Los caminos se separan
Frente a él, el Portal detrás, la Reina. A su espalda, dolor, sufrimiento delante, la victoria.
Apoyado en el Bastón de Mago, tan débil que a duras penas se sostenía, Raistlin invocó en su mente la imagen del acceso y la fijó de manera que no se borrase. Le asaltó la idea falaz de haber caminado, tropezado y hasta gateado a lo largo de un trecho interminable para alcanzarlo. Pero ahora se hallaba cerca y este hecho le recompensaba por las vicisitudes pasadas. Distinguía su llamativo espectro cromático, los colores de la vida: el verde de la hierba, el azul del cielo, el blanco de los cirros nubosos, el negro de la noche y el rojo de la sangre…
Sangre. Se miró las manos, manchadas de su propia savia, y asoció tal visión a sus heridas, demasiado numerosas para contarlas. Golpeado por un mazo, apuñalado por dagas y espadas, socarrado por relámpagos, llagado por el fuego, en su contra se habían aunado las fuerzas de clérigos oscuros, nigromantes, legiones de espíritus carnívoros y demonios, todos ellos al servicio de Su Majestad. La túnica emblemática de su rango caía en torno a los hombros andrajosa, mancillada no exhalaba una vez su aliento sin convulsionarse en una agonía y, en su interminable periplo, había vomitado las últimas gotas de sangre que atesoraba en sus venas. Aunque tosía, tanto que debía interrumpir la marcha durante los ataques e hincar ambas rodillas, al arrojar el esputo nada brotaba, porque nada había en su interior.
Pero, a pesar de tan pavorosos avatares, había conseguido resistir.
Secas de sangre, por sus venas circulaba un febril alborozo. Había aguantado, soportado las arremetidas de sus adversarios. Decir que estaba vivo era casi un eufemismo, pero faltaba el casi. La ira de la soberana atronaba sus oídos cual un timbal inclemente, la tierra y la bóveda celeste latían a su compás. El hechicero había derrotado a sus más poderosos secuaces. Nadie quedaba para desafiarle en un combate decisivo, excepto ella misma.
El Portal resplandecía, con lujuriantes matices, en los relojes de arena que configuraban sus pupilas. Se aproximó sin tregua, atento a la furia de la soberana, que, desatada, la incitaba al descuido, a la demencia, y recapacitó que aquélla era su mejor garantía de éxito en la fuga del Abismo. No era la diosa quien había de interceptarle de modo que se creyó a salvo.
De pronto, una sombra procedente de las alturas le petrificó. Alzó la vista y detectó los dedos de una mano gigantesca que oscurecían el firmamento y cuyas uñas estaban teñidas, como si las hubiesen pintado, de un rojo sanguinolento.
Sonrió y resolvió proseguir. Era lo que en principio pronosticó, una sombra y nada más. La mano que la proyectaba trataba de atraparle en vano. Él estaba en la vecindad del puente que conducía a su mundo y ella, la gran dama, había quedado postergada al confiar en sus esbirros y no intervenir en la contienda. Sus garras prensiles asirían el repulgo de las aterciopeladas, y ahora harapientas, vestiduras en el momento en que traspasara el umbral, una ocasión que el mago aprovecharía para hacer acopio de energías y arrastrarla a la órbita que le interesaba.
Ya al otro lado, ¿quién sería el más fuerte? Raistlin tosió, a despecho de los espasmos, la asfixia y los aguijonazos, ensayó una sonrisa —una mueca— con los finos labios retorcidos y espumeantes. No abrigaba dudas respecto al desenlace.
Cerrada una mano sobre el pecho, la otra sobre la vara arcana, reemprendió la caminata midiendo los jirones de vida que dejaba en cada zancada, las exhalaciones de sus abrasados pulmones, con idéntico afán con el que un mendigo sopesaría una moneda de cobre. La batalla que se avecinaba le proporcionaría la gloria. Sería su turno de convocar las huestes para que se batieran en su nombre. Los dioses responderían a su llamada, porque la aparición de la Reina en el mundo investida de todos sus atributos desencadenaría la cólera de los otros hacedores. Se desprenderían las lunas del manto nocturno, los planetas alterarían sus revoluciones y las estrellas también, mientras los elementos acataban su mandato, los cuatro sumisos frente a tan ineludible autoridad.
Delante del nigromante, en derredor del Portal, las cabezas reptilianas lanzaban bramidos impotentes, sabedor el simbólico animal de que carecía de las facultades precisas para oponerse a sus designios. Un palpito más, una sola inhalación de aire y, con el subsiguiente resoplido, el anhelado objetivo.
Alzó la encapuchada cabeza… e hizo una pausa forzosa. Una figura en la que antes no había reparado, ensombrecida por la bruma del dolor, la sangre y la quintaesencia de la muerte, se silueteaba frente a él, esgrimiendo una reluciente espada. Confundido, perplejo, estudió al intruso sin reconocerle, hasta trocarse su alejamiento en regocijo.
—¡Caramon, eres tú! —exclamó.
Estiró la mano hacia el guerrero. Ignoraba cómo se había obrado el milagro, pero su gemelo estaba allí, a la expectativa, aguardando como hizo siempre, para respaldarlo en su más trascendental aventura.
—¡Caramon! —insistió, jadeante—. Ayúdame, hermano.
El agotamiento, las secuelas del severo castigo al que había sido sometido, dificultaban la actividad de su cerebro y su habitualmente espléndida concentración. La magia ya no borboteaba en sus entrañas como el azogue, sino que, perezosa, se demoraba en los escollos que encontraba en su curso y le negaba el riego que sus órganos precisaban.
—Caramon, ven junto a mí. No puedo andar solo.
El recio luchador no se movió. Permaneció inmóvil cual una pétrea estatua, equilibrado el acero en su mano y examinándole con una mezcla de amor y pesadumbre, una tristeza a la vez hosca y acusadora, que, tras rasgar el velo de su dolorido cuerpo, expuso a la luz su alma vacua, estéril. Aprehendió entonces el hechicero el porqué de su presencia.
—Obstruyes mi avance, hermano —le dijo con frialdad.
—No me cuentas nada nuevo —repuso el otro.
—Si no quieres ayudarme, lo que me parece obvio, apártate al menos.
La voz del archimago brotaba de su garganta en quiebros airados.
—No.
—Morirás si no lo haces —siseó Raistlin, cínico.
—Sí —aceptó Caramon sin arredrarse—, pero no creas que tú vas a sobrevivir.
La atmósfera, monótona y al mismo tiempo flamígera, se sumió en un tenebroso ocaso. En el paraje se acumuló una niebla densa que absorbió los ya opacos fulgores y, a medida que éstos se extinguían, un frío invernal se propagó por los contornos. Sólo quedó un punto de calor, la vasta llama que alimentaba la inquina de la Reina.
El miedo revolvió los intestinos del nigromante, la rabia enardeció su mente. Los términos del arte arcano hostigaron sus músculos, se agolparon en sus labios con un sabor dulzón, similar al de la sangre. Comenzó a arrojar tales proyectiles contra el guerrero, pero le sobrevino la tos y se atragantó. Encorvado, acuclillado, se exhortó a la calma, repitiéndose que la magia que siempre le amparara no se había esfumado, que no tenía más que invocarla y ella, dócil, consumiría a su oponente en un incendio semejante a aquel otro que carbonizó a su réplica, años atrás, en la Torre de la Alta Hechicería. Una bocanada y recobraría el temple.
Pasó el virulento acceso. Se aposentaron los salmos en su intelecto y, alzando la vista con un grotesco remedo de sonrisa, desplegó los brazos para cantarlos y arrancarles sus virtudes.
Su gemelo no mudó la postura. Erguido, bien pertrechado, le contemplaba con un asomo de conmiseración en sus ojos pardos.
«¡Me tiene lástima!». Ésta constatación vapuleó a Raistlin con el vigor de cien mazos, más punzante que el filo de una espada. No consentiría que aquella insolente criatura sucumbiese sin antes eliminar los sentimientos que inspiraban esta actitud.
Con el soporte del bastón, el hechicero se afirmó en el suelo y se desembarazó de la negra capucha para que Caramon leyera, en sus doradas pupilas, la condena que sobre él pesaba.
—Así que te compadeces de mí, ¡botarate con cabeza de mosquito! —le insultó—. Tú que estás totalmente incapacitado para atisbar siquiera la magnitud de mi poder, los suplicios a los que he debido sobreponerme, los combates que he librado en la senda del triunfo, osas humillarme mediante la vil piedad. Si no te he matado todavía, y te aseguro que ansío hacerlo, es porque he decidido que no fenezcas sin adquirir primero plena conciencia de que voy a irrumpir en el mundo a fin de instituirme en divinidad.
—Estoy al corriente, Raistlin —contestó Caramon y, lejos de atenuarse, aquella hiriente misericordia se acentuó—. Por eso me das tanta pena, ya que he visto el futuro y he asistido al desenlace.
El nigromante le examinó, sospechando que la Señora del Abismo le tendía una trampa. Los resplandores rojizos del cielo no cesaban de diluirse en la creciente neblina, pero la palma extendida se había inmovilizado y el personaje arcano sintió que la soberana titubeaba, alerta frente a la intromisión del guerrero y llena de aprehensiones que no acertaba a disimular. El recelo de que su hermano fuera un espejismo destinado a entorpecer su empresa, una de las apariciones de las que usaba y abusaba Takhisis, se disipó.
—¿Has visto el futuro? —parafraseó el comentario del luchador—. ¿Cómo? ¿En qué dimensión?
—Cuando, en nuestro último encuentro, atravesaste el Portal, el campo magnético que generaste afectó al ingenio. Tasslehoff y yo fuimos catapultados a una época ulterior al presente al que pretendíamos retornar.
—¿Qué sucederá? —inquirió el mago, sus ojos tan exageradamente abiertos que de haber sido fauces habrían devorado al interpelado.
—Que vencerás —resumió éste en lenguaje llano, sin enigmas—. Y no sólo a la Reina de la Oscuridad, sino a todos los otros dioses mayores o menores. Tu constelación será la única que brillará en las alturas, durante un tiempo.
—¿Durante un tiempo? —repitió Raistlin, a quien no había pasado inadvertido el énfasis con que el narrador recalcó estas palabras—. ¿Quién me amenaza? ¿Quién me destrona? ¡Vamos, no te interrumpas!
—Tú mismo —murmuró el guerrero, afligido por la crueldad de este aserto—. Gobernarás un mundo periclitado, muerto, un universo de cenizas, de ruinas informes y cadáveres mutilados. Nadie te acompañará en tu palacio celeste y, aunque tratarás de crear, no quedará ni un soplo en tu interior que puedas insuflar en los nuevos moldes o purificar en tu propio beneficio. Te nutrirás de las estrellas hasta que, exprimidas, estallen, y una vez agotada la fuente nada quedará a tu alrededor, nada en tu alma…
—¡Mientes! —se rebeló el oyente—. ¡Maldito seas, todo eso es una sarta de embustes!
Desechando el bastón en un arrebato, el nigromante se abalanzó sobre su gemelo y le zarandeó con sus ganchudas manos. Sobresaltado, Caramon enarboló la espada en un acto reflejo. Pero, antes de que el arma iniciara el descenso, salió despedida por orden del hechicero y cayó en el intrincado terreno. El forzudo humano, al saberse inerme, aferró a su adversario entre sus brazos. «Podría partirme en dos —reflexionó éste—, pero no lo hará. Es débil, noto las convulsiones de sus brazos, su incertidumbre, su inquietud. Está perdido, y yo conoceré la verdad a su costa».
Ejerció presión con sus ensangrentados dedos en las sienes del guerrero, de tal manera que las experiencias que acababa de referirle se desplazasen allí donde él pudiera analizarlas, a su propia inteligencia.
El preclaro archimago presenció todos los episodios del devenir. Vislumbró la osamenta de Krynn, el fango viscoso y ceniciento, las rocas segmentadas, el humo elevándose en volutas, los putrefactos despojos de los muertos.
Se observó a sí mismo, suspendido en la nada y cercado por un vacío que, no sólo exterior, había anidado también en su espíritu y le apretujaba, le aplastaba y le roía, presto a engullirle. Culebreó en un círculo vicioso, eterno, sobre su persona, en una búsqueda desesperada de un indicio vital, una gota de sangre o una pizca de dolor. No lo había, nunca hallaría este consuelo. Al contrario, seguiría enroscándose cual un áspid sin clavar los colmillos ni siquiera en su carne. Sus introspecciones le conducirían, invariablemente, a los vestigios inanimados de una antigua entidad.
Ladeóse su cabeza como si fuera de plomo, la mano que había aplicado a la frente de Caramon cayó, erizada, hasta su costado. Había intuido que así ocurriría. Se lo gritaba cada fibra de su magullado cuerpo pues, a qué engañarse, el vértigo de la negación ya asomaba entre sus poros, lo había acunado durante años. Todavía no había socavado los recovecos, pero se lo representaba arrinconando su alma hasta dejarla, doblegada e infecunda, en un pozo sin nombre.
Exhalando un amargo aullido, se deshizo de su hermano y estudió los alrededores. Las sombras habían aumentado, la Reina ultimaba los preparativos sin que las previas vacilaciones hubieran mermado su poderío.
Raistlin se esforzó en meditar. Era imprescindible que resurgiera su furia, que se alumbrara el candil de su magia para avasallar a la soberana. Al comprobar que incluso los últimos resquicios de sus facultades le abandonaban, le dominó el pánico y se dio a la fuga aunque, endeble como estaba, se desmoronó al primer paso. Postrado sobre manos y pies, le azotó el miedo e inició un frenético tanteo hasta topar con algo sólido, capaz de socorrerle.
Sus dedos se cerraron en derredor de un tejido blanco, tocó carne viva, cálida, mientras oía en la proximidad un gemido ahogado.
—Bupu —identificó la voz, la textura.
Sollozante, el hechicero se volcó sobre la enana gully, que, desorbitados los ojos por el terror, con las huellas del hambre y la agonía en sus desencajados rasgos, retrocedió al verle.
—¡Bupu! —insistió él, tan falto de cordura que la zarandeó salvajemente—. Bupu, ¿no te acuerdas de mí? En una ocasión me regalaste un libro, un libro y una esmeralda. —Hurgó en uno de sus bolsillos y extrajo la gema verde, de bellísimas irisaciones—. Te devuelvo la «piedra bonita», como tú la llamabas, para que te salvaguarde de todo mal.
La mujer hizo ademán de asirla, pero las yemas de sus dedos se endurecieron con el rigor de la muerte.
—¡No! —bramó el mago, y notó en su hombro la contundente palma de Caramon.
—¡Déjala en paz! —le conminó el guerrero con tono áspero, y tiró de él para apartarlo de la infortunada gully—. ¿No le has hecho aún bastante daño?
Sostenía en la mano la espada que Raistlin le arrebatase, y los destellos de su inmaculada superficie deslumbraron a éste. Bajo tales resplandores, de misterioso origen, se esbozó ante el nigromante la efigie no de Bupu, sino de Crysania, renegrida y marchita, patética en su ceguera.
El vacío se agrandaba, casi insondable. ¿No había nada dentro de él? Sí, algo remoto y nimio, pero algo a fin de cuentas. El tentáculo de su alma y su mano se precipitaron al unísono a la caza del hallazgo. La mano acarició la tez cuarteada de la mujer.
—No ha perecido todavía —dijo.
—No —confirmó el hombretón, alzando la espada—. ¡No te atrevas a molestarla! Permite al menos que expire tranquila, libre de tu perniciosa influencia.
—Si la llevas al otro lado del Portal, vivirá —profetizó el archimago.
—Sí, claro, y además te facilitará a ti las cosas —replicó Caramon, no menos sarcástico que se mostrase antes su hermano—. Yo encabezo la marcha al plano salvador, y tú irás pegado a mis talones.
—Hazlo, rescátala —le azuzó Raistlin.
—¡No! —rugió el inveterado luchador.
Aunque brillaban sendas lágrimas en sus ojos, y oprimían sus rasgos las contracciones de la tortura que experimentaba, avanzó hacia el hechicero con la espada presta.
Una vez más, la criatura arcana hizo un gesto con la mano y el rival se paralizó, de manera tan repentina que el acero quedó cautivo en el tórrido y voluble aire.
—Condúcela a su salvación, provisto de este talismán infalible —le ofreció el nigromante.
Sus frágiles dedos sujetaron el bastón, que yacía en su flanco, y la luz del globo de cristal prendió en la penumbra, proyectando sus fabulosos haces sobre el trío. Después de iluminarlo, el mago se lo alargó a su gemelo. Éste, desconfiado, se resistió con el entrecejo fruncido.
—¡Tómalo! —le espetó Raistlin, imperativo, y el objeto se agitó debido a un carraspeo que presagiaba nuevas toses—. ¡Vamos, hazte con él! —apremió consciente de que disminuían sus energías—. Trasladaos ambos a la Torre, y utiliza luego el cayado para cerrar el acceso.
Caramon le miró, sus ojos convertidos en rendijas y remiso a acatar las instrucciones de un ser tan poco fiable. Su hermano era demasiado egoísta para renunciar a sus ambiciones en el momento culminante. Alguna barbaridad tramaba.
—No conspiro contra vosotros ni pretendo engañarte —expresó el mago sus cábalas, sólo para rebatirlas—. Te he traicionado en determinadas circunstancias. Pero ésta no es una de ellas. Pon a prueba mi honradez —le exhortó—, cerciórate tú mismo. Desharé el encantamiento y, como ya no me resta la posibilidad de formular otro, ensártame en el filo de tu espada si descubres que es una patraña. Estoy indefenso no he de frustrar tu agresión.
El brazo petrificado de Caramon recobró la flexibilidad. Sin soltar el arma, clavada la mirada en su gemelo, estiró el otro brazo, precavido, crispado. Las yemas de sus dedos, aunque huidizas, entraron al fin en contacto con la bola del puño y supuso que, frente a la proximidad de un profano, desaparecerían los destellos y volverían a sumirse en las lóbregas tinieblas.
No fue así. Perseveraron las ondas que les alumbraban. La manaza del guerrero se aposentó sobre el huesudo dorso de la de Raistlin, se acopló a él, mientras la aureola del globo se incrementaba y ponía de relieve las sanguinolentas vestiduras negras, la deslucida armadura donde se incrustasen algunos terrones de limo. Poco duró esta comunión. El archimago se apresuró a desasir el bastón.
Perdió el equilibrio y estuvo a punto de desplomarse pero, tras un bamboleo, consiguió recuperarse y recobró la postura erguida, orgulloso de haber realizado tal hazaña sin precisar auxilio. El Bastón de Mago, ahora propiedad exclusiva de Caramon, seguía encendido.
—Distraeré a la Reina para que no os intercepte —comunicó el nigromante al otro humano— pero no podré cubrir la retirada mucho rato. Mis fuerzas se quiebran.
Caramon observó de hito en hito el rostro demudado del hechicero, el cayado que sujetaba y, emitiendo un resoplido que más se asemejaba a un sollozo, envainó la espada.
—¿Qué te pasará a ti? —indagó, a la vez que recogía la inerte forma de Crysania.
«Te atormentaré en materia y en espíritu, y seré tan despiadada que al concluir cada sesión perecerás a causa de los insoportables dolores sin embargo, no llegará la noche infinita porque te devolveré a la vida en el instante del tránsito. No conciliarás el sueño, guardarás vela en escalofriante anticipación de la próxima jornada. En cuanto claree, tras el intervalo de oscuridad que en nada ha de beneficiarte, será mi rostro lo primero que veas».
Las premonitorias frases de la soberana se enroscaron cual una serpiente en el cerebro de Raistlin, coreadas por una risa burlona, voluptuosa.
—Parte sin dilación, Caramon —urgió a su gemelo—. Ella se acerca.
La cabeza de la sacerdotisa reposaba en el ancho torso de su paladín. La cascada de su cabello le caía sobre el rostro y aferraba todavía el Medallón de Paladine, que tanta fortaleza le confería. Bajo el escrutinio del hechicero, los estragos del fuego perdieron su carácter indeleble hasta restituir la tersura a la piel, sin cicatrices y embellecida además por la dulzura que la confería el descanso reparador. El mago desvió entonces la vista hacia su hermano y halló la misma estulticia que siempre lucía, el exasperante embotamiento del animal herido que ignora la causa de su padecer.
—¿Qué te importa a ti mi sino, gusano baboso? —volvió a increparle, desabrido como en sus mejores tiempos—. ¡Vete!
La expresión del guerrero se alteró… ¿o acaso no? Quizás había ostentado cualidades que nunca fue capaz de atribuirle, empecinado en despreciarlo. Sea como fuere, y en una nebulosa, debido a que al abandonarle sus mejores esencias hasta su percepción se resentía, creyó leer en las pupilas de Caramon un mensaje de sapiencia. Se diría que, clarividente, se hacía cargo de que iba a ser destruido.
—Adiós, Raistlin —musitó el fornido humano.
Con la dama abrazada y el cayado mágico en una mano, el luchador dio media vuelta y se alejó. La luz del bastón creaba en su derredor un círculo de plata, que refulgía en la oscuridad como los rayos de Solinari al plasmarse, en etéreas pinceladas, sobre las remansadas aguas del lago Crystalmir. Sus argénteas hebras se posaron en las cabezas reptilianas y las metamorfosearon en inmensas tallas de orfebrería, silenciando sus cacofónicos alaridos.
Caramon traspasó el umbral y Raistlin, vigilante, vislumbró con los ojos del alma un abanico de colores, símbolo de vitalidad, a la par que una vaharada de fragante tibieza vigorizaba sus hundidos pómulos.
Tras él, las carcajadas, la mofa sensual, gorgotearon hasta deformarse en un aliento sibilante. Oyó los sinuosos sonidos de una cola descomunal, el crujir de los tendones de unas alas. Cinco cabezas le hablaban en los términos del terror desnudo, sin paliativos.
Permaneció frente al Portal, al laboratorio que fuese suyo y donde ahora se desarrollaba una escena a la que debía mantenerse ajeno. Presenció cómo Tanis corría hacia Caramon y, a fin de socorrerle, le aliviaba del peso de la dama. En aquel instante, Raistlin lloró. Quería unirse a ellos, estrechar la mano del semielfo y amar a la mujer. Echó a andar.
El guerrero se volvió en ese momento y, blandiendo el bastón, se encaró con él. No mediaron diálogos. Era evidente por el espanto que se dibujó en el semblante del luchador al espiar a su gemelo, a lo que había en la retaguardia, que Takhisis estaba agazapada, alerta a su oportunidad. El mago no necesitó girarse, ni preguntarse el porqué de aquellas pupilas desorbitadas, ya que además de éstas otras pruebas fehacientes delataban la vecindad de su enemiga. La gélida aureola de su repulsivo cuerpo de dragón penetró los poros de la proyectada víctima, balanceando sus ropajes en una ventolera.
De pronto, el sexto sentido que siempre poseyera el nigromante le puso en guardia. La Reina había cesado de acecharle para concentrarse en algo más interesante, más embrujador: la brecha que, todavía abierta, había de permitirle ingresar en el mundo de los mortales.
—¡Cierra el Portal! —vociferó Raistlin.
Una llamarada chamuscó su carne, una garra más cortante que un puñal laceró su enteca espalda. Dio un traspié y cayó cuan largo era. Pero no apartó la vista del Portal y, así, distinguió a Caramon cuando, trastornado, avanzaba en su dirección.
—¡No cometas una locura! —se horrorizó—. Retrocede y sella el acceso, ¡rápido! Déjame a mis auspicios. No preciso de ti ni volveré a hacerlo nunca más —le agravió con objeto de detenerle.
Se cerró la grieta en un perfecto ajuste, y en las inmediaciones del postrado vibró la oscuridad con una fiereza sobrenatural, apabullante. Varios pares de uñas reptilianas destrozaron su ser, le despellejaron dentelladas asesinas desgarraron los músculos y, al llegar al hueso, lo astillaron. El manantial casi exhausto de su sangre regó sus entrañas, aunque no era vida lo que aportaba.
Se convulsionó, chilló, en el convencimiento de que sus lamentos se repetirían en una continuidad infinita.
Cual una alucinación, se mezclaron a sus desvaríos los sueños de la infancia. Rememoró cuando, en lo más crudo de una pesadilla, una mano le despertaba y apaciguaba. «No osarán lastimarte mientras yo esté a tu lado. Fíjate, haré algo divertido».
Unos segmentos de escamas le estrujaron, le privaron del resuello, mientras unos colmillos negros, esplendorosos, le devoraban las vísceras, incluido el corazón, que tragaron de un bocado, en busca del alma, el manjar más apetecible.
De nuevo se agolparon los recuerdos, el de aquel brazo inconmensurable que le rodeaba y ceñía, o la mano que, recortada sobre un fondo plateado, reproducía animales a la manera de las sombras chinescas, mientras, apenas audible, una voz murmuraba: «Mira, Raistlin, conejos». Y él sonreía, vencido el susto. Caramon estaba allí.
Se calmaron los dolores, las visiones fueron relegadas donde no pudieran perturbarle. En la distancia, retumbó un aullido de furia y desencanto pero ya no le inquietaba. Sólo era sensible a la fatiga. Estaba extenuado y debía dormir.
Recostando la cabeza en el robusto brazo de su gemelo, Raistlin entornó los párpados y se hundió en una noche perpetua, en un letargo despoblado de formas, de figuras, que jamás terminaría.