El maestro
Crysania no tenía idea de cuánto tiempo llevaban Raistlin y ella recorriendo las tierras distorsionadas, bañadas en matizaciones rojizas que configuraban el Abismo. El transcurso de las horas se había convertido en un concepto trivial, intranscendente, ya que en ocasiones le asaltaba la impresión de haber permanecido en aquellos parajes unos breves segundos y poco después quedaba convencida de que su odisea a través del monótono y, a la vez, mudable territorio se había prolongado años enteros, sin que esta circunstancia alterase nada. Se había curado de los efectos del veneno, pero se sentía débil, exhausta, y los arañazos que tenía en los brazos no le cicatrizaban. Cada mañana, si así podía llamarse a la ligera intensificación de la claridad, renovaba las vendas, para hallarlas al anochecer saturadas de sangre.
Estaba hambrienta. Pero su apetito no era tanto la necesidad de alimentos sólidos para conservar la vida como un ansia de saborear una fresa, o un bocado de pan recién horneado o, también, una rama de menta. No la acuciaba la sed, pero soñaba a menudo en un manantial de agua nítida, en una copa de vino espumeante y en el aroma, tan difícil de percibir en el mundo onírico, del té aderezado con canela. En este país el líquido presentaba colores pardos y olía a putrefacción.
Avanzaban, o eso afirmaba Raistlin. El nigromante recobraba las fuerzas a medida que la sacerdotisa las perdía. Ahora, pues, era él quien ayudaba a su compañera a caminar en los tramos difíciles, quien encabezaba la marcha sin descanso, atravesando una ciudad tras otra y acercándose, según aseguraba a la languideciente mujer, a la Morada de los Dioses. Los pueblos, imágenes distorsionadas de la realidad, que surcaban la región se mezclaban confusos en la mente de Crysania, que no acertaba a distinguir los refugios queshu de Xak Tsaroth. Cruzaron el Mar Nuevo del Abismo, una singladura espeluznante en la que la dama, al asomarse a la superficie de las aguas, se enfrentó a los semblantes despavoridos de todos cuantos habían muerto en el Cataclismo.
Desembarcaron en un punto que Raistlin identificó como Sanction. La sacerdotisa notó que flaqueaban sus energías más que en ningún otro episodio de su itinerario y así se lo comunicó al mago, quien le explicó que era del todo normal puesto que se trataba del centro de culto por antonomasia de la Reina de la Oscuridad. Los seguidores de la diosa peregrinaban hasta la urbe desde recónditos confines para adorarla en los templos, construidos en los subterráneos de las montañas llamadas Señores de la Muerte. Durante la guerra, según el relato del hechicero, se realizaron en tales vericuetos los ritos que metamorfosearon a los incubados hijos de los Dragones del Bien en viles y aviesos draconianos.
Nada digno de mención ocurrió durante largo rato, o acaso habría que decir en unos instantes. Nadie se volvió a fin de examinar a Raistlin por segunda vez, nadie reparó en Crysania ni siquiera una, como si fuera invisible. Jalonaron la ciudad de Sanction sin novedad, el archimago más firme y confiado a cada paso. Ya en las afueras, anunció a su acompañante que su objetivo estaba próximo, que la Morada de los Dioses se encontraba en una hondonada de las Montañas Khalkist, hacia el norte.
Cómo podía orientarse en aquellos desfigurados paisajes escapaba al entendimiento de la sacerdotisa, incapaz de discernir la dirección en que avanzaban sin la guía del sol, las lunas ni las estrellas. Nunca era del todo de noche ni tampoco de día, reinaba una luminosidad intermedia semejante, en su flamígera aureola, por igual al alba y al crepúsculo, con la única salvedad de los fugaces tránsitos a los que antes se ha aludido. Pensaba la mujer en tan fantasmales portentos, arrastrando los pies junto al mago y olvidada toda atención al trayecto dada la ausencia de hitos, cuando aquél se detuvo de forma repentina. Al oírle inhalar aire en un ronco suspiro, al tantear su brazo más cercano y hallarlo rígido, Crysania alzó la vista, alarmada.
Un hombre de mediana edad, ataviado con las albas vestiduras de un maestro, caminaba por la vereda hacia la pareja.
—Recitad las palabras después de mí, recordando que es importante darles la inflexión adecuada.
Despacio, pronunció las frases. También despacio, en fiel imitación de su ritmo, la clase las repitió. Todos excepto uno.
—¡Raistlin!
Se hizo el silencio entre los alumnos.
—¿Maestro?
Fueron tres sílabas, pero el aludido no se molestó en disfrazar el tono de mofa que las ribeteaba.
—No he observado el movimiento de tus labios.
—Quizá se deba a que no los he despegado —replicó el discípulo.
Si algún otro hubiera proferido tan desvergonzado comentario, los jóvenes estudiantes de hechicería habrían intercambiado risas de complicidad, pero todos sabían que Raistlin les profesaba idéntico desdén que al profesor y, en consecuencia, le espiaron iracundos y se agitaron incómodos en sus pupitres.
—Conoces ya la fórmula del encantamiento, ¿verdad, aprendiz?
—Por supuesto que sí —le espetó el muchacho—, desde que tenía seis años. ¿Acaso a ti te la enseñaron anoche?
El maestro bramó, echando chispas por los ojos y con la faz purpúrea a causa de la rabia:
—¡Ésta vez has ido demasiado lejos! No puedo consentir que adquieras el hábito de insultarme. El aula se desvaneció del campo de visión del joven, se disolvió en el vacío. Sólo el maestro se mantuvo inmutable, mientras, bajo su escrutinio, los blancos ropajes que le cubrían se transformaban en una túnica de nigromante. Aquéllos rasgos fláccidos, anodinos, de persona insípida se transformaron hasta investirse de la sutil malevolencia de la perversidad, al mismo tiempo que aparecía en derredor del cuello un talismán, un enorme rubí a guisa de colgante.
—Fistandantilus —lo reconoció Raistlin, demasiado asombrado para gritar.
—Volvemos a encontrarnos, aprendiz, aunque en una situación muy diferente. ¿Qué ha sido de tu magia?
El arcano personaje prorrumpió en carcajadas y acarició, con dedos marchitos, la alhaja que pendía sobre el terciopelo.
Un espasmo de pánico estremeció al alumno, restituido a su condición de humano adulto. ¿Preguntaba el archimago por su magia? Se había evaporado. Consciente del peligro, trémulas sus manos, hizo un esfuerzo para invocar un sortilegio defensivo, pero los versículos giraban en un torbellino en su cerebro y se deslizaban hacia simas inexpugnables antes de que los atrapara en su zarpa. Una bola de fuego brotó de las llamas de su adversario, y ensayó un angustiado alarido.
«¡El Bastón de Mago!», se dijo de pronto. Sin duda los poderes del cayado no resultaron afectados al internarse en el abismo, así que lo alzó en el aire y, sosteniéndolo en alto, le exhortó a protegerle. De nada sirvió. El bastón empezó a ondularse y enroscarse sobre sí mismo.
—¡Obedece mi mandato! —le imprecó, con la premura que le dictaban a la par la furia y el terror.
Mientras formaba resbaladizos tirabuzones, el que fuera un objeto inanimado descendió por su brazo. No era ya un bastón sino una descomunal serpiente, que clavaba los colmillos en su carne.
Entre aullidos lastimeros, Raistlin cayó de rodillas y se debatió a la desesperada para eludir la emponzoñada mordedura del ofidio. Pero, en su lucha contra un enemigo, había olvidado al otro. Resonaron en sus tímpanos los intrincados cánticos de un hechizo y, al levantar la vista, constató que Fistandantilus se había esfumado y ocupaba su lugar un espectro, un elfo oscuro. Era aquélla la criatura que hubo de derrotar en la fase definitiva de la Prueba.
No había reaccionado a la presencia del muerto viviente cuando éste, a su vez, fue reemplazado por Dalamar. Sin concederle una tregua, el acólito le lanzó un relámpago ígneo. El proyectil dio paso a una espada, que se incrustó en su vientre hecha daga, esgrimida por un enano barbilampiño.
Un incendio abrasador socarró su piel, el acero ensartó sus órganos, los colmillos perforaron sus sudorosos poros. Tuvo la sensación de zambullirse en la negrura, condenado sin remedio, pero en el último instante le deslumbró un haz de luz blanca, le envolvieron unos pliegues de igual color y le arropó un pecho blando, cálido.
El mago sonrió, pues las convulsiones que castigaban aquel cuerpo que escudaba al suyo y los plañidos de dolor le revelaban que las armas lastimaban a su dueña, a la sacerdotisa, no a él.