9

—Me alegro mucho de que nos acompañes hoy —dijo Clara cariñosamente, colgándose del brazo de su hermana.

Con la mente en otro lugar, Inés le dio un beso distraído en la mejilla. Beatriz y su madre las recibieron en su salón con afecto, y tan pronto como se hubieron sentado una doncella colocó ante ellas una jarra de limonada y unas galletas.

—Cuánto me alegro de verte, Inés —comentó Amalia con una sonrisa cariñosa—. Tu tía me dijo que por las mañanas estabas muy ocupada ayudando en el hospital. Debo reconocer que al principio me sorprendió, pero creo que eso habla de tu buen corazón.

—Solo escribo cartas para aquellos soldados heridos que no pueden hacerlo, doña Amalia —contestó, algo incómoda; a propósito habló en presente, ya que no había dicho a nadie que no iba a volver allí.

—En cualquier caso, celebro que hoy hayas podido salir. La semana que viene es la fiesta del compromiso del hijo de Isabel y quería contaros —se volvió hacia Teresa y Clara— lo último que he escuchado sobre la celebración. Veréis, queridas, sé que…

Sin atender la explicación, Inés contempló a su hermana. Clara sonreía con entusiasmo escuchando la descripción de Amalia sobre la decoración del salón de su amiga y las preparaciones del banquete. Inés suspiró sin ningún motivo. Si había una celebración, perfecto. Si había doscientas, mejor. Pensaba acudir a todas y cada una de ellas y divertirse como nunca. Y si en alguna de ellas —Dios no lo quisiera— tenía la desgracia de cruzarse con el doctor Labat, iba a ocuparse de que le quedara claro que lo que le había dicho no le afectaba en absoluto.

Porque no le afectaba. Ni le importaba. Se iba a enterar de eso.

—¿Estás bien? —susurró Beatriz junto a ella.

—Claro —contestó sobresaltada, componiendo con rapidez una sonrisa—. Estaba pensando.

—Eso es evidente. Lo que no sé es en qué podías pensar. Ven, acompáñame al piano; tenemos una partitura nueva muy interesante.

Inés la siguió; su amiga sabía perfectamente que ella no tocaba, así que supuso que quería que hablaran a solas.

—Parecías preocupada —dijo Beatriz, observándola mientras sostenía la partitura ante ellas.

—En absoluto —negó con vehemencia—. Estaba pensando en qué diadema me quedaría bien si llevara mi vestido azul a la fiesta.

—¿Ah, sí? —exclamó su amiga, sorprendida—. Creí que sería otra cosa…

—¿Qué iba a ser?

—No lo sé. Tú nunca hablas de vestidos y esas historias.

El corazón de Inés dio un vuelco. Todo el mundo parecía darse cuenta de que ella no era una mujer sofisticada y mundana, de esas capaces de atraer a hombres como Labat. Ella debía de ser la única estúpida que no había llegado a comprenderlo.

—A mí me gustan los vestidos —protestó.

—Sí, y a mí. Pero tú y yo sabemos que hay cosas más… importantes —concluyó, dejando la partitura sobre el piano y sentándose en la banqueta.

Pero el humor de Inés no estaba aquel día para charlas políticas.

—Bueno, los vestidos son importantes si no deseas salir desnuda a la calle —dijo con acidez.

Su mal humor hizo que Beatriz sonriera.

—No hace falta ponerse así. A ti te pasa algo, digas lo que digas. Pero si no me lo quieres contar… —Se encogió de hombros y colocó las manos sobre las teclas, simulando los primeros acordes de la partitura.

Aunque era evidente que su amiga quería saber lo que sucedía, Inés no se sintió culpable por callar. El doctor Labat y sus palabras eran el pasado. Ya no estaban. No existían. No haría falta hablar de ello nunca más. Ella misma jamás volvería a pensar en la doble mortificación de sentirse atraída por un francés y ser rechazada por él sin miramientos.

Se sentó en la banqueta junto a Bea, decidida a cambiar a un tema que entretuviera a su amiga.

—El otro día al final no pude ir al convento. Hubo un fallecimiento en el hospital y preferí quedarme. ¿Hubo algo interesante? Recuerdo que me dijiste que había algo en marcha.

Beatriz se giró hacia ella. Tras un vistazo de reojo hacia las otras mujeres, entretenidas discutiendo las mejores flores para un salón tapizado en verde, bajó la voz.

—¿Es que no te has enterado? Bilbao se ha sublevado.

Inés la miró con gesto de incomprensión.

—Sí, mi tío lo ha comentado esta mañana en el desayuno. Fue la madrugada del sábado. Pero no comprendo qué tiene eso que ver con nosotros.

—¿Cómo que qué tiene que ver? Eso es lo primero que estaba en marcha. De eso estuvimos hablando el sábado en el convento.

Inés la miró de hito en hito, dudando si había escuchado bien. A pesar de su esfuerzo, su incredulidad fue evidente.

—No me estarás diciendo que lo que hacemos tiene algo que ver con la sublevación de Bilbao.

—¿Pues para qué te crees que sirve el dinero recaudado? —preguntó su amiga, con un toque de jactancia.

Inés se quedó sin palabras. No tenía ni idea de dónde iba lo que aquellas mujeres recaudaban, ni pensaba preguntarlo. Pero, desde luego, aunque hubiera ido a Bilbao, los reales que ellas pudieran juntar eran solo una gota en el océano de lo que había sido necesario para sostener algo así. Sin embargo, Beatriz parecía tan segura de ello, y tan orgullosa, que no se sintió con ánimos de rebatirle.

—No lo sé, nunca me lo había planteado. Creí que tal vez servía para ayudar a las familias de algunos de los detenidos. Confieso que me cuesta creer que supierais lo que se preparaba.

—Bueno —continuó Beatriz con el mismo brillo satisfecho en su mirada—, pero eso es porque no sabes quiénes somos las que rezamos allí. Salvo yo, claro. —Dejó escapar una risita—. Tú acabas de llegar, Inés, pero nos juntamos desde hace meses y hemos trabajado mucho para crear una red de apoyo. Las Juntas que los franceses llaman «rebeldes» se reunieron por primera vez hace meses. Desde entonces hemos estado comprando armas y preparándonos.

—¿«Hemos»? —preguntó con incredulidad, dudando si su amiga estaba en sus cabales—. ¿Me estás diciendo de veras que crees que has tenido algo que ver con la insurrección?

—Es una forma de hablar. Empiezo a pensar que no comprendes nada —cortó Beatriz con el ceño fruncido—. Lo que te estoy diciendo es que sí, que sabíamos las intenciones de la Junta rebelde de Bilbao, y que sí, que recaudamos dinero para la compra de armas. No estoy diciendo que hayamos comprado las armas, que hayamos generado el levantamiento de Bilbao o que hayamos participado en él. Digo que desde aquí nos preparamos para algo similar. ¿Lo entiendes o no?

Inés pensó que su cerebro se estaba fundiendo. Santa Madre de Dios, lo decía en serio.

—¿Un levantamiento, aquí? —Bajó la voz tanto como pudo—. Lo siento, Beatriz, pero eso es una locura. Esta misma mañana han llegado otros dos batallones de dragones. Ni siquiera saben dónde meter ya tanto caballo. Y cada vez hay más infantería. No, no puedo creerlo.

—Pues no lo hagas. —Se encogió de hombros—. Pero el dinero se destinará a la compra de armas para los patriotas.

Inés sintió la cabeza dando vueltas. ¿Bea acababa de decirle que también en Álava se había creado una Junta rebelde, y que estaba reuniendo armas para sublevarse? Aquello era una locura y una insensatez, y además, saberlo podía resultar muy peligroso.

—Pero, entonces, ¿cómo se te ocurrió meterme en esto sin saber nada de mí? —preguntó, fascinada a su pesar por la alegre temeridad de aquella joven—. ¿Nunca pensaste que os podía delatar? Podría haber simpatizado con los franceses, o podría haberme asustado y echarlo todo a perder. Os encarcelarían a todos si os descubrieran. ¿Cómo has podido ser tan imprudente?

La sonrisa de Beatriz se transformó en una mueca burlona.

—¿«Os»? Querrás decir «nos». Y, además, ¿por qué estás tan segura de que no sabía nada de ti? Conocía lo suficiente para fiarme. No soy ninguna idiota, Inés. Ya ves lo bien que nos ha venido tu conocimiento de las montañas para encontrar otro lugar donde hacer las entregas.

Si recibía otra sorpresa, Inés pensó que se podría caer de la banqueta.

—¿Te lo ha dicho el padre Antonio?

—No.

—¿Cómo sabes que yo le dije…?

Con una sonrisa satisfecha, su amiga negó con la cabeza. Inés comprendió que no le iba a explicar más, y suspiró resignada; últimamente parecía haber perdido su capacidad de juzgar a las personas.

—Reconozco que cuando vaya mañana al convento os miraré con otro respeto —admitió a regañadientes, consciente de que lo que había creído una reunión de mujeres voluntariosas era algo mucho más importante.

Pero aunque Beatriz aceptó el cumplido, su rostro se ensombreció.

—No creo que mañana podamos reunirnos. Ayer por la mañana el padre Antonio se cayó del caballo en el camino de Mendiola y se rompió una pierna. Creo que de momento tendremos que posponerlo, hasta que pueda volver a andar. Lo peor es que la entrega se ha quedado sin hacer. Espero que no la necesitara con urgencia…

Beatriz frunció el ceño, meditando absorta sobre aquel inconveniente. Inés se percató de que, por la forma en que había dicho «necesitara», Bea parecía conocer el enlace del cura. Pero cuando iba a preguntarle sobre ese extremo, una lucecita pareció encenderse en el fondo de su mente.

—¿Has dicho que se rompió la pierna ayer? ¿Por la mañana?

Su amiga asintió algo distraída, cavilando aún sobre lo que había de hacerse.

—¿No sabrás quién lo atendió?

—¿Eh? —Volvió su atención hacia ella—. No estoy segura. Creo que lo llevaron al convento de San Francisco, así que supongo que irían el doctor Labat o el doctor Aguirre. ¿Por qué?

—Por nada —contestó apretando los dientes, segura de quién le había atendido—. Por nada.

Beatriz la miró con cara de incomprensión, pero su frase fue interrumpida por la voz de Amalia, solicitando su opinión sobre algún tema relativo al vestido para la fiesta de la semana siguiente, y ambas tuvieron que unirse al grupo.

Cuando aquella tarde Inés pudo quedarse a solas en su habitación, volvió a pensar en el cura y Labat, y se dijo que de eso se había tratado. Cuando Adrien Labat le había dicho que no volviera al hospital no era para protegerla, como había querido hacerle creer al decir que ella no se merecía aquella inmundicia. Aquello y la referencia a que sus tíos querrían colgarle no habían sido sino excusas, porque en el momento en que habló él conocía a la perfección que el padre Antonio tardaría en volver a unirse a su pequeño grupo rebelde. Y sabiendo aquello, ya no necesitaba que acudiera al hospital porque ya no necesitaba vigilarla. Habrían acabado antes si le hubiera dicho la verdad.

Pero, entonces, todo lo que había venido a continuación, ¿qué había sido? ¿Por qué, para qué la había humillado de aquella manera? ¿A qué venía la crueldad de echarle en cara su falta de sofisticación, todo lo que ella no era? Y lo peor de todo era saber que aquel hombre que la había mortificado de aquella manera podía hacerla vibrar de pasión con tan solo una de sus oscuras miradas.

Se tendió en la cama, con la cabeza sobre el brazo y la mirada en el cielo tras los cristales. Clara estaría a punto de volver, y no podía verla así, con aquel nudo en la garganta que no era capaz de deshacer. Ella no era así, y si aquel francés pensaba que podía manejarla como a un pelele, le iba a demostrar lo equivocado que estaba.

Aquellas eran las últimas lágrimas que derramaba por su causa. ¿Que él estaba tranquilo, arrogantemente confiado en que ya no necesitaba alejarla del convento? Muy bien, pues que siguiera confiado. Puede que ella no consiguiera nunca entender qué podía importarle a él que ella se enredara o no en aquella historia; pero lo que no iba a admitir, de ninguna de las maneras, era que aquel francés insufrible fuera quien decidiera cómo debía vivir Inés de Mendívil.

—Esto es muy irregular, señorita —gruñó el fraile sosteniendo la puerta entornada.

—Lo sé, lo sé —dijo, apenada, mientras abría sus ojos azules con inocencia—. Pero es muy importante. Es mi confesor, ¿sabe?

El fraile la miró con el ceño fruncido, rascándose la cabeza. No era que las mujeres no pisaran nunca aquel espacio: lavanderas, fregonas, algunas de sus benefactoras… Pero ninguna de ellas entraba en la habitación de uno de los hermanos. Y aquella joven insistía en visitar al padre Antonio, a pesar de que le había dicho que no podía moverse de la cama.

—Aun así…

—Pregúntele a él. Ya verá como le dice que puedo pasar.

El fraile se envaró, con una mano en la recia madera y la otra en el marco. Seguro que la joven tenía razón; si preguntaba, estaba seguro de que el cura la haría pasar. Pero como aquella no era su casa, y tan solo estaba allí como paciente, no iba a ser aquel joven engreído, cura o no, quien decidiera qué normas debían cumplirse.

—Tal vez —contestó con sequedad—. Pero él no toma las decisiones aquí.

Inés tomó aire, sin descomponerse por su terquedad.

—Por favor, hermano. —Sacó un pequeño pañuelo bordado de su chaqueta, llevándolo a los ojos—. Es tan importante… Si él no me aconseja, yo, yo… —Tragó saliva y de nuevo elevó el pañuelo—. No sé qué debo hacer, y él sabrá lo que nuestra Santa Madre Iglesia prescribe en estos casos.

Parpadeando con evidente contrariedad, el fraile aún quiso protestar. Pero la visión de una mujer llorosa buscando consejo espiritual lo incomodaba de manera tan profunda que, cuando Inés hipó ruidosamente, abrió de golpe la puerta que separaba la zona ocupada del claustro de la vivienda de los hermanos.

—Pero solo un momento —gruñó mirándola con resentimiento—. Esto es muy irregular, muy irregular… —fue murmurando por el pasillo mientras la conducía hacia una habitación cercana.

Ocultando su satisfacción por la estratagema, Inés le siguió por el largo camino de losas hasta una pequeña puerta que se abría en mitad del pasillo. Al entrar en la desnuda habitación, parpadeó sorprendida.

—El doctor no quiso que lo lleváramos a una de las habitaciones de arriba —explicó el fraile con fastidio, excusando el aspecto de la habitación—. Tuvimos que colocar aquí un catre.

Inés contempló la cama sobre la que reposaba el padre Antonio. Era el único mueble de un cuarto con un ventanuco y aspecto de haberse utilizado como despensa o almacén.

—Muchas gracias —contestó con una sonrisa.

Pero el fraile bajó la cabeza y salió rezongando, después de dejar la puerta abierta.

—Buenos días, padre —saludó al hombre cuando se quedaron solos. No había en aquel pequeño cuarto ni siquiera una banqueta. Inés se apoyó contra la pared—. Me han dicho que se había roto una pierna, y quería saber qué tal se encontraba.

—Razonablemente bien, dado el accidente, gracias —contestó él, estupefacto—. No pensé que nadie vendría… que nadie de mi… del convento… ¿Cómo ha hecho para que el hermano Pedro la haya dejado pasar?

—Solo le he dicho que necesitaba verlo.

—Pues ha debido de tener suerte. —Ella se limitó a encogerse de hombros, y el cura la contempló con cierta curiosidad. Transcurrieron unos segundos hasta que habló de nuevo—. ¿Ha… ha venido a traerme más información del hospital? No estoy en condiciones de hacerla llegar a ningún sitio.

El semblante de Inés se oscureció.

—Ya no ayudo en el hospital.

—Entonces, si ha venido a interesarse por mi salud, se lo agradezco. Fue una caída fea, pero la herida no se abrió y el doctor Labat pudo reducir la fractura. Me dijo que si me colocaba este yeso de París, podría comenzar a caminar dentro de un mes.

El doctor Labat, el doctor Labat… Inés lo miró con impaciencia. Por su experiencia, las roturas de tibia solían acabar bastante mal, y desde luego nadie caminaba en un mes, pero si el doctor Labat había dicho…

—Supongo que es afortunado, entonces, de que haya sido el francés quien le haya atendido —contestó con escepticismo.

—Supongo… —aceptó él.

Se hizo un momento de silencio, mientras Inés intentaba resolver cómo abordar el tema. Al fin, con un suspiro, decidió no dar rodeos. Se acercó a la cabecera de la cama.

—Padre, sé que —bajó la voz hasta que fue casi un susurro— no pudo hacer la entrega. También sé que es algo importante, y me preguntaba si yo podría ayudar en esto.

La expresión del cura se mantuvo impertérrita, pero sus ojos brillaron con cautela.

—En esto…

—Sí, en esto. Padre, sé que en una ocasión acudí a usted con dudas, pero tengo muchos motivos para detestar a los franceses. Cuando Bea… cuando me ayudaron a descubrir el grupo del convento, era muy escéptica sobre lo que se hacía allá. Pero ahora que sé la importancia que tiene, y lo que está en marcha, creo que debo hacer algo más para ayudar.

—Más —volvió a repetir con precaución, para exasperación de Inés.

—Eso es —contestó, reprimiendo su impaciencia—. Puedo ayudar a que la entrega se haga.

Transcurrieron unos segundos hasta que el cura habló de nuevo.

—¿Cómo?

Inés comenzaba a sentirse irritada, pero se dijo que la cautela mostrada por el cura era garantía de discreción. Y si ella se iba a arriesgar de aquella manera, la discreción era imprescindible.

—Yo la haré —afirmó con seguridad.

La negativa que el cura comenzó a proferir murió en sus labios. La propuesta era una locura, por supuesto; una mujer a quien apenas conocía, saliendo sola de la ciudad con el dinero… Pero ¿qué alternativas tenía? Si no lo hacían en un par de días, estaba seguro de que el mismo Aramburu bajaría a la ciudad. Pero tendría que acudir al convento, que estaba lleno de soldados enfermos cuyos oficiales acudían a visitarlos… Y él, desde luego, prefería que lo relacionaran lo menos posible con él.

En cambio, sospechar de aquella hermosa joven, bien conectada con sus partidarios…

—¿Con quién iría? —inquirió, sin acabar de decidirse.

—Sola.

El cura dio un respingo. No se podía dudar que la joven era valiente, pero…

—Iría a visitar la tumba de mis padres —añadió Inés con convicción al percibir la vacilación del hombre—. Saldría temprano y por la noche estaría de vuelta.

—Pero es peligroso —replicó él, frunciendo el ceño—. No puedo dejar que se arriesgue de esa manera.

—¿Por qué no?

La tranquilidad con que la joven habló hizo que, de repente, el cura se encontrara sin palabras. Las razones eran muchas e importantes, pero en aquel momento no se le ocurría elegir una de ellas. La primera respuesta lógica sería que se trataba de una mujer; pero desde que había llegado a aquella tierra, hacía diez años, la independencia y fortaleza de las mujeres de los caseríos y villas había dejado de sorprenderle. No era extraño encontrarlas acarreando leña o agua por los montes, solas o en pequeños grupos, o dedicadas a los trabajos más fatigosos y duros, como las bateleras que había visto en Pasajes o las sirgueras de Bilbao. Y la ocupación no había disminuido un ápice aquella independencia.

Sin embargo, aquella joven parecía más frágil, y además era de familia acomodada…

Iba a contestar cuando Inés insistió:

—Mire, padre, tengo muchos y buenos motivos para ayudar a los que luchan. Mi propio tío lo dejó todo para unirse al ejército de Cuesta, y hace poco llegó la orden de embargo de sus bienes. Yo no puedo quedarme sentada viendo cómo esos extranjeros destruyen nuestra tierra y nuestro futuro. Sencillamente, no puedo cruzarme de brazos.

El cura abrió y cerró la boca, pero de nuevo no supo qué decir. Por una parte, era una mujer, sí; pero se había arriesgado a espiar información en el hospital, y además Aramburu había hablado bien de ella; la conocía, y si algo pasaba estaba seguro de que se encargaría de protegerla. Y, por otra, sabía que la Junta estaba ansiosa por que se compraran las armas cuanto antes.

Pero aún tuvo que luchar un rato consigo mismo antes de articular su respuesta.

—Ahora no puede llevarse la bolsa —contestó al fin, a regañadientes—. Si mañana sigue pensando que se atreverá, venga temprano, y traiga una capa o algo para ocultarla. Llame a la puerta del norte, no entre por el claustro. Tiene que estar en la ermita a las once de la mañana y fingir que olvida la bolsa tras rezar. La persona que debe recogerla estará atenta para tomarla.

—El fraile que me ha abierto…

—No se preocupe, me encargaré de que la dejen pasar sin problemas. —La despidió con un gesto de la mano—. Hasta mañana.

Inés asintió y se dirigió a la salida, sin encontrar ni rastro del hermano Pedro. El día, cuando salió del convento, estaba tan fresco y ventoso como al entrar; densas nubes ocultaban el sol y el viento soplaba desde el norte. Inés dio gracias al cielo; estaba segura de que el tiempo se iba a mantener, y ello haría menos extraño que al día siguiente cabalgara tapada con una capa e incluso una capucha. Sonrió animada, y enfiló la bajada hacia la plaza con paso enérgico y una férrea decisión en la mirada.

Al día siguiente, Inés comprobó que no solo había acertado con su pronóstico del tiempo, sino que se había quedado corta. Hacía realmente frío cuando salió de su casa antes de las ocho de la mañana, y una neblina baja cubría los montes alrededor de la ciudad. Ella misma había ensillado su yegua, a pesar de que uno de los mozos del establo se ofreció para hacerlo. Aunque había pensado irse sin más, al fin se había decidido a dejar una nota bajo su almohada. No iba a ser necesario que nadie la viera, ya que pensaba estar de vuelta a la misma hora en que habría vuelto del hospital, pero si por casualidad el mozo comentaba a alguien que había tomado a Ilargi, sería mejor que tuvieran una explicación de su paradero.

Su nota era escueta, pero sería suficiente; sus tíos no dudarían que era muy capaz de haber ido a comprobar el estado de su casa de Albizu en un arranque de añoranza.

A aquella temprana hora ya eran muchas las personas que circulaban por las calles, y carros de provisiones accedían por la puerta de Santa Clara con destino a los puestos de la alhóndiga. A pesar del bullicio y el movimiento, el cadencioso golpeteo de los cascos de Ilargi en los adoquines resonaba en sus oídos como un estruendo que marcaba el ritmo de su corazón acelerado.

No tenía miedo, se dijo con valentía al golpear una de las puertas de servicio del convento de San Francisco. Solo sería una hora de cabalgada para ir y otra para volver, más el tiempo del ascenso a la ermita. Había hecho ese paseo múltiples veces en el pasado, y tanto ella como su yegua estaban acostumbradas a él.

Al cabo de diez minutos, la pesada bolsa de cuero colgaba de su hombro, cruzada en bandolera y oculta por la capa, y ella se encaminaba a la puerta del sur de la ciudad, que cerraba el camino de Mendiola. El soldado francés que estaba de guardia apenas miró sus papeles, fascinado por la sonrisa que ella le dirigió, y si le resultó extraño que una joven de su evidente clase saliera a cabalgar sola de la ciudad, no dijo nada. Aún continuaba mirándola cuando el carretero que aguardaba turno tras ella comenzó a protestar por el retraso, y tuvo que entregarle los papeles apresuradamente.

Inés mantuvo su montura al paso hasta que vislumbró la población de Mendiola, pero una vez la sobrepasó y el camino se hizo aún más solitario, se lanzó a un ligero trote, que siempre agradaba a la yegua. A lo largo de su recorrido apenas se cruzó con algunos labriegos, un par de carros y ningún soldado. No es que esperara haberlos encontrado en aquel camino que conducía hasta el pie de las montañas y que, convertido en un sendero estrecho ascendía hacia Albizu. Pero como cualquier cautela era poca en aquellos tiempos, llevaba en el arzón de su silla una pistola, y escondida en una funda atada a su pantorrilla, una daga que su tío le había traído de uno de sus viajes. Esas eran las precauciones habituales que solía llevar al cabalgar o subir a los montes sola; no porque temiera encontrar a seres humanos peligrosos, pero no sería la primera vez que se topaba con un jabalí, e incluso en alguna ocasión, al cabalgar hacia el oeste, había encontrado huellas recientes de lobos.

Llegó a Albizu sin contratiempos, y se encaminó al establo para atar a Ilargi. Había decidido subir paseando a la ermita, tal y como solía hacer cuando iba con su hermana a visitar la tumba de sus padres. Al escucharla trastear en el establo, Elvira salió de la casa, renqueante. Se mostró tan contenta como sorprendida de verla allí; pero cuando Inés le explicó que había llegado desde Vitoria para ver las tumbas de sus padres y que en cuanto acabara volvería a la ciudad, las exclamaciones de asombro y protestas de la mujer parecieron no tener fin. A duras penas consiguió que le dejara seguir el camino hacia la pequeña ermita situada en lo más alto del collado que se alzaba tras el pueblo, donde llegó bastante antes de la hora indicada.

La vista desde aquellas alturas era impresionante, e Inés no pudo sino pensar, algo sobrecogida, que la tierra no había cambiado por el hecho de que miles de franceses hubieran cruzado un río para dominarla. Allí, protegidos por la piedra dorada de la ermita, y dominando la vista de la ciudad y de la planicie, falsamente llana, que se extendía a su alrededor, reposaban los huesos de sus padres.

Inés se despojó de la pesada bolsa, la depositó en el interior, y salió de nuevo para arrodillarse sobre la tierra humedecida por la niebla. Y allí rezó; ante la tumba de sus padres, rezó por ellos, por su hermana, por sus tíos, por la suerte de todos los habitantes de su tierra. Pero también rezó por el joven Roux, por todos los soldados cuya vuelta aguardaban sus familias con temor y esperanza; rezó para que alguien recuperara la cordura y se diera cuenta por fin de que las ambiciones terrenales no eran nada cuando el recuerdo de los seres queridos desaparecía en las brumas del tiempo y hasta mantenerlo era un esfuerzo a veces infructuoso.

Rezó y rezó, y cuando dos lágrimas amargas comenzaron a rodar por sus mejillas, supo que había llegado la hora de regresar.