La historia de los Portales
Tanis se hallaba en el exterior del Templo, meditando sobre los vaticinios del extravagante mago: «Hay esperanzas, pero debe triunfar el amor».
Se enjugó las lágrimas y meneó la cabeza mientras se repetía, afligido, que en esta ocasión no se cumplirían los estimulantes presagios de Fizban. El amor nunca desempeñó un papel en aquel juego. Raistlin manipuló los nobles sentimientos de Caramon, succionó toda su esencia hasta aplastarle y reducirle a una masas de mantecosos rollos y aguardiente enanil. El mármol tenía más capacidad de albergar sentimientos que Crysania, la doncella estatua y, en cuanto a Kitiara, ¿acaso alguna vez buscó relaciones que no presidiera la lujuria?
Se reconvino a sí mismo por pensar en su antigua amante. No era su intención revivir su pasado juntos, su idilio, pero bastaba que se propusiese recluir los recuerdos en un inaccesible departamento de su alma para que una luz los enfocase y brillara esplendorosa sobre ellos. Sorprendió a su mente en el acto de remontarse a su primer encuentro en la espesura próxima a Solace, donde, al descubrir el semielfo a una mujer que defendía su vida contra unos goblins, corrió a rescatarla y la dama, airada, se revolvió frente a su salvador y le acusó de estropear su pasatiempo.
Tanis quedó cautivado. Hasta entonces sus únicos galanteos fueron los que había dedicado a Laurana, una delicada muchacha elfa, pero fue un romance que sólo podía calificarse de infantil. La joven y él habían crecido juntos, después de que el padre de la Princesa —tal era el título que ostentaba la deliciosa criatura— adoptara al bastardo semielfo, por razones caritativas, al morir su madre en el alumbramiento. Se debió, en parte, a la pueril infatuación de Laurana respecto a su pretendiente, un enlace que su progenitor nunca habría aprobado, la determinación de éste de abandonar su patria y lanzarse a viajar a través del mundo en compañía del viejo Flint, el enano herrero.
Evidentemente, en su plácida adolescencia, Tanis no había conocido a nadie como Kitiara, descarada, pendenciera, embrujadora y sensual. No se esforzó la muchacha en disimular que el joven le atraía, pese a su inoportuna irrupción en lo que ella denominaba sus «pasatiempos». Una batalla lúdica entre ambos culminó en una noche de pasiones desatadas bajo las mantas de Kit y, tras este escarceo, gozaron de muchas horas en la intimidad, tanto en sus excursiones en solitario como cuando se desplazaban con sus amigos, Sturm Brightblade y los hermanastros de ella, Caramon y su frágil gemelo Raistlin.
Al oír, como si fuera ajeno, que un suspiro escapaba de su garganta, procuró contener sus ensoñaciones. Precipitó las imágenes en la celda de donde no deberían haber salido, cerrando y atrancando la puerta. Kitiara nunca le amó, no representó para aquella devoradora de hombres más que un simple entretenimiento. En cuanto se presentó la oportunidad de conseguir lo que de verdad la motivaba, el poder, le dejó sin la más leve vacilación. No obstante, y pese a nacerse todas estas reflexiones, Tanis no había terminado de girar en su cerradura la llave de su espíritu cuando, una vez más, la voz de la dignataria retumbó en sus entrañas. De nuevo profirió las frases que le dirigiera la noche en la que la Reina de la Oscuridad fue expulsada del mundo, la noche en la que la Señora del Dragón, infiel a su soberana, les había ayudado a evadirse a él y a Laurana: «Adiós… recuerda que sólo me guía el amor».
Una lóbrega figura, que más se asemejaba a la encarnación de su propia sombra, apareció al lado del semielfo. Éste dio un respingo, causado por el repentino e irracional temor de que se tratase de una ilusión de su subconsciente Pero se equivocaba. El supuesto fantasma que se había materializado de la nada le saludó lacónicamente y Tanis comprendió que era una persona, un ser de carne y hueso. Más todavía, le identificó como Dalamar. Expelió una bocanada de aire para relajarse. Le inquietaba la probabilidad de que el elfo oscuro se hubiera percatado de cuán abstraído se hallaba en sus cábalas, que hubiera adivinado incluso el objeto de su agitación. Aclarándose una inoportuna ronquera, observó al nigromante y le consultó:
—¿Acaso Elistan…?
—¿Ha muerto? —concluyó el otro al advertir su angustia—. No, aún no. Pero he presentido la intromisión de alguien cuya presencia no iba a resultarme grata y, como mis servicios no eran requeridos, he optado por retirarme.
Deteniéndose sobre el césped, por el que había echada a andar, el semielfo sometió a su oponente a un prolongado escrutinio. Dalamar no se cubría con la capucha. Sus rasgos eran plenamente visibles en el sereno anochecer.
—¿Por qué lo has hecho? —le interrogó a bocajarro.
El hechicero se detuvo también sobre sus pasos y, mirando a su acompañante con una sonrisa indefinible, le invitó a concretar:
—¿Por qué he hecho qué?
—Acudir a la cabecera de Elistan, aliviar su dolor —le explicó Tanis, y señaló la hierba circundante—. Por lo que he podido comprobar, pisar este recinto equivale, en tu caso, a subir al patíbulo de los condenados. Además —agregó, y se endureció su expresión—, me cuesta creer que a un pupilo de Raistlin le preocupe el devenir de un congénere, ni siquiera su agonía.
—Cierto —parafraseó el mago—, a un alumno del shalafi le tiene sin cuidado lo que pueda sucederle al clérigo. Desde un punto de vista personal, me es indiferente, pero eso no implica que no posea mi propio código del honor. Me enseñaron a pagar mis deudas, porque la gratitud es una forma de dependencia que siempre rechacé. ¿Concuerda, a tu juicio, esta postura con la conducta habitual del maestro?
—Sí, pero… —quiso objetar el semielfo.
—Te repito que he saldado una cuenta, eso es todo —le atajó el aprendiz.
Mientras reanudaban su paseo por aquel tramo de verdor, el héroe atisbo una contracción en el semblante de su compañero. Era ostensible que el oscuro personaje ansiaba abandonar aquellos hostiles parajes, porque aceleró tanto la marcha que el antiguo aventurero hubo de forzar su paso para no quedarse rezagado.
—Verás —le desveló Dalamar el misterio—, Elistan visitó una vez la Torre de la Alta Hechicería para ayudar al shalafi.
—¿A Raistlin? —se aseguró Tanis, tan anonadado que hizo un alto.
Pero el acólito no le imitó, por lo que hubo de apresurarse para no perderse ningún detalle.
—Sí —estaba diciendo el narrador, concentrado en su historia y sin que al parecer le importase la audiencia—, es un secreto que nadie conoce, ni aun el mismo afectado. El maestro enfermó hace poco más de un año. Cayó en estado de coma, y me asusté. Como estaba solo y soy una perfecta nulidad en dolencias, mandé aviso a Elistan.
—¿El Hijo Venerable curó a esa criatura? —se asombró su interlocutor.
—No. —Acompañó la sucinta negativa con un gesto, y su larga melena negra se esparció alrededor de los hombros—. El mal que aqueja a Raistlin no tiene remedio. Es la secuela de un sacrificio que hizo a cambio de enriquecer su erudición arcana. Pero Elistan logró calmar la violencia de sus ataques y proporcionarle descanso. Y, ahora, yo me he librado de un deber.
—¿Tanta ley le tienes al archimago? —indagó, dubitativo, su oyente.
—No me vengas con monsergas —le reprochó Dalamar, en un exabrupto fruto de la impaciencia. Estaban en el límite del cuidado césped y las sombras del anochecer se alargaban cual dedos que, benéficos, hubieran de entornar los párpados de los infelices—. Al igual que Raistlin, únicamente guardo fidelidad a nuestro arte y la soberanía que otorga. Por adueñarme de sus misterios, renuncié a mi pueblo, a mi hogar y a mi herencia, me zambullí de manera voluntaria en el universo de las tinieblas. Él es mi shalafi, mi instructor, mi maestro, su sapiencia y habilidad no hallarían parangón aunque retrocediéramos a eras remotas —ensalzó al amo de la Torre—. Cuando me ofrecí como espía frente al cónclave, era consciente de que mi vida pendía de un hilo, pero se me antojó un precio irrisorio si en contrapartida podía instalarme en su morada y estudiar con tan dotado tutor. Su pérdida será algo irreparable. Siempre que pienso en lo que he de hacerle, en que la información que ha recabado y la experiencia que ha adquirido se perderán en el momento de su muerte, estoy tentado de…
—¿De qué? —le instó Tanis, hostigado por un súbito resquemor—. ¿De dejar que realice sus designios? Sé franco, Dalamar, y contesta a estas preguntas: ¿Estás en situación de impedir su regreso? ¿Quieres evitar que cruce el Portal?
Habían llegado al extremo de los jardines del Templo. Una agradable penumbra alfombraba el terreno, se anunciaba una velada cálida, fragante, perfumada por los brotes que precedían a las nuevas manifestaciones de vida. Entre los macizos del seto, en las ramas del álamo, algunos pájaros trinaban somnolientos, mientras que en la ciudad los farolillos ardían enmarcados en las ventanas para guiar el retorno a casa de los seres queridos. Solinari refulgía en el horizonte, cual si los dioses hubieran encendido su propio candil en su afán de eclipsar la oscuridad. Un retazo de gélida negrura en la benigna, aromática atmósfera atrajo a Tanis. Y supuso que allí estaba enclavada la Torre de la Alta hechicería, tétrica e imponente, sin acogedoras velas que oscilasen tras los cristales. Se preguntó quién o qué aguardaba al acólito en aquella lobreguez.
—Permíteme que te hable de Portales —repuso Dalamar al rato, respetuoso hasta entonces del silencio, pero ajeno a la belleza que tanto solían valorar los de su raza—. Te ilustraré, tal como el shalafi hizo conmigo —propuso al semielfo a la vez que, por mimetismo, su vista se fijaba en la mole donde residía. Siguiendo ahora su propia iniciativa, desvió los ojos hacia la estancia de la cúspide e inició su exposición—. En el laboratorio del piso superior de ese edificio hay una puerta sin cerrojo ni pestillo. Cinco cabezas de dragones, todas ellas metálicas, adornan la arcada. Si te asomas al otro lado, no vislumbrarás más que un vacío insondable, mientras que las figuras reptilianas son frías al tacto, simples máscaras esculpidas, si das crédito a las apariencias. Acabo de describirte el Portal —recapituló, no sin cierta teatralidad—. Existe otro de características análogas en la Torre hermana de Wayreth y, en cuanto al tercero, el de Istar, todo indica que fue destruido en el Cataclismo. El de Palanthas fue trasladado a la fortaleza mágica de Zhaman a fin de protegerlo del populacho y del Príncipe de los Sacerdotes, que intentó instalarse en la mole hace ya algunas centurias. Al derrumbar Fistandantilus el alcázar de Zhaman, el arcano acceso fue restituido a su emplazamiento de origen, es decir, esta ciudad. Creado tiempo atrás bajo los auspicios de hechiceros que anhelaban disponer de vías rápidas de comunicación entre ellos, a la larga sobrepasó tan elementales proyectos. En sus exploraciones, un alocado miembro de la Orden viajó a otro plano.
—Al Abismo —intervino Tanis.
—En efecto —confirmó el aprendiz—. Era ya demasiado tarde cuando los hechiceros se dieron cuenta de los peligros que entrañaba el hallazgo, de su magnitud. Tras interminables asambleas, dedujeron que si alguien de nuestra órbita vital se infiltraba en el Abismo y volvía a través del Portal propiciaría la introducción en el mundo de la Reina de la Oscuridad, le abriría la brecha que ella acecha durante siglos. Así, con el concurso de los clérigos de Paladine los exponentes de las Tres Túnicas tomaron medidas, que juzgaron infalibles, para que nadie se catapultara a los dominios de la soberana. No estaba en su mano clausurar el paso. De modo que exigieron como condición insoslayable que sólo un ente de arraigadas virtudes maléficas, que hubiera hipotecado su alma a tan temible señora, entrara en el secreto de los esotéricos encantamientos destinados a franquearle la entrada en el más allá. Y aún fueron más lejos en sus requerimientos. Decidieron que quien mantendría despejado el puente entre ambas esferas sería alguien puro en el Bien, capaz de confiar en su contrapunto perverso, pese a ser éste el único mortal que no merecía tal honor.
—Raistlin y Crysania —apuntó el otro.
—En su infinita sabiduría —prosiguió Dalamar esbozando una cínica sonrisa—, los magos y los clérigos pasaron por alto la posibilidad de que el amor, un sentimiento vulgar, diera al traste con sus magnos designios. Te he contado toda esta historia para convencerte, semielfo, de que estoy obligado a detener a Raistlin cuando intente volver al mundo, ya que la Reina de la Oscuridad estará en la retaguardia.
Ninguna de las plausibles aclaraciones del acólito, sin embargo, disipó las dudas de Tanis. Era evidente que el elfo oscuro estaba alerta y se hacía cargo del riesgo, que actuaba con plena serenidad, pero…
—¿Podrás imponerte a él? —insistió.
Prendió su mirada, sin premeditación, en el pecho de su interlocutor, donde había visto cinco estigmas grabados al fuego en la carne. Al reparar en el instintivo gesto del semielfo, el hechicero se llevó, también en un impulso reflejo, la mano al torso. Sus iris se ensombrecieron, como embrujados por una presencia que sólo él percibía.
—Semielfo —dijo, una invocación que prologaba una nueva parrafada—, voy a ser sincero contigo. Si mi shalafi conservara intactas, íntegras sus facultades en el instante de acometer el Portal, he de admitir que no, nada podría hacer para obstaculizar su avance. Ni yo ni nadie. Pero, no será ésa la circunstancia, dado que Raistlin habrá invertido una parte de sus energías en destruir a los esbirros de la Reina y en forzarla a ella a un combate singular. Estará débil, quizá malherido. Su única esperanza residirá en embaucar a su adversaria de tal modo que ella descienda a su plano. El nigromante hará entonces acopio de poder y la soberana, por el contrario, se encontrará en inferioridad. El maestro prevalecerá en la contienda. Pero a consecuencia del detrimento que habrá sufrido durante su odisea, yo tendré la oportunidad de vencerlo. Podré y querré hacerlo —subrayó.
Al detectar, todavía, un amago de incertidumbre en la expresión de Tanis, el aprendiz mudó su sonrisa en una mueca y planteó el argumento definitivo.
—Escúchame, semielfo —apostilló—, me han ofrecido lo suficiente para que ponga en tal misión todo mi empeño.
Y, concluida esta frase, murmuró la fórmula de un hechizo y desapareció. Pero, después incluso de esfumarse, su insinuante voz de elfo resonó en el apacible ambiente nocturno.
—Has contemplado el sol por vez postrera —sentenció—. Raistlin y Su Oscura Majestad se preparan. Ella reúne sus ejércitos espectrales, él la incita a la liza. Estalla el conflicto. No habrá un nuevo amanecer.