10

Adrien había estado a punto de volverse loco de furia. Sabía que la joven era terca, cabezota y osada, pero de ninguna de las maneras habría creído que se enredaría hasta ese punto en la insurgencia.

Si cuando la vio descender la ladera con la capa en la mano la hubiera tenido delante…

Apretó los puños e inspiró hondo. No sabía qué habría hecho de tenerla delante, pero desde luego ella se habría arrepentido de hacer lo que estaba haciendo.

—No pasa nada, francés —rio Martín de Aramburu a sus espaldas, adivinando la causa de su enojo—. Sabe defenderse sola. Siempre lo ha hecho.

Adrien no volvió la cabeza. Si lo hacía, diría algo de lo que podría arrepentirse. Continuó con la mirada fija en la figura que ya se alejaba caminando a paso ligero hasta que la vio desaparecer, oculta tras las frondosas hayas del sendero.

Tras atender al padre Antonio de su fractura de tibia, había creído que las entregas se habrían interrumpido. Por eso había decidido acercarse a la zona, para seguir manteniendo el contacto con sus colaboradores. Al no encontrar en casa a Martín había seguido su rastro, para encontrar su caballo atado a un árbol cien metros antes del claro donde se alzaba la ermita. Dejando allí su propia montura, se había acercado con sigilo, para descubrir que él estaba oculto tras un árbol, contemplando a la joven que, arrodillada ante unas tumbas, mantenía la cabeza agachada.

El corazón de Adrien la había reconocido antes incluso que su cerebro, y cuando ella se levantó y se giró, ya era perfectamente consciente de que la independiente, audaz y obstinada Inés de Mendívil había decidido seguir metiéndose en líos.

La risa del joven llegó desde su espalda.

—Es fantástica, ¿verdad? Si la conocieras…

Si la conociera… Sintiendo que la furia lo haría explotar, retuvo el improperio que acudió a su boca.

—¿Cómo has permitido que ella se mezcle en esto? —preguntó entre dientes, girando con brusquedad hacia él.

—¡Eh! —El joven alzó las manos en señal de protesta—. No tenía ni idea de que fuera a hacerlo. Solo le dije a mi prima que Inés estaría encantada de conocerla, y sabía que le gustaría ir al convento. Pero nunca pensé que se le ocurriría traer el dinero a ella. Más que yo, debería ser ese cura el que contestara por qué le ha dejado hacerlo.

—Tu prima… —masculló.

—Sí. Pero creí que se limitarían a coser y esas cosas que se han empeñado en hacer las mujeres.

Adrien apretó los puños, mirándolo con incomprensión.

—¿Y hace mucho tiempo que la conoces? —le interrogó con falsa afabilidad.

—Sí. Ya has visto que desde mi casa hasta aquí hay media hora de camino, y bajando por donde ella ha llegado Albizu está a un cuarto de hora. A menudo nos hemos encontrado en las fiestas de la zona.

La sonrisa satisfecha del joven consiguió que Adrien sintiera ganas de golpearlo.

—Y si la conoces como dices —prosiguió Adrien con venenosa lentitud—, ¿cómo se te ocurrió pensar que se limitaría a quedarse con las demás mujeres? ¿Es que acaso Inés de Mendívil se ha quedado alguna vez quieta delante del fuego, cosiendo y haciendo «esas cosas que hacen las mujeres»? —imitó sus palabras con tono burlón.

El rostro del joven se inquietó repentinamente.

—Yo… —balbuceó, sin saber qué responder.

Sacre Dieu… —murmuró por lo bajo Adrien.

Se giró con decisión para regresar por donde había venido.

Entonces lo oyó.

Al principio solo fue un rumor indefinido, lejano. Pero su oído siempre había sido muy fino, y su instinto de supervivencia estaba acostumbrado a detectar sonidos inusuales.

Y el rumor de los cascos de aquellos caballos lo era.

Se acercó al sendero por el que la había visto desaparecer y esperó, alerta.

—Se puede saber qué…

Con un movimiento de la mano, Adrien hizo callar al joven, mientras sus ojos escudriñaban el bosque que se extendía a sus pies. Ella apenas habría tenido tiempo de llegar al pueblo. Entonces una ráfaga de viento hizo más definido aquel sonido, y Adrien supo sin lugar a dudas que en algún lugar de aquel camino había soldados franceses.

La certeza de que ella se iba a encontrar con problemas lo golpeó como una revelación, y antes de pensar siquiera lo que hacía, salió corriendo hacia el lugar donde había dejado su caballo, y subiendo de un salto lo espoleó hasta que alcanzó una velocidad temeraria por aquel sendero lleno de hoyos y piedras. Pequeños guijarros y trozos de tierra volaban tras los cascos de su montura y se despeñaban a su paso vertiginoso, pero no detuvo la enloquecida marcha ni siquiera cuando su propio caballo dudó al tomar un recodo cerrado. Clavó con más fuerza las espuelas en los flancos para obligarlo a seguir, al mismo tiempo que un grito angustiado resonaba en el bosque, haciendo que toda su piel se erizara.

Inés trastabilló hacia atrás y encontró el tronco de un árbol. Los caballos de los cuatro soldados la rodeaban mientras ellos reían y hablaban. Habían aparecido a la vuelta de un recodo, desde el cruce de Emaiza, antes de que ella pudiera ocultarse. Había tratado de continuar su camino sin hacerles caso, pero la habían seguido riendo, y cuando uno de ellos había tratado de agarrarla, Inés se había revuelto furiosa, gritando y dándole un manotazo.

Entonces había intentado echar a correr, pero la habían seguido, cercándola y jugando con ella, hasta que la habían acorralado contra el árbol.

La respiración agitada de Inés formó una nubecilla de vaho ante su rostro; miró a ambos lados, intentando conservar la cabeza fría. El sendero bajaba hacia la derecha, pero tras ella se extendía la ladera del bosque, que la llevaría hasta la entrada del pueblo. Ellos tendrían que abandonar las monturas para seguirla, y a pesar de lo escarpado y difícil del terreno, comprendió que aquella era su única posibilidad. No sabía qué pretendían aquellos salvajes, pero no se iba a quedar quieta para averiguarlo.

Antes de que pudieran reaccionar, corrió hacia un lado y comenzó a descender veloz la ladera. Su huida provocó las risotadas de los soldados, pero ella no se detuvo; la sorpresa podía proporcionarle algo de ventaja. Miró un momento hacia atrás y vio que solo uno de ellos la seguía, mientras los demás continuaban en el camino, montados y riendo. Aquello le infundió ánimo, hasta que comprendió que el hombre que la perseguía era rápido y ágil. El crujido de hojas y tierra a su espalda sonaba cada vez más cercano, y antes de que pudiera evitarlo, el hombre se abalanzó de un salto desde su espalda, e Inés cayó hacia delante, dando un par de vueltas antes de golpearse contra un tronco. El soldado sonreía cuando alargó la mano para agarrarle la pierna, e Inés no pudo evitar un grito al sentir que la arrastraba hacia él.

Absurdamente, mientras forcejeaba con desesperación intentando liberarse, lo único que acertó a pensar fue que el eco de su voz había sonado ronco. Y justo entonces un nuevo grito resonó en el camino, y el soldado miró hacia el lugar de donde provenía el sonido; parecía fascinado por algo de lo que sucedía allá arriba, e Inés intentó girar sobre su espalda para ver lo que pasaba. Pero cuando miró por encima de su hombro, su corazón pareció detenerse.

Allá arriba en el camino, junto a los caballos que corcoveaban nerviosos, Adrien Labat se enfrentaba a los soldados que se habían quedado esperando.

Anonadada, Inés pensó por un momento que estaba soñando. No era capaz de comprender nada; ni qué hacía Labat allí, ni qué pensaba que él, un simple médico, podría conseguir frente a tres soldados franceses armados y acostumbrados a la batalla. Hubiera querido gritarle: «Huye, busca ayuda». Pero, entonces, sin saber siquiera qué había sucedido, el cuerpo inerte de uno de los soldados cayó por el terraplén, y la figura de Adrien se lanzó hacia delante, acometiendo con la furia de un animal salvaje al soldado que había descabalgado. Inés parpadeó, sin poder creer lo que veían sus ojos. Un reflejo metálico brilló en la mano de Adrien cuando su cuerpo giró por debajo del sable del soldado, esquivándolo y rodando sobre sí mismo. Luego clavó una rodilla en tierra y su mano se elevó hacia el estómago del hombre, que tras unos instantes de inmovilidad cayó hacia delante. Sin respiro, se puso de nuevo en pie y se lanzó contra el soldado que quedaba, que aún permanecía a caballo, y agarrándole de la casaca tiró de él con todas sus fuerzas. Ambos cayeron al suelo, y para desesperación de Inés desaparecieron de su vista.

Ella giró la cabeza hacia el soldado que aún mantenía asido su tobillo. Su confusión era evidente, y aunque no la había soltado, toda su atención estaba puesta en el sendero. Instintivamente, Inés supo que aquella era su única oportunidad de escapar: inspirando hondo, se concentró en lo que iba a hacer. Reunió todas sus fuerzas, giró veloz sobre su espalda, y sin atender al dolor que el movimiento causó en el tobillo aprisionado, alzó el pie derecho para golpear brutalmente la mandíbula del hombre, que, sorprendido, aflojó su presa.

Antes de que él pudiera reaccionar, liberó su pierna con una violenta sacudida, echó la mano a su pantorrilla y se puso en pie para correr hacia el sendero. Pero a pesar de estar aturdido por el golpe, el soldado consiguió ponerse de rodillas y agarrar el ruedo de su vestido antes de que se fuera. Al notar el tirón que la retenía, Inés se revolvió con furia, y sin pensarlo elevó el arma que empuñaba en su mano derecha para bajarla de nuevo con rabia, enterrándola con violencia en el pecho del hombre.

Los sorprendidos ojos del soldado se volvieron vidriosos, a medida que la herida comenzaba a sangrar. La mano del vestido se aflojó. Inés liberó la prenda con un tirón y se volvió hacia el camino.

Allá arriba, con las piernas separadas asentadas en la tierra y la camisa rasgada, Adrien Labat la contemplaba fijamente, oscuro y salvaje como un dios de la muerte. Sus ojos turbulentos se clavaron en los de Inés, a quien el alivio de verlo vivo había hecho comenzar a temblar como una hoja. Inés le devolvió una mirada repleta de gratitud, a pesar de que su cerebro martilleaba de incomprensión y dudas, incapaz aún de asimilar lo que sus ojos habían visto en aquel camino.

Entonces una mueca de dolor distorsionó el rostro de Adrien, que se llevó la mano al costado, y con un gruñido cayó de rodillas a tierra.

El sonido de unos cascos de caballo en la lejanía acompañó la desesperada carrera de Inés hasta el lugar donde Adrien había caído. En apenas unos segundos se hallaba arrodillada junto a él; el médico tenía la cabeza apoyada sobre el pecho y respiraba entrecortadamente. La mancha roja que se extendía por el costado de su camisa dijo a Inés cuanto necesitaba saber.

—Está herido —pronunció, sintiéndose tonta por poner de relieve algo tan evidente—. Déjeme que lo vea.

—Estoy bien —contestó Adrien casi sin aliento, intentando resistirse a la exploración.

Pero aunque trató de apartar su mano, ella consiguió levantar la camisa.

A la vista de la herida, Inés parpadeó. Era un corte largo que comenzaba a la derecha del estómago y continuaba hacia el costado, por encima del hueso de la cadera; los bordes de la herida se hallaban desgarrados, y la sangre manaba aparatosamente.

—Tengo que buscar ayuda —dijo intentando conservar la calma, aunque su voz tembló—. El pueblo está aquí cerca…

—No —susurró él, deteniéndola—. Estoy bien.

El sonido de cascos, al que Inés no había prestado atención, se cernió sobre ellos. Al poco, un caballo se detuvo a su lado, y la consternación del jinete al ver al hombre herido fue evidente.

—Francés, ¿qué ha sucedido? —Descabalgó de un salto y se arrodilló junto a ellos—. ¿Estás herido? ¿Qué ha pasado?

Inés elevó la vista y al reconocer a Martín Aramburu, se sorprendió.

—¡Martín! ¡Gracias al cielo que eres tú! Unos franceses me atacaron. —Indicó con la mano los cadáveres tendidos en el camino—. El doctor Labat me ayudó.

Pero el joven no pareció escucharla; miraba los cuerpos de los soldados con verdadero pasmo. Entonces, al volver de nuevo la vista hacia Labat, pareció reparar por primera vez en Inés.

—¡Inés! Dios Santo, Inés, ¿qué ha pasado?

Impacientada por la tardía reacción de Martín, ni siquiera pensó en responderle otra vez. Apoyó una rodilla en tierra para levantarse.

—Está herido. Ayúdame a llevarlo a mi casa.

—¡No! —protestó Adrien, apretando los dientes para contener el dolor lacerante que sentía—. No iré a su casa.

El médico se resistió al intento de Martín de ayudarle a levantarse, y este dudó; por herido que estuviera, Labat parecía tan capaz de tomar sus propias decisiones como siempre. Pero por otra parte, tampoco podía quedarse allí para siempre.

—Podemos llevarlo a la mía —sugirió, dudoso.

Pero Inés se puso en pie y se sacudió el vestido sin hacerle caso.

—No digas bobadas, Martín. Estamos a diez minutos de Albizu, y a casi tres cuartos de hora de tu casa. ¿Cómo pretendes que llegue vivo, sangrando de esta manera? Le llevaremos a mi casa y punto. —Miró a su alrededor, en busca de algo que pudiera serles de utilidad—. Hay que encontrar algún modo de trasladarlo; no podrá sostenerse en el caballo.

—Puedo cabalgar —dijo Adrien con voz debilitada.

—No. No puede —contestó Inés, resuelta, intentando encontrar alguna rama con la que improvisar una camilla.

—He dicho que cabalgaré —gruñó con vehemencia, apoyando las manos para levantarse.

Inés giró hacia él a tiempo de ver el gesto de dolor en su rostro, pero a pesar de fallar en su intento de ponerse en pie, Adrien elevó la cabeza para mirarla desafiante. Martín Aramburu se apresuró a agarrarlo de la cintura y ayudarlo.

—Puedo ir con él en el caballo y sujetarlo —ofreció.

Inés miró pensativa la sangre que empapaba su ropa; sabía que construir unas parihuelas sería más adecuado, pero también sabía que no debían perder tiempo. Adrien volvía a estar de rodillas, con la cabeza apoyada sobre el pecho, pero no se había desmayado. Aún.

—Podemos intentarlo —aceptó.

La tarea de ayudar a Adrien a subir al caballo fue difícil, sobre todo porque él pretendía hacerlo solo. A pesar de utilizar toda su capacidad de persuasión, Martín Aramburu tuvo que permitirle que lo hiciera, y se resignó a conducir de las riendas el caballo de Adrien, camino abajo.

Cuando su casa apareció a la vista, Inés suspiró aliviada; jamás aquel trayecto se le había hecho más largo. Elvira salió de nuevo a recibirla, pero esta vez la visión de su joven ama con aquellos dos hombres la dejó sin palabras. Antes de que pudiera empezar a lanzar exclamaciones o reproches, Inés comenzó a dar órdenes:

—A la habitación del tío, Elvira, pronto. Busca sábanas y vendas. Tráeme una aguja curva e hilo. Venga, date prisa. Y tú, Martín, ayuda a Labat a bajar del caballo. ¿No está Pascual, Elvira? Entonces lo subiremos arriba entre los dos.

Adrien no había perdido la consciencia, pero el mareo le impedía hacer algo más que intentar mantenerse erguido. Quiso bajar solo deslizándose del caballo pero estuvo a punto de caer al suelo. Martín lo recogió en el último momento.

—Venga, Martín. —Inés se acercó a ellos—. Agárralo de la cintura, así. Que pase el brazo por tus hombros. Yo ayudaré por este lado. Entre los dos podremos con su peso. Doctor Labat, ¿puede intentar dar un paso?

La sangre azotaba los oídos de Adrien y su debilidad casi le impedía comprender lo que ella decía, pero se esforzó en hacerle caso, luchando contra la tentación de cerrar los ojos.

El camino hasta la alcoba de su tío resultó infernal para Inés. Le dolía el hombro de sostener su peso, le dolían los brazos, las piernas… Adrien parecía desmayarse a ratos, y cuando al fin consiguieron llegar, ella estaba a punto de caer al suelo. Elvira había tendido sábanas viejas sobre la cama, y entre los tres lo acomodaron en ella. El movimiento despertó a Adrien, que contempló a Inés con ojos vidriosos. Sin atreverse a mirarlo, Inés tomó la aguja y el hilo que Elvira le ofreció y los colocó sobre la mesilla junto a la cabecera. A pesar de su debilidad, Adrien notó que sus manos temblaban.

—¿Alguna vez ha hecho esto antes? —preguntó en un tono tan bajo que Inés tuvo que inclinarse hacia él para escucharlo.

—No… Al menos no con personas.

—¡Dios…! —gruñó con una débil carcajada desprovista de humor—. Me está bien empleado.

Mareado, intentó incorporarse, pero Martín se lo impidió.

—Adrien, quédate quieto. Esa herida no tiene buena pinta.

—Déjame —protestó, apartando su mano e indicando con la cabeza hacia Inés—. No sabe lo que hace, y yo no sé si voy a poder seguir despierto mucho… Tendré que indicarle ahora… Busque una esponja o algo suave, Inés, y limpie alrededor de la herida con vino. Luego puede cerrarla.

—De acuerdo.

—Después de un par de días, puede cubrirla. Pero sobre todo que la herida no se ensucie. Intente que nada se ensucie…

La joven asintió, y luego indicó a Elvira con la cabeza la jofaina vacía. La mujer se apresuró con ella fuera de la habitación.

—Ayúdala, Martín —solicitó sin volverse.

—La fiebre… —continuó Adrien como si le costara recordarlo todo—. Si hay fiebre intente aliviar la calentura. Como sea. No se le ocurra darme esos malditos brebajes con vinagre ni abrigarme. En este país se mata a los enfermos de calor.

Ella volvió a asentir, apretando los labios. La voz de Labat no era firme en absoluto, a pesar de que intentara mostrarse arrogante. Su rostro y sus labios estaban mortalmente pálidos, y sus ojos, en cambio, brillaban como si fueran los de un demente.

—Y no tema hacerme daño —añadió con ironía al verla tan tensa.

—Créame, hacerle daño sería lo último que me quitaría el sueño —replicó ella con brusquedad, acercando una silla.

Elvira volvió con la jofaina llena y vertió un poco de agua en la palangana. Inés dobló las mangas del vestido hacia arriba y lavó las manos y la aguja. Luego se sentó en la silla y comenzó a enhebrar el hilo. Tuvo que apretar la mandíbula con fuerza para intentar mantener la firmeza del pulso; no quería pensar nada que no fuera el siguiente paso a dar; si no lo hacía así, no sería capaz de hacerlo en absoluto.

Dio un nudo al hilo y lo dejó a la cabecera. Luego rasgó la camisa del hombre y, tomando el lienzo y el vino ofrecidos por Martín, colocó parte de la tela bajo la herida para que absorbiera la sangre que seguía manando sin detenerse. Empapó el resto de la tela con cuidado, y con aún más cuidado la depositó sobre el estómago, junto a la carne desgarrada. Adrien dio un respingo y los músculos del abdomen se contrajeron, pero no dijo nada. Tampoco ella quiso decir nada, mientras deslizaba aquel lienzo alrededor de su herida, junto al ombligo, sobre la cadera, por encima de la ingle… Se concentró en la suavidad, en evitar dar tirones que desgarraran aún más los bordes. Cuando hubo acabado, dejó la tela a un lado y tomó la aguja enhebrada. Entonces, por fin, levantó la cabeza.

La mirada vidriosa de Adrien estaba fija en ella. Inés la sostuvo, intentado aparentar serenidad, sabiendo que temblaba y debía evitarlo a toda costa. Pero él bajó los párpados y los volvió a levantar, como diciéndole «podrás hacerlo». Por un instante el corazón de Inés pareció detenerse, al recordar en aquellos ojos grises la burlona mirada del hospital, pero su instinto no parecía ser capaz de conciliar el humillante desprecio de aquel día con el hombre herido que la miraba con seguridad y sin miedo. Y en cualquier caso, él le había salvado la vida, y ella intentaría devolverle el favor. No había nada más en qué pensar.

Cuando dio la primera puntada todo el cuerpo de Adrien se tensó como una cuerda de violín a punto de romperse. Las venas de sus brazos, que aferraban la sábana, se marcaron con violencia, pero siguió sin decir nada. Fue ella quien tuvo que morderse el labio para no gritar con el dolor que estaba causándole.

«La siguiente puntada. No pienses en más».

Se concentró en la segunda puntada, y cuando la dio, en la siguiente y en la siguiente. Dejó de escuchar los sonidos de la habitación, dejó de sentir a Elvira y Martín, dejó de ver los muebles que la rodeaban. Allí solo estaban ella, la posibilidad de salvar la vida de Adrien Labat y el terror infinito de no ser capaz de hacerlo.

—Creo que se ha desmayado —comentó Martín cuando Inés se alejó de la cama para lavarse las manos.

Ella dejó las manos apoyadas en el fondo de la palangana un largo instante. El agua se había teñido de rosa. La recorrió un violento estremecimiento.

—Ha perdido mucha sangre —comentó en tono seco tras tomar la toalla que Elvira le tendió, intentando ocultar la emoción que la embargaba.

Martín se colocó junto a la cama y contempló la herida con gesto crítico.

—Parece un buen trabajo —dijo al fin.

Un frío intenso recorrió el cuerpo de Inés. Se apoyó contra la ventana, apabullada. Fuera, la niebla había desaparecido y el sol brillaba radiante, y ella necesitaba sentir dentro de sí el calor que aquel vidrio irradiaba.

—¿Qué ha sucedido, cariño? —preguntó la mujer mayor, que había permanecido muy quieta junto a la puerta mientras ella se inclinaba sobre el doctor.

—Unos soldados… —comenzó Martín, pero fue interrumpido por la voz de Inés.

—No —cortó con decisión. A pesar del frío y la tensión, su mente había comenzado a reaccionar, y sabía que, de cualquier manera que hubiera sucedido aquello, tendría consecuencias poco agradables—. Primero debemos pensar bien lo que ha sucedido.

Martín y Elvira la miraron sorprendidos; pero el cerebro de Inés bullía de ideas y de preguntas para las que aún no tenía respuesta. Qué hacía él allí, qué hacía la patrulla allí. Cómo había llegado a tiempo, y por qué Martín parecía conocerlo tan bien.

—Si explicamos los hechos tal como ocurrieron —continuó concentrada, pensando en voz alta—, el doctor Labat se encontrará en problemas. —No dijo que ella también, aunque lo sabía sin dudas—. Ningún francés va a comprender que matara a tres soldados para ayudar a una nativa. Ninguno.

El joven frunció el ceño.

—A tres no. En realidad eran…

—Cuatro —terminó Inés la frase—. Lo sé. Yo me encargué del cuarto.

—¡Jesús! —se santiguó Elvira, horrorizada—. Pero no podemos decir eso, mi niña.

—Lo sé. Por eso os he dicho que debemos pensarlo bien. En primer lugar, ninguno de nosotros atacó a los soldados. Fueron bandoleros. Brigantes, como les gusta decir. Nosotros solo encontramos el ataque.

—¿Quiénes encontramos el ataque? —interrumpió Martín con el ceño fruncido.

—Tú y yo.

La vacilación de Martín fue tan tenue como indudable.

—Y ¿qué hacía yo contigo?

—No lo sé. Te encontré en el camino, o habías venido a visitarme, o… No sé, Martín, piensa algo.

—No sé si resultará muy creíble que hayas venido sola desde Vitoria para encontrarte conmigo.

La renuencia de Martín sorprendió a Inés.

—Pues yo qué sé, digamos que tienes algún interés en mi. —El joven bajó la vista, como si estuviera avergonzado, y aquello acabó con la paciencia de Inés—. ¡Oh, está bien! Yo lo encontré y lo traje aquí. ¿Mejor así?

Martín la miró con gesto de disculpa, pero Inés prefirió no prestarle atención, pensando ya en el resto de la historia.

—Bien, lo importante es por qué estaba Labat allí. Elvira,

¿Pascual sigue resfriado? Podríamos decir que había venido para verlo.

La anciana la miró con expresión indescifrable.

—Hace días que no se levanta de la cama.

La culpabilidad asomó al rostro de Inés. Hasta ese momento no había recordado preguntar por el marido de Elvira.

—¿Tan mal está?

—No puede dar dos pasos sin agotarse.

Inés tragó saliva, y se miró las manos. Les habían dejado solos al irse a la ciudad, y si algo les pasaba se sentiría responsable.

—Somos ya viejos, niña —contestó la mujer con afecto, como si pudiera leer su pensamiento—. No hay nada que puedas hacer contra eso.

Ambas se miraron un instante, e Inés retiró la mirada. No era capaz de afrontar también aquel dolor. No en ese momento.

—De acuerdo —continuó, ocultando su temor con firmeza—. Entonces, había venido a ver a Pascual. Cuando estábamos aquí oímos disparos, y él salió corriendo para ver qué sucedía. Le seguí y cuando llegué habían herido al doctor y huido. Lo traje aquí y les avisamos de lo sucedido.

—¿Avisamos?

—En esto necesito tu ayuda, Martín. Si no lo hacemos, podrían sospechar. Los franceses son muy dados a las represalias, lo sabes.

—Nada nos garantiza que no las haya en este caso —contestó él, algo tenso.

Inés lo miró con impaciencia.

—No, es cierto. Solo podemos intentar ser creíbles.

Martín abrió la boca para replicar, pero lo pensó mejor. Si hubiera podido elegir, habría elegido no mezclarse en aquel incidente tan inconveniente, pero no quería que ella confundiera su prudencia con cobardía.

—Está bien, Inés —aceptó al fin—, no te preocupes. Iré al cuartel y les diré que una partida de soldados ha sido atacada. Si no me da tiempo a regresar esta noche, dormiré en cualquier posada y mañana por la mañana estaré de vuelta.

—Deberíamos traer aquí los cadáveres —intervino la anciana, santiguándose de nuevo—. Si demostramos respeto, tal vez no hagan nada. Además, ya estamos cuidando a un francés. —Indicó la cama con la mano.

—Es posible —concedió Inés, dudosa—. En cualquier caso, no hay muchas más cosas que podamos intentar. Sacaré el carro y los traeré.

—¡De ninguna manera te vas a acercar de nuevo a ese lugar! —la interrumpió Elvira.

Como si no la hubiera escuchado, Inés se dirigió al joven.

—Martín, sé que llegarás tarde a la ciudad, pero si pudieras avisar a mis tíos y a mi hermana de que estoy bien, te lo agradecería.

—¡¿Qué estás diciendo?! —inquirió Elvira, cada vez más anonadada—. ¿Es que acaso pretendes permanecer aquí? Tú debes volver con él. No puedes quedarte aquí.

—¿Volver? ¿Cómo podría volver ahora? Tengo que cuidar del francés.

La mujer la miró con estupor.

—Pero, Inés, ¿es que te has vuelto loca? Tú no puedes cuidar de un desconocido. Yo puedo cuidarle…

—Tú tienes que ocuparte de Pascual. Además, no es un desconocido en absoluto. Me ha salvado la vida, y estoy en deuda con él. Y pienso saldar la deuda por completo.

La mujer la contempló boquiabierta. Fue Martín quien intervino.

—Entonces, ¿quieres que les diga a tus tíos que vas a quedarte aquí?

—Eso es. Había dejado una nota diciendo que venía a visitar la tumba de mis padres. Cuando escuchen esto… no sé, diles que no quería alarmar a Clara con el estado de Pascual y que por eso no les dije lo que en realidad vine a hacer.

—De acuerdo. —Encogiéndose de hombros, el joven se dispuso a salir, pero entonces pareció recordar algo—. ¿Y qué hay de los… de… ya sabes?

—¿De los cadáveres, quieres decir? Buscaré ayuda en el pueblo y los bajaré. Elvira, ¿quién queda en el pueblo estos días que pueda echarnos una mano?

—Poca gente —rezongó la anciana, todavía disgustada por la decisión de su ama—. Tal vez los hijos de los Ulzama quieran ayudarte. Al fin y al cabo, son tus arrendatarios. Jesús, José y María —se santiguó una vez más, dirigiéndose a la puerta—, la desgracia va a caer sobre nosotros…

Inés la vio salir refunfuñando, pero nada tenía ya solución, y no iba a perder más tiempo lamentándose. Al cabo de un rato, se dispuso la partida de Martín hacia la ciudad. Inés le acompañó al camino, y cuando desapareció de la vista se dirigió a la casa de los Ulzama. A punto de llegar, miró su vestido, manchado de sangre, y comprendió lo extraña que sería su aparición de aquella guisa. Pero no había remedio: tenía que acompañarlos, ya que debía recuperar la daga que había dejado enterrada en el cuerpo de aquel hombre. Un violento escalofrío la recorrió de la cabeza a los pies. Las experiencias desagradables no habían terminado por el momento.