira, abre la puerta cuando llamen. Iré un momento arriba para asegurarme de que Martín ha explicado a Labat todo lo que debe saber y bajaré enseguida.
Sin esperar su respuesta, se dirigió escaleras arriba, y cuando llamó a la puerta de la habitación tampoco esperó una respuesta para abrir.
—Tenemos visita —anunció, dirigiéndose a la ventana, desde donde podría ver el camino.
Martín abrió la boca, sorprendido.
—No deberías entrar así, Inés. No es correcto.
—Estoy en mi casa —contestó ella con gelidez, aún molesta por la conversación de la víspera.
El sonido se acercaba, pero el recodo que describía el camino en el último repecho mantenía aquel grupo aún oculto.
—¿Le has contado todo? —preguntó, girando la cabeza hacia los hombres, con los brazos aún apoyados en el marco.
Pero aunque su pregunta fue dirigida a Martín, fue la voz del médico la que respondió con calidez.
—No tema, Inés. Todo saldrá bien.
El sonido era ya tan cercano que Inés supo que el grupo estaba a la vista, pero no se volvió. Su mirada quedó fija en las diminutas motas de polvo que bailaban en el rayo de sol que alcanzaba la cama, mientras su corazón alcanzaba una velocidad desenfrenada, intentando comprender por qué una arrebatadora corriente de calor se extendía desde las puntas de sus dedos a la raíz del cabello, hasta que se percató de que él estaba sonriendo.
Le estaba sonriendo a ella.
Sus rodillas estuvieron a punto de dejarla caer, pero se recompuso y se giró hacia la ventana.
Santa madre de Dios…
Apoyó el peso de su cuerpo en las manos que reposaban sobre el alféizar e inspiró hondo hasta que recuperó la compostura y pudo pensar con claridad. Una ráfaga de dolor la atravesó al darse cuenta de lo que aquella sonrisa, tan infrecuente como deslumbrante, acababa de revelarle de golpe.
Santa madre de Dios, se estaba enamorando de él…
Apoyó la sien en el marco —aunque darse cabezadas contra él habría sido más oportuno— justo cuando el grupo de jinetes dobló el recodo del camino y apareció ante su vista.
Y entonces aquella visión, inesperada e increíble, casi consiguió hacerle olvidar lo necia que se sentía.
Con una exclamación de indignación, giró sobre sus talones y se precipitó hacia el interior de la casa, desapareciendo como una exhalación por la puerta abierta y haciendo que los dos hombres se miraran al unísono cuando su grito rabioso llegó hasta ellos:
—¡Maldita sea, esto ya es demasiado!