Inés cerró los ojos al comenzar a caer, y cuando los abrió se encontró a sí misma comprimida contra el cuerpo del hombre. Agitó la cabeza para apartar los mechones sueltos del peinado que le caían sobre los ojos, y a duras penas consiguió levantarla, convencida de que no era posible sentir mayor mortificación de la que ella sentía en aquellos momentos.
Lo había reconocido en el mismo instante de caer sobre él.
A escasos centímetros de su rostro, el aliento de aquel hombre rozó su frente, y las pupilas dilatadas que oscurecían el acerado gris de su iris la contemplaron con asombro. Y a pesar de su vergüenza, la mirada de Inés se detuvo, subyugada, en aquellos ojos en los que, junto al desconcierto, bullía de nuevo aquella emoción turbulenta que no era capaz de descifrar; y allí se quedó, clavada en aquella severa mirada que parecía hipnotizarla, sin ser capaz de atinar a hacer nada que no fuera sentir el latido del corazón del hombre golpeando su propio pecho.
Entonces él cerró los ojos con brusquedad, y un gesto de amargura se dibujó en su rostro. Ese movimiento sacó a Inés de su trance; todo lo embarazoso de lo sucedido se le representó de golpe, y tuvo que hacer acopio de toda su dignidad para evitar morirse de vergüenza allí mismo. Una puerta se abrió. Los pasos al fondo del pasillo le hicieron ser consciente de que los brazos del hombre reposaban aún sobre su espalda. Colocando las manos sobre el pecho del hombre, empujó para liberarse de su sujeción, y apenas había dado un paso hacia atrás cuando la figura de su tío apareció desde el salón al fondo del pasillo, seguida por los oficiales franceses que había conocido aquella mañana.
Pensando que acababa de dar una nueva extensión a la palabra humillación, alisó su vestido, explicando a nadie en concreto:
—He tropezado.
—Eso parece. —Su tío Tomás la miró con aspecto desconcertado, sin saber muy bien qué decir. Entonces el hombre también dio un paso hacia delante, separándose de la pared, y Tomás se dirigió a él—. Doctor Labat, veo que ya ha conocido a mi sobrina, Inés de Mendívil.
Adrien Labat recompuso su atuendo sin mirarla; de su rostro había desaparecido cualquier rastro de emoción.
—Es una forma de expresarlo —dijo con desinterés, dando un último manotazo a su chaqueta. Luego se dirigió a su anfitrión—. Me temo que llego algo tarde para la cena, monsieur Acedo. Por favor, les ruego que no me esperen para comenzar.
Y diciendo aquello, saludó a los presentes, rodeó a Inés sin mirarla y, sin ninguna señal de que la hubiera reconocido, desapareció tras una puerta situada frente a las escaleras.
Sentada a la mesa entre su tío y el coronel Mouret, el humor de Inés durante la cena era turbulento. El bochorno se había atenuado, sustituido por la irritación de encontrarse entre franceses. Estaba tensa y contrariada, y era normal en aquellas circunstancias, se dijo con decisión. Que el hombre que la había censurado con rudeza en la calle fuera el médico francés era una casualidad muy desagradable. Pero una pequeña parte de sí misma —a la que no quiso atender— le recordó que lo que había sentido al comprender que el hombre de la calle era francés no era rabia, sino decepción.
Siguió contemplando a su tío, tratando de prestar atención a sus palabras, hasta que la puerta a su espalda se abrió e Inés se giró.
Es que, debía reconocerlo, el doctor Labat no era en absoluto como habría esperado que fuera un médico francés.
Para empezar, era un hombre joven; unos treinta años de edad, calculó de un vistazo. Para seguir, la tensa musculatura sobre la que había caído podría ser perfectamente la de un soldado, y el aplomo con que se movía no conseguía ocultar el aura de alerta que lo rodeaba. Tenía la piel del rostro tan bronceada como los militares que veía a diario, sí; pero la ausencia de bigote y el cabello castaño muy corto lo diferenciaban de los oficiales franceses. Un hombre al que ella habría podido catalogar como… interesante, tal vez, de no haber sido por su origen.
Los severos ojos grises recorrieron la estancia sin detenerse en nadie en concreto, y tras pedir disculpas de nuevo a su anfitriona, tomó la silla vacía situada entre ella y Beatriz Sarriegui, y se sentó.
Inés volvió la vista hacia su tío, hasta que, al cabo de unos momentos, la anfitriona dejó de charlar con Labat para atender al invitado de su derecha, y todos imitaron su ejemplo.
—Llevo toda la cena esperando este momento con ansia, mademoiselle —comentó el coronel Mouret cuando ella se giró hacia la derecha.
Bajo su escrutinio, Inés se sintió vacilar. No estaba acostumbrada a ser objeto de galanterías ni lisonjas, y la incomodaban. Decidida a resultar poco interesante para aquel hombre, se limitó a dar tediosas respuestas a sus preguntas sin iniciar ningún tema. Pero cuanto más necia y simple procuraba sonar, más parecía divertirse él. Al cabo de un rato de continuas preguntas contestadas por inexpresivos monosílabos, él no parecía decepcionado en absoluto, pero Inés a duras penas conseguía contener su impaciencia.
—¿Cómo llegó a caer sobre monsieur Labat, mademoiselle?
Consciente de que nada de lo que inventara podría dotar ya de alguna dignidad a lo sucedido, se encogió de hombros.
—Pisé mal.
—¿Y aterrizó en sus brazos? Ah, qué hombre afortunado —contestó con una sonrisa burlona, elevando la copa de vino hacia el hombre situado a la derecha de la mesa.
Por encima del hombro de Beatriz Sarriegui, los imperturbables ojos de Adrien Labat encontraron los de Mouret. El médico alzó su copa de vino correspondiendo al brindis, pero a pesar de la deferencia del gesto, Inés creyó percibir que entre ambos hombres cruzaba una corriente de desagrado tan real como si fuera visible. Miró a uno y a otro alternativamente, sorprendida, pero el médico ya se había girado hacia su compañera de mesa, y Mouret volvió a dedicarse a ella.
Para su alivio, aunque el coronel siguió flirteando con ella el resto de la cena, pudo eludir sus galanteos sin mayores problemas; pero de cualquier manera, cuando Teresa Mendoza se levantó, dando por concluida la primera parte de la velada, no pudo evitar una sensación de alivio.
Mientras el mayordomo depositaba en la mesa una botella del mejor coñac francés de Tomás Acedo, las mujeres se dirigieron al salón. A pesar de ser el mes de julio, los criados habían encendido la chimenea, que caldeaba el aire que la persistente lluvia de aquel verano llenaba de humedad. Teresa y Amalia Ochoa se acomodaron frente a ella, y Clara las acompañó. Inés se dirigió a la ventana, donde la calle se desdibujaba tras la cortina de agua.
—Mi madre me ha dicho que antes de venir a Vitoria vivíais en Albizu. Imagino que echarás de menos tu hogar —comentó Beatriz Sarriegui con simpatía, acercándose a ella.
Inés dejó caer la cortina y se volvió para contemplar a aquella vivaz morena con la que había simpatizado al instante de conocerla.
—Está apenas a una hora de caballo. Siempre puedo acercarme, si la nostalgia es demasiada.
Beatriz le sonrió.
—Qué suerte que tus criados acepten cabalgar contigo. Los míos ya no se atreven, con la… situación.
Inés contempló con cierta curiosidad a la joven. La manera en que había remarcado la última palabra no le pasó desapercibida.
—En realidad no necesito que ningún criado me acompañe —contestó.
—¡Oh, pero no puedes cabalgar sola! —exclamó Beatriz, observándola con admiración.
—Ya lo creo que puedo. Hace años que voy y vengo sola desde Albizu.
Beatriz la contempló con asombro, y acto seguido rio con deleite.
—Estaba segura de que nos íbamos a llevar fabulosamente, y no me he equivocado. No puedo creer que te atrevas a cabalgar sola, pero es evidente que eres mucho más osada que yo. Me gusta. —Volvió a reír.
Su risa resultaba contagiosa, e Inés la observó con detenimiento. Beatriz parecía algo más joven que ella, algo más baja y algo más gruesa de formas. Su cabello era tan oscuro como el suyo propio, pero su piel era más cetrina, y sus pómulos más redondeados. Unas cejas finas enmarcaban unos irónicos ojos castaños, y la nariz era alta y respingona. Su sonrisa dotaba a su semblante de un aire travieso, e Inés se dio cuenta de que aquella joven le agradaba. Sonrió a su vez.
—Bueno, me alegro de que te guste. Lo cierto es que no tengo muchas amigas en Vitoria; la mayoría de ellas ya están casadas y viven en alguna de sus propiedades.
Los ojos de Beatriz chispearon con alegría.
—Entonces está decidido. Seremos amigas. —Y riendo de nuevo, la arrastró hacia dos sillas situadas junto a la pared—. Tengo que decirte que eres muy afortunada de vivir aquí. El francés que nos ha tocado a nosotros no es ni la mitad de interesante que el tuyo.
Aquel inesperado comentario sorprendió a Inés.
—Haces que parezca una rifa.
—Una rifa no, puesto que fue el gobernador quien lo decidió, pero sí una suerte. No puedes negar que es mucho mejor alojar a alguien como el doctor Labat que a un oficial joven y estúpido como Durand.
—No lo sé, puesto que no conozco a ningún Durand.
—¡Oh, solo es el botarate que alojamos nosotros! Un oficial novato y deseoso de congraciarse con los… indígenas —rio ante la palabra, pero casi al instante su sonrisa decayó—. Como si eso fuera posible…
Esta vez, la mirada que Beatriz posó en Inés fue más reveladora que cualquier palabra. Ya era la segunda vez que manifestaba alguna emoción relativa a la ocupación; Inés intuyó que estaba deseando hacerla partícipe de sus sentimientos.
—¿No te agrada la… situación? —Tentativamente, empleó la misma palabra que ella había utilizado.
La joven negó con la cabeza, mirando de reojo hacia donde las demás se hallaban sentadas.
—Mi primo dice que será nuestra ruina. —Bajó la voz—. Impuestos y más impuestos para pagar los ejércitos que destrozan nuestra tierra. ¿De qué viviremos al final?
Algo sorprendida por su confiada extroversión, Inés se quedó mirándola en silencio. Su falta de respuesta hizo que Beatriz vacilara.
—Aunque claro, no todo el mundo opina igual… —Escrutó el rostro de Inés con cautela.
Apretando los labios, Inés negó con la cabeza. No quería hablar sobre ello, pero la joven aguardaba una respuesta.
—Hace quince años mi padre murió en una incursión de los franceses. No seré yo quien los defienda. Pero he prometido a mi tía no pronunciar una palabra contra ellos en esta casa.
—Ah, comprendo —manifestó Beatriz con alivio—. Entonces, ¿te resignas a esto?
Inés permaneció unos instantes en silencio. Su tía le había
arrancado la promesa de que no hablaría mal de los franceses, pero tampoco se sentía capaz de quedarse de brazos cruzados mientras ellos pisoteaban su tierra con impunidad. No era una pregunta sencilla.
—No se trata de que me resigne —contestó al fin con cautela—. Pero no veo qué podría hacer yo.
—Bueno —Beatriz bajó la voz—, si alguien quiere hacer algo, siempre aparecen las oportunidades. De hecho, si estás de verdad interesada, podrías acompañarme a pasear alguna mañana. Conozco el sitio perfecto donde rezar para que las cosas cambien.
Con una sonrisa expectante, la joven aguardaba una respuesta, e Inés sostuvo su mirada obligándose a disimular su escepticismo; de ninguna de las maneras habría dicho que rezar fuera una actividad subversiva, por mucho que los franceses culparan a menudo a los curas y frailes de las algaradas de la población. Su mirada vagó hasta el lugar donde su tía charlaba plácidamente con su amiga; junto a ellas, Clara parecía tan feliz y tranquila… Inés sabía que sus tíos protegerían a su hermana pasara lo que pasase, de eso no tenía dudas. Y en su fuero interno, ella deseaba hacer algo.
Pero ¿rezar?
—No estoy segura —manifestó sin querer comprometerse.
—No es peligroso —añadió su amiga, creyendo que era el temor lo que la mantenía indecisa—. O no demasiado, al menos.
El escepticismo de Inés no disminuyó con aquel comentario; rezar para que los franceses fueran derrotados no le parecía especialmente útil. Ella creía, y rezaba, pero la vida le había demostrado que los milagros no sucedían.
Y en aquellos momentos, conseguir que los franceses se fueran parecía un verdadero milagro.
No, no pensaba que rezar fuera lo que exigían aquellas circunstancias. Pero, por otra parte, necesitaba creer que estaba haciendo algo, por poco que fuera, para que las cosas cambiaran. Además, trató de animarse, era una actividad que no pondría en peligro a nadie y no le haría incumplir lo prometido a su tía.
Y en cualquier caso, siempre sería mejor que quedarse en casa atendiendo las indeseadas visitas de los franceses.
—Está bien —decidió al fin, para regocijo de su nueva amiga—. Alguna de estas mañanas te acompañaré a… rezar.
Algo aburrido por la charla incesante de Justo Sarriegui, que mantenía a su anfitrión inmóvil junto a él, el general Barrere tomó su copa y se acercó a la silla donde Adrien Labat permanecía recostado, con los tobillos cruzados frente a él y expresión pensativa.
—¿Qué le sucede esta noche, Labat? Está muy silencioso.
Seguro de que el general conocía a la perfección sus dificultades, Adrien se limitó a contestar:
—Los contratiempos habituales.
El general apoyó el codo en la repisa de la chimenea y cruzó el tobillo relajadamente, haciendo girar el líquido de su copa.
—Monthion ha quedado gratamente impresionado con la organización de los hospitales desde Tolosa hasta aquí, Labat. Ha escrito una recomendación sobre usted en los términos más elogiosos. También Thouvenot me ha rogado que permanezca más tiempo en San Sebastián, pero a mi solicitud Trelliard le ha dicho que no era posible.
Adrien se encogió de hombros.
—Solo he hecho mi trabajo.
—Bueno, en cualquier caso, me alegro de que no me obliguen a prescindir de usted. El hospital es de las pocas cosas que funciona con cierta normalidad aquí.
—Y aun así, no dejo de pensar que podría funcionar mejor.
Barrere emitió una risilla y dio un trago a su copa.
—Usted siempre tan inconformista, Labat. —Dio un nuevo trago, y tras observar de reojo el grupo situado al otro lado de la sala, tomó asiento junto a él bajando la voz—. Bien. En cuanto al otro tema, ¿hay alguna novedad?
Con los codos en los brazos de la silla, Adrien juntó las yemas de los dedos. Su voz fue aún más tenue que la del general.
—Ninguna.
—¿Nada? O sea que ¿seguimos igual? ¿De verdad no hay nadie que quiera ser nuestro informador? De aquí a Tolosa, ¿nadie?
—Nadie que yo haya encontrado, general.
—¡Condenado país! —murmuró Barrere con impaciencia—. Morirán defendiendo a esos clérigos fanáticos que se aprovechan de su ignorancia. ¿Tampoco ha podido averiguar nada sobre los malhechores que asaltaron el correo cerca de Salinas?
Adrien negó con la cabeza.
—Pero ¿cómo es posible? —se preguntó el general con incredulidad, apurando de golpe su copa—. Si nadie lo hace por dinero, al menos alguien podrá irse de la lengua con un par de copas.
—Soy francés, general. No se fían de mí.
—¡Bobadas! Usted ya vivía en este territorio mucho antes de que llegáramos, y como médico ha ayudado a mucha gente. Lo conocen, y confían en usted.
—A veces creo que ese es el único motivo por el que todavía conservo el cuello intacto —manifestó con negro humor—. En realidad, no encuentro colaboradores porque el pueblo no nos quiere aquí, general.
—Eso es un insulto, Labat. —La voz de Mouret sonó contundente a su espalda—. La masa del pueblo no nos es hostil. Los bandoleros no son más que desarrapados muertos de hambre que aprovechan cualquier excusa para robar y matar, y encuentro infame que un francés dé pábulo a los cuentos que lanzan.
La mirada de Adrien siguió el movimiento del hombre mientras se colocaba junto al general Barrere. Una de las comisuras de su boca se alzó levemente, pero conservó un tono neutro al responder:
—Usted es dado a percibir insultos en demasiadas cosas, Mouret. Si lo prefiere, lo diré de otra manera: no es que los habitantes se hayan rebelado frente al nuevo rey, sino frente a la forma en que estamos imponiendo nuestra administración.
—Los civiles no necesitan comprender las decisiones que un gran ejército como el nuestro ha de tomar —pronunció el aludido con arrogancia—. Lo civil sigue su vía y lo militar la suya.
—Celebro que esté de acuerdo conmigo, coronel. Supongo entonces que no tendré que volver a recordarle que yo soy un civil y que mis decisiones sobre los hospitales no pertenecen al ámbito militar.
El coronel se tensó visiblemente.
—No me refería a usted, Labat. En lo referente a sus malditos hospitales, sabe que está tan sometido a las órdenes del general como yo mismo.
—Del general, sí, Mouret. De usted, no.
—Caballeros, caballeros, por favor —intervino el general—, no discutamos frente a españoles. En nada ayudará a nuestra causa. Labat, sabe que si tiene cualquier problema con la administración del hospital procuraremos ayudarle. Sé bien que está desbordado de enfermos, pero tenga en cuenta que Mouret es el primero que desea que todo funcione a la perfección. Al fin y al cabo, es la vida de nuestros hombres.
—Por supuesto, general —se apresuró a contestar Mouret—. Labat sabe que haré cuanto esté en mi mano para ayudarle.
Adrien ignoró la manera en que Mouret sacó pecho ante Barrere.
—No solo es la vida de nuestros hombres, general —recordó con calma.
—No, ya conozco sus ideas, Labat. De hecho, su idea de etiquetar a los enfermos según la gravedad de su estado ha sido alabada por el propio mariscal.
—No ha sido mi idea. Me limito a aplicarla lo mejor que sé.
Al otro lado de la sala y tras terminar sus copas, los hombres se levantaron para acudir al salón, y el general los imitó.
—Bien, bien, muchacho, pues siga así. Si el hospital funciona bien, eso ha de hacernos ganar cierta confianza entre el pueblo, así que si necesita algo para los hospitales, dígamelo y tanto Mouret como yo le ayudaremos en lo que podamos. Y mientras tanto, continúe intentando averiguar algo. Necesitamos encontrar españoles que puedan informarnos de los movimientos de los brigantes. —Barrere se atusó el bigote y estiró la chaqueta sobre su cuerpo—. Y ahora, pasemos a disfrutar de la compañía de las hermosas damas que nos aguardan en el salón. No me negarán que la velada está siendo muy agradable. Muy agradable.
Sin esperar a que ninguno de los aludidos negara o afirmara nada, el general pasó entre ellos para unirse al anfitrión, alabando la calidad del coñac que habían consumido, y pronto todos se encaminaron hacia el salón, donde la velada concluiría con el lucimiento de las cualidades musicales de las jóvenes presentes.
Inés contempló a su hermana con orgullo. Su interpretación al piano no solo era técnicamente perfecta, sino llena de sentimiento. Pensó lo adorable que estaba, con la luz oscilante de la lámpara arrancando destellos dorados de su cabeza inclinada. Se había hecho mayor, a pesar de que su rostro infantil aún le hiciera creer a veces que era la pequeña que había jurado cuidar y proteger. En su mente, los seis años que las separaban eran la incontestable distancia que mediaba entre una niña y la adulta en que ella se había convertido por necesidad. En realidad, no recordaba haber sido ella misma una niña nunca.
Aquel pensamiento, lejos de entristecerla, reafirmó su voluntad de proteger a su hermana de todo peligro. Confiaba en sus tíos, por supuesto; pero cuidar y defender a Clara había sido, desde hacía ya muchos años, el centro de su vida, y no iba a renunciar a esa responsabilidad por el simple hecho de haberse trasladado a Vitoria.
Cuando su hermana se retiró, con una tímida sonrisa de agradecimiento, y Beatriz se dispuso a ocupar su lugar, la voz del coronel francés le hizo levantar la cabeza.
—¿No nos deleitará mademoiselle Inés con su interpretación, madame?
Inés se volvió hacia él. A pesar de que el coronel se había dirigido a su tía, era a ella a quien miraba, y era ella quien pensaba contestar.
—La música no ha formado parte de mi educación, coronel. No tengo el talento ni la inclinación necesarios para ello —manifestó con contundencia antes de que su tía se creyera en la necesidad de disfrazar aquella realidad.
Pero aquello no descolocó en absoluto al hombre, que rio con suavidad.
—Eh bien, todas las joyas, incluso las más preciadas, tienen alguna rareza. Ello las hace aún más especiales. Singulares. Uniques.
La evidente diversión del coronel impacientó a Inés. Ninguna de sus palabras parecía desalentar al hombre. Procuró sonar indiferente al contestar:
—Me halaga, coronel, pero no hay en mí nada especial que merezca tal elogio.
La sonrisa del coronel se acentuó.
—Pero yo lo veo, mademoiselle. Usted es una rara joya que pretende pasar inadvertida. Resulta inaccesible y distante, y eso me intriga.
El cuerpo del hombre se acercó a ella levemente, apenas unos centímetros, pero Inés no pudo evitar sobresaltarse.
—Escuchemos ahora a Beatriz —pronunció con tanta calma como pudo, tratando de disimular su inquietud, mientras las notas del piano comenzaban a elevarse sobre el murmullo de los invitados.
Pero cuando comenzó a volverse hacia el frente, su atención quedó atrapada por la dura mirada del hombre que, alejado del grupo donde ella se hallaba, escuchaba la interpretación. El médico francés, sentado junto a la pared al otro lado del salón, la observaba fijamente. El corazón de Inés dio un vuelco; en aquella mirada áspera no había ni un solo destello de simpatía. Nada que dulcificara su expresión severa e inflexible.
Apartó la vista con rapidez, mientras un relámpago de inesperado coraje la recorría de pies a cabeza. Desde luego que ella no había hecho nada para ganarse su desdén, pero si aquel hombre extraño la contemplaba como si fuera su enemiga, estaba en lo cierto, pensó elevando la barbilla con orgullo y centrando su atención en el piano. La enemistad era el único sentimiento posible entre invasores y agredidos. La aversión que él tan claramente demostraba era recíproca, se dijo, y ella no iba a hacer nada que pudiera cambiar aquel estado de cosas.
Siguiendo su costumbre, Adrien se había sentado en un lugar algo alejado, desde donde podía contemplar la sala y los asistentes a su antojo. Pudo comprobar desde el primer momento el encaprichamiento de Mouret con la sobrina de sus anfitriones. A ella no parecían agradarle sus atenciones, pero él era un hombre persistente y, a juzgar por la forma en que lo miraban las mujeres del hospital, atractivo para el sexo opuesto. Tal vez ahora ella jugaba a resistirse, pero no dudaba que acabaría por suavizarse.
Permaneció observándola un buen rato, pensativo. Cuando, tras recoger su chal y tendérselo, ella se había acercado para tomarlo, se había sentido como si lo golpearan en la cabeza con una piedra. Su cabello, su piel, toda ella olía a violetas, y aquel familiar aroma le había arrastrado al pasado con violencia, y por unos interminables momentos fue como si los recuerdos cobraran vida: el lúgubre traqueteo de las ruedas del carro que se llevaba a sus padres, la desolación de buscar a Antoine sin encontrarlo, las lágrimas de Beatrice al explicarle lo sucedido mientras él se negaba con violencia a creer que nunca podría volver a verlos… Y, luego, apenas unos días después, los preciosos e inocentes ojos de Aimée, suplicando con desesperación una ayuda que él fue incapaz de prestar. La inesperada emoción le había pillado desprevenido, después de tantos años, y había estado a punto de hacer saltar en pedazos el sólido muro tras el que había encerrado sus sentimientos.
Afortunadamente, al momento de alejarse de ella había podido recuperar el dominio de sí mismo. Pero aún se sentía extraño y confuso; y aunque prefería no tenerla cerca, intentó contemplarla con imparcialidad. Era comprensible que Mouret la persiguiera con insistencia; tenía un aire majestuoso y decidido que resultaba cautivador. Había algo muy atractivo en su aspecto seguro y resuelto, y resultaba difícil apartar la mirada de su magnífico rostro.
Entonces, la música comenzó, y de improviso ella clavó en él sus ojos extraordinarios, sugerentes. Adrien apretó la mandíbula y los puños para no delatar la extraña emoción que de nuevo lo había recorrido al mirarla. Ella lo contempló con apenas un destello de atención, antes de elevar la barbilla y volverse con indiferencia hacia el frente.
Adrien miró también hacia el lugar donde la hija de los Sarriegui tocaba, intentando reprimir el resquemor que lo embargaba. No sabía qué le sucedía, pero debía poner fin a aquello. Al menos, Mouret no se había percatado de la turbulenta manera en que había mirado a la joven. Parecía decidido a conseguirla, y Adrien no tenía intención de irritarlo aún más. El coronel podía ser un hombre engreído, y también envidioso, pero no era necio. Era bueno, muy bueno en lo que hacía, y Adrien sabía que, si se empeñaba, podía complicarle mucho la vida.
Y su sentido de la responsabilidad era demasiado acusado para arriesgar el éxito de su misión.
Cerró los ojos un instante, intentando deshacerse de la molesta sensación que ella le había provocado. Se recordó a sí mismo que estaba decidido a evitar cualquier enfrentamiento con Mouret. Se ocuparía de sus propios asuntos y dejaría que el coronel se ocupara de los suyos.
Aunque esos asuntos tuvieran un fascinante aire de seguridad, y unos seductores ojos azules, tentadores como el pecado.