Varios días después, Inés se anudó el delantal a la cintura con tal furia que tuvo que aflojarlo de nuevo para poder respirar.
Vaya semana llevaba…
Primero, había discutido con su tía por permitir que Clara acudiera al hospital. Teresa Mendoza no había comprendido su enfado; le había dicho que su hermana solo había acudido allí de visita, lo que no le parecía censurable en absoluto, y finalmente se había molestado con ella por insistir en que las cosas no habían sido así. Luego había discutido con Clara, tratando de averiguar la razón por la que el médico francés había conseguido tal poder sobre ella; pero su hermana siguió en sus trece de no contarle nada sobre sus motivos para acudir al hospital. Y cuando, después de dos días de resistirse a aquel chantaje, había decidido a regañadientes cumplir su parte del trato, había descubierto que el francés no solo no estaba en el hospital para recibirla, o vigilarla, o lo que quisiera que hubiera motivado su extravagante exigencia, sino que ni siquiera había dado instrucciones a nadie sobre qué hacer con ella. Había estado a punto de volverse a su casa, pero su intención de hacer que el francés se arrepintiera de haberla manipulado había podido más. Así que, tras explicarle al celador su situación, este la había dirigido hacia la sala de las mujeres, donde estaba la hospitalera. Pero se había equivocado de pasillo y tropezado con el depósito de sanguijuelas, lo que le había hecho vomitar sin remedio.
Y ahora, tras volver de la sala de curas, donde había pasado un par de horas sin casi nada que hacer, había descubierto que su vestido favorito se había manchado de algo que no quería ni pensar qué era. Solo nimiedades, si pensaba en el dolor y la desolación que la rodeaban, pero suficientes para hacerla desear gritar de frustración.
Si no fuera porque estaba decidida a revertir aquel chantaje en su favor, ya lo habría mandado todo al diablo. Pero estaba decidida a que el francés lamentara su arrogancia. ¿Que tenía que acudir todos los días al hospital porque a él se le había antojado? Muy bien, pues utilizaría aquella forzosa estancia en su propio provecho. Al fin y al cabo, el hospital estaba lleno de franceses heridos, y estaba segura de que podría captar conversaciones que resultarían muy valiosas en los oídos adecuados.
Salió de la sala de enfermería con aquel delantal, antes de que alguien le dijera que no podía tomarlo, y se fue en busca de la lavandería, donde intentaría quitar aquella mancha de su falda. No había sido muy inteligente por su parte llevar aquel vestido en vez de uno mucho más viejo; e intuir que lo había hecho por vanidad era lo que más la irritaba de todo.
Estaba en la lavandería, recibiendo la amable —aunque ineficaz— ayuda de una mujer que olía a ginebra, cuando un tremendo alboroto de relinchos y ruidos de ruedas se alzó sobre el rumor de los fogones que calentaban el aire. A través de los gruesos muros de piedra, el sonido amortiguado de lo que parecieron gritos de dolor le puso los pelos de punta. Sin pensarlo dos veces, sorteó las sábanas tendidas y salió corriendo hacia la entrada del hospital.
Tres carros se hallaban detenidos ante la puerta, y de cada uno de ellos estaban bajando a varios soldados entre lamentos y gemidos de dolor. Algunos eran transportados en camillas, pero otros debían descender por sus propios medios. De un vistazo, Inés calculó que allí habría al menos veinte heridos. Entonces al fondo de un carro vio los cuerpos que nadie se molestó en bajar, y comprendió que también había varios muertos.
Sin saber cómo actuar, se pegó a la pared. Había velado la enfermedad de su madre en sus últimos momentos, y la había visto morir mientras besaba su mano ya exánime. Había visto fracturas fatales de huesos en algún muchacho imprudente y muchas heridas sangrantes en el pueblo; pero a pesar de sentirse inmunizada contra la enfermedad y la muerte, nada había sido comparable a aquello.
Las camillas que pasaban ante ella portaban cuerpos desgarrados, miembros arrancados, carne chamuscada cuyo olor se le grabó en el cerebro. Y sangre por todas partes. Entonces escuchó un grito familiar a su derecha, imperioso y seco: con expresión sombría y determinada, Adrien Labat impartía órdenes mientras descendía del caballo, diciendo a unos y otros lo que había de hacerse, dirigiendo aquella maraña de heridos y enfermeros con precisión y eficacia.
Inés contuvo la respiración al verlo dirigir el caos con firmeza inconmovible. Ella se sentía temblar, y la indecisión la mantenía pegada a la pared, pero el médico se movía entre los heridos con la misma seguridad y elegancia con la que se movía en un salón de baile. Su rostro permanecía impasible a pesar de que no había dejado de dar órdenes ni un minuto, y por un momento Inés se preguntó si habría algo en esta vida que pudiera afectar a aquel hombre.
Cuando todos los heridos fueron conducidos al interior, Inés les siguió. Labat estaba colocando una especie de papeles junto a los cuerpos de los hombres, con rapidez y sin ninguna vacilación. Cuando acabó, dio una voz para que le siguieran con una de las camillas y salió corriendo por el pasillo que conducía a los quirófanos. Los enfermos empezaron a ser dirigidos a diferentes salas, según la gravedad de su estado, y el vestíbulo comenzó a despejarse.
Apoyada en una de las esquinas del frío espacio, Inés se dio cuenta de que seguía temblando. Todos los enfermeros se habían ido, acompañando a los diferentes heridos según las instrucciones de Labat, y el silencio que siguió al anterior alboroto resultó ominoso y lúgubre. Permaneció quieta, sin saber qué hacer en aquel vestíbulo casi vacío, hasta que se dio cuenta de que al fondo de la sala algunos heridos permanecían sin atención.
Con sigilo, casi de puntillas, se acercó a aquella zona, y una oleada de náuseas estuvo a punto de hacerla vomitar. Se apretó el estómago, tratando de contener las arcadas, y apartó la mirada de la herida abierta que uno de ellos tenía en el abdomen. Parecía joven, a pesar de la sangre seca que apenas dejaba ver su rostro. Entonces la vista de su rubio cabello, pegado al cráneo, agitó un recuerdo en la mente de Inés. Con un presentimiento, se inclinó hacia el muchacho, y a duras penas reconoció al joven Roux, con quien había bailado hacía apenas una semana y que le había hablado de su amada granja y su familia.
Su indecisión se acentuó. Ella no pintaba nada allí, y lo mejor que podía hacer era irse. En algún momento, alguien acudiría a atenderlo, y en cualquier caso, no era cosa suya.
Pero a pesar de su intención, el recuerdo de la sonrisa del muchacho al hablar de su hermana no le permitió alejarse sin más. Elevó la vista hacia el celador que continuaba junto a la puerta.
—¿Puede llamar a alguien para que se encargue de ellos?
El hombre ni siquiera se acercó. Desde donde estaba, negó con la cabeza e hizo un gesto hacia el papel que había junto al joven.
Inés miró al hombre, desconcertada, y luego tomó el papel: una cruz negra sobre fondo blanco. La crudeza de aquella sentencia, anónima e inapelable, le provocó un acceso de estupor. ¿Y ya estaba? ¿Eso era todo? ¿Así terminaba la vida de un muchacho en aquella guerra, abandonado sobre las frías losas del hospital, sin que nadie intentara salvarlo?
Un murmullo hizo que mirara hacia abajo. Sorprendida, vio que el muchacho trataba de enfocar los ojos en ella, y antes de pensar en lo que hacía, soltó el papel y se arrodilló junto a él. Supo que Roux la había reconocido porque sus ojos cobraron vida un segundo, antes de empañarse de nuevo.
Pasó la mano por los cabellos del joven mientras trataba de encontrar palabras que pudieran confortarlo, pero a sus propios oídos sonaban estúpidas y huecas. Entonces, volviendo un momento del lugar donde su agonía lo hubiera llevado, Roux habló.
—Mademoiselle Inés. —Su rostro se deformó con una mueca que intentó ser una sonrisa—. ¿Me concederá… otra vez…?
Un acceso de tos interrumpió sus palabras, y el pálido rostro del muchacho se crispó de dolor. Inés apretó su mano, intentando darle valor.
—Claro, monsieur Roux. En cuanto toquen la siguiente pieza.
—No me deje, mademoiselle. Hace frío en este baile… tanto frío… —murmuró, aferrándose a su mano con una desesperación mayor que sus escasas fuerzas. Luego, comenzó una letanía de frases en francés.
En el inquietante silencio de aquel lugar ahora vacío, Inés sin embargo apenas era capaz de entender algunas de sus frases: … maman… dire à… je t’aime… Tuvo que inclinarse hacia él, en un esfuerzo por no perder ninguna de las palabras que aquellos labios agotados pronunciaban. Y aunque anhelaba marcharse y desprenderse de la presencia de la muerte que los envolvía, tan solo siguió allí en silencio, sosteniendo su mano mientras él seguía rogando que no lo dejara y ella veía cómo el último resquicio de vida desaparecía de sus ojos. Y siguió sosteniéndola muchos minutos después, cuando era evidente que nada quedaba ya en aquel cuerpo de lo que había sido en vida el soñador, dulce y sencillo Émile Roux.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando al fin se decidió a cerrar los ojos del joven y apoyó las manos en el suelo, sintiéndose asqueada. Deseaba salir corriendo de allí, irse a su casa, sumergirse en la tina para arrancarse a restregones el olor a muerte que se le había pegado a la piel. Deseaba salir corriendo para meterse en la cama y gritar y gritar por todos los pobres desgraciados que, como Roux, entregaban su vida a cambio de… ¿de qué? ¿Honor? ¿Gloria? Un precio tan alto, a cambio de tan, tan poco…
Pero no podía hacerlo, aún no.
Se restregó los ojos con el dorso de la mano y se levantó del suelo. Vio pasar a un enfermero al que recordaba haber visto en la sala de los soldados graves; le pidió que le indicara dónde conseguir papel y pluma, y con paso agotado le siguió hacia el interior del hospital.
Adrien abrió la puerta despacio y entró en el cuarto.
—Mademoiselle —llamó con suavidad. Pero la joven continuó con la cabeza gacha, inclinada sobre el papel en blanco.
Se apoyó contra la puerta, sin querer acortar la distancia. Estaba agotado, sucio, hastiado. Siempre le sucedía lo mismo cuando tenía que lidiar con momentos como aquellos.
—Mademoiselle, es tarde —insistió, viendo que ella mantenía la pluma sobre el papel vacío—. Debe irse a su casa. Su familia estará preocupada.
Supo que le había escuchado porque movió la cabeza de un lado a otro con lentitud. Pero continuó en silencio.
Un suspiro escapó de la boca de Adrien. Se separó de la puerta y avanzó unos pasos.
—Hoy no escribirá esa carta —dijo con paciencia.
Los ojos azules de la joven, enrojecidos pero secos, se elevaron hacia él.
—Debo hacerlo. Se lo prometí.
El tono resignado pero sereno de su voz hizo que el corazón de Adrien diera un pequeño salto. Inés de Mendívil trataba de aparentar indiferencia, pero en el fondo de aquellas pupilas, agrandadas por un llanto que ya había cesado, Adrien reconoció una emoción cercana, descarnada y primaria, que jamás podría dejarlo impasible.
Vulnerabilidad.
Y en algún lugar de ese corazón que lo comprendía, algo se quebró.
Tuvo que hacer un supremo esfuerzo de voluntad para no tender la mano hacia ella y acercarla a sí, tratando de consolar su desolación, espantar su miedo. Pero lo consiguió, como lo había conseguido todos aquellos años, forzándose a olvidar, a no sentir, a no pensar…
Colocó su mano sobre la de ella y retiró la pluma.
—No hoy, mon ange.
Inés fijó la vista en aquella mano, y luego la elevó hacia su rostro, desorientada por el tono cálido de su voz. Dejó que le quitara la pluma, y él la tomó por el brazo para ayudarla a levantarse.
—Está demasiado impresionada. Váyase a casa. Buscaré algún soldado que la acompañe.
Ella parpadeó y miró en derredor, como si ni siquiera recordara dónde se encontraba.
—No —negó, comenzando a recuperar el control de sí misma—. No es necesario. Estoy bien. Solo quiero… —Se detuvo, e inspiró hondo antes de continuar—. Solo quiero escribir esa carta para sus padres.
Adrien asintió, comprensivo, y la condujo hacia el pasillo.
—Lo sé, doña María me lo explicó. Pero será mejor que espere a mañana. Poner distancia le ayudará a hacerlo. Mañana podrá ver más claro cómo es la carta que esa madre querría recibir. Vamos, la acompañaré yo mismo hasta su casa y me cambiaré de ropa antes de volver aquí.
La había conducido por un pasillo diferente al que ella conocía, que no atravesaba las salas de enfermos. Empujó una puerta lateral que se abría junto a la tapia del convento de San Francisco y salieron al exterior.
—Lamento mucho que se haya visto envuelta en este caos. Créame si le digo que no era mi intención que se viera obligada a atender moribundos, y tampoco pretendía que lo hiciera su hermana.
Ella se encogió de hombros.
—Estaba allí. Tenía que hacer algo. Además, nadie más parecía afectado. Supongo que se pasará con el tiempo.
Adrien apretó la mandíbula, pero no dijo nada; en efecto, se pasaba. Todo dolor pasaba. «O al menos, dormita para permitirnos vivir».
Descendieron hacia el mercado de la leña. El sol comenzaba a bajar sobre las casas porticadas de la plaza Nueva. Inés se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno, pero no sentía hambre. Atravesaron en silencio la plaza y al entrar en la calle Herrería fue Adrien quien habló:
—Respecto a lo que le dije de venir al hospital, no es necesario.
«Y al infierno el encargo de Barrere».
Sin detener su camino, Inés lo miró de reojo.
—¿Por qué?
—Porque no creo que esté preparada para los horrores que se ven allí a diario.
Ella aceptó aquella respuesta sin emoción. Al cabo de un momento, dijo encogiéndose de hombros:
—Ni siquiera sé por qué era necesario antes.
Pero Adrien no contestó, ni volvió a hablar hasta que entraron en la casa. La voz de Teresa se escuchó desde el salón del piso superior.
—Inés, ¿eres tú?
—Sí, tía. Lo siento, me he retrasado. Ahora subo —respondió. Alcanzó el pasamanos de la escalera, pero se detuvo ante el primer peldaño. Echó un rápido vistazo hacia Adrien, y su vacilación fue perceptible antes de añadir, con cierta rigidez—: Doctor Labat, no era necesario que me acompañara, pero gracias de todas formas.
Le tendió la mano, una extraña despedida formal y algo tensa en aquel ambiente cálido e íntimo que Adrien aceptó con calma. Estaba manchada de sangre seca, pero ella ni siquiera parecía advertirlo. Entonces se dio la vuelta para subir las escaleras y Adrien se quedó contemplándola.
—¡Inés! —se sorprendió a sí mismo, llamándola con urgencia.
Extrañada, ella se volvió, esperando sus palabras. Pero en realidad no había nada que Adrien quisiera decirle. O sí. Había muchas cosas que deseaba contarle, cosas y sentimientos que anegaban su corazón. Pero sabía que aquello era imposible; solo se trataba de un instante de debilidad, un momento que pasaría pronto. Ninguna otra cosa era aceptable.
Se miraron a los ojos en silencio un largo instante. Entonces la voz de su tía insistió desde el salón. Inés lo volvió a mirar con expresión indescifrable, suspiró y subió las escaleras.
Y, al fin, se había ido.
Adrien se dejó caer contra la puerta de entrada y se pasó la mano por el cabello. No comprendía qué le estaba sucediendo. Ni siquiera debería haber abandonado el hospital esa tarde para acompañarla. Pero la forma en que la muerte de aquel soldado le había afectado había sido tan inesperada… Por un momento, mientras doña María le explicaba que ella había llorado sobre la mano que mantuvo junto a sí largo tiempo, incluso cuando había fallecido, había llegado a sentir envidia. ¡De un muerto!
No comprendía las extrañas emociones que lo habían embargado aquel día, pero no quería volver a sentirlas. Él no era importante, pero su deber sí. Y en el desempeño de su oficio, la compasión y la ternura eran tan peligrosas como las armas.
Al día siguiente partiría de nuevo hacia Mondragón y Tolosa. Necesitaba recuperar la cordura y la distancia a cualquier precio. Y no volvería a verla hasta estar seguro de haberlas recobrado.
—Parece ser que la Corte se traslada a Burgos —comentó Tomás Acedo en el comedor a la mañana siguiente, dejando los anteojos sobre el libro.
—¿Se ha confirmado, entonces?
—Eso tengo entendido. Al parecer hay problemas para mantener las comunicaciones y han decidido que necesitan estar más cerca de Francia. Me temo que todo esto debilite aún más la figura del rey José.
—¿Por qué dice eso, tío? —preguntó Clara sirviéndose una nueva taza de chocolate.
—Estuve en la recepción que dio a los diputados antes de partir de la ciudad, y dejó claro que pretendía apoyarse en un ejército y una administración españoles, y que el ejército francés se retirara tan pronto como fuera posible. Sin embargo, apenas ha permanecido una semana en Madrid, y para volver de nuevo habrá de ser repuesto por ese ejército que quería devolver a Francia. No creo que eso le haya hecho muy popular entre los oficiales franceses.
—Esto no va a terminar pronto, ¿no es así? —intervino Inés con la mirada clavada en su taza.
Tres pares de ojos se volvieron hacia ella. Desde que la víspera había vuelto del hospital, Inés apenas había pronunciado dos frases. Cuando aquella mañana había entrado en el comedor a la hora del desayuno, con el cabello recogido en un sencillo moño bajo y el vestido más austero que tenía, su tía había proferido una exclamación perpleja, y le había preguntado si tenía decidido realizar alguna limpieza.
—No sé cómo serán las cosas cuando envíen refuerzos desde Francia —contestó su tío, con calma—. Pero de lo que estoy seguro es de que el ejército de Blake no podrá derrotarlos por sí solo, como algunos ingenuos pretenden. No, no te enfades, Inés —cortó al ver que ella iniciaba una protesta—, Germán hizo lo que creyó su deber, y eso es digno de admiración. Pero no por ello deja de parecerme una conducta tan idealista como inútil. Napoleón no va a renunciar tan fácilmente a sus planes para el país, y solo hay que conocer un poco a los generales del ejército español para saber que van a discutir más por decidir quién manda a quién que por cómo plantear una batalla. De momento, tendremos que prepararnos para que haya aún más tropas en esta zona, entre las que se repliegan y las que a buen seguro mandará Bonaparte para recuperar terreno. Y a todas las tendremos que mantener.
Todos permanecieron en silencio, digiriendo aquella información. Las últimas solicitudes del ejército francés para su abastecimiento habían causado un hondo malestar entre muchos propietarios de Vitoria, incluso entre sus propios partidarios; el número de raciones de pan que la ciudad debía entregar excedía la capacidad de sus hornos, incluso aunque se consideraran los molinos de su entorno. El único ganado disponible en la zona era de labranza, pero los franceses pretendían recibir cada día veinticinco bueyes vivos. Y nadie sabía cómo lograrían obtener las cantidades ordenadas de harina, legumbres, vino o cebada, incluso si la propia ciudad dejara de alimentarse. El descontento por tener que mantener aquel ejército, en virtud de un tratado que Napoleón Bonaparte había incumplido con alevosía, era cada vez más palpable.
El resto del desayuno discurrió casi en silencio, y al terminar abandonaron la sala, pero cuando Inés se disponía a subir las escaleras su tía la detuvo.
—Me gustaría hablar contigo un momento.
Aunque Inés no estaba ansiosa por tener aquella charla, sabía que era inevitable, y siguió a su tía hacia la salita de mañana. Teresa no dijo nada hasta que ambas estuvieron sentadas. Entonces no se anduvo con rodeos.
—Vas a volver al hospital, ¿no es así?
—Sí.
—Cariño, no creo que debas hacerlo. Al principio no me pareció mal, al fin y al cabo es cristiano confortar a los heridos, pero ayer volviste tan abatida… Me temo que aquello es demasiado duro para ti.
Inés apretó los labios. Al volver la víspera, todos en la casa —y Clara la que más— habían insistido en que les contara qué le sucedía. Inés había explicado vagamente que algunos soldados habían fallecido en el hospital, y que estaba cansada, pero no quiso darles ningún detalle. Sin embargo, era evidente que habían escuchado algo sobre el ataque y estaban preocupados.
—Esta mañana al despertar he escrito una carta, tía. Para los padres del joven Roux. Y quiero que alguien se encargue de entregársela.
Su tía observó sus manos, reposando sobre su regazo.
—Era uno de los fallecidos que dijiste, entonces —inquirió con suavidad.
—Sí.
—Pobre muchacho. —Meneó la cabeza con resignación—. No me extraña que te afectara… Pero cualquiera puede llevar esa carta al correo, Inés. No es necesario que vayas al hospital.
—Pero yo prefiero hacerlo. Si encuentro algún oficial, la pondrán con el resto de sus cosas para entregarlo todo a sus padres. Además, quiero ir. Quiero ayudar allí, si puedo.
—¿Pero en qué quieres ayudar? Allí ya hay enfermeros…
—Lo sé, tía. Pero ninguno habla francés. Yo puedo hacer otras cosas: leerles, escribir cartas por ellos…
—Cariño, eso habla de tu buen corazón, pero empieza a parecerme que tal vez no sea apropiado. Una joven soltera no puede estar sola en compañía de hombres.
—Y no lo estoy, tía, como bien sabe. Solo acudo a las salas en horas de visita, y me acompañan la hospitalera o alguna de las muchachas.
—Aun así… —titubeó la mujer.
—Si no le pareció mal que fuera Clara en su momento, no tiene sentido que ahora se lo parezca. Así que, salvo que me lo prohíba expresamente, pienso ir.
La obstinación de su mirada hizo que su tía esbozara un gesto de incomodidad. Conocía a su sobrina, y sabía que prohibirle algo no era buena idea… Escrutó su rostro con cautela, en busca de algo que explicara aquella extraña determinación.
—No lo entiendo bien, cariño. Había creído que odiabas a los franceses.
Inés bajó un momento la cabeza; de manera inconsciente, se acarició el dorso de la mano, donde la noche anterior había descubierto la sangre de Roux. Pasaron muchos segundos hasta que pudo hablar.
—Odiar es una palabra muy fuerte, tía. Pero sí, detesto a los franceses. Lo que sucede es que ayer descubrí que no detesto a cada francés que conozco. Una extraña paradoja, ¿no le parece? —Dejó escapar una risa amarga.
Teresa Mendoza movió la cabeza, pesarosa.
—Ayer tuvo que ser una experiencia terrible para ti. —Ambas permanecieron en silencio. Al cabo de un rato, cuando Inés ya estaba pensando en levantarse, volvió a hablar—: ¿Fueron patriotas?
Inés negó con la cabeza.
—Una partida inició el ataque, sí, pero la mayoría de muertos y heridos se debió a que explotó un cargamento de pólvora que transportaban. —Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza—. Nunca había visto algo así…
—Y aun así, estás dispuesta a ir de nuevo.
—Sí. No me pregunte por qué, tía, porque ni yo misma lo sé —dijo con descarnada franqueza—. Pero quiero hacerlo.
—Pero no está bien que te deje ir allí sola, cariño —protestó su tía, conmovida pero aún indecisa—. A María Díaz de Arbulo la conozco hace años, y sé que si se encarga de ti estarás en buenas manos, pero las demás mujeres que trabajan allí… Preferiría que nos acompañaras de visita esta mañana.
Inés estuvo a punto de sonreír al recordar el olor a ginebra de la mujer de la lavandería; en aquello, desde luego, su tía no andaba errada.
Sin embargo, iba a ir. Por un lado, porque en un momento de debilidad, o de locura, o tal vez solo de cansancio, había dado a Roux su palabra de que haría llegar una carta a su madre, y aunque preferiría no haber asumido un deber tan ingrato, lo había hecho.
Y, por otro, porque su propósito de obtener información sobre los planes de los franceses seguía siendo firme.
«Aunque ahora no esté pensando exactamente en eso».
Estiró las manos sobre la falda, segura de lo que debía hacer.
—Sé que mi reacción de ayer puede hacerle creer que soy débil, tía, pero en realidad estoy acostumbrada a curar heridas a los hijos de los arrendatarios y a ayudar con los animales. —Sonrió, pretendiendo reconfortar a su tía—. Lo de ayer me pilló de improviso, y no supe reaccionar bien. Pero quiero ir. En cuanto a las criadas, no veré nada que me escandalice, y tampoco me relacionaré con ellas. Usted lleve a mi hermana a casa de los Sarriegui, y disfruten mucho. —Sin esperar la aprobación de su tía, se levantó—. Así cuando vuelvan podrán contarme los últimos cotilleos de la ciudad.
Había dado un paso hacia la puerta cuando pareció recordar algo. Con paso apresurado, volvió hacia donde se encontraba Teresa y depositó un beso en su mejilla con afecto.
—Muchas gracias por todo, tía —dijo con una sonrisa de disculpa, mientras Teresa, sorprendida, se llevaba la mano a la mejilla—. Sé que no soy fácil de tratar, pero le agradezco mucho que nos haya acogido así. No sé qué habríamos hecho sin usted.
Y algo avergonzada por su arranque sentimental, salió para tomar su chal, dejando a su tía boquiabierta y asombrada, pero también terriblemente satisfecha.
Después de lavarse las manos, Inés se dejó caer sobre una de las sillas colocadas ante la mesa del pequeño comedor donde las enfermeras se reunían. Tomó la manzana que le habían guardado y la devoró en pocos bocados.
Una risita escapó de la muchacha que se sentaba frente a ella.
—Estabas famélica. ¿Es que no has desayunado en tu casa?
Inés sonrió ampliamente, jugueteando con el corazón de la fruta. Cecilia Fernández tenía su edad y era risueña y dulce. El día que Inés acudió al hospital, la señora María Díaz de Arbulo, la hospitalera, le había encargado que explicara a la recién llegada todo lo que debía saber para moverse por allí, y ambas habían simpatizado desde el primer momento.
—No. Y no sé cómo a esto lo llamáis desayuno. No me explico cómo aguantáis la jornada con tan poco alimento.
—Porque no hay más, claro está —explicó su nueva amiga con una sonrisa—. Los medios son limitados y los enfermos, muchos. Y ellos tienen preferencia para comer.
Inés arrojó el corazón de la fruta a la basura y frunció el ceño.
—Tenía entendido que en los hospitales la dieta de los enfermos era muy reducida.
—Así suele ser. Pero el doctor Labat es de otra opinión, y a pesar de las discusiones con el doctor Aguirre, aquí se hace lo que él dice.
—¿Tan tiránico es? —preguntó Inés con aparente desinterés, contemplando sus manos.
—¡Oh, no! —rio Cecilia—. Él nunca grita ni pierde la calma. Es estricto, en el sentido de que no acepta excusas para no cumplir los deberes encomendados, pero todos le respetamos mucho. He visto recuperarse a enfermos que jamás creí que saldrían adelante… Tampoco deja que el doctor Aguirre sangre a los heridos, y trata las fracturas de una forma que no había visto nunca. Ha estudiado en Prusia, ¿sabes?
—¿Es un buen médico, entonces?
—¡El mejor! —contestó la joven con vehemencia—. No es solo porque sepa mucho, es que siempre trata de que los enfermos estén cómodos y se preocupa por todos, incluso aunque no sean oficiales sino pobres diablos que no tienen dónde caerse muertos. Y también a nosotras nos trata con consideración y respeto.
El rubor que acompañó a esas palabras despertó una vaga sensación de irritación en Inés.
—Pues hoy no está aquí —rebatió con cierta aspereza.
—Ya lo sé —admitió Cecilia con un suspiro—. Ojalá no tuviera que ausentarse tanto, pero es que tiene que ocuparse de tantas cosas… No solo tiene que organizar este hospital, ¿sabes? Se pasa el día trabajando, y a veces cuando llega la hora de irse a casa él aún debe trasladarse a Mondragón o a Oñate… A veces me gustaría poder hacer más por él…
«Vaya». La devoción de Cecilia por Labat parecía total, pensó Inés con algo de ironía, contemplando el rostro dulce y hermoso de su nueva amiga. Claro que ella era de por sí generosa y cálida. A lo largo de aquella mañana, mientras atendía con paciencia y buen humor a los heridos, había podido comprobar que muchos de ellos la admiraban. No sería extraño que también Labat…
Se enderezó en la silla, reprochándose con ardor aquel curso de pensamientos. A ella no le importaba lo que opinara Labat de Cecilia o, ya que estaba, de cualquier otra mujer. No iba a volver a pensar en la comprensión de su voz cuando la acompañó a casa la víspera, ni en la mirada atormentada que le había dirigido en las escaleras. Era un francés, y aunque reconocía que despertaba curiosidad en ella, eso era todo. Se recordó que no había dudado en chantajearla para que hiciera lo que él deseaba, sin explicarle qué pretendía, así que no iba a volver a pensar en él; existían muchos motivos por los que mantenerlo a distancia, y ninguno para buscar su presencia.
—Bueno, sigamos con nuestro trabajo. —Cecilia se puso en pie, sacándola de sus pensamientos.
Volvieron a las salas de los enfermos. Todas tenían en común estar a rebosar de pacientes, y se diferenciaban por el tipo de enfermos que acogían: los que tenían heridas abiertas estaban separados de los enfermos de tifus y otras enfermedades infecciosas, las mujeres estaban separadas de los hombres y los soldados franceses, de todos los demás. Y los que no podían ser alojados en el mismo hospital, lo eran en el vecino convento de San Francisco, que funcionaba como un anexo a este. Inés tuvo que reconocer que, a pesar de que se veía a las claras que la capacidad del hospital estaba saturada, las habitaciones y los pasillos lucían razonablemente limpios, dadas las circunstancias. Aquello hablaba muy bien de la capacidad de Adrien Labat para dirigir y organizar el caos.
Cecilia atendía las salas de las mujeres y, de vez en cuando, a los pocos oficiales franceses que había allí. Cuando acabó de cambiar las sábanas en las salas asignadas, dio las medicinas indicadas por los médicos sin perder el temple ni la sonrisa, y desde allí se dirigió hacia la sala de los oficiales franceses. Antes de que los hospitales estuvieran tan desbordados, ninguna mujer soltera habría osado trabajar en las salas de los hombres; aquello quedaba reservado al matrimonio de hospitaleros contratados por la ciudad, y a sus ayudantes masculinos. Sin embargo, Cecilia le había contado que la llegada de Labat había trastocado ese orden de cosas, y aunque ninguna de las chicas cambiaba las sábanas de los hombres ni aseaba sus cuerpos al llegar, sí que se encargaban del suministro de medicinas y alimentos. Aquello había sido recibido por Aguirre, el médico del hospital nombrado por la ciudad, con verdadero escándalo y enojo, pero la creciente saturación del hospital, que había tenido que ser ampliado con las cercanas instalaciones del convento de San Francisco, había impuesto la administración del médico elegido por los franceses.
Las puertas del hospital se abrieron puntualmente a las nueve. Inés se acercó a las camas de los soldados heridos, a los que solo visitaban sus oficiales, ofreciendo su ayuda por si alguno quería escribir a su familia, o tan solo charlar. Enseguida comprobó que su servicio era muy bien acogido, puesto que los enfermeros que les atendían no hablaban francés, y fueron muchas las cosas que pudo traducir para los enfermos.
Cuando a las once se anunció a los visitantes que debían despedirse, ya que era la hora de la comida, decidió no alejarse demasiado, puesto que sus servicios de traducción podían ser necesarios. Tan solo cuando todos los caldos y tisanas estuvieron repartidos y consumidos resolvió acercarse al comedor y descansar un poco. Quedaban menos de dos horas para la visita que los médicos realizaban por la tarde y quería permanecer disponible pese a estar segura de que le impedirían estar cerca; ni Aguirre ni Escoriaza, el otro médico del hospital, veían con buenos ojos que estuviera por allí. Tal vez, de ser Labat quien hubiera estado allí aquel día…
Meneó la cabeza, confusa al darse cuenta de que, de nuevo, pensaba en el médico, y se sentó en la silla junto a Cecilia. La víspera Adrien Labat la había tratado con una amabilidad inaudita, para tratarse de él. Al enfrentarse al papel en blanco, Inés se había sumido en la confusión; quería que los franceses abandonaran su tierra a cualquier precio, pero comprobar de primera mano que ese precio podía tener rostro conocido le había generado una tremenda duda. Supuso que él había sido capaz de ver a través de su desconcierto, cuando retiró la pluma de su mano con suavidad, casi con ternura. Aquel hombre era complejo y extraño. Cuando los carros llegaron al hospital, Inés le había visto tomar decisiones con despiadada eficacia; se había centrado en lo que podía ser salvado del desastre y se había volcado en conseguir que se salvara. Pero había captado el silencioso dolor del corazón de Inés y la había acompañado a su casa, confortándola y tratándola con dulzura, a pesar de estar segura de que sentía una fuerte antipatía por ella. Una antipatía que debía ser mutua, se dijo.
Tenía que serlo.
La tarde transcurrió veloz, y cuando quiso darse cuenta la visita de familiares de la tarde había acabado, y ya eran las seis, la hora a la que comenzaba a repartirse la cena. Se había despedido de Cecilia y las enfermeras, y bajaba los escalones hacia la entrada a toda velocidad cuando estuvo a punto de chocar con una mujer sentada en uno de los peldaños. Cuando recuperó el equilibrio, se dirigió a ella con amabilidad.
—Disculpe, señora, ya se ha acabado la hora de visita.
Pero la mujer ni siquiera la miró.
—¿Está enferma? ¿Se trata de su hijo? —preguntó al percatarse de que llevaba un bebé en brazos. La mujer negó con la cabeza; parecía exhausta—. Aquí no puede quedarse —insistió—, pero si está enferma la llevaré…
—No —negó ella con voz ronca—. No estoy enferma, pero debo quedarme aquí. Solo… solo he salido un momento. Es mi marido.
—¿Su marido está en el hospital? —Miró con reticencia el pequeño bulto que asomaba la cabeza entre la toquilla—. Pero la hora de visita ya ha acabado…
La mujer se encogió de hombros.
—No tenemos adónde ir —contestó dirigiéndole una mirada tan perdida que Inés se sintió impelida a sentarse junto a ella.
—¿No pueden ir a su casa? —preguntó con amabilidad, acariciando la cabecita del bebé.
La mujer negó con la cabeza.
—El doctor dijo que traerían a mi marido a este hospital, y anduve todo el día para llegar aquí.
—¿El doctor Labat?
—Sí.
—¿Acaso su marido es un soldado francés? —preguntó, extrañada, pensando en lo sucedido la víspera.
La mujer volvió a negar.
—Somos labradores. Vivimos al norte de Landa. Pero ayer los franceses vinieron y se llevaron a mi marido como guía. Intentó negarse, pero nos amenazaron, y al final tuvo que ir. Yo salí a los campos a trabajar, pero luego oí aquella explosión… Me acerqué al camino y entonces pasó el doctor… Le dije que mi marido estaba con aquel destacamento, y él me respondió que si le había pasado algo lo traerían aquí. Volví a mi casa pero cuando llegué, estaba en llamas. No pude coger nada.
—¿Quemaron su casa? —preguntó con incredulidad, horrorizada.
Ella asintió sin palabras. Luego continuó:
—Así que solo se me ocurrió venir aquí. Pero me han dicho que él está mal… Está muy mal. Y yo… no sé qué voy a hacer si muere…
Dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas. El bebé empezó a protestar, inquieto, y su madre lo acunó mecánicamente. Inés no podía dar crédito a lo que escuchaba. Aquellos malditos franceses… Entonces, recordó que entre los soldados que se habían llevado a aquel hombre y quemado su casa debía estar Roux, y se sintió como si la hubieran golpeado. ¿Cómo era posible aquello, el dulce y callado Roux participando de aquella barbaridad? La confusión la llenó de dolor. La solitaria e inútil muerte del joven, la víspera, había ablandado su corazón, pero la historia que la mujer narraba era otra más de las muchas tropelías de los franceses que le hacía odiarlos. ¿Qué hacer, qué creer?
Aquellas lágrimas silenciosas se le clavaron en el alma. Había dicho que había venido andado desde Landa, y eso eran al menos dos leguas y media. Cuando le preguntó, la mujer se encogió de hombros.
—Llegué de noche. He dormido en el portal del convento. No tengo adónde ir.
Inés sintió su desesperanza como si fuera propia. En el hospital no se permitían las visitas después de las seis, así que ella tendría que irse, pero Inés supo al momento que no podía lanzarla a la calle de aquella manera. Se levantó para buscar a doña María.
—No se vaya. Le encontraré un espacio donde dormir esta noche —prometió, rezando a la vez por ser capaz de cumplir la promesa.
Le costó muchos ruegos y protestas conseguir que la hospitalera accediera, ya que aquello contravenía las estrictas órdenes de Labat, pero al fin aceptó que la mujer y su bebé pudieran dormir en el cuarto de las enfermeras aquella noche. Cuando el asunto estuvo resuelto, Inés se sentía como si una manada de caballos le hubiera pasado por encima. Bostezando, se dirigió hacia su casa. Lo que resultaba evidente era que aquella noche iba a ser mucho más capaz de apreciar la infinita fortuna que suponía disponer de una cena caliente, una confortable cama y un techo sobre su cabeza.