12

Sorteando al mendigo que pedía limosna ante la puerta, Clara y su tía Teresa entraron en el hospital. Preguntaron por el doctor Aguirre, y el celador que las atendió indicó que habrían de esperarle ya que estaba ocupado.

—Pero no pretenderá que esperemos aquí, de pie en el vestíbulo —protestó Teresa con asombro.

La sutil inflexión altiva en su voz tuvo un efecto instantáneo

en el ánimo del celador, que disculpándose, las condujo al despacho de don Juan José Sáseta, el hospitalero, que las recibió con amabilidad.

—Buenos días, señora Mendoza, ¿en qué puedo ayudarla?

—Buenos días, señor Sáseta. En realidad buscábamos al doctor Aguirre. Quería hablarle de la situación del doctor Labat.

—¿Su situación?

—Sí. El hecho de que lo hirieran cerca de la casa de mis sobrinas en Albizu y que Inés haya tenido que alojarlo allí es un hecho ciertamente desventurado, pero debemos encontrar una solución.

—Ciertamente —corroboró el hombre con los ojos muy abiertos—. Disculpe, pero ¿ha dicho que el doctor está herido?

—¿No les han informado de ello?

—No a mí, al menos. No tenía ni idea.

—¿No? Entonces el hecho de que ni él ni mi sobrina hayan acudido esta mañana al hospital le habrá resultado sorprendente.

—Bueno… —dudó mirando alternativamente a ambas— el doctor Labat es requerido muchas veces en diferentes sitios, y no siempre sabemos cuándo va a venir. En cuanto a su sobrina, en realidad no la esperábamos en absoluto…

—¿No? Pero ella…

Una voz desde la puerta interrumpió su conversación.

—¿Me buscaban?

—Buenos días, doctor Aguirre —saludó el hombre mientras se levantaba—. No sé si ya conoce a Teresa Mendoza y su sobrina Clara.

—Sí, por supuesto. ¿Cómo están ustedes, señoras?

—Muy bien, doctor, gracias.

—Me estaban comentando que al parecer han herido al doctor Labat. En… ¿Albizu, dijo? —El hospitalero miró a Teresa en busca de confirmación.

—Cerca de Albizu —corrigió ella—. Al parecer mi sobrina lo encontró y lo condujo a su casa. Ahora está cuidándolo, pero comprenderá que no es algo que podamos mantener. Esperaba que usted, doctor Aguirre, pudiera hacerse cargo de la situación, porque mi sobrina no debe permanecer realizando tal labor.

—¿Qué quiere decir con «hacerse cargo»?

—Pues que usted debe ordenar que lo trasladen, o que alguien acuda allí para cuidarlo, de forma que ella pueda volver.

Una sonrisa condescendiente acompañó la respuesta del hombre.

—Verá, señora, en el hospital estamos desbordados y si además él va a faltar, lo estaremos aún más. De que lo trasladen se pueden ocupar algunos soldados; supongo que eso no será mayor problema. Pero si el traslado no es posible, me temo que no estoy en disposición de prescindir de nadie para que sustituya a su sobrina.

—¿Que no…? —Teresa lo contempló pasmada—. ¿Cómo que no va a poder prescindir de nadie?

—Señora, ¿es que no ha visto la situación del hospital?

—Veo con mucha más claridad la situación de mi sobrina —replicó ella, desabrida.

Un ruido en el pasillo los interrumpió, y todos se giraron hacia la puerta a tiempo de ver la aparición en el pequeño despacho del coronel Mouret.

—Buenos días a todos. Me han dicho que se encontraba con una visita, Aguirre, pero no imaginaba que la visita fuera tan grata. Hacía mucho tiempo que no las veía, madame Mendoza. ¿Hoy no les ha podido acompañar mademoiselle Inés?

—De eso hablábamos, coronel —contestó Teresa con alivio—. Creo que usted es el hombre que necesitábamos.

—Será un placer ser de ayuda, madame. Solo dígame qué he de hacer.

—Se trata del doctor Labat. Como sabrá, ayer resultó herido por bandoleros y conducido a Albizu, a la casa de mis sobrinas.

Ni un solo músculo se alteró en el rostro del coronel, pero Clara, que lo observaba sin apenas interés, fue de repente consciente del extraño brillo que encendió los ojos de aquel hombre.

—Acabo de volver de Burgos. Debe ser por eso que aún nadie me lo ha dicho. Y… ¿es una herida grave, madame?

—No lo sé, coronel. Solo sé que Inés lo está atendiendo, y no me parece que sea la forma correcta de hacer las cosas. Alguien debería comprobar si puede ser trasladado y encargarse de hacerlo, pero el doctor nos ha dicho que no puede prescindir de nadie.

—¿Eso ha dicho, doctor Aguirre? —Su mirada buscó la del hombre con frialdad—. Pero no podemos permitir que este asunto retenga a mademoiselle Inés lejos de su familia.

—Coronel —replicó el aludido con fastidio—, el hospital está desbordado, y yo no puedo prescindir de ningún médico ni cirujano ni enfermero.

—¿No? En tal caso, me temo que será el hospital quien tendrá que prescindir de usted. Pero no se preocupe, yo mismo en persona le conduciré allí. De inmediato, además.

El doctor enrojeció de furia, pero antes de que pudiera replicar, Teresa intervino, sorprendida.

—¡Oh, coronel! No es necesario que se moleste usted. Seguramente habrá algún otro oficial…

—Pero no es molestia, madame. Me quedaré más tranquilo comprobando que mademoiselle Inés está bien.

La sutil tensión de su tono hizo que Clara levantara la vista hacia su rostro, pero el coronel equivocó su inquietud.

—No se preocupe por su hermana, mademoiselle Clara. Yo me ocuparé de que vuelva sana y salva.

—Gracias, coronel. —Clara inclinó la cabeza, temiendo que su rubor la delatara.

—¿Y cómo es que su hermana estaba en Albizu, mademoiselle Clara? ¿Negocios, tal vez?

El malestar de Clara se acentuó.

—Estaba preocupada por la salud del guardés de la finca —contestó con cautela—. Pascual es un hombre mayor y su esposa Elvira escribió a mi hermana mostrando su inquietud por su estado de salud. Ella pidió al doctor Labat que fuera a visitarlo.

—¡Qué desafortunada coincidencia, entonces, hacerlo cuando los bandoleros deciden atacar también en esa zona!

—Últimamente solo escuchamos noticias de correos atacados y soldados heridos. O degollados —refunfuñó el doctor sin percibir la torva mirada que el coronel clavó en él.

—No necesita preocuparse por eso, Aguirre —contestó con dureza—. El gobernador me ha comisionado para luchar contra esas partidas, y recibiré refuerzos desde Bayona. Las cosas van a cambiar, y pronto.

A su pesar, Clara no pudo evitar un escalofrío. El pensamiento de que la ayuda que ellas pretendían prestar a su hermana pudiera acabar por no ser tal había cruzado su mente un instante. Pero se dijo que su inquietud era absurda; su hermana debería estar en la ciudad, junto a ellas, donde no pudiera meterse en líos. El coronel Mouret la admiraba, y se encargaría de protegerla. No podía suceder nada malo, ¿verdad?

Al mediodía, la inquietud de Inés se hizo aún mayor. Como había temido, el cuerpo del francés había comenzado a arder en fiebre. La complicación, no por esperada, dejaba de ser peligrosa. Elvira le había dicho que había dormitado todo el tiempo, y así seguía ahora. De vez en cuando abría los ojos, pero estaba segura de que ni siquiera comprendía dónde estaba.

Vertió un poco de vino en el agua de la palangana y la acercó a la cama. Él le había dicho que mantuviera la herida limpia y que no lo dejara morir de calor. Por fortuna y aunque el día era soleado, el viento del norte refrescaba el ambiente. Y aunque Elvira había insistido en cerrar la ventana, ella se había mantenido firme en dejarla entornada, solo evitando que la corriente de aire incidiera directamente sobre él.

Con manos algo temblorosas, tomó la sábana y la bajó hasta las caderas, dejando la herida al descubierto. No quiso fijarse en nada más, en nada de lo que la sábana descubrió; solo en la piel desgarrada que ella había unido mientras rezaba por saber hacer lo correcto. Tomó la tela, la escurrió y comenzó a limpiar alrededor de la herida con sumo cuidado. No tenía un aspecto tan espantoso como esperaba. El contacto de la piel ardiente con el tibio líquido hizo que él se agitara y murmurara algo ininteligible, pero no abrió los ojos.

Inés posó la mano en su frente y la retiró con rapidez. Ardía. Ardía como si el fuego del infierno se hubiera apoderado de su cuerpo, y ella se estremeció de impotencia. Apenas sabía lo que debía hacerse en casos así. Solo recordaba que él le había pedido que intentara bajar la fiebre, pero sus conocimientos sobre el tema eran escasos, más allá de las tisanas y cataplasmas que había aprendido a preparar observando a Elvira. Hacía un rato la anciana le había traído un vaso con una decocción de hojas de malva, verbena y saúco recogidas en la mañana de San Juan, que ella había vertido con sumo cuidado en sus labios entreabiertos, a pesar de temer que aquello le parecería tan atrasado como el resto de la medicina que, según él, se ejercitaba en el país.

Volvió a humedecer y escurrir la tela, y de manera automática la pasó por la frente y las mejillas de Adrien. Su mano se detuvo en el aire al llegar a su mandíbula, apenas sombreada por un atisbo de barba. Casi contuvo la respiración, al darse cuenta de la extraña intimidad que suponían aquellos momentos vetados donde se hallaban solos, donde ella podía aprender cómo crecía su barba al amanecer o cómo centelleaba la piel que la tela acariciaba.

Se quedó quieta unos instantes, absorta en el brillo de su rostro mojado. Luego, con la misma ensimismada concentración, apoyó la tela sobre su pecho y la deslizó con tanta suavidad que dudó si realmente lo había tocado. Solo el húmedo rastro que siguió su paso, brillante a la luz del día, delató aquella caricia. Volvió a humedecer y escurrir el paño, y lo apoyó en su cuello, para deslizarlo con lentitud por su clavícula, hacia los hombros que se recortaban, rotundos y macizos, contra la blanca tela del fondo, y luego siguió el contorno de los bien dibujados músculos de los brazos y los antebrazos, hasta los fuertes dedos que reposaban desmayados sobre las sábanas. Sintiendo un turbador cosquilleo en el alma, rozó la piel tersa del amplio pecho, que subía y bajaba sin calma, y que se iba estrechando levemente al descender hacia las caderas.

Introdujo la tela de nuevo en la palangana, pero esta vez la dejó allí. Fue su mano desnuda la que se posó, ligera y fascinada, sobre el vientre duro, compacto. Su dedo resiguió el dibujo de los músculos y se detuvo en la pequeña cicatriz blanquecina que había observado al pasar el paño mojado. Luego su dedo acarició otra de las cicatrices que descubrió sobre su pecho. Poco a poco fue revelando todas ellas, recorriéndolas con el dedo con suavidad, preguntándose con verdadera curiosidad por qué tantas cicatrices marcaban, pero no anulaban, la perfección de aquel cuerpo hermoso y viril.

El tacto de su mano pareció agitarlo. Lo miró con impotencia mientras él se removía entre las sábanas. Las garras de la fiebre lo habían atrapado de nuevo, y ella ni siquiera estaba segura de saber qué hacer.

Entonces el crujido del suelo fuera de la habitación la sobresaltó. Ruborizada, se levantó de un salto, y cuando la puerta se abrió para dejar paso a Elvira, ella ya se hallaba depositando la palangana junto al tocador.

—Inés —llamó la anciana cerca del umbral, entrando apenas un par de pasos en la habitación—, Martín Aramburu ha venido a ver qué tal sigue el doctor.

—Dile que suba —contestó sin levantar la vista de sus manos, que aún agarraban la porcelana, temiendo no ser capaz de ocultar su turbación si la mujer le hacía alguna pregunta.

Pero Elvira no hizo ninguna, y al cabo de un rato volvió acompañando a Martín.

—Gracias por venir, Martín —le recibió Inés.

—Llego ahora desde la ciudad. ¿Qué tal todo?

Inés suspiró; a pesar de haber pasado la noche a la cabecera del herido, no había vuelto a pensar que tendría que dar explicaciones sobre lo acontecido la víspera. Pero ver a Martín le hizo recordar vivamente lo sucedido.

—No lo sé. Tiene mucha fiebre. —Disgustada, se dio cuenta de que su voz había temblado. Decidió cambiar de tema—. ¿Tuviste algún problema con los franceses?

El joven negó con la cabeza.

—No me hicieron apenas preguntas. Enviarán hoy una patrulla para hacerse cargo de los muertos. A tus tíos, en cambio, les costó tranquilizarse. Me pasé gran parte de la cena intentando evadir sus preguntas.

—¿Te invitaron a cenar? —se extrañó ella.

—Sí, aunque yo hubiera preferido evitar a tu tío Tomás, pero no supe cómo rechazar la invitación de tu hermana. Luego dormí en una posada, y vengo directamente. Ni siquiera he pasado por mi casa.

El joven se acercó a la cabecera del enfermo, e Inés siguió su movimiento con ligera desconfianza. No había previsto aquello la víspera, cuando le pidió que avisara a sus tíos. Siempre había contemplado con fraternal indulgencia la infantil admiración de Clara por aquel joven. Pero su hermana ya no era una niña.

Contempló con los ojos entrecerrados la figura inclinada sobre el enfermo; un sexto sentido le avisaba que la oportuna aparición de Martín la víspera podía no ser lo casual que aparentaba. Y no le agradaba que Clara pudiera volver a mirar a Martín con ojos admirados, mientras no supiera a ciencia cierta qué había detrás de la familiaridad con que había interpelado al francés.

El joven se volvió ligeramente, y la manera en que ella lo contemplaba le hizo fruncir el ceño, pero solo dijo:

—Parece que la herida curará.

Su voz contenía una nota de incertidumbre. Sin saber si aquella inquietud se debía a preocupación por el estado del francés o a que su mirada permaneciera clavada en él con desconfianza, Inés bajó la cabeza y se acercó a la cama.

—De momento me preocupa más la fiebre. Él dijo que en este país se mata a los enfermos de calor.

—Sí —corroboró Martín con aire ausente. Al cabo de un rato en que ninguno de los dos se movió, preguntó con vacilación—: ¿Ha… ha dicho algo?

Inés lo miró especulativamente. Martín no sostenía su mirada y ella sospechó que le ocultaba algo.

—No.

Pero el joven se limitó a encogerse de hombros y continuó contemplando al médico en silencio. Inés iba a hablar cuando, de repente, un rumor de cascos quebró el sosiego de la habitación. De reojo, vio el gesto tenso de Martín mientras se asomaba a la ventana.

—Debe de ser de la patrulla —explicó el joven innecesariamente, puesto que ella lo había comprendido a la perfección.

Por instinto, Inés colocó su mano en la frente del médico. Seguía ardiendo, y se sintió tonta al hacer aquello, puesto que sabía que aún deberían pasar muchas horas antes de que la fiebre remitiera, si iba a hacerlo. Pero que él ni siquiera se moviera al contacto con su mano la intranquilizó más de lo que había esperado.

—Será mejor que bajemos —propuso restregándose las manos en el delantal. Y sin esperar respuesta, salió de la habitación y descendió las escaleras.

Aguardó ante la puerta de la casa, procurando mantenerse serena. No apartó la vista del camino ni siquiera cuando Martín y Elvira se colocaron tras ella, y en un par de minutos un grupo de jinetes con casaca azul apareció ante sus ojos. El corazón de Inés dio un vuelco al reconocer el rostro de quien los comandaba.

Aunque debía haberlo imaginado…

Decidida a ocultar su inquietud, Inés se adelantó cuando el grupo llegó ante la casa.

—Coronel Mouret, no esperaba verlo aquí.

—Oh, pero no podía estar tranquilo hasta comprobar que estaba en perfecto estado, mademoiselle Inés. —Tras descender de su montura, se inclinó hacia su mano con galantería—. Afortunadamente, veo que así es. Tiene el mismo aspecto magnífico de siempre.

Inés retiró la mano con aplomo.

—Es usted muy amable. En realidad no podía ser de otra forma, ya que nunca estuve en peligro.

—Pero uno nunca sabe qué creer de las historias que no conoce de primera mano. Según me dijo el capitán Foirest, un tal Martín de… ¿Areburu, tal vez?… Sí, eso creo recordar, dijo que una partida de brigantes había atacado al doctor.

Inés sostuvo su mirada escrutadora con firmeza.

—Es Aramburu, y no fue exactamente así. Permítame que les presente. —Tras señalar hacia Martín e introducir a ambos hombres, hizo volver la atención del coronel a lo sucedido—. Los cadáveres de los soldados atacados están en el patio. La zona es sombría, pero imagino que será mejor que… que cuanto antes…

Se detuvo, porque a pesar de que su tío la hubiera criado sin permitirle remilgos ni aprensiones, la idea de que aquellos cuerpos comenzaran a descomponerse en su patio era realmente perturbadora.

El coronel la observaba con fijeza, pero ante su vacilación sonrió comprensivo.

—Por supuesto, mademoiselle. —Le ofreció el brazo mientras se volvía hacia los hombres a su espalda—. Capitán, que alguien le indique dónde están y ocúpese de recuperar las pertenencias de esos pobres diablos. Y busque un lugar donde enterrarlos.

Sorprendida, Inés lo miró alzando las cejas. Él aclaró:

—No tiene sentido llevarlos hasta la ciudad con este calor, para enterrarlos en una fosa en aquel descampado del camino de Arriaga que llaman cementerio.

—Supongo que tan poco sentido como haberlos bajado del camino, entonces —contestó con desagrado; lo último que deseaba era que aquellos hombres fueran enterrados cerca de su hogar.

—Sí, en efecto —convino él, mirando su perfil mientras los soldados se dirigían hacia el patio con Martín—. Pero comprendo que su bondadoso corazón no haya soportado la idea de dejarlos abandonados allí. Y aunque ahora ya no podemos saber exactamente cómo sucedieron las cosas, reconozco que admiro que su buen corazón se impusiera a la razón.

—¿Acaso me reprocha que no los dejara allí tirados? —preguntó asombrada.

Jamais. No, Inés, yo a usted jamás le reprocharía nada. Jamás… —susurró, y sus ojos se clavaron en los de Inés con una determinación que hizo que ella casi temblara. Sin que pudiera anticiparlo, el coronel tomó su mano entre las suyas y depositó un apasionado beso en ella.

A pesar de que todo su interior se estremeció, Inés se obligó a mantenerse impasible. El coronel era un hombre inteligente y desconfiado, y por mucho que le agitaran sus atenciones, aquel era el momento menos oportuno para rechazarlo.

—No me pareció cristiano abandonarlos —se limitó a responder, retirando la mano—. ¿Desea un vaso de vino mientras sus hombres realizan su trabajo?

Sin esperar respuesta, dio la vuelta y entró en la casa. El coronel se echó a reír y la siguió.

—Me temo que de nuevo la he ofendido. No era mi intención, créame. Aceptaré gustoso ese vaso de vino.

Inés ascendió las escaleras sin volverse, consciente de que él seguía sus pasos de cerca. Cuando llegaron al salón de la casa, se

dirigió hacia la derecha de la sala, donde varias butacas y un par de sofás tapizados en oscuro brocado se agrupaban alrededor de la chimenea. Indicó al coronel una de las sillas, mientras ella se volvía hacia Elvira, que los había seguido, solicitando que trajera una botella de vino.

—¿No prefiere el estrado? —preguntó Mouret con suavidad cuando Elvira salió.

Inés se sentó en el sofá sin volverse a mirar los paneles de madera labrada que ocultaban aquella zona. Aunque en la ciudad las casas más pudientes habían sustituido la tradicional sala dividida en dos zonas por salones de inspiración francesa, en aquella casa solariega aún la conservaban. No dudaba que el coronel sabía que aquella era la zona utilizada por las mujeres para recibir a sus amigas más íntimas, y que eran pocos los caballeros que tenían acceso a ella.

—Era el lugar preferido de mi madre —explicó sin emoción—. Aún me trae demasiados recuerdos.

El silencio descendió sobre ellos hasta que Elvira volvió con una bandeja que depositó junto al sofá. Con una mirada de advertencia a la anciana para que les dejara solos, Inés tomó la botella y sirvió dos vasos. Tendió uno al coronel.

—Qué esquiva es usted siempre… —protestó en tono burlón tras paladear el líquido—. Pero eso solo hace que aún sienta más deseos de llegar a conocerla más… íntimamente.

—Me temo que se decepcionaría con rapidez, coronel. Ya le dije una vez que no hay en mí nada especial.

—¿No? Y yo que diría que hay mucho por descubrir…

Por un momento, Inés temió que él pudiera escuchar los desenfrenados latidos de su corazón. Tomó su vaso y no apartó la vista del líquido rojizo, incapaz de enfrentar su mirada. El coronel había hablado con aparente despreocupación, pero ella sabía que aquel hombre no tenía nada de inocente.

—¿La incomodo, Inés?

Controlando su respiración, Inés alzó la cabeza.

—Un poco, coronel. Aunque no soy una mujer dada a aprensiones, encontrar ayer los cuerpos de los soldados no fue agradable. Discúlpeme si parezco distraída, pero me temo que aún estoy algo afectada.

La mirada del coronel permaneció fija en su rostro.

—Entonces discúlpeme usted por no haber sabido apreciar antes que su sensibilidad estuviera afectada. Parece siempre tan serena, tan controlada… Como si fueran pocas las cosas que pudieran conmover su corazón. Pero si usted quiere que este asunto se resuelva cuanto antes, sus deseos son órdenes para mí. El doctor Aguirre se ocupará de Labat, y usted se verá libre de esa carga.

—¿El doctor Aguirre va a venir?

—Debe estar a punto de llegar. Su caballo tuvo un problema y yo me adelanté con algunos hombres. Mientras tanto, tal vez pueda contarme qué sucedió ayer.

—¿No se lo han explicado? —preguntó mientras depositaba su vaso en la mesita cercana al sofá.

—Algo me han dicho.

Bien, el momento había llegado, pensó Inés abandonando la contemplación del líquido rubí. Haciendo acopio de toda su sangre fría, se giró para enfrentarse a aquella mirada falsamente ociosa.

—Unos bandoleros atacaron una partida de soldados a apenas media legua de aquí. El doctor Labat había venido a visitar a Pascual, el marido de la mujer que ha visto antes. Al parecer oyó disparos y decidió ir a ver qué ocurría. Cuando me enteré de lo sucedido, salí tras él, pero ya no había nada que hacer. Encontré a los soldados muertos y al doctor Labat herido. Lo ayudé a bajar hasta esta casa, llamé a Aramburu para que fuera a la ciudad a dar el aviso, y Elvira y yo nos ocupamos de coser la herida del médico. Luego ella se quedó cuidándolo y yo pedí a unos de mis arrendatarios que me ayudaran a bajar los cuerpos. Y eso fue todo.

Con las manos reposando con tranquilidad en su regazo y la barbilla alzada, Inés sostuvo la mirada que Mouret mantenía clavada en su rostro.

—Admirable —dijo el coronel al cabo de unos segundos de silencio—. Debo decir que su sangre fría es admirable, Inés.

—Gracias, coronel —contestó, reprimiendo un escalofrío. Todas las palabras del coronel parecían tener un doble sentido destinado a ponerla a prueba, pero ella se negaba a asustarse—. Tal vez mi instrucción no haya sido convencional, pero no me educaron para desmayarme ante cualquier contratiempo.

—Pero encontrar varios soldados muertos es algo más que un contratiempo, ¿no le parece?

—Sobre todo para ellos —afirmó sin emoción. No se sorprendió cuando Mouret se echó a reír con ganas.

—Es usted increíble, Inés. No he conocido muchas mujeres que reúnan tal mezcla de valentía, belleza e indiferencia. Nadie podría censurarme por estar tan fascinado…

—No, siempre que esta vez sepa mantener su fascinación a raya, coronel —advirtió sin rastro de humor—. No quisiera tener que defenderme de nuevo.

Aquello arrancó una nueva carcajada del hombre. Inclinó el cuerpo hacia delante, apoyando los codos en las rodillas, y sus ojos brillaron con avidez.

—Realmente empiezo a pensar que se ha propuesto hacer de mí un infeliz sin voluntad. Cuanto más hablo con usted, más me convenzo de que conocerla más íntimamente es el único placer que me aguarda en este maldito destino. Siempre que no esté al alcance de su rodilla, claro está. —Se reclinó de nuevo en el asiento, aún sonriendo—. ¿Quién es el hombre que vino a visitar Labat?

El cambio de tema sorprendió a Inés, pero la pregunta no parecía peligrosa.

—Pascual y Elvira son los guardeses de la finca. Han vivido aquí desde que yo recuerdo. Pascual está muy enfermo. Me temo que su corazón…

Un rumor de cascos de caballos llegó hasta ellos a través de la ventana abierta, pero Mouret no le prestó atención.

—Y le pidió a Labat que viniera a examinarlo, por si había algo que él pudiera hacer.

—En efecto —contestó, volviendo la cabeza hacia la ventana, bajo la que se escuchaban voces y los inconfundibles golpeteos de las patas herradas de un caballo.

—Primero cae sobre él, luego le ayuda en el hospital, ahora le cuida en su enfermedad… —enumeró con aire melancólico—. El doctor Labat va a resultar un hombre aún más afortunado de lo que creí.

—Su cuerpo arde como una hoguera y tiene una herida abierta junto al estómago. Yo no diría que eso es ser afortunado, pero es evidente que su punto de vista es diferente del mío.

El sonido de pasos en las escaleras no ocultó la risa del coronel.

Mon Dieu, Inés, creo que jamás me aburriría de escucharla, pero el deber me reclama. Parece que el doctor Aguirre ha llegado. —Se levantó de la silla—. Bien, alégrese; por fin se va a liberar de la carga de atender a Labat y podrá volver a la ciudad con su familia.

Ella le dirigió una mirada inexpresiva y continuó sentada sin inmutarse. Por mucho que la suave ironía del coronel la irritara, aquello era exactamente la verdad. Ahora se libraría de Labat, daría por cumplida su deuda con él y no dedicaría ni un solo segundo a tratar de entender por qué en aquellos mismos instantes su corazón gritaba como si se estuviera desgarrando.