Otra visión de los hechos
En el reloj de agua las gotas caían acompasadas, implacables, difundiendo su eco por el laboratorio. Al contemplar el Portal, con los ojos irritados a causa de la tensión, Tanis imaginó que caían una tras otra sobre sus nervios tirantes, próximos a estallar.
Frotóse los párpados y volvió la espalda al acceso con un seco gruñido luego se asomó a la ventana. Quedó perplejo al comprobar que sólo era media tarde. Después de las experiencias sufridas, no le habría extrañado descubrir que la primavera se había acabado, el verano se había consumido hasta la decadencia y, ahora, comenzaba el otoño.
La densa capa de humo no se elevaba ya frente a la cristalera. Los incendios, nutridos hasta saciarse de su habitual alimento, se extinguían, y habían desaparecido del cielo los dragones de ambos bandos. El semielfo aguzó el oído, aunque no logró captar ningún ruido, ni siquiera un murmullo, procedente de la ciudad. Se extendía sobre ella una capa de bruma, una negra humareda que las emanaciones del Robledal de Shoikan no hacían sino ensombrecer.
«La batalla ha terminado —se dijo, aturdido, descontento—. Hemos ganado pero nuestra victoria es funesta, carente de sentido».
Una mancha azul se impresionó repentinamente en su retina y, al buscar con la mirada el origen, las alturas, el héroe de la Lanza quedó boquiabierto.
La ciudadela flotante había entrado en escena de manera imprevista. Tras efectuar un descenso vertical desde las nubes, carenaba en un alegre vaivén mientras ondeaba al viento una banderola de tonos similares al zafiro, que sus ocupantes habían adquirido en un lugar ignoto.
Al intensificar su observación, el semielfo creyó reconocer no sólo el emblema de la bandera, sino incluso el grácil mástil sobre el que ésta ondeaba y que, inclinado como el borrachín que regresa a su hogar, una vez concluida la ronda de tabernas, coronaba una de las torres del alcázar.
Tanis no pudo reprimir una sonrisa: bandera y torre formaron parte, en su día, del palacio de Amothus, Señor de Palanthas. Apoyando la frente en uno de los batientes, siguió espiando la ciudadela, custodiada, como guardia de honor, por un espléndido Dragón Broncíneo, y se apercibió de que su cuerpo se relajaba, que el desasosiego, el pesar y el miedo cedían a un estado más placentero. Motivaba su alivio aquella prueba indefectible de que, cualesquiera que fuesen los sucesos presentes o venideros en el mundo, en los planos astrales, ciertas cosas siempre perdurarían, entre ellas la naturaleza de los kenders.
Observó que el castillo volador surcaba en desiguales oscilaciones el llano circundado de colinas donde se asentaba la ciudad y, aunque cabía esperar cualquier pirueta, no dejó de sobresaltarse al ver que daba de forma súbita, como si hubiera perdido el norte, una vuelta de campana y se inmovilizaba, boca abajo, en el espacio.
—Ése Tas es un alocado. ¿Qué estará haciendo? —farfulló.
No tardó en comprenderlo. La ciudadela empezó a agitarse en rápidas sacudidas, como un salero cuando se sazona un manjar. Aunque, en este caso, en lugar de sal, lo que llovió de puertas y ventanas fueron unas repugnantes criaturas provistas de alas correosas. Aumentó el ajetreo y arreció la tormenta de siniestros contornos. «Curioso modo de hacer limpieza general de centinelas», bromeó el semielfo para sus adentros. Al fin, después de descargarse de cuantos draconianos albergaba, la mole se enderezó y reanudó su ruta.
La fortaleza navegó sobre la ciudad de Palanthas, ondeando en su pináculo el estandarte azulado, hasta que la atrapó una bolsa de aire y fue arrastrada en su declive hacia el cercano océano. Al héroe se le entrecortó el resuello. Pero casi de inmediato emergió otra vez el gigantesco artilugio y, en un brinco que se asemejaba al delfín que surge de las olas —una semblanza aún mayor debido a que chorreaba agua por los cuatro costados—, se izó en los cielos y desapareció entre los tempestuosos cúmulos.
Meneando la cabeza, divertido, Tanis giró sobre sus talones, en el instante mismo en el que Dalamar señalaba el Portal.
—Ahí está —informó éste—. Caramon ha vuelto a su posición de antes.
El semielfo atravesó raudo la estancia, y se plantó delante del puente con el más allá. Distinguió al otro lado una diminuta figura, la del guerrero, a juzgar por la lustrosa armadura. Pero ahora transportaba a alguien en brazos.
—¿Raistlin? —indagó, refiriéndose a la carga que portaba Caramon.
—La sacerdotisa Crysania —corrigió el acólito.
—¡Quizá todavía viva!
—Más le vale estar muerta —comentó el elfo, frío, con una amargura que endurecía su voz y su expresión—. ¡A ella y a todos nosotros! Si en su cuerpo palpita un solo hálito de vida, Caramon se enfrenta a un grave dilema.
—¿Por qué?
Su interlocutor, aunque de mente ágil, se perdía en todo aquel galimatías.
—Porque es inevitable que a tu amigo se le ocurra la idea de traerla a nuestra órbita y rescatarla. Si lo hace, nos dejará a merced de su hermano, la Reina o ambos, ya que ha de transportarla él en persona.
El barbudo personaje guardó silencio mientras contemplaba el avance de su compañero hacia el Portal, sosteniendo a la mujer de alba túnica que, ahora en las inmediaciones, presentaba una silueta fácilmente identificable.
—Tú que le conoces —le interpeló Dalamar de manera abrupta—, acaso puedas ilustrarme sobre sus reacciones. La última ocasión en la que coincidimos, era un monigote, un barril de aguardiente pero sus peripecias parecen haberle transformado. ¿Qué presumes que decidirá?
—Lo ignoro —confesó Tanis, desorientado, incómodo, hablando más para sí mismo que al aprendiz—. El Caramon con el que trabé amistad era sólo medio hombre el otro medio pertenecía a su gemelo. ¡Ha cambiado tanto! —Se mesó la barba, frunciendo el entrecejo—. ¡Pobre! Su situación no puede ser más desgarradora.
—Temo que han elegido por él —anunció Dalamar, mezclando en su voz la aprensión y la felicidad.
El semielfo fijó los ojos en el Portal y presenció el último intercambio entre aquellas antagónicas criaturas. Fue un testigo mudo, y mudo se mostró también frente a quienes pretendieron sonsacarle el relato de tal confrontación.
La prudencia, el respeto y su propia introversión le obligaron a callar. Aunque las acciones y las palabras se grabaron indelebles en su memoria, no pudo nunca describirlas ni repetirlas. Darles voz equivalía a degradarlas, a vaciarlas de su espantoso horror, de su terrible belleza. A menudo, en los momentos más melancólicos, evocaría la postrera dádiva de un alma condenada y, cerrando los párpados, oraría a los dioses para agradecerles sus bendiciones.
Caramon viajó con la sacerdotisa a través del Portal. Corriendo a ayudarle, Tanis tomó en sus brazos a la dama y quedó anonadado frente a la visión que ofrecía el corpulento humano y el arma que portaba, el bastón mágico, cuyo puño emitía brillantes destellos.
—Cuídala, te lo ruego —le encomendó el guerrero—, mientras yo clausuro el acceso.
—Hazlo enseguida —le instó Dalamar, y el semielfo oyó el quebranto de su respiración al estudiar, presa del pánico, los acontecimientos del universo tenebroso.
Al observar a Crysania, el barbudo héroe constató que estaba moribunda. Su respiración era irregular, revestía su tez un matiz ceniciento y sus labios se habían amoratado. No obstante, él no podía hacer nada, excepto llevarla a un rincón seguro.
«¡Seguro!». Miró de reojo, en un gesto instintivo, la esquina donde yaciera otra mujer a punto de expirar y que era, además, la más apartada del Portal. Allí estaría a salvo…, tan a salvo como en cualquier otro paraje, se figuró, compungido. Depositó a la sacerdotisa en el suelo, acomodándola lo mejor posible, y regresó de inmediato a la abertura del vacío.
Se detuvo, hipnotizado por los portentos que se desplegaban en la frontera de lo irreal, en los albores del reino de Takhisis.
Una sombra maléfica colmaba el umbral, y las cabezas metálicas que constituían el marco de la puerta emitían aullidos de triunfo, a la vez que sus hermanas, las cabezas vivas que se insinuaban detrás, se enlazaban y serpenteaban sobre su víctima, el archimago, quien había sucumbido a sus letales arañazos.
—¡No, Raistlin! —se desesperó Caramon, desfigurado por la angustia, al caer éste, y dio un paso hacia el Portal.
—¡Alto! —le ordenó Dalamar, enfurecido—. ¡Refrénale tú, semielfo, mátale si es necesario! Hay que sellar la entrada.
Una mano femenina reptó hacia la rendija que la separaba del laboratorio y, bajo el aterrorizado examen de sus actuales moradores, se metamorfoseó en una garra de dragón, con las uñas punteadas de rojo y la carne manchada inequívocamente de sangre. Era la mano de la soberana del Abismo, que se acercaba veloz para mantener franca la vía y, así, irrumpir en el plano de los vivos como hiciera en la Guerra de la Lanza.
—¡Caramon! —bramó Tanis, y comenzó a abalanzarse.
Pero lo detuvieron sus reflexiones. ¿Qué recursos iba a emplear? En el aspecto físico, no era lo bastante fuerte para imponerse al hombretón, no evitaría que fuera en auxilio de su gemelo. «No consentirá que muera», recapacitó en un paroxismo hijo del desvalimiento.
«No —discrepó una voz interior—, la salvación de Krynn depende de él y sabrá anteponerla a sus impulsos».
Sea cual fuere el motivo, el guerrero hizo una pausa. ¿Había meditado? ¿Sostenía quizás un diálogo telepático con el nigromante, quien le conminaba a abandonarle con frases agraviantes que nunca podrían ofenderle, al quedar patente su intencionalidad? ¿Le paralizaba el poder de la transformada mano? Ésta última, hecha zarpa reptiliana, estaba a una ínfima distancia, y tras ella centelleaban ojos malévolos, triunfantes, animados por una pérfida risa. Despacio, en pugna declarada contra la quintaesencia del Mal, Caramon esgrimió el Bastón de Mago.
¡No se produjo el resultado que ansiaban!
Las cabezas del óvalo rasgaron el aire con sus clarines, con los vítores destinados a aclamar a su monarca en el desfile de retorno.
Entonces, en una tergiversación de secuencias respecto de las que viviera el hechicero en el otro universo, donde tiempo y espacio se deformaban en una infinita espiral, su sombría figura se materializó junto al conmocionado gemelo. Ataviado de negro, con el cabello ahora cano esparcido sobre sus hombros, Raistlin alzó una mano dorada y, asiendo el bastón, puso sus dedos en la proximidad de los del luchador.
Manó del arcano cayado un torrente de luz plateada, purísima. El espectro multicolor del acceso se enzarzó en una lucha denodada por sobrevivir. Pero aquellos fulgores argénteos encerraban, contenían, la radiante cualidad de la estrella del ocaso cuando parpadea en el claroscuro del cielo.
El Portal se cerró.
Los enardecidos gritos de las cabezas de metal cesaron de manera tan súbita, tan brutal incluso, que el silencio retumbó en los tímpanos de las criaturas presentes en la cámara. En el lado opuesto no había nada, ni movimiento ni quietud, ni oscuridad ni luz. Era, simplemente, el vacío.
El guerrero se detuvo unos minutos frente a aquella negación de la existencia, sujetando el instrumento de su victoria. Los flamígeros resplandores del globo ardieron unos momentos, antes de empezar a oscilar y, casi sin intervalo, extinguirse.
El laboratorio se sumió en una penumbra que a todos se les antojó acogedora, un auténtico descanso para los ojos después de la cegadora batalla. En aquella confortable beatitud, una voz cavernosa susurró:
—Adiós, mi querido hermano.