11

La ciudadela flotante

—¡Cuan encapotado está el cielo! —refunfuñó Gunthar—. Si hemos de tener tormenta, ojalá se desate cuanto antes y acabemos de una vez.

«Vientos de pésimo augurio», barruntó Tanis. Pero prefirió no exteriorizar sus pensamientos, como tampoco había comunicado a nadie su entrevista con Dalamar, sabedor de que el coronel no creería una palabra de lo explicado por el aprendiz.

El semielfo tenía los nervios de punta. Hallaba cierta dificultad en tratar con paciencia al caballero, quien, aunque protestaba por el tiempo, parecía en plena forma. Parte de su desazón se debía al extraño aspecto del cielo. Aquélla mañana, según preconizara el hechicero, no despuntó mediante lo que cabe designar como un amanecer. En lugar del alba, tiñó la bóveda celeste un cúmulo de nubes entre el escarlata y el azul, que, salpicado de matices verdosos y el intermitente relumbrar de los relámpagos, bullía sobre sus cabezas en un multicolor vaivén. El viento que trajo tan densa borrasca se disipó en cuanto la hubo depositado y, al no caer una gota de lluvia, la atmósfera se enrareció hasta hacerse tórrida y agobiante. Mientras efectuaban su ronda a través de las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote, los centinelas, enfundados en sus pesadas cotas de malla, se secaban el sudor de las sienes e intercambiaban reniegos contra las tempestades primaverales.

Sólo dos horas antes, Tanis estaba en Palanthas, dando incesantes vueltas entre las sedosas sábanas del lecho que presidía el aposento de huéspedes de la mansión de Amothus, mientras ponderaba los augurios de Dalamar. Había pasado despierto casi toda la noche, abstraído en tales meditaciones y con la mente puesta, también, en Elistan.

En efecto, poco después de la medianoche había llegado a palacio la noticia de que el clérigo de Paladine había dejado este mundo para volar a otro plano de existencia, incorpóreo e inundado de luz. Había expirado en paz, acunado por un afable pero estrafalario anciano, que, tras personarse en circunstancias misteriosas, se había evaporado de un modo no menos singular. Preocupado a causa de las advertencias del pupilo de Raistlin, diciéndose también que había visto perecer a demasiadas personas poseedoras de su estima, el semielfo fue víctima del insomnio.

Acababa de zambullirse en un exhausto sopor, ya de madrugada, cuando arribó un emisario a sus dependencias. El mensaje que portaba era conciso y apremiante. Rezaba así:

Tu presencia es requerida de inmediato. Torre del Sumo Sacerdote.

«Caballero Gunthar uth Wistan».

Tanis se refrescó mediante un somero aseo. Luego despidió a uno de los obsequiosos criados del Señor de la ciudad, que pretendía ajustar las hebillas de su pectoral, y se vistió él mismo. Dando tumbos, recorrió después los corredores del edificio, rehusando con la mayor cortesía posible el ofrecimiento de Charles de improvisarle un desayuno. En el exterior, le aguardaba un joven Dragón Broncíneo, que se presentó como ígneo Resplandor, aunque, entre los reptiles, su nombre secreto era Khirsah.

—Conozco a dos de tus amigos, Tanis el Semielfo —dijo el animal mientras sobrevolaban la dormida urbe, impulsados por sus membrudas alas—. Tuve el privilegio de participar en la batalla de las Montañas de Vingaard portando sobre mi grupa a Flint Fireforge, el enano, y al kender Tasslehoff Burrfoot.

—Flint murió —respondió el jinete con tono de tribulación, empañadas sus pupilas. Al evocar a su compañero, no pudo por menos que repetirse que había asistido a excesivas muertes, todas deplorables.

—Fui informado de tan triste suceso —corroboró el Dragón, respetuoso—, y me apené al enterarme. No obstante, el enano gozó de una vida rica en afectos y peripecias. Imagino que el ocaso debe de ser el último honor para una criatura como él.

«He aquí la filosofía del conformista —caviló Tanis—. Quizá sería aplicable al caso que se refiere, pero ¿y a Tasslehoff? El kender fue un ser jovial, ingenuo y bondadoso, que lo único que pedía a la existencia era alguna que otra aventura y un saquillo repleto de tesoros. Si es verdad, como Dalamar me dio a entender, que Raistlin le eliminó, ¿qué tuvo su muerte de honorable? Y Caramon —prosiguió en una alusión inevitable—, infeliz borrachín, ¿vio en su horrible final a manos de su gemelo una gracia o la puñalada que coronaba sus miserias?».

Sumido en tales elucubraciones, en antiguas nostalgias, le venció el cansancio. Cayó, fláccido, sobre el lomo de Khirsah y no salió de su letargo hasta que el reptil descendió sobre el patio de la Torre. Oteó entonces el recinto, y su ánimo no renació precisamente al recapacitar que había cabalgado con la muerte para descubrir, ya en su destino, que ésta aún le escoltaba. En el paraje estaba sepultado Sturm, otro «honroso» cadáver.

En tal estado de cosas, es superfluo mencionar que el semielfo no exhibía su mejor humor cuando le introdujeron en las cámaras privadas de Gunthar, situadas en uno de los elevados torreones que flanqueaban la mole. Desde aquella atalaya, se divisaba un espléndido panorama, tanto del cielo como de las tierras colindantes. Al asomarse a la ventana y contemplar las nubes, con la creciente sensación de que vaticinaban ominosos eventos, quedó tan impresionado que tardó unos segundos en percibir que el dignatario había entrado en la antecámara donde aguardaba y se dirigía a él.

—Disculpa, estaba distraído —se excusó, dando media vuelta hacia su anfitrión.

—¿Te apetece un té con canela? —le ofreció éste, al mismo tiempo que le tendía un cuenco donde borboteaba el sabroso brebaje.

—Te lo agradezco —aceptó Tanis sin remilgos y lo ingirió de una sentada. Estaba tan necesitado de un tónico que calentara su estómago, que ni siquiera se percató de que se había quemado la lengua.

Aproximándose a su huésped, fija la mirada en la conflagración meteorológica que se perfilaba en las alturas, Gunthar sorbió su té, con una calma que exasperó al semielfo hasta infundirle el deseo de arrancarle los mostachos.

—¿Por qué me has mandado llamar? —inquirió el visitante en tono perentorio, aunque sabía de sobra que el caballero no renunciaría a cumplir con la ancestral prosopopeya propia de su Orden antes de abordar la cuestión—. Elistan ha cesado de existir —rectificó, rendido a la evidencia.

—Sí, anoche enviaron una nota desde Palanthas —asintió el mandatario—. Mi hermandad celebrará unas exequias en su memoria, si nos es posible hacerlo.

Tanis tragó saliva, de forma tan precipitada que se atragantó. Sólo un acontecimiento podía impedir a los Caballeros de Solamnia consagrar una ceremonia fúnebre a un sacerdote de Paladine, su dios: la guerra.

—¿Permiten? —recalcó—. Si empleas semejante término, es porque algo muy grave está ocurriendo en Sanction. ¿Acaso los espías…?

—Nuestros espías han sido asesinados —le interrumpió Gunthar, desapasionado su acento, como si, por una paradoja nada infrecuente, ocultara una tremenda emoción.

—¡No puede ser! —se horrorizó el héroe.

—Sus cuerpos mutilados fueron transportados por Dragones Negros a la fortaleza de Solanthus y arrojados sobre su patio —resumió el adalid humano—. Fue ayer por la tarde, antes de que cubriera el cielo este banco nuboso que constituye un perfecto escudo protector para los reptiles y…

Enmudeció, arrugando el entrecejo y ojeando la extensión de mullida textura que les oprimía.

—¿Y quién? —le instó su interlocutor, con el alma en vilo.

En su mente comenzaba a tomar cuerpo un presentimiento. Se sirvió un poco más de té, que derramó a causa de su vacilante pulso. Inseguro, depositó el tazón en la repisa interior de la ventana.

Gunthar se atusó los bigotes, a la vez que se hundían más todavía los surcos de su frente.

—Se han difundido por el territorio unos misteriosos rumores, procedentes primero de Solanthus y luego de Vingaard —manifestó.

—¿De qué clase? ¿Qué han visto en esos parajes?

—No se trata de lo que hayan visto, sino de lo que han oído —puntualizó Gunthar—. Al parecer, han cargado el ambiente unos curiosos sonidos originados en las nubes, quizás encima de ellas.

—¿Dragones? —indagó Tanis, rememorando la descripción que hiciera Riverwind del sitio de Kalaman.

Su contertulio meneó la cabeza negativamente, y trató de precisar:

—Más bien era una mezcla de voces, risas, puertas que se abrían y cerraban, ajetreo de pisadas, crujidos…

—¡Estaba seguro! —rugió el semielfo, y descargó el puño sobre la repisa del ventanal—. ¡Sabía que Kitiara tenía un plan, no podía ser de otro modo! Ha puesto en movimiento una ciudadela flotante —dictaminó mientras, pesaroso, estudiaba la turbulencia climática.

A su lado, el coronel exhaló un prolongado suspiro y declaró:

—Te dije que respetaba a esa Señora del Dragón, Tanis, aunque como tú bien señalaste no la temía lo suficiente. Ha resuelto de un solo golpe sus problemas de maniobrabilidad y abastos, ya que transporta a las tropas sin interferencias y lleva todos los suministros que necesita, sin necesidad de recurrir a vulnerables caravanas. Además, esta Torre fue concebida como un bastión defensivo contra los ataques terrestres, pero ignoro su capacidad de resistencia al acoso de una de las ciudadelas. En Kalaman los draconianos se arrojaron desde la plataforma voladora y, gracias a sus flexibles alas, descendieron hasta las calles y sembraron la muerte. Grupos de nigromantes les reforzaron expeliendo bolas de fuego, a la vez que los reptiles del Mal prestaban su concurso a las huestes desplegadas.

«No intento insinuar —agregó con firmeza— que los miembros de mi Orden están desvalidos frente a un asedio desde el aire. Incluso les auguro la victoria, pero, a qué engañarnos, la lucha será mucho más ardua y trabajosa de lo que había previsto. He reajustado mi estrategia —explicó a su interesado oyente— apoyándome en el caso de Kalaman. Si aquella urbe sobrevivió a la arremetida de la ciudadela fue porque no se dejó dominar por el pánico y aguardó hasta que se hubieron lanzado la mayor parte de las tropas enemigas para, de manera organizada, enviar a sus hombres armados a lomos de los Dragones y asumir el control de la plataforma casi vacía. Nosotros distribuiremos el grueso de los caballeros en el recinto, con el fin de contener la embestida de los draconianos que caigan sobre la guarnición. Pero siguiendo la pauta de aquel otro enfrentamiento, he destacado a un centenar que, a la grupa de Dragones Broncíneos, emprenderán el vuelo en el momento oportuno y asaltarán la ciudadela.

Tanis admitió la prudencia de la estratagema. Riverwind le había relatado la batalla a la que aludía ahora su interlocutor, y era cierto que se había desarrollado tal como él la evocaba. Sin embargo, hubo en el desenlace una diferencia de matiz, pequeña pero de suma importancia. Los habitantes de Kalaman no retuvieron en su poder la ciudadela flotante se limitaron a imponerle una rápida retirada. Al comprobar que sus adversarios tomaban la mole suspendida sobre sus cabezas, los draconianos abandonaron la liza en tierra y, recuperando sin dificultad su mejor herramienta bélica, la condujeron de nuevo a Sanction y, bajo los auspicios de Kitiara, recompusieron sus desperfectos. Se disponía el semielfo a subrayar este hecho en voz alta cuando Gunthar, ajeno a sus cábalas, se le adelantó.

—Esperamos que la ciudadela haga su aparición en cualquier instante —aseveró, sereno, sin miedo—. No tardará en…

—¡Allí! —le atajó el otro, extendiendo el índice hacia un punto no muy lejano.

El mandatario fijó la vista donde le indicaban y, tras asentir, empezó a tomar medidas.

—¡Que suene la alarma! ¡Prevenid a todos los oficiales! —ordenó a la guardia.

Los clarines rasgaron el aire, secundados por el sordo retumbar de los tambores, y los caballeros ocuparon sus puestos en las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote con ordenada eficiencia.

—Hemos permanecido alerta toda la noche —aclaró Gunthar innecesariamente.

Tan disciplinados eran los integrantes de la ancestral hermandad que nadie, con o sin rango, profirió un grito al atravesar la fortaleza voladora el esponjoso muro tras el que se parapetaba y exhibirse a los ojos de sus rivales. Los capitanes hicieron la ronda convenida, impartiendo instrucciones en tonos quedos y, en medio de los prístinos ecos musicales, Tanis oyó el metálico repiqueteo de algunas armaduras, las que vestían los más jóvenes y, por consiguiente, también los más nerviosos. Como prolongación del desafío que se respiraba en la Torre, resonó el batir de varios pares de alas al izarse en el cielo las escuadras de Dragones Broncíneos, que, bajo el caudillaje de Khirsah, formaron un ancho círculo en torno al edificio.

—Menos mal que seguí tu consejo de fortificar la Torre del Sumo Sacerdote, Tanis —agradeció el adalid a su visitante, hablando aún con una parsimonia tan elaborada que despertó el resquemor de éste—. Dada la premura, tan sólo pude congregar a los que estaban en condiciones de acudir sin previo aviso, pero, aun así, he conseguido reunir a unos dos mil. Estamos, por añadidura, bien pertrechados, y no abrigo la menor duda de que protegeremos la mole de la ciudadela —abundó en sus palabras de antes—. Kitiara no tiene espacio para más de un millar de hombres en ese artefacto.

El semielfo deseó fervientemente que su interlocutor no hubiera hecho tanto hincapié en sus posibilidades de éxito. Su insistencia delataba la necesidad de convencerse a sí mismo. Concentrado en el ingenio que se acercaba cual un ave siniestra, el héroe era sensible a una voz interior que, abstracta y reiterativa, le advertía en una cadencia agobiante que algo no encajaba.

Pese a lo urgente de tal mensaje, Tanis no podía moverse ni reflexionar. La ciudadela flotante se mostraba ya en toda su envergadura, distanciada del cúmulo que enmascarase su viaje hasta allí, y absorbía por entero su atención. Recordó el episodio de Kalaman cuando se ofreció a su examen el primer alcázar errabundo, el impacto de aquel espectáculo que, no sólo escalofriante, le llenó asimismo de un insondable sobrecogimiento. Entonces, al igual que ahora, no atinó sino a contemplarlo petrificado.

En las profundidades de los templos subterráneos de la ciudad de Sanction, y bajo la supervisión de Ariakas, conductor incontestable de los ejércitos de los Dragones, cuyo retorcido ingenio casi obró la victoria de la Reina de la Oscuridad, las legiones mancomunadas de magos de Túnica Negra y clérigos portadores del mismo y emblemático color arrancaron, mediante el arte arcano, un castillo de sus cimientos y lo catapultaron a las alturas. Una tras otra, las ciudadelas así engendradas se deslizaron a través del espacio y atacaron diversos burgos durante la Guerra de la Lanza, siendo el último Kalaman, en la etapa decisiva de la contienda. Casi desarbolaron las guarniciones de una ciudad amurallada que, además, se había preparado de antemano para recibirlas.

Aureolado por una neblina sobrenatural, que era también su impulsora, con el carácter fantasmagórico que le confería su iluminación a base de relámpagos cegadores, el inefable objeto avanzaba sin pausa. En su imparable singladura, Tanis atisbo el resplandor de unas luces en las ventanas de sus tres torres, percibió ruidos que eran comunes en tierra firme pero, al provenir de la bóveda celeste, se volvían ominosos y desquiciantes: voces roncas que dirigían improperios a los desobedientes u holgazanes, el estruendo de las armas y, sobre todo, unos ecos que siempre infundían desasosiego, los cánticos de los hechiceros mientras ensayaban sus sortilegios. De todos modos, no tenía la absoluta certeza de distinguir unos de otros. «Algo no encaja».

Cuando se acortó más aún el trecho que les separaba, y dentro del corro que configuraban los reptiles maléficos en su perezoso aletear, el semielfo reparó en el ruinoso patio de la fortaleza. Era evidente que los muros se habían derribado al desarraigarse el edificio de su sólido emplazamiento.

Tanis observaba todos estos prodigios, en una suerte de fascinación, mientras entablaba una lucha dialéctica en su propia mente.

«Dos mil caballeros —argumentaba una intangible objetora—, convocados a última hora y por lo tanto sin adiestramiento conjunto. Y sólo unas pocas escuadras de Dragones. Aunque la Torre aguante, será a un alto precio».

«La resistencia no habrá de ser larga —corregía la parte más optimista de sí mismo—. Durará unos días, hasta que Raistlin resulte derrotado. Entonces Kitiara desistirá de su proyecto, porque nada ha de ganar personalmente atacando Palanthas si su hermanastro ha dejado de existir y, además, en ese lapso de tiempo habrán llegado refuerzos, tanto de humanos como de monturas, al lugar. En el caso de que ella se muestre pertinaz, podrán abatirla de una vez para siempre».

La dama había roto la inestable tregua que mediaba entre sus seguidores y el pueblo libre de Ansalon. Había abandonado su reducto en Sanction para exponerse a sus rivales, de manera que sería imperdonable —continuó cavilando su ser consciente— desaprovechar la oportunidad. La vencerían, quizá la capturarían. Sintió una opresión en el pecho, al comprender que Kitiara nunca permitiría que la apresaran viva. Sobre la empuñadura de la espada, cerróse la mano del que fuera amante de la mujer al mismo tiempo que se decía que él se hallaría presente en la intentona de los caballeros de rendirla y la exhortaría a claudicar. Más tarde se ocuparía de que la tratasen con justicia, como correspondía a un enemigo honorable.

¡La veía con tal nitidez en el momento supremo! La dignataria se plantaría desafiante, circundada de adversarios, y por su postura les daría a entender que no estaba dispuesta a someterse sin derramar la sangre de un nutrido número de aprehensores. Al escrutar al apretado grupo le distinguiría a él acaso entonces se suavizaría la mirada de sus centelleantes ojos y, en un rapto, soltaría el arma y le tendería las manos…

«¿Qué monstruosidades estoy concibiendo?», se recriminó el semielfo, y descartó aquellas ensoñaciones de adolescente lunático. Aun así, decidió que se uniría al batallón solámnico que había de acometer la ciudadela.

Una conmoción en las almenas le indujo a estirar el cuello, aunque conocía el motivo antes de verificarlo: el pánico. Más destructivo que una andanada de proyectiles, el pavor que siempre generasen los reptiles demoníacos se hacía sentir entre los caballeros, se intensificaba a medida que sus contornos negros, azulados, se recortaban más precisos contra el manto de nubes. Los veteranos de la Guerra de la Lanza mantuvieron sus posiciones, aferraron sus armas para combatir el terror que inundaba sus corazones cual una marea pero los jóvenes, aquellos que no se habían enfrentado en el pasado a semejante influencia, se acobardaron, incurriendo en el vergonzoso acto de gritar o velando a sus ojos la espeluznante escena.

Al ver que aquellos inexpertos luchadores se debatían contra una emoción tan irracional, el semielfo se esforzó en no seguir su ejemplo. Apretó los dientes, tensó los músculos… y tuvo que aceptar que era irremediable. También a él le bañó la oleada, en forma de una náusea en el estómago que le provocó espasmos y el afluir de la bilis a la boca. Espió a Gunthar, quien también experimentaba los efectos devastadores del embate, a juzgar por sus comprimidos, desencajados rasgos.

El héroe atisbo a los Dragones Broncíneos que servían a los Caballeros de Solamnia y que surcaban el aire en perfecta formación, a la expectativa, encima de la Torre. No atacarían hasta ser atacados, tal era el plan y, lo que era más importante, así lo establecía el pacto que suscribieron los animales de ambos bandos al concluir la guerra. Pero el espectador se percató de que Khirsah, el cabecilla de la facción amiga, sacudía la cabeza, orgulloso, y que sus zarpas, punzantes y duras, destellaban en las auras de los relámpagos. Era indudable que no vacilaría en intervenir en cuanto le instigaran.

La voz interior, la que le susurraba que «algo no encajaba», se hacía audible, apremiante por segundos. Todo parecía demasiado sencillo. Kitiara enseñaba sus cartas como nunca lo hiciera un estratega de su categoría.

La ciudadela se agrandaba en su lento navegar comparable no ya a un pájaro, sino a una colmena poblada por una colonia de venenosas abejas, o al menos así se la representó Tanis. Los draconianos cubrían la plataforma en un auténtico enjambre y, apiñados en cada cuadrícula de espacio disponible, desplegaban sus alas cortas y membranosas, o bien se suspendían de las paredes o de los cimientos, se encaramaban a las almenas o hacían piruetas para sostenerse en la cúspide de alguna de las tórrelas. Sus rostros reptilianos, sus viscosos cuerpos, se enmarcaban en las ventanas o bajo los dinteles. El silencio ribeteado de angustia que reinaba en la Torre del Sumo Sacerdote era una quietud perfecta si no hubiera sido rota por el llanto de algún que otro caballero incapaz de refrenar sus aprensiones. Se percibían los zumbidos crepitantes que emitían los miembros aéreos de las hordas hostiles y, aún más sonoros, los estribillos de unas melodías en las que, ahora sí, Tanis reconoció el cantar concertado de los magos y los clérigos cuyos infernales poderes preservaban íntegro y a flote el espantoso ingenio. No ensayaban, pues, sus encantamientos guerreros. «Algo no encaja».

Frente a la vecindad del alcázar volador, cundió la tensión entre los moradores de la Torre. Circularon órdenes en un cuchicheo y las espadas dejaron sus vainas, se equilibraron las lanzas, los arqueros aplicaron las flechas a las tirantes cuerdas, los soldados asignados a esta tarea colocaron cubos llenos de agua allí donde podía declararse fuego y, en definitiva, se ordenaron las divisiones en el patio para poner a raya a los draconianos que pronto lloverían del cielo.

Arriba, en el etéreo elemento, Khirsah alineó a sus Dragones en grupúsculos de dos y tres que, bien entrenados, al recibir la señal, se lanzarían en picado sobre el adversario cual rayos de bronce.

—Me necesitan mis hombres —constató Gunthar y, ajustándose el yelmo, cruzó la puerta de sus habitaciones privadas para encaminarse a la atalaya de vigilancia, seguido por un séquito de oficiales y ayudantes.

Tanis no partió tras la comitiva, ni siquiera respondió a la discreta invitación del caballero. La razón era que la voz de sus entrañas, la que trataba de prevenirle de un peligro, crecía en volumen. Deseoso de captar su mensaje, el semielfo cerró los ojos y se apartó de la ventana para aislarse del debilitante temor reptiliano y de la imagen de aquella fortaleza de muerte, que le impedían concentrarse.

Cuando hubo conseguido su propósito preguntó a la presencia invisible «qué era lo que no encajaba», y ésta contestó diáfana, inconfundible.

—¡En nombre de los dioses, no! —se lamentó—. ¡Cuan estúpidos hemos sido al prestarnos a su juego!

De pronto, comprendía el plan de Kitiara sin posible margen de error. Era casi como si ella estuviera en la estancia y se lo expusiera con todo lujo de detalles. Convulsionado su pecho, alzó los párpados y, situándose de un brinco frente a la ventana, la abrió y estampó su puño en el alféizar. En su arrebato se cortó la carne y el brazo volcó el cuenco de té, que se hizo añicos en el suelo pero no notó ni la sangre que brotaba de su mano herida ni el brebaje derramado a sus pies. Clavadas las pupilas en el encapotado, irreal firmamento, estudió la marcha de la ciudadela.

Estaba al alcance de sus flechas, de sus lanzas. Alzando la vista, medio deslumbrado por los incesantes relámpagos, vislumbró, aunque no con detalle, las armaduras de los draconianos, las aviesas sonrisas de los humanos mercenarios que peleaban a su lado y las escamas de los Dragones peregrinos.

Como intuía el semielfo, la fortaleza pasó de largo sin detenerse.

No se había disparado un proyectil, ninguna bola mágica había socarrado a las tropas de la Torre. Khirsah y sus animales se incomodaron, ojearon enfurecidos a sus hermanos de raza y enconados rivales, pero su solemne juramento de no iniciar una trifulca sin ser hostigados creaba una ligadura más fuerte que el odio. Los caballeros casi se descoyuntaron en su afán de examinar aquel mecanismo inmenso, abrumador, que se desplazaba hacia lo desconocido, no infligiéndoles más daños que el desprendimiento de algunas piedras del torreón más alto al rozarlo su base desigual.

Profiriendo blasfemias entre dientes, Tanis echó a correr hacia la puerta y se tropezó con Gunthar en el instante en que el mandatario, con el rostro desfigurado, entraba en la cámara.

—Estoy estupefacto —venía diciendo el coronel a sus asistentes antes de que se produjera el choque—. ¿Por qué no nos ha atacado? ¿Qué se propone esa mujer?

—¡Sitiar la ciudad directamente! —le espetó el semielfo, rehecho del inesperado encontronazo y en un paroxismo tal que, sin darse cuenta, empezó a zarandear al coronel—. Eso era lo que Dalamar pronosticó. La misión de Kitiara consiste en reducir a los palanthianos, no va a perder tiempo y hombres con nosotros cuando no hay motivo para ello. Ha sobrevolado la Torre, y continúa hacia su objetivo.

Los ojos del dignatario, apenas visibles tras las rendijas del yelmo, se empequeñecieron al fruncir éste el entrecejo.

—Ella no cometería tamaña insensatez —discrepó, acariciándose pensativo el mostacho. Al fin, exasperado, se desembarazó de su huésped y también del casco—. En nombre de los dioses, Tanis, ¿qué clase de táctica militar es ésa? Ha dejado desprotegida la retaguardia de su ejército de tal modo que, aunque tome Palanthas, no podrá conservarla más que unas jornadas bajo su yugo. Ella misma se habrá atrapado entre nosotros y las murallas de la urbe. No, ha de desarticular nuestra guarnición y luego emprenderla contra la ciudad. De lo contrario —insistió— la destruiremos. ¡No le quedará ni una vía de escape!

«Quizá —conjeturó, vuelta la mirada hacia su escolta personal—, no sea más que un ardid destinado a sorprendernos con la guardia baja. Reagrupémonos y vigilemos el horizonte. Temo que nos tienda una emboscada desde el otro lado…

—¡Haz el favor de escucharme! —le conminó el semielfo, airado ante la ceguera del caballero—. No es ningún ardid. Kit va hacia Palanthas resuelta a someterla. Cuando tus tropas y tú lleguéis a la ciudad, su hermanastro habrá regresado a nuestro mundo a través del Portal, y ella le aguardará con la ciudad a sus pies.

—¡Incongruencias! —le reprendió Gunthar—. Por muy poderosa que sea la dama, Palanthas no capitulará a tan corto plazo. Los Dragones del Bien presentarán batalla y, aunque los ciudadanos no sean luchadores avezados, sabrán cómo refrenar al enemigo gracias a su ventaja numérica. Mis oficiales marcharán enseguida. Estarán allí dentro de cuatro días.

— Olvidas algo —declaró Tanis, a la vez que, firme pero cortés, se abría paso entre los presentes—. Ni tú ni yo hemos pensado en el elemento que iguala las fuerzas en esta pugna: el espectro Soth.