8

—Te ha estado esperando. No ha querido irse sin verte.

Doña María condujo a Inés hacia el pequeño cuarto donde las enfermeras se turnaban para descansar cuando terminaban su jornada.

—¿Cómo es que has venido tan temprano? Los médicos aún están visitando a los enfermos. —Empujó la puerta y le indicó algo al fondo de la estancia—. Ahí está. Ahora debo volver abajo. Una de las enfermas ha vomitado toda la cama, y tengo que vigilar a las mujeres que deben limpiarlo.

Inés le sonrió para agradecerle su ayuda, pero el dolor de cabeza que la acompañaba aquella mañana hizo que su sonrisa fuera algo tensa. Había dormido mal y se había levantado aún de noche, con cuidado de no despertar a su hermana. Poco después de acabar el baile popular habían vuelto a casa, sin esperar a los fuegos artificiales; su tía temía que en el ambiente algo desenfrenado que el baile había generado pudieran producirse desórdenes públicos y roces entre soldados y habitantes de la ciudad. Inés le habría dicho que nadie estaba tan loco como para hacerlo en una ciudad donde las fuerzas acantonadas igualaban en número a sus habitantes, pero lo cierto era que, a diferencia de su hermana, ella deseaba volver a casa cuanto antes. Una sensación de abatimiento se había apoderado de ella sin saber por qué. O al menos, sin querer saberlo.

Se acercó a Francisca Ibarra, que estaba amamantando a su bebé, y se sentó junto a ella.

—Lo siento mucho, Francisca —dijo con suavidad, y puso la mano sobre su brazo con afecto.

La mujer no levantó la vista de la cabecita del bebé.

—Es voluntad del Señor.

Ninguna de las dos dijo nada durante un largo instante. La noticia del fallecimiento del marido de Francisca había recibido a Inés a su llegada al hospital, y había hecho que el resto de preocupaciones se borraran de su mente, incluida la de que Adrien Labat tampoco hubiera dormido aquella noche en la casa.

Los sonidos del amanecer en el hospital llegaban amortiguados por la distancia, y las dos mujeres que ocupaban los jergones junto a la pared dormitaban quedamente. Solo los sonidos del bebé rompían el silencio. El bebé. Curiosamente, pensó Inés, ni siquiera sabía su nombre.

—¿Qué planes tienes ahora?

Francisca se encogió de hombros.

—Ya no queda nada de mi casa, y las tierras son arrendadas. A buen seguro el señor buscará otra familia que pueda encargarse de ellas. Tendré que encontrar un trabajo aquí en la ciudad.

—Pero ¿qué harás con tu hijo?

La mujer la miró con cansancio.

—No lo sé.

—Estoy segura de que habrá algún sitio al que puedas ir. —Se levantó—. Buscaré…

—No lo haga —la detuvo Francisca con brusquedad—. No la esperaba para pedirle ayuda. Solo quería darle las gracias por todo. Además, no pienso ir al hospicio.

Algo confusa por su recelo, Inés aceptó el agradecimiento, aún sabiendo que no había hecho nada digno de merecerlo.

—En realidad estaba pensando en el hospital de Santa María. Allí acogen a mujeres viudas y…

—Ahora no —aclaró ella, sin levantar la vista de su hijo—. Hay tantas ya que solo dejan que se queden las ancianas y las que no pueden trabajar. Yo no podría ir. Buscaré un trabajo.

Ambas continuaron en silencio un rato, escuchando los sonidos de aquel bebé, mientras su madre parecía estar muy lejos de allí. Inés esperó, suponiendo que ella acabaría por decirle algo más, por explicarle cómo pensaba sobrevivir sin su marido y con aquel bebé de poco más de un mes, qué tipo de trabajo creía que podría realizar sin abandonar a su hijo, en una sociedad que no permitía a las mujeres vivir solas y libres. Pero al fin comprendió que no iba a decirle nada más. Se levantó con un suspiro y se dirigió a la puerta. Con la mano en el picaporte, se giró para mirarla de nuevo. Había muy pocas alternativas, y parecía tan sola…

Mirando cómo contemplaba a su bebé, Inés comprendió que no podía dejar que se fuera sin ayudarla. Daba igual cuáles fueran ahora sus intenciones, acabaría por tener que dejar a su hijo en el hospicio para sobrevivir. Tenía que hacer algo.

Descendió las escaleras y se dirigió por el oscuro pasillo hacia la capilla, en busca de doña María, pero no estaba allí. El hospital no era grande —de hecho por ese motivo se había construido el nuevo junto al camino de Salvatierra, ahora convertido en cuartel militar—, pero era antiguo y enrevesado, lleno de añadidos que funcionaban como parches. Atravesó las cocinas, donde se afanaban en la preparación del caldo que servirían como comida, y continuó hacia los quirófanos, sin que las enfermeras con las que se cruzó pudieran decirle dónde encontrar a la hospitalera.

A punto de llegar a las salas donde se practicaban las operaciones, y cuyo acceso estaba en general prohibido, un ruido procedente de un cuarto bajo las escaleras llamó su atención. Sabía que en armarios como aquel se guardaban útiles de limpieza, y no consiguió imaginar qué podría ser aquel ruido rítmico, aquel golpeteo metálico de cadencia constante. Volvió la cabeza y vio que no había nadie en el pasillo; tampoco en las escaleras. Podía ser una especie de gotera, o tal vez algún producto que se estuviera derramando. Dudó un instante, porque el ruido era realmente extraño, e incluso creyó captar algo más, una especie de gruñido; pero no tenía sentido esperar en aquel pasillo hasta que alguien viniera.

Giró el pomo y abrió la puerta en el mismo instante en que doña María aparecía al fondo del pasillo. Pero, paralizada ante el hueco de la puerta, no pudo contestar a la pregunta que la hospitalera le dirigió, porque la visión que apareció ante sus ojos la dejó privada de habla: una mujer con la blusa bajada y los senos bamboleándose se aferraba a una barra fijada a la pared, mientras un hombre con los calzones bajados y gesto descompuesto la agarraba por las caderas, arremetiendo contra ella desde su espalda.

—¡Santa Madre de Dios! —exclamó doña María a su lado, santiguándose.

La exclamación hizo que la mujer se incorporara precipitadamente, arrancando las faldas de las manos del hombre, que se subió los calzones con idéntica velocidad.

Inés podía ser joven y soltera, pero de ninguna de las maneras era tonta, y no tenía ninguna duda sobre lo que significaba la escena que acababa de ver.

—¡En nombre del Señor, fuera de aquí! —bramó doña María con decisión—. ¡Juana, recoge tus cosas y sal de esta casa inmediatamente! Y usted, señor… soldado, vuelva a su cama ahora mismo. Ya que parece encontrarse perfectamente, avisaremos a su oficial que está en condiciones de volver a sus alojamientos.

—Pero doña María, por favor —rogó la mujer, acomodándose la blusa sobre los hombros, a punto del llanto—, necesito el trabajo. Sabe que yo…

La interpelada la cortó sin miramientos.

—Haberlo pensado antes de decidir llenar la faltriquera de esta forma. Sabes de sobra cuáles son las reglas; si os comportáis como busconas, vuestro sitio no está aquí sino en el campamento de estos… Bueno, da igual. Sal de mi vista cuanto antes. Y tú —se volvió hacia Inés—, en cuanto nos vayamos de aquí, me explicarás qué creías que hacías por estos pasillos.

La mujer la tomó del brazo y la condujo hacia la entrada. Entonces Inés se dio cuenta por primera vez, horrorizada y fascinada a partes iguales, de que no había apartado la mirada de la escena ni un segundo. Ella se había criado en el campo, y todo lo relativo al sexo se trataba con una naturalidad impensable en la ciudad; pero de ahí a contemplar en vivo aquella escena…

En mitad del maremágnum de incomprensibles emociones que la escena había despertado en ella —horror, fascinación, vergüenza, curiosidad…—, su sentido práctico se impuso. Aquella ocasión parecía llovida del cielo.

—Doña María —comenzó cuando llegaron a la entrada del hospital—, si esa mujer ya no trabajará como enfermera, conozco a una persona que la puede sustituir. Verá…

Y continuó su explicación, rogando que en aquella ocasión no le fallara la capacidad de persuasión que solía triunfar con sus arrendatarios cuando no querían hacer las cosas que ella les solicitaba.

Adrien introdujo las manos y los antebrazos en la jofaina, y luego tomó la toalla que reposaba sobre la encimera. Habían sido días agotadores y tenía la sensación de que apenas había podido dormir. Había llegado la tarde anterior después de una larga cabalgada, había pasado la noche sin apenas pegar ojo, y aquella mañana de nuevo lo habían llamado con urgencia. No tenía ninguna gana de lidiar con aquello.

—La comprendo, doña María, pero ya hemos hablado de esto otras veces: mientras el hospital esté tan lleno, no podemos permitirnos prescindir de las mujeres en las salas de los hombres. Sé que siempre habrá riesgos como el de hoy, pero de veras que necesitamos su ayuda. Usted misma ha de reconocer que hasta que decidimos hacerlo las cosas eran algo caóticas. Si este hospital funciona mejor que el resto es en parte por ellas. Y mientras siga estando bajo mi control, aquí seguirán. —El gesto de doña María demostró a las claras cuán ofensiva le resultaba aquella decisión; Adrien comprendió que tendría que intentar aplacar su mal humor—. Además, de no estar usted aquí tal vez las cosas pudieran ir demasiado lejos, pero tengo plena confianza en su capacidad para controlar a estas mujeres. Si cree que cualquiera de ellas ha de ser despedida, hágalo. Tiene mi total apoyo para ello.

—Por supuesto que si cualquiera de ellas decide comportarse como una buscona, lo haré —contestó agriamente, pero algo más suavizada por la confianza del doctor—. No voy a permitir que mi hospital se convierta en un burdel.

Adrien se mantuvo impertérrito, a pesar de que aquello le pareciera una exageración. El trabajo que debía realizarse en el hospital era duro, desagradable, repugnante a veces, y nadie lo realizaba si podía elegir otra cosa. La mayoría de las mujeres que ayudaban como criadas, más que como enfermeras, eran el último escalón de la sociedad, mujeres mayores y pobres, alcohólicas en muchos casos, y el riesgo de que alguna decidiera mejorar sus ingresos dedicándose a la prostitución entre sus muros siempre estaba presente. Pero desde que Adrien se había encargado de que el salario que recibían fuera mejorado —a pesar de las discusiones con Barrere sobre el tema—, apenas habían tenido casos así.

—Por supuesto, doña María. Lamento mucho que haya tenido que encontrar una escena tan desagradable. Pero al menos nadie más se ha enterado —intentó consolarla.

Una sonrisa de triunfo ascendió al rostro de la mujer, que lo miró con jactancia.

—Pues si eso es lo que cree está muy equivocado. No he sido yo quien los ha descubierto, sino esa joven, Inés de Mendívil. Me estaba buscando vaya usted a saber para qué cuando se le ha ocurrido abrir esa puerta. Es una muchacha muy agradable y me gusta su compañía, pero estará de acuerdo en que contemplar lo sucedido hoy no es adecuado para alguien de su educación y clase.

Adrien soltó la toalla, digiriendo aquella información. Maldita fuera…

—¿Ha venido hoy? —preguntó con toda la calma que pudo.

—Sí. Ahora está con uno de los heridos que quiere mandar una carta a su casa. Pero si vamos a mantener a las mujeres en el hospital, no quiero correr el riesgo de que vuelva a ver una escena similar, o aún peor. Su tía, a la que conozco desde hace tiempo, me pidió que velara por ella, y cuando se entere de lo que ha pasado hoy su enfado será enorme. Y no puedo culparla, la verdad.

Adrien asintió de manera distraída, y permaneció pensativo. Si ordenaba que Inés de Mendívil no volviera al hospital, dejaría de tener sobre ella el poco control que había conseguido tener. La joven comenzaría de nuevo a andar por la ciudad a sus anchas, sin ningún control ni límite, puesto que, sorprendentemente, sus tíos parecían poco dispuestos a imponérselos. Aquella idea le irritó por unos momentos, antes de darse cuenta de lo absurdo que aquello resultaba. Él no era el guardián de la testaruda joven, y, sobre todo, no podía pretender serlo. Al hacerle ir al hospital ya había roto una de las estrictas reglas que había observado toda su vida adulta, y que le impedía involucrarse con la situación que lo rodeaba. No podía volver a hacerlo. Daba igual la confusión que sentía o el anhelo que ella le provocara, alejar a Inés de Mendívil era la única cosa sensata que se podía hacer.

—Debería hablar con ella —sugirió la hospitalera, con un tono que daba a entender que no aceptaría dudas sobre aquello.

Adrien la miró en silencio. El simple hecho de dudar sobre lo correcto ya indicaba que había ido más allá de lo admisible.

—Si quiere le puedo decir que venga —insistió la mujer de nuevo.

—No quisiera molestarla más, doña María.

—No es ninguna molestia.

La tenacidad de la hospitalera comenzaba a irritar a Adrien. No le gustaba sentirse presionado ni forzado a tomar una decisión, pero en su fuero interno sabía que no quedaba otra salida. En relación a aquella muchacha, se estaba comportando de una manera tan irracional que ni siquiera él era capaz de entenderlo. Aquello debía acabar cuanto antes.

—De acuerdo. Dígale que vaya a mi despacho dentro de diez minutos.

Mucho menos enfadada que cuando había llegado, pero de ninguna manera contenta, doña María asintió y salió de la estancia.

Pero, a pesar de su aparente decisión, Adrien tardó varios minutos en sentirse preparado para abordar a Inés. No se engañó achacándolo al cansancio, pues sabía que era mucho más que eso.

Durante los días que había permanecido de viaje había conseguido no pensar en ella. Bastante tenía con tratar de pasar desapercibido mientras conseguía reunirse con alguna de las partidas que comenzaban a organizarse en la zona. Pero al entrar en la ciudad la víspera, había sentido un ansia terrible de encontrarla. Un ansia que le había descolocado, que le había sorprendido, que le había hecho sentirse furioso; y el miedo a hacerlo, a cruzarse con ella en las escaleras de la casa, le había hecho ir en busca de Louise Junot, una de las amigas íntimas que había aprendido a mantener de vez en cuando. Louise lo había recibido con los brazos abiertos; habían paseado juntos, y él había conseguido sentirse casi de buen humor.

Casi.

Pero entonces se habían detenido en la plaza, y la había visto entre el grupo de muchachas que bailaban; la había visto porque era imposible no hacerlo, porque su exquisita presencia resplandecía entre todas ellas como si un faro la iluminara, porque su risa grave llegó hasta él, clara y precisa, a pesar del tremendo barullo en que la plaza se había sumido. Y antes de saber lo que hacía, la había abordado, para echarle en cara… ¿qué? ¿Que era hermosa y vital? ¿Que su risa y su alegría lo volvían loco? ¿Que jamás ningún hombre debería mirarla, salvo él?

La llegada de Louise lo había salvado de proclamar alguna locura como aquellas.

Por la noche, cuando al fin se arrojaron en la suntuosa cama de la vivienda que Louise tenía alquilada en la zona alta de la ciudad, junto a la antigua judería, la había besado y poseído de una manera tan urgente, tan desesperada, tan hambrienta, que ella se había reído y le había dicho que daba por bien empleados sus muchos días de ausencia en su cama. Y tras haber abandonado su lecho al alba, sudoroso y extenuado, se dijo que había recuperado el equilibrio y ahora podría mostrarse inmune al apetito que ella despertaba en él.

«No te lo crees ni tú», se burló una voz en su interior.

No, tal vez no, reconoció, pero la distancia había demostrado ser un buen remedio. Al menos, durante el día; las noches eran otro cantar. Demasiado a menudo recordaba la forma en que su cuerpo, exquisito y soberbio, se había revelado apenas un instante contra la luz plateada de la luna, y la desolación de su figura fantasmal ovillada en el balcón de su casa. Jamás habría reconocido, cuando pretendió que acudiera al hospital bajo la excusa de poder vigilarla, que en realidad anhelara otra cosa; tampoco estas jornadas en que había cabalgado sin pensar ni un minuto en el riesgo de lo que hacía.

Pero ahora estaba en el hospital, de vuelta a su rutina más segura, y la sola idea de saberla a unos metros le trastornaba.

Había sido un necio al permitir que su dolor creara una grieta en su corazón blindado; y lo que era peor, su recuerdo había comenzado a interferir en su deber. Aquello no debía suceder de nuevo. Debía mantenerse lejos de Inés de Mendívil para siempre, incluso si para ello debía quedarse a dormir en el hospital. Por mucho que le atrajera su valentía, su coraje, sus ganas de vivir, él tenía un deber al que jamás podría dar la espalda. Y en aquel compromiso, en el juramento que una vez se había hecho a sí mismo, no había ningún lugar para mujeres fascinantes, temperamentales y enloquecedoras, capaces de esclavizar su alma con tan solo el eco de su risa grave y sugerente.

—¿Me está diciendo que no vuelva? —Los ojos de Inés llamearon de furia.

Con las manos a la espalda y los pies firmemente asentados tras la mesa del despacho, Adrien se mantuvo imperturbable.

—Exactamente.

—¿Y si yo deseo volver?

—Sabrá resistirse a tal deseo.

—¿Y si no consigo resistirme y vuelvo? —insistió sarcástica, entornando los ojos.

—Me temo que en tal caso tendría que dar instrucciones al celador para que la acompañara al exterior.

Sintiendo que un acceso de rabia ascendía por su garganta, Inés apretó los puños sobre su regazo. No le iba a permitir que jugara con ella de aquella manera.

—Veamos si lo he entendido —comenzó con engañosa tranquilidad—. Hace una semana usted me chantajeó para que viniera al hospital. Y ahora que estoy en él, sin haber protestado ni revelado a nadie su sucia maniobra, me dice que, si vuelvo, me echará a patadas, ¿correcto?

Impasible, Adrien se limitó a corregir:

—Le he dicho que si vuelve me ocuparé de que le recuerden que no debe estar aquí.

—Y ya que en su momento me dijo que no estaba loco —continuó ella sin inmutarse—, y por tanto esa no puede ser la razón de su demencial comportamiento, debo concluir que se ha propuesto volverme loca a mí. Pero resulta, monsieur doctor —recalcó la palabra con ironía—, que yo no estoy dispuesta a que lo consiga. Así que, ya que en la primera ocasión se negó a ello, le advierto que si esta vez no conozco los motivos de su decisión mucho me temo que mañana daremos un lamentable espectáculo en la puerta de entrada.

Su mirada desafiante fue recibida por Adrien con aparente serenidad, pero el latido de un músculo en su mandíbula delató una emoción diferente.

—No me rete, mademoiselle —contestó Adrien conservando la calma.

—Ya lo he hecho, monsieur —replicó ella sin rastro de humor.

Ambos se contemplaron con la misma arrogante decisión. La indignación encendía el rostro de Inés y hacía que sus ojos adoptaran la tonalidad del mar en un día de tormenta. Muy a su pesar, Adrien no pudo evitar ser consciente de aquella extraordinaria belleza a la que ella daba tan poca importancia. Ninguna de las damas que él frecuentaba aceptaría salir de casa con un vestido tan ajado como el que ella llevaba en aquellos momentos. Y, sin embargo, ella estaba allí, altiva y orgullosa, con las mangas dobladas sobre los antebrazos y un delantal viejo que le quedaba grande, con el pelo recogido en un sencillo pañuelo y echando chispas por los ojos, porque él no le permitía realizar el trabajo que ninguna joven de buena cuna querría hacer.

—No debe volver porque no merece mezclarse en esta inmundicia —dijo con ímpetu, antes de darse cuenta de lo que estaba diciendo.

Lo inesperado de sus palabras hizo que Inés se encontrara, muy a su pesar, sin respuesta. Porque no era solo que él hubiera condescendido a darle una explicación, cuando ella ya había asumido que aquel hombre fastidioso nunca le explicaría las razones de sus actos; era que el matiz de preocupación en su voz había sonado tan auténtico que, por un momento, Inés llegó a creer que el motivo de aquel veto era que Adrien Labat se preocupaba de veras por ella.

¿Podía haber algo más absurdo que aquello?

Tratando de disimular su confusión, miró en derredor. La silla dispuesta ante el escritorio pareció acudir en su ayuda; la tomó y, tras alejarla un poco de la mesa, se sentó. Una pequeña duda había calado en su cabeza, pero se obligó a desecharla; era evidente que aquel hombre la estaba poniendo a prueba, y ella no podía caer en sus manejos.

Extendió sobre la falda los dedos que aún tenía doblados y dijo con contundencia:

—Pues yo deseo ayudar.

Adrien todavía se estaba reprochando su arranque sentimental cuando la rotundidad de aquella frase lo desarmó por completo. La miró de nuevo, pero esta vez no pudo conservar el aire suficiente que había pretendido mantener en aquel encuentro. Un relámpago de dolor nubló sus ojos un instante, antes de que pudiera controlarlo.

—Así no me ayuda, Inés.

Se hizo un silencio absoluto. Por alguna extraña razón, mientras el pulso azotaba sus oídos, Inés no fue capaz de apartar la mirada de aquel rostro hermoso y viril, en el que, por un momento, un destello de vulnerabilidad había quebrado la habitual fuerza y energía. Se dio cuenta de que, a pesar del bronceado y la apariencia inconmovible, tenía marcas oscuras bajo los ojos y unas líneas se marcaban a los lados de su boca. Parecía agotado. Aunque, claro, pensó mordaz, ¿cómo iba a estar, después de ver la manera en que la mujer rubia apretaba sus curvas contra su cuerpo?

A punto de responder con ironía que, si quería ayuda, llamara de nuevo a su amiga Louise, la frase murió en sus labios antes de nacer, disuelta por la sorpresa y confusión que su propio cinismo generó en ella. Había estado a punto de hablarle con algo que se parecía, sospechosamente, a… ¿a qué? ¿Al despecho? ¿A la indignación? ¿Qué tontería era aquella?

La sola idea de que lo que hiciera Labat pudiera generar en ella ese tipo de emociones era absurda por completo. ¿Qué le importaba a ella dónde o con quién durmiera el francés? ¿Qué le importaba que la tratara con distancia, con recelo o que simplemente no la tratara? ¿Cómo podía su corazón alterar su ritmo, solo porque hacía unos instantes hubiera creído adivinar en su tono vehemente una pizca de preocupación por ella?

No, a ella lo que hiciera Adrien Labat la tenía sin cuidado.

«¿Y por eso has pasado la noche dando vueltas sobre el colchón, esperando escuchar sus pasos en las escaleras? ¿Por eso te has levantado siendo perfectamente consciente de que no había dormido en la casa?».

Pero antes de que pudiera librarse de la molesta voz de su conciencia, el médico habló de nuevo:

—No me había dado cuenta hasta ahora del tipo de ambiente al que puede estar sometida aquí —pronunció con tono condescendiente, ya recuperado su autodominio—. Si sus tíos se enteran de lo sucedido hoy querrán colgarme. Y estarán en su derecho.

—Así que de eso se trata —contestó Inés, molesta por sus propios contrasentidos—. Teme que mis tíos se enfurezcan con usted.

—Son mis anfitriones. No deseo ser desagradecido.

—Por supuesto. Entonces, para que mi… virtud no se vea corrompida por cosas como las que hoy han sucedido, me está diciendo que lo mejor es que no vuelva a realizar una labor que tan bien ha sido recibida por los enfermos. ¿Suceden muy a menudo estas, eh, situaciones, alrededor de usted, doctor Labat?

El matiz irónico no pasó desapercibido para Adrien. Sorprendido, trató de encontrar alguna razón para aquel inesperado sarcasmo, pero si la había, escapaba a su comprensión. Habría pensado que ella estaría más que feliz de librarse de tener que ir al hospital y, sin embargo, estaba reaccionando de una manera sorprendentemente belicosa.

—No. Pero no deseo arriesgarme.

—Ya…

Inés sopesó aquella respuesta con calma; a pesar del aparente aplomo del médico, algo en su interior le decía que se sentía incómodo, y que deseaba acabar cuanto antes con aquello.

Pero ella no estaba dispuesta a ponérselo tan fácil.

—¿Y si le digo que escenas como la que hoy he contemplado no me sorprenden, cambiaría de opinión?

Los ojos de Adrien se abrieron de asombro.

—¿Qué está diciendo?

Inés flexionó los dedos de su mano derecha y la giró, contemplándose las uñas.

—Le estoy diciendo que he crecido en el campo, y que en la finca criamos ganado. El apareamiento no tiene ningún misterio para mí. No crea que es el primer acto de ese tipo que veo.

Un silencio anonadado siguió a su declaración. Por un largo instante, Adrien se sintió incapaz de hablar. ¿De veras había dicho lo que él había escuchado? La cabeza de la joven seguía inclinada hacia delante, sin que él alcanzara a ver su rostro por completo, pero parecía tranquila. Desde luego, más tranquila de lo que se sentía él. Tuvo que tragar saliva varias veces antes de sentirse capaz de controlar su voz.

—¿Me… me está diciendo que antes de hoy ya había visto a una pareja —dudó antes de decirlo— apareándose?

El tono incrédulo de su última palabra fue tan marcado que, muy a su pesar, el calor comenzó a inundar las mejillas de Inés. Una vocecilla se abrió paso en su interior, gritando que aquella conversación era muy mala idea. Pero ¿cómo detenerse, una vez que había comenzado? ¿Cómo retroceder sin que él pensara que, además de ingenua, era simple y pretenciosa?

—Le estoy diciendo —elevó la barbilla con orgullo— que he visto cómo se aparean los caballos y las yeguas de la finca, las ovejas, los cerdos… Eso es lo que estoy diciendo.

Transcurrieron varios segundos hasta que Adrien pudo hablar de nuevo, y entonces su voz sonó enronquecida:

—No creerá que lo que ha visto hoy aquí tiene algo que ver con el… apareamiento del ganado.

Bajo su tenaz escrutinio, Inés sintió que se ruborizaba hasta la punta de las pestañas. No quería dar su brazo a torcer, aunque una pequeñísima parte de sí ya estaba arrepentida de haber iniciado aquella conversación. Hablar de la escena de la mañana con Labat la estaba llenando de vergüenza, pero también de algo más: un calor líquido como el fuego, un temblor íntimo y extraño que parecía apoderarse de sus miembros. Pero ni por todo el oro del mundo pensaba dejar que él lo supiera.

—Llámelo como quiera —espetó, indignada, alzando la barbilla con orgullo.

Adrien tragó saliva; el crudo deseo que había comenzado a sentir le hizo darse cuenta de que permitir aquella conversación había sido un error. Las cosas no estaban saliendo como él había querido; porque aunque no le había sorprendido descubrir que ella no se había inmutado ni un ápice al encontrar la escena, nunca habría creído que este tipo de charla iba a producirse. Y para su desgracia y su bochorno, se había excitado, maldita fuera; se había excitado al imaginarla inclinada, dispuesta, mientras él tomaba aquella falda con ambas manos y la levantaba, descubriendo su piel suave, nacarada…

Estuvo a punto de lanzar un juramento, y entonces se dio cuenta de que ella lo miraba con aquel gesto retador… No. No podía pensar en ella en las posturas que acudían a su mente. Aquello tenía que acabar en aquel mismo instante. Haría lo que fuera necesario para que Inés de Mendívil no volviera a mirarlo a la cara. Aunque ello supusiera que lo odiara.

Y ojalá lo hiciera.

Inspiró hondo y salió de detrás de la mesa del despacho.

—Tal vez tenga razón, mon ange. —Su voz sonó tan tenue que Inés tuvo que girarse sobre la silla para escucharlo, cuando comenzó a pasear por la sala—. No es un problema de nombres, sino de sentidos. No deberíamos confundir la cruda necesidad que empuja a dos personas a copular como animales con el deseo que nace poco a poco de una mirada, de una sonrisa, del olor y el calor de una piel desnuda. —Un violento escalofrío agitó a Inés. El tono suave y cadencioso de la voz de Labat parecía volver denso el aire a su alrededor—. No deberíamos confundirla con la sensualidad del cabello que se despliega como un abanico de seda sobre la almohada del amante, ni con la pasión que oscurece el entendimiento y arquea el cuerpo para acercarlo a la fuente del calor que lo derrite. —Se acercó lentamente a la silla que ocupaba Inés y se colocó tras ella—. ¿Qué es lo que tú conoces, Inés? ¿Qué provoca en ti ese rubor tan seductor? —Bajo la mirada hipnotizada de Inés, su mano se elevó hacia su cuello, acariciándolo. Los dedos se deslizaron con enloquecedora suavidad por la parte de clavícula que quedaba al descubierto, y luego más abajo, por la franja de piel que el recatado escote descubría—. ¿Qué placer es el que anhelas, qué deseos te han traído hasta aquí y hacen que vibres de anticipación?

Paralizada y jadeante, Inés creyó que no podría respirar. Su pecho subía y bajaba, agitado, y su cerebro parecía haberse derretido hacía muchos momentos. El estremecimiento que había seguido al contacto de sus dedos había sido tan violento y tan delicioso a la vez que creyó que jamás podría volver a moverse. Permaneció muy quieta, deseando más, anhelando más y temiendo que todo acabara, sin querer escuchar la voz de la razón que le gritaba desesperada: «¿Qué estás haciendo? ¿Qué le estás permitiendo que te haga?».

Entonces Adrien apartó las manos de su piel, y en dos zancadas se colocó de nuevo junto a la mesa, apoyándose en ella y mirándola con firmeza.

—Vete ahora que puedes, Inés —pronunció con voz ronca—. Esto no debe ser.

La sensación de pérdida en el lugar que habían ocupado sus manos fue brutal. Anonadada, Inés intentó reunir los fragmentos de sentido común que parecían haber estallado en pedazos al contacto con sus dedos. Los ojos grises habían recuperado su habitual frialdad, pero ella aún podía sentir sobre la piel el camino de fuego que sus manos, suaves e intensas, llenas de deseo y pasión, habían trazado hacía tan solo unos momentos. ¿Era posible que él hubiera fingido eso? ¿Era posible que sus mentiras fueran tan refinadas, tan magistrales?

El cuerpo de Inés latía con una extraña necesidad que buscaba una respuesta. Era inexperta en aquel juego que él parecía conocer tan bien, y no pretendía fingir otra cosa; pero necesitaba saber.

—¿Y si deseo… volver? —preguntó de nuevo; pero esta vez la inseguridad teñía sus palabras.

Adrien miró sus grandes ojos azules, que lo contemplaban expectantes, incapaces de ocultar el asombro, la incertidumbre, el anhelo. Sinceros, sinceros y honestos, vibrantes y apasionados.

Y, ahora, también, temerosos de su respuesta.

Suspiró con dolor, odiándose por lo que iba a hacer, pero ella no le dejaba ninguna alternativa. Tenía que irse. Para siempre. Cuanto antes. Como fuera.

La miró a los ojos con suficiencia y sonrió con lástima.

—No lo hagas, Inés. No puedo negar que tu interés por… volver me resulta halagador, y es evidente que eres una mujer hermosa, pero no tienes la sofisticación necesaria para el tipo de relación que estoy acostumbrado a mantener. No puedo negar que eres bella y resuelta, pero también eres altiva, fría y distante. He visto cómo tratas a los pobres infelices que revolotean a tu alrededor: les dejas que te admiren, que te cortejen, sabiendo que nunca te pondrás a su alcance. Pero yo no encuentro atractivas a chiquillas engreídas, demasiado conscientes de su propia importancia. Yo deseo a mujeres de verdad. Mujeres que saben lo que quieren, que no se asustan de su propia pasión, que conocen los deseos de un hombre y no los temen. Y sería una lástima que te pusieras en evidencia deseando volver, Inés. Por supuesto que habrá otros hombres que sepan apreciar los encantos que tan generosamente estabas dispuesta a ofrecerme, pero yo… En fin, mis gustos son más mundanos. Y, ahora, si me disculpas, mis pacientes me esperan. No soy para ti, Inés. Espero que lo entiendas.

Y con aquellas palabras, salió del despacho sin volverse ni un instante a contemplarla.

Tuvieron que transcurrir varios segundos hasta que Inés consiguió que el aire llegara a sus pulmones. Un puñetazo no la habría noqueado con mayor eficacia. Permaneció sentada, con la cabeza dando vueltas, sin saber siquiera si respiraba. A pesar del calor que allí hacía, un frío glacial había calado hasta sus huesos, y apenas era capaz de comprender qué había sucedido.

Oh, pero qué estúpida era, se dijo cuando pudo ir rehaciéndose, a punto del llanto. Estúpida, necia, insensata… Con apenas una caricia aquel hombre había conseguido dejarla reducida al nivel de una idiota babeante, que se había lanzado de cabeza a insinuarse sin recato ni prudencia. Oh, Dios, en qué había estado pensando…

Aquel contacto tenue y ardiente le había hecho olvidar su dignidad, su decoro, su honor. Tratando de detener el torrente de humillación que agitaba su cuerpo, se secó las lágrimas con rabia y se levantó. Muy bien, si aquello era lo que aquel francés arrogante quería, aquello era lo que iba a tener. Se podía meter su maldito hospital por donde le cupiera. Ella, por su parte, volvería a ocuparse de lo que hacía antes de que él se entrometiera en su vida. Y a partir de ese momento, dedicaría todas sus energías a olvidar que alguna vez lo había conocido.