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Runce, el enano gully

Atrapados en otro balcón varios pisos por debajo de aquel al que Tas se había asomado, Tanis y Caramon se debatían para salvar sus vidas. Estaban en el lado opuesto al que ocupaba el kender, y lo que parecía un pequeño ejército de draconianos y goblins les hostigaba arracimado en la escalera, en un plano inferior respecto a ellos.

Los dos héroes se habían parapetado detrás de un enorme banco de madera, que habían arrastrado por la estancia hasta colocarlo atravesado en el último peldaño. A su espalda, se recortaba una puerta, y a Tasslehoff se le antojó que habían ascendido la escalera hacia la hoja en una tentativa de huir, pero les habían interceptado antes de conseguir su propósito.

Caramon, cubiertos los brazos de sangre verdosa hasta la altura de los codos, golpeaba cabezas con una estaca de madera que había arrancado de la barandilla, un arma más efectiva que la espada a la hora de combatir contra aquellas criaturas cuyos cuerpos, al morir, asumían la consistencia de la roca. Tanis había mellado la espada en varios puntos, porque la había utilizado a la manera de una maza. Y sangraba a consecuencia de diversos tajos practicados a través de la desgarrada cota de malla mientras que en el peto, de sólida textura, se apreciaba una considerable abolladura. Después de someter a los contendientes a un febril examen, el kender decidió que la pugna estaba en tablas. Los draconianos no podían acercarse lo bastante al banco para apartarlo o sortearlo de un salto, pero en el momento en que los compañeros abandonasen su posición, el enemigo volcaría el escollo y arremetería.

—¡Tanis, Caramon! —les invocó el hombrecillo—. ¡Estoy aquí arriba!

Ambos levantaron una mirada de pasmo al oír aquel acento familiar. Fue el guerrero el primero en localizarle y, señalando su paradero al otro luchador, le urgió:

—¡Tasslehoff, escucha! La puerta está atrancada y no podemos salir. ¡Ayúdanos!

Su voz, estridente por naturaleza, resonó imperiosa en el pozo que jalonaban las galerías.

—¡Estaré con vosotros en un abrir y cerrar de ojos! —respondió el kender y, optando por la vía más rápida, se encaramó al pretil y se dispuso a saltar en medio mismo del alboroto.

—¡No! —le frenó Tanis—. ¡Debes abrirla desde fuera! —Y, para respaldar sus instrucciones, hizo un gesto circular con el índice.

— De acuerdo —accedió Tas a regañadientes, decepcionado—. No habrá problema.

Bajó de su proyectado trampolín. Pero, en el momento en el que comenzaba a retroceder hacia el balcón superior, advirtió que los draconianos que se apiñaban detrás de la barrera impuesta por sus amigos cesaban en su ataque. Algo o alguien debía de haber acaparado su interés, una sospecha que se confirmó al sonar una voz de mando que indujo a aquellos reptiles a apartarse entre empellones y, Tasslehoff lo observó desde su puesto de vigilancia, esbozar distorsionadas sonrisas en las que exhibieron sus colmillos. Los héroes, sin saber a qué atenerse, se arriesgaron a otear el panorama a través del banco, mientras el kender descolgaba medio cuerpo en su empeño por averiguar la causa del fenómeno.

Una criatura, otro draconiano ataviado con negros ropajes decorados con runas arcanas, subía parsimoniosa por la escalera. Sostenía un cayado en su mano ganchuda, tallado en forma de un áspid presto a inocular su veneno.

¡Era un mago bozak! Asaltó al hombrecillo una extraña sensación de vacío en la boca del estómago, casi tan perturbadora como la que experimentara poco antes de aterrizar el dragón. Los soldados de piel escamosa envainaron sus aceros, a todas luces convencidos de que había terminado su servicio. El hechicero zanjaría la disputa sencilla y limpiamente.

El kender vio cómo el semielfo hundía la mano en su cinto, sacaba la palma desnuda y, nervioso, lívido el rostro debajo de la hirsuta barba, la embutía en el otro costado. Tampoco ahora extrajo nada así que, al borde del colapso, inspeccionó el suelo.

«Intuyo —se dijo el menudo espectador— que el brazalete de resistencia a la magia le resultaría de cierta utilidad. Quizá sea lo que busca con tanto ahínco es vidente que ignora haberlo extraviado».

Al hilo de sus pensamientos, introdujo los dedos en uno de sus saquillos y, al tantear la pulsera, la blandió en el aire mientras informaba:

—¡La tengo yo, Tanis, no te preocupes! La perdiste, pero por fortuna yo me di cuenta y la recuperé.

El aludido alzó la faz, fruncido el entrecejo en una expresión de fiereza tan alarmante que Tasslehoff le arrojó la alhaja sin un titubeo. Tras aguardar unos instantes que le agradeciera su meticulosidad, algo que el semielfo no se dignó hacer, exhaló un suspiro y anunció:

—¡No tardo ni un minuto!

Y, raudo como solía serlo cuando se lo proponía, el hombrecillo emprendió una desenfrenada carrera hacia los acorralados personajes.

«Desde luego, su actual conducta deja mucho que desear —censuró al semielfo en el trayecto—. No se parece en nada al viejo Tanis, aquel colega dicharachero capaz de valorar un buen rato de diversión. Su flamante título de héroe se le ha indigestado».

Desvirtuados por el muro medianero, llegaron hasta él los ecos de unos ásperos cánticos acompañados de explosiones. Acto seguido, se elevaron unas voces draconianas que denotaban cólera y desilusión.

«El brazalete hace su labor —dedujo el kender—. Les tendrá distraídos un tiempo, pero no muy largo, así que he de esmerarme en descubrir cuanto antes un puente de unión entre esta torre y el edificio principal. Supongo que el procedimiento más sensato será desandar lo andado hasta el nivel inferior».

Salvando los escalones de dos en dos, Tas alcanzó la base en cuestión de segundos y, después de enfilar el corredor que desembocaba en la escalera, retrocedió hasta la estancia por la que se había internado en la ciudadela y continuó pasillo adelante, sin molestarse en entrar. Arribó a un punto en el que una ramificación partía en ángulo recto del túnel central y, juzgando como un buen augurio aquella alternativa de desviarse hacia donde, probablemente, los adversarios habían arrinconado a sus amigos, no vaciló en doblar el recodo.

Vibraron sus tímpanos con otro estallido que, esta vez, conmocionó la mole entera, al menos el ala donde estaba el emprendedor hombrecillo. Éste imprimió a sus piernas un ritmo veloz, pero, al rodear una esquina llevado por el impulso de la marcha, sufrió una parada forzosa.

En efecto, el infortunado Tasslehoff tropezó contra un fardo viviente y achaparrado que, de resultas del encontronazo, dio un traspié y se desmoronó. También él salió despedido, cayendo despatarrado y permaneciendo en tal postura debido al impacto.

Sumido en el natural atontamiento, el kender no se incorporó de inmediato. El hedor reinante suscitó en su ánimo la impresión de haber sido atropellado por un saco de inmundicia, lo que no contribuyó a despejar su cabeza. Pero hizo acopio de voluntad y logró erguirse. Empuñando el cuchillo de caza, bamboleante, se puso en guardia para defenderse de la enigmática criatura que le había desequilibrado y que, también, había acertado a ponerse en pie.

Para asombro de Tas, el que había de ser su oponente se aplicó la mano a las sienes y se limitó a proferir un gemido inarticulado por el que manifestaba un intenso dolor. Examinó luego su entorno en un estado de embotamiento muy superior al del hombrecillo y, al distinguir su perfil enhiesto, determinado a la acción y con los fulgores de una antorcha reverberando en la hoja de su espada, el susto se sumó al mareo y se desmayó. Preludió su derrumbamiento un alarido de pánico, de tal suerte que la baharada de su aliento magnificó aún más su halo de pestilencia.

—¡Un enano gully! —le identificó el otro, arrugando la nariz con repugnancia. Enfundó de nuevo el cuchillo e hizo ademán de alejarse, pero le refrenó una súbita idea. «Quizá pueda servirme de él», recapacitó y, tras inclinarse sobre el yaciente, lo asió de los harapos y lo zarandeó—: ¡Vamos, despierta!

Exhalando una bocanada de aire que brotó trémula, entrecortada, el gully alzó los párpados. Sin embargo, la visión de aquel kender que le espiaba desafiante le incitó a entornar de nuevo los ojos y fingirse inconsciente, blanca su tez como la nieve.

Tasslehoff volvió a zarandearle. Arropado por la penumbra, el enano le miró con disimulo a través de las pupilas entreabiertas y, al comprobar que su rival seguía allí, concluyó que no le restaba más opción que hacerse el muerto. Los de su raza consiguen este efecto conteniendo la respiración y adoptando una engañosa rigidez, un método infalible que puso en práctica sin dilación.

—¡Déjate de farsas! —le reconvino el kender, exasperado—. Necesito tu ayuda.

—Vete —le instó el otro en tono ronco, sepulcral—. Soy un cadáver inerte.

—Todavía no —declaró Tas, con una insólita hosquedad destinada a amedrentarle—, pero yo me encargaré de convertirte en tal si no obedeces.

Esgrimió de nuevo su arma, portentosa para aquel ser cobarde y desvalido, y éste, tragando saliva, se sentó y empezó a pellizcarse la carne como si no creyera haber regresado al mundo de los vivos. Abrazó entonces al kender y exclamó:

—¡Me has curado, me has hecho volver de ultratumba! Eres un clérigo poderoso.

—De eso nada —le espetó el hombrecillo, sobresaltado ante semejante reacción—. Suéltame enseguida. No, así no, te has enredado en mis bolsas y me las romperías. Prueba de esta otra manera.

Transcurrió un lapso nada desdeñable antes de que Tasslehoff se desembarazara del «resucitado». Tirando de él hasta ponerlo en posición erguida, le dedicó una mirada fulgurante y le interrogó:

—Intento pasar al otro lado de la torre, a la mole central. ¿Es ésta la ruta correcta?

El gully estudió meditabundo el pasillo y, al fin, se encaró con su salvador y le notificó que así era, mientras apuntaba con un dedo en la dirección que había tomado de antemano el visitante.

—¡Espléndido! —se alegró el kender, y reanudó su viaje.

—¿Qué torre? ¿Qué mole? —indagó de pronto el enano, rascándose el cuero cabelludo.

Tas se congeló sobre sus pies y, apretados los dedos en torno a la empuñadura de su arma, sometió a aquel prototipo de la torpeza a un escrutinio avasallador.

—Yo iba al encuentro del gran sacerdote. Si quieres, puedo guiarte —propuso el enano.

El kender caviló que no era aquél un mal ofrecimiento y, sin que mediara más diálogo entre ellos, le agarró de la mano y le azuzó a caminar. Poco después llegaron al pie de una escalera. Los clamores de la batalla habían aumentado, invadían la zona, y este hecho consternó al guía, quien, comprimido el semblante, rehusó acercarse al lugar del altercado.

—Ya he fenecido una vez —protestó, mientras hacía esfuerzos denodados para liberar su mano—. Cuando mueres otra vez más, te tienden en un ataúd y te tiran a un enorme agujero. A mí eso no me gusta.

Aunque tal concepto se le antojó intrigante. Tas no tenía ahora tiempo de ahondar en él. Haciendo más fuerte su presa sobre la muñeca del gully, le obligó a subir los peldaños, estimulado, además, por la creciente barahúnda que se percibía detrás de la pared. Como ocurriera en el anterior itinerario, al coronar el ascenso se halló frente a una puerta. La proximidad de los estacazos de Caramon, de sus improperios, era patente. El kender estaba seguro de haber dado con el flanco de la torre que le permitiría llegar hasta sus amigos.

Apoyó la mano en el picaporte y, a diferencia de la puerta del piso más alto, comprobó que habían sellado la hoja a cal y canto. Ejercitó sus hábiles dedos, únicas herramientas de las que nunca podría prescindir, y ensalzó en su fuero interno la sólida estructura que debía forzar.

—¡Ya estoy aquí! —comunicó a los dos héroes, tratando de enfocarlos a través del ojo de la cerradura.

—¡Abre la puerta! —exigió Caramon, con un zumbido apabullante que presagiaba el desastre de quien recibiera su descarga.

—¡Hago todo lo que puedo! —gritó el hombrecillo, irritado—. Tengo que improvisar sin mis ganzúas. No es tan fácil —apostilló, más para darse importancia que porque desconfiara de su éxito—. ¡Quédate donde estás!

Éste desabrido mandato estaba dirigido al enano, quien aprovechando el desconcierto, pretendía escapar. Se lo impidió el mero destellar del cuchillo, una estratagema que su aprehensor había aprendido a explotar. El infeliz se situó en un rincón, cual una masa andrajosa, y se resignó.

—Prometo no moverme.

Fijos los cinco sentidos en su objetivo, Tasslehoff insertó el filo de su polifacético cuchillo en el cerrojo y lo hizo girar con cuidado. Palpó el dispositivo, pero, en el instante en que cedía, alguien o algo se estrelló contra la puerta y el instrumento fue proyectado al aire.

—¡No puede decirse que colaboréis! —regañó a los del otro lado y, con un resoplido, inició de nuevo la operación.

El prisionero abandonó el sitio que él mismo había escogido y se situó gateando debajo del kender para contemplar sus evoluciones desde el suelo.

—No eres sabio —le acusó— ni un gran clérigo, como yo pensaba.

—¿A qué vienen esas críticas? —inquirió el otro, absorto en su quehacer.

—No son los cuchillos los que abren las puertas, sino las llaves —aleccionó el enano a aquella criatura que, en su opinión, se complicaba tanto la existencia.

—No me cuentas nada nuevo —replicó el atareado Tas, indiferente al comentario—, pero a falta de… Dame eso!

En un arrebato airado, arrancó del mugriento puño del gully el objeto que sostenía, una reluciente llave, y la introdujo en la cerradura. No tuvo que presionar mucho. La puerta se abrió y balanceó sobre los goznes a la primera intentona. Tanis cruzó el umbral a trompicones, aplastando casi al kender, y Caramon lo hizo a toda prisa, aunque más firme. El guerrero se apresuró a cerrar otra vez la hoja, con tal ímpetu que incluso quebró el extremo de una espada draconiana que hacía palanca a fin de evitar que les cortasen el paso. Apoyando los hombros en la madera, el hombretón respiró hondo mientras oponía su peso a las arremetidas del enemigo.

—¡Echad esa maldita llave! —renegó, todavía jadeante.

Tas acudió presto en su ayuda. En el otro lado, los reptiles se dedicaban, entre grotescos bramidos, a astillar el nuevo obstáculo.

—Espero que aguante —susurró Tanis, tomándose un corto descanso.

—No lo hará eternamente —hubo de contrariarle Caramon—. Además, ese mago bozac debe de tener métodos eficaces para aligerar el proceso de derribarla —recordó al semielfo, puestos los ojos en la puerta—. Vayámonos de aquí.

—¿Adonde? —le cuestionó el otro héroe, al mismo tiempo que se enjugaba el sudor de la frente. La sangre le manaba abundante de un arañazo en el dorso de la mano y tenía otras muchas heridas de pronóstico leve en el brazo pero por lo demás parecía incólume—. ¡Aún no hemos localizado al ingenio que mueve este castillo! —se lamentó.

—Quizá él esté al corriente de su paradero —sugirió Tas, haciendo un significativo gesto hacia el enano gully—. Por eso le he traído —agregó, orgulloso de su astucia.

Oyeron un estampido fenomenal, y tembló el escollo que les separaba de sus perseguidores.

—Tenías razón, Caramon —aseveró Tanis—. Esfumémonos sin tardanza. ¿Cómo te llamas? —preguntó al callado enano, ya en la escalera.

—Runce —se presentó éste, ojeando al semielfo con extrema suspicacia.

—Hay algo que debo pedirte, Runce —le planteó el héroe en tono cordial, persuasivo, a la vez que hacía un alto en un oscuro rellano—. ¿Podrías mostrarnos la cámara donde está el mecanismo que gobierna la ciudadela?

—El Timón del Capitán de los Vientos —apostilló el guerrero y, para contrarrestar la dulzura de su compañero, clavó en el gully unas pupilas fulminantes—. Al menos, uno de los goblins lo ha denominado así.

—¡Es un secreto! —se soliviantó el enano—. No estoy autorizado a revelároslo presté juramento solemne.

Caramon gruñó con tal furia que el color abandonó los pómulos de Runce bajo la capa de suciedad y Tasslehoff intervino, temeroso de que sufriera un nuevo vahído.

—¡Bah! ¿No ves que lo ignora? —abordó al hombretón y le hizo un guiño de complicidad, procurando que el gully no lo advirtiera.

—¡Eso no es verdad! ¡Conozco bien el emplazamiento del Timón! —se indignó el otro—. De todos modos, no soy tan estúpido como para no darme cuenta de que quieres tenderme una trampa. No me sonsacarás nada.

El kender se desplomó contra la pared, casi derrotado frente a tan singular atisbo de lucidez, mientras Caramon volvía a rezongar. Azotó al cautivo un ligero temblor, pero no renunció a su valeroso reto.

—No consentiré que unos mercenarios me embauquen —persistió—, y menos cuanto está en juego un enigma tan sagrado.

Runce cruzó los brazos grasientos, pegajosos, sobre la pechera de la camisa, que, a su vez, estaba llena de lamparones. Una algarabía de voces draconianas, que sonaban nítidas al filtrarse por las primeras fisuras en la hoja de la puerta, estimuló a Tanis a pensar deprisa.

—Aclárame una cosa, amigo —suplicó al enano y, para tener más intimidad, se acuclilló a su altura—. ¿Qué es exactamente lo que no debes contarnos?

—Que el Timón del Capitán de los Vientos está en el pináculo de la torre central —espetó el gully a su interrogador, con una candidez conmovedora. Y añadió, enseñándole un puño cerrado que expresaba su agresiva determinación—: Por mucho que te esfuerces, seré una tumba a ese respecto.

Los compañeros arribaron al corredor que había de conducirles a la estancia donde no se encontraba el Timón del Capitán de los Vientos —según Runce quien, mientras les guiaba, no se cansaba de repetir: «Ésa no es la puerta, o aquél no es el conducto, que da acceso a la escalera de la cámara secreta»—. Lo acometieron cautelosos, barruntando que había reinado en el trayecto una calma excesiva, y sus resquemores se confirmaron. En efecto, cuando habían recorrido la mitad del pasillo, surgieron, de una de las habitaciones que lo flanqueaban, una veintena de draconianos, seguidos por el mago bozac, el cual, al avistarles, empezó a impartir órdenes confusas.

—Poneos detrás de mí —ordenó Tanis a sus amigos antes de que los otros se abalanzaran—. Conservo el brazalete —señaló pero, al observar a Tas, tuvo que apostillar—: Eso creo.

Tanteó su brazo, no obstante, y comprobó que aún ceñía la alhaja.

Desenvainando la espada como el semielfo, que había posado la mano en la empuñadura de la suya, aprovechando el momentáneo balbuceo de los adversarios para recular prudentemente, Caramon vertió en el oído del cabecilla un mensaje de la mayor premura.

—Tanis, mi tiempo se agota —murmuró, inmóviles todavía los reptiles al no recibir instrucciones—. ¡Lo presiento! Es imprescindible que vaya a la Torre de la Alta Hechicería. Quizá durante la batalla que se avecina alguien podría escabullirse y poner en marcha la ciudadela.

—Tanto tú como yo somos indispensables para contener la embestida de esas feroces criaturas —repuso el otro héroe—. Así pues, no queda nadie capaz de operar el Timón… —La frase murió inconclusa en sus labios, a la vez que, atónito, escrutaba al guerrero—. ¡Dime que bromeas! —imploró.

—No tenemos otra elección —se limitó a sentenciar su interlocutor. Calló, y los cánticos del bozac impregnaron el ambiente de negras premoniciones.

—No puede ser —se empecinó Tanis, puesta la mirada en Tasslehoff.

—No existe otra salida —razonó de nuevo el hombretón, con la pertinacia que otorga la certidumbre.

El semielfo suspiró y meneó la cabeza. Por su parte el kender, que era consciente de protagonizar su conciliábulo, pestañeó perplejo hasta que, de pronto, comprendió.

—¡Oh, Caramon! —masculló entre dientes, una discreción que se contradecía con el hecho de que se pusiera a palmear y brincar hasta casi hender el cuchillo en su propia carne—. Y tú también, semielfo, ¡sois maravillosos! Os trasladaré a la Torre sanos y salvos. No lamentaréis esta prueba de confianza. ¡Seré vuestro orgullo! Ven, Runce, te necesitaré.

Aferrando el brazo del enano, recorrió presuroso el pasadizo hacia una escalera de caracol que, de acuerdo con el «avispado» guía, no desembocaba en la sala del mecanismo.

Diseñado por Ariakas, fallecido mandatario de las fuerzas de la Reina de la Oscuridad durante la Guerra de la Lanza, el Timón del Capitán de los Vientos que gobierna las ciudadelas flotantes ha sido registrado en los anales de la Historia como una de las más brillantes creaciones de la preclara, aunque enrevesada y maligna, mente de tal Señor.

Se halla enclavado el ingenio en una cámara construida expresamente a tal fin en la cúspide de cada castillo. Tras encaramarse a un tramo de angostos peldaños el capitán de los Vientos, rango reservado a quien ostenta el honor de manipularlo, asciende una segunda escala, ésta de hierro y sujeta al muro, hasta la trampilla que la bloquea. No le resta sino abrir la portezuela y penetrar en una estancia circular, de reducido tamaño y desprovista de ventanas u otras formas de ventilación. En el centro del aposento, se yergue una plataforma elevada sobre la que, a una distancia aproximada de ochenta centímetros, hay dos imponentes pedestales.

Al ver estos pedestales, Tas, que arrastraba al reacio Runce, quedó estupefacto, sin habla. Trabajados en plata, de una altura de algo más de un metro, eran las más bellas obras de orfebrería que nunca tuvo ocasión de contemplar. Una serie de intrincados motivos y símbolos arcanos surcaban su superficie y, en las líneas que trazaban los relieves, reverberaban hebras de oro bajo la luz de las antorchas que iluminaban la escalera. Encima de cada uno de estos inefables soportes descansaba un inmenso globo, confeccionado en refulgente cristal negro.

—No se te ocurra subir a la plataforma —avisó el gully, tajante, a aquel entrometido que abusaba de su bondad.

—¿Tienes idea de cómo funcionan estos artilugios? —indagó el kender, izándose hasta el lugar prohibido.

—No —contestó el otro hombrecillo, imperturbable frente a semejante descaro—. No he estado aquí infinidad de veces, el gran mago nunca me encomienda tareas ni me utiliza como mozo. No he entrado con frecuencia en esta habitación porque el hechicero me llamara para que le trajera esto o aquello. ¿Estar yo presente mientras el mandamás variaba el itinerario? ¡Jamás!

—¿Quién es ese mandamás, ese mago que has mencionado? —preguntó Tasslehoff, y reconoció la pequeña sala por si detectaba alguna figura entre sus sombras—. ¿Dónde está ahora?

—No ha ido a la planta inferior —negó Runce, porfiado— para desintegrar a tus amigos.

—¡Ah, bueno! —se tranquilizó el kender—. Pero si él se ha ausentado, ¿quién se ocupa de la navegación?

«Comienzo a vislumbrarlo», se alentó, al mismo tiempo que se adentraba en el área delimitada por unas circunferencias de cristal incrustadas en el suelo, entre ambos pedestales. Estaban hechas del mismo material que los globos, e idéntico color, y poseían similar textura. Oyó en el corredor un estruendo y, de nuevo, los rugidos de los draconianos. Interpretando la nota de frustración que estos últimos destilaban, decidió que el brazalete de Tanis se interponía en los encantamientos del bozac y los desbarataba.

—No debes mirar el círculo del techo —anunció el contumaz gully.

Tas sofocó una exclamación. Sobre su cabeza, un redondel de igual tamaño y diámetro que la plataforma donde se alzaba irradiaba unos destellos fantasmales, entre el azul y el blanco, que adquirían vivacidad a ojos vistas.

—¿Qué no he de hacer ahora, Runce? —sondeó el kender a su contertulio, chillona su voz a causa de la excitación—. ¿Cuál es el paso que no tengo que dar?

—No deposites tus manos sobre las esferas negras, no les detalles el curso que te interesa —sugirió el otro, subrayando las negaciones con especial énfasis—. ¡Nunca hallarás el procedimiento adecuado para accionar tan poderosa magia! —se mofó.

—¡Tanis! —vociferó Tasslehoff a través de la abertura que le proporcionaba la trampilla abierta—. ¿Cuáles son las coordenadas de la Torre de la Alta Hechicería?

Durante unos minutos no llegaron hasta él más que estruendos de armas y algunos aullidos. Pero, al fin, flotó en el aire la familiar voz del semielfo, que aumentaba de volumen a medida que los dos héroes se aproximaban por el pasillo.

—¡Pon rumbo noroeste! —le indicó—. Casi no habrás de virar, el camino es recto.

—¡Maravilloso! Eso está hecho.

Tras afirmar los pies a horcajadas sobre las circunferencias, en unas cavidades obviamente concebidas para este propósito, Tas cobró aliento y estiró las extremidades superiores hacia las oscuras bolas.

—¡Maldita sea! Soy demasiado corto de talla —se lamentó—. Presumo —se dirigió a Runce— que las manos no han de tocar los globos y los pies apoyarse en las cavidades simultáneamente.

Le asaltó, cual un aguijonazo, la impresión de conocer la respuesta, aunque el aludido no atinara a pronunciarla. La consulta que le habían formulado hundió al gully en un trance tal que no pudo sino estudiar el kender boquiabierto, paralizado.

Clavando en el enano unas pupilas centelleantes, no porque le aborreciese, sino porque en alguien debía desahogar su sentimiento de impotencia, el kender permaneció unos segundos inmóvil, entregado a sus disquisiciones. Tras concluir que la única solución era dar brincos hasta rozar las esferas, ensayó el ejercicio, lo que evidenció la imposibilidad de alcanzar su objetivo. Alcanzaba los globos, cierto, pero a costa de perder contacto con las cavidades y, a consecuencia de ello, la luz del techo se tornaba mortecina.

—¿Cómo solventar esta complicación? —discurrió—. Caramon y Tanis podrían adoptar la postura correcta, pero no están en la cámara y, dado el barullo que sube desde el pasadizo, tardarán un buen rato en deshacerse de esos draconianos. ¡Ya lo tengo! —gritó de pronto—. ¡Runce, acércate!

El enano entrecerró los párpados en estrechas rendijas.

—No me está permitido —adujo, anticipándose al vituperio y apartándose de la plataforma.

—¡Aguarda, no te vayas! Sólo quiero ofrecerte la oportunidad de activar este artilugio conmigo —intentó Tasslehoff engatusarlo.

—¿Igual que hace el gran mago? —puntualizó el otro, incrédulo, abiertos los ojos como platos.

—¡Sí, Runce! Adelante —le exhortó—, no tienes más que colocarte sobre mis hombros y…

Enmudeció, al apercibirse de que era prematuro exponerle el plan. Hipnotizado, en una especie de éxtasis, el gully recitó hasta la saciedad la misma letanía:

—Dirigir yo el vuelo como hace el mandamás, ¡usurpar su puesto!

—Sí, Runce —corroboró el kender en análoga cadencia—. Pero debes apresurarte, de lo contrario tu gran mago mandamás podría sorprendernos.

—De acuerdo, voy en el acto —despertó el enano y, mientras se daba impulso para subir primero el entarimado y luego a la espalda de Tas, dio rienda suelta a su emoción—: Controlar esta ciudadela, hacerla viajar a través del aire fue siempre una de mis mayores aspiraciones —confesó, henchido de felicidad.

—Ya tengo sujetos tus tobillos —le atajó d kender, concentrado en las cuestiones prácticas—. ¡Ay! Suéltame el pelo. No resisto tus tirones. Sosiégate, no te dejaré caer. Ahora debes incorporarte, pero para lograrlo has de extender las piernas en lugar de doblarlas. No te soltaré los pies —prometió a aquel manojo de nervios, cargándose de paciencia—. ¡Cuidado, trata de mantener el equilibrio!

Los dos hombrecillos se desplomaron cual un castillo de naipes, y rodaron por la plataforma.

—Tas, ¿qué sucede? —brotó la voz de Caramon desde la escalera.

—¡Ya casi está! —mintió el interpelado, aunque perseveró en su afán. Tras sacudir a su inepto colaborador hasta que se hubo enderezado, renovó sus recomendaciones—: Equilibrio, ésa es la clave. Recuérdalo, has de estabilizarte.

—Equilibrio, estabilidad —se aprendió el enano la lección.

El kender volvió a adoptar la pose erguida en los círculos de cristal, y el gully gateó hasta sus omóplatos para hacer una segunda tentativa. Obtuvieron la merecida victoria, pese a unos pocos halagüeños bamboleos Runce posó al fin sus inmundas manos en las lisas superficies de las bolas, después de hacer algunos experimentos previos, que fueron del todo infructuosos.

Al instante, les envolvió una cortina de haces luminosos, que, procedentes del redondel del techo, se derramaron en su derredor hasta cercarles por completo. Unas runas fúlgidas se esbozaron encima de las dos criaturas, esculpidas en suaves tonalidades rojizas y violáceas.

Con una sacudida capaz de interrumpir los latidos de más de un corazón, la ciudadela flotante inició su singladura.

Abajo, en el pasadizo, la fuerza del despegue arrojó a algunos draconianos y su hechicero a las frías baldosas de roca, tras dar unos cuantos bandazos al son del traqueteo. Tanis se desmoronó de espaldas contra una pared y Caramon fue a dar con sus huesos en el pecho del compañero.

Soltando maldiciones y alaridos de la más diversa índole, el bozac luchó por ponerse en pie y, una vez en esta posición, pisoteó a sus hombres, que alfombraban el estrecho túnel, e ignoró a Tanis y Caramon con el único anhelo de irrumpir en la cámara donde se hallaba el Timón del Capitán de los Vientos.

—¡Córtale el paso! —rugió Caramon al semielfo, portador de la alhaja, al mismo tiempo que la ciudadela escoraba cual un navío en la tormenta y toda la humanidad de Caramon era despedida hacia la pared opuesta—. Si asciende estos peldaños, todo habrá terminado.

—Haré cuanto esté en mí mano —tartamudeó el héroe, debido a que su amigo, al aplastarle, le había dejado sin aire—. Pero temo que el poder del brazalete esté próximo a extinguirse.

Echó a correr hacia el arcano reptil, pero el castillo describió un brusco giro en dirección contraria. Tanis, sin un agarradero, se vino abajo, mientras que el perseguido, más pertinaz y obsesionado por capturar a los ladrones que trataban de robarle su fortaleza, tan sólo aminoró el avance. Blandiendo su daga auxiliar, Caramon se lanzó sobre aquel individuo. De nada le valió el asalto. Su arma topó contra una transparente barrera antes de ensartar los negros ropajes y, a causa del impulso de la arremetida, trazó unas piruetas en el aire y rebotó en las losas hasta yacer inofensiva, estéril.

El bozac estaba ya en la escalera de caracol, la que conducía al segundo tramo de barras férreas los otros draconianos iban recobrando la compostura y, en definitiva, todo se normalizaba, cuando la ciudadela dio un nuevo bandazo. El mago cayó sobre Tanis, que había emprendido un nuevo intento y estaba a escasos centímetros. Los soldados volaron hacia los cuatro puntos cardinales y el guerrero, en pleno proceso de recuperación, salió catapultado por encima del amasijo que formaban el semielfo y el bozac.

El abrupto virar y contravirar de la fortaleza rompió la concentración del hechicero y se desvaneció su aura protectora. Se debatió a la desesperada el infame monstruo, con zarpas y colmillos, pero Caramon, que no se había derrumbado al dictarle la experiencia cómo apoyar y flexionar las piernas, le arrancó del cuerpo del otro héroe y hundió en su carne la espada, en el instante en que invocaba un nuevo sortilegio.

La figura del draconiano se disolvió en una gelatinosa charca de líquido amarillento. Manaron de esta laguna unas nubes de humo maloliente, emponzoñado, que se esparcieron por el recinto.

—¡Salvémonos!

Era Tanis quien así gritaba. Uniendo la acción a la palabra, el semielfo fue hasta una ventana y, entre toses, medio intoxicado, llenó sus pulmones de fresca brisa.

—¡Tas! —llamó él mismo al hombrecillo—. ¡Has cometido un error! ¡Creo haberte dicho que debíamos ir hacia el noroeste!

—¡Piensa en el noroeste, Runce! —oyó que el kender apremiaba al enano.

—¿Runce? —susurró Caramon, mirando a su amigo con repentina alarma.

—¿Cómo puedo dar dos indicaciones contrapuestas? —protestó la aguda voz del gully—. ¿Quieres ir al norte o al oeste? ¡Decídete!

—El noroeste es un único sentido, y muy concreto —empezó a explicarle Tasslehoff—. No importa —rectificó—, visualiza tú el norte y yo transmitiré la orden del oeste. Quizá así surta efecto.

Cerrando los ojos, el hombretón exhaló el suspiro del derrotado y se reclinó contra el muro.

—¿Qué te parece, Tanis, les auxiliamos?

—No hay tiempo —contestó el aludido, también desazonado pero con la espada en alto—. Ahí vienen.

Se refería a los soldados de piel escamosa, que se habían reagrupado. Pero la muerte de su adalid y su absoluta incapacidad para entender lo que estaba aconteciendo en su ciudadela hizo que éstos, desconcertados, se contentaran con mirarse de hito en hito entre sí y al enemigo. Durante este lapso de inactividad el castillo alteró, por enésima vez, su trayectoria, ahora hacia el noroeste y cayendo durante varios metros, como si lo zarandeara una huracanada ráfaga.

Los miembros de la infame patrulla dieron media vuelta y a empellones, tropezando y resbalando, acometieron el corredor y atravesaron en tropel el umbral de la misteriosa estancia por la que habían hecho su entrada.

—Por fin seguimos el rumbo correcto —confirmó Tanis, contemplando el panorama desde el ventanal.

Al reunirse con él, Caramon divisó la Torre de la Alta Hechicería.

—Veamos cómo se las arreglan ahí arriba —propuso el guerrero al columbrar su destino, y empezó a subir.

—No, no lo hagas —le rogó el semielfo—. Al parecer, Tas conduce la fortaleza a ciegas. Lo más probable es que tengamos que guiarle. Además, no me fío de esos draconianos. No me extrañaría nada que volvieran a presentarse con nutridos refuerzos.

—Una suposición muy lógica —le alabó el fornido humano.

Sin embargo, escudriñó el hueco de la trampilla: no estaba tranquilo al saberse en manos de quienes él juzgaba como un par de nulidades.

—Llegaremos dentro de unos minutos —calculó el mestizo, apoyándose displicente en el alféizar—. Pero serán suficientes para que me hagas una síntesis de los últimos sucesos que has vivido.

—Cuesta creerlo —dijo Tanis cuando el guerrero hubo terminado su escueto relato—, incluso de Raistlin.

—Cierto —masculló Caramon— al principio también yo me negué a prestar oídos a tan descabellada historia. Pero al verlo erguido frente al Portal, al escuchar todas las enormidades que se proponía hacer a Crysania, tuve que rendirme a la triste verdad. El Mal con mayúsculas había corroído su alma y devoraría a todo aquel que le secundase.

—Tienes razón al asignarte la empresa de desarticular sus planes —admitió el semielfo, estirando el brazo a fin de estrujar aquella entrañable manaza—. Tus motivos para intervenir en semejante hazaña están más que justificados, pero opino que no debes entrar en el Abismo tras el nigromante. Dalamar está en la Torre, apostado en el acceso, y entre los dos detendréis a Raistlin en cuanto se persone, sin necesidad de que te aventures en el plano de ultratumba.

—No, Tanis —le desengañó el hombretón—. Dalamar fracasó en su anterior enfrentamiento con mi gemelo. Estoy persuadido de que el archimago le domina, que un terrible accidente impedirá al elfo oscuro impedir su cometido. —Al percibir que su amigo le observaba suspicaz, el guerrero resolvió sincerarse—. El término «persuadido» era un eufemismo está escrito que el aprendiz no sobrevivirá.

Y, tras hurgar en su mochila, sacó a la luz las primorosamente encuadernadas Crónicas.

—¿Ni siquiera el conocimiento del futuro puede darnos una ventaja? —apuntó el otro héroe—. Si llegamos antes de que se produzca el evento, acaso lo modifiquemos.

Sin responder a tan absurda teoría, Caramon buscó la página que había señalado en el tomo. Tragó saliva, emitió un silbido apenas audible y, aclarada la garganta, aguardó.

—Me tienes sobre ascuas —le recriminó Tanis, quien, impulsivo, tensó el cuello a fin de leer él mismo el párrafo.

— Yo te lo contaré —determinó el gigantesco humano. Cerró el ejemplar y, eludiendo los ansiosos ojos de su compañero, le aclaró—: A Dalamar lo destruirá Kitiara.