Maquinaciones al descubierto
Después de que Dalamar condujera los prolegómenos, un largo silencio se estableció en el aposento. Tan sólo lo perturbaba el ágil garabatear de la pluma sobre el pergamino del volumen donde Astinus copiaba las frases del elfo oscuro.
—No nos resta sino encomendarla a la clemencia de Paladine —invocó Elistan—. ¿Está el archimago con ella?
—¡Naturalmente! —le espetó el aprendiz, delatando un nerviosismo que las ardides de su arte no lograron camuflar—. ¿De qué otro modo podría haber alcanzado su propósito? El Portal es inaccesible a todos salvo a las fuerzas combinadas de un Túnica Negra tan dotado como él y una sacerdotisa de blanco hábito, en este caso Crysania, intachable en su fe.
Tanis les miró de hito en hito y, antes de que se enzarzaran en una discusión ininteligible, declaró:
—No entiendo una palabra de lo que aquí se está debatiendo. ¿Qué sucede? ¿Habláis quizá de Raistlin? ¿Qué ha hecho? ¿Qué relación mantiene con Crysania? ¿Por qué nadie alude a Caramon? Al fin y al cabo, también él parece haber sido borrado de la faz de Krynn, al igual que Tas.
—Procura contener los arranques de impaciencia, ese exponente de la mitad humana de tu ser —le aconsejó Astinus sin dejar por ello de escribir con su caligrafía esmerada, puntillosa—. Y tú, elfo, inicia tu relato por el comienzo, en lugar de referirte a un pasaje intermedio.
—O, dadas las circunstancias, al desenlace —apuntó el yaciente en tono quedo.
Humedeciéndose los labios con el vino, Dalamar, prendidas sus pupilas en el fuego, narró las singulares peripecias que, hasta entonces, Tanis sólo conocía en parte. Algunos eventos habría podido deducirlos, otros le sorprendieron, los más le escandalizaron.
—La Hija Venerable fue cautivada por Raistlin y, con franqueza, añadiré que la atracción fue recíproca, aunque, tratándose del archimago, sólo caben conjeturas. El agua de un glaciar en deshielo es demasiado caliente para circular a través de sus venas. Así que sería prolija cualquier tentativa de ahondar en sus emociones. ¿Quién podría determinar cuándo concibió esto o soñó aquello otro? Sea como fuere, ultimó los preparativos y me puso al corriente de sus planes: viajar al pasado en busca de Fistandantilus, su precursor en la saga arcana, y apoderarse de su vasta sapiencia.
«Le tendió una trampa a Crysania, deseoso de embaucarla para que retrocediera en el tiempo junto a él, e hizo algo análogo con su gemelo…
—¿Con Caramon? —preguntó el héroe, perplejo. Dalamar le ignoró y continuó, como si la interrupción no se hubiera producido.
—Pero ocurrió algo imprevisto. Kitiara, hermanastra del shalafi y Señora del Dragón…
La sangre se agolpó en las venas de Tanis, enturbiando su vista y su oído. Sintió un palpito similar en los pómulos e intuyó que su tez abrasaba al tacto, tan encendido debía de ser su sonrojo.
¡Kitiara! La figura de la mujer que había amado se dibujó en su memoria con los ojos destellantes, el crespo cabello arremolinado en torno al rostro, los labios separados en aquella hechicera, ambigua sonrisa, y una seductora silueta que resaltaba, más todavía, la ceñida armadura.
La dama de su espejismo le estudió desde la grupa de un reptil azul flanqueada por sus esbirros, altiva, regia, especialmente bella en su crueldad para, sin transición, rendirse a su abrazo con tierna languidez.
El semielfo notó, aunque no puedo percibirla, la expresión de simpatía que había adoptado Elistan al adivinar su zozobra, y eludió la censura que, así lo creyó, contraía los rasgos del omnisciente cronista. Abrumado por el peso de su propia culpa, no reparó en que Dalamar, a su vez, libraba una batalla con sus traicioneras mejillas, las cuales, más que subir de color, habían quedado exangües. No se percató del quiebro que rompió la voz del acólito al pronunciar el nombre de la bella mujer.
Pasados unos segundos, Tanis recuperó la compostura y pudo seguir escuchando. No obstante, le fue imposible sustraerse al dolor que atenazaba su corazón y que estaba persuadido de haber curado definitivamente. Era feliz junto a Laurana, la amaba con más entrega de la que nunca había creído atesorar antes de desposarla. Gozaba de paz interior, su vida discurría enriquecedora, colmada de venturas. Quizá fue ésta la causa de que el mundo se le viniera abajo al descubrir que la negrura aún anidaba en él, un pozo de pasiones inconfesables que en su día creyó haber desterrado para siempre.
—Por orden de Kitiara —reanudó su relato el narrador—, Soth, el Caballero de la Muerte, sumió a Crysania en un encantamiento destinado a matarla. Pero Paladine intercedió. Guió el alma de la sacerdotisa a su morada celestial, a fin de hacerle un lugar entre sus siervos y dejó tendida en el suelo el despojo de su cuerpo. Yo creí que el shalafi había sufrido un revés irreversible. Pero grande fue mi sorpresa al comprobar que me había precipitado y que Raistlin, en su infinita astucia, hacía que repercutiera en su beneficio la conjura de sus rivales. Su hermano Caramon y Tasslehoff, el kender, llevaron a la maltrecha sacerdotisa a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, en la confianza de que sus arcanos habitantes la sanarían. Éstos no pudieron ayudarla, como el nigromante bien sabía, y entonces decidieron enviarla al único período de la historia de Krynn en el que vivió un Príncipe de los Sacerdotes lo bastante poderoso para reclamar el concurso de Paladine, para inducirle a devolver a aquella devastada forma terrenal el soplo del espíritu. Era eso, desde luego, lo que quería mi maestro. ¡Previne a los magos! —exclamó, apretando el puño—. Avisé a esos necios de que le estaban allanando el terreno.
—¿Les avisaste? —repitió Tanis, que se había integrado ya a la realidad inmediata—. ¿Actuaste contra tu shalafi? —insistió, incrédulo frente a un hecho tan inverosímil.
—Participo en un juego peligroso, semielfo —fue la lacónica respuesta. El aprendiz clavó las pupilas en su interlocutor y éste se estremeció al observar que estaban iluminadas desde dentro, como las ascuas de un fogata. Tras una corta pausa, Dalamar amplió su explicación—: Soy un espía al servicio del cónclave de hechiceros, encargado de vigilar todos los movimientos de Raistlin. ¿Te quedas boquiabierto? No te lo reprocho. Un ser ajeno a la Orden no puede estar al corriente de nuestras intrigas. Mis superiores le temen, y no sólo los defensores del Bien y la Neutralidad, sino, y muy específicamente, los Túnicas Negras, ya que estamos enterados de cuál será nuestro destino si se alza con el predominio de las esferas.
Viendo que había cautivado el interés de su oyente, el oscuro mago levantó la mano y, parsimonioso, abrió el pectoral de su atuendo para mostrarle el pecho desnudo. Cinco heridas purulentas llagaban la que, de otro modo, hubiera sido tersa piel.
—La marca de su mano —dijo con acento anodino—, una recompensa digna de mi insidia.
Tanis imaginó a Raistlin en el acto de depositar sus flexibles dorados dedos sobre el torso de aquel joven, se representó su rostro desapasionado, sin malicia, ensañamiento ni ningún otro resquicio de humanidad mientras infligía el castigo. Casi olfateó el olor de la carne socarrada y, mareado, se hundió en su asiento y permaneció allí cabizbajo, mudo.
—Pero aquellos insensatos, en su terquedad, desoyeron mi advertencia —retomó Dalamar el hilo de su historia—. Se aferraron a un clavo ardiendo, corrieron el riesgo de mandar a Crysania a una época previa al Cataclismo, porque ella encarnaba, a la vez que sus mayores miedos, su única esperanza. El nigromante así lo había preconizado. De nuevo se satisfacían sus aspiraciones. La versión formal, la que expusieron ante Caramon para asegurarse de que no les abandonaría, fue que el Príncipe de Istar auxiliaría a la sacerdotisa. No obstante, su auténtico objetivo era que muriera o, al menos, desapareciese, como hicieron los otros clérigos poco antes de la hecatombe. Si se esfumaba, Raistlin habría de prescindir de ella y nunca atravesaría el Portal, aunque existía el peligro de que la rescatase a tiempo, de ahí la ambivalencia del plan. También barajaron la posibilidad de que Caramon, al catapultarse al pasado y averiguar la verdad sobre su hermano, a saber, que había succionado la esencia de Fistandantilus, atentara contra su vida.
—¿Caramon? —El semielfo rio de mala gana, entre el sarcasmo y la cólera—. ¿Cómo pudieron incurrir en un error de tal calibre? El guerrero es ahora un enfermo. Lo único que está en situación de matar es un barril de aguardiente enanil. De alguna manera su gemelo ya le ha destruido. ¿Por qué no…?
Objeto del escrutinio inquisitivo de Astinus, optó por callar. Su cabeza giraba en un torbellino enloquecido. Nada de aquello tenía sentido. Consultó a Elistan con los ojos y concluyó que el anciano debía de estar en antecedentes de buena parte del relato, pues no se reflejó en su semblante un asomo de sorpresa, de disgusto, al mencionar Dalamar que los magos habían dispuesto la muerte de Crysania. Sólo un profundo pesar desencajaba sus marchitas facciones.
—Tasslehoff Burrfoot, el kender —prosiguió el acólito—, se entrometió en el hechizo de Par—Salian y, accidentalmente, se desplazó al pasado con Caramon. La introducción de un miembro de su raza en el fluir de las eras propiciaba que se alterasen los sucesos, lo que revestía una capital importancia. Lo que sucedió en Istar sólo podemos presumirlo. Pero en mi mano está afirmar que Crysania no pereció, Caramon no eliminó a su hermano y éste recopiló para su acervo la ingente erudición de Fistandantilus. Acompañado del guerrero y la sacerdotisa, Raistlin avanzó hasta una época en la que, al preservar a la dama, se convertía en dueño y señor del único clérigo verdadero en todo el país. Minucioso en sus cálculos, viajó al momento de la historia en el que la Reina de la Oscuridad había de presentarle menos réplica y, vulnerable, fracasaría si se empeñaba en detenerlo.
«Como hiciera antes Fistandantilus, el archimago influyó de manera decisiva en el estallido de las guerras de Dwarfgate y, así, obtuvo acceso al Portal, que se encontraba, por aquel entonces, en la fortaleza de Zhaman. Si se hubiera repetido el episodio que había protagonizado su ancestro, y que consta en las Crónicas, Raistlin habría sucumbido frente al portentoso umbral del más allá, ya que tal fue el final del llamado Ente Oscuro.
—Con eso contábamos —intervino Elistan, estirando débilmente el embozo del lecho—. Par-Salian nos garantizó que el nigromante no cambiaría el porvenir, que ni siquiera él poseía tales facultades.
—¡Maldito kender! —renegó Dalamar—. Par-Salian cometió una grave imprevisión. Es imperdonable que no tomara precauciones para evitar que el hombrecillo reaccionase de la forma más natural en uno de su tribu: ¡aprovechar la primera oportunidad que se le ofrecía de vivir una aventura! Debería haber atendido nuestro consejo y estrangular al pequeño intruso.
—Dime qué ha sido de Caramon y Tasslehoff —le atajó Tanis con frialdad—. Nada me importa la suerte de Raistlin ni, y te ruego que me disculpes, la de Elistan, ni la de Crysania. A la sacerdotisa la cegó su propia perfección, la drástica rigidez de su probidad. Lo siento por ella, pero rehusó quitarse la venda que la aislaba de la verdad. Mis amigos, en cambio, me inquietan. ¿Qué ha sido de ellos?
—No tengo la menor idea —respondió el aprendiz, y se encogió de hombros—. Pero, en tu lugar, descartaría cualquier ilusión de volver a verlos en esta vida. De poco deben de servirle ya al shalafi.
—Eso es todo cuanto necesitaba oír —declaró el semielfo y se puso en pie, teñido de furia el timbre de su voz—. Aunque sea lo último que haga, perseguiré a Raistlin sin concederle una tregua…
—Siéntate —le ordenó, de pronto, Dalamar.
El mago no levantó la voz, pero había en sus ojos una amenaza, un reto que impulsó al interpelado a tantear la empuñadura de su espada, sin recordar que, puesto que había sido invitado como huésped en el Templo de Paladine, resolvió no portarla. Más airado al palpar aire en lugar de su arma, dedicó sendas reverencias al patriarca y a Astinus y echó a andar hacia la puerta.
—No tardará en interesarte el devenir de Raistlin, semielfo —le interceptó el sibilino acólito—, porque nos afecta a todos. De él dependemos nosotros y tú mismo. El futuro del mundo se halla en sus manos. ¿Son ciertas mis palabras, Hijo Venerable?
—Lo son —ratificó el aludido—. Me hago cargo de tus sentimientos, Tanis, pero debo conminarte a desecharlos.
El cronista no despegó los labios. Los sonidos propios de la escritura constituían la única evidencia de su presencia en la sala. El héroe cerró los puños y, con una agresividad que obligó incluso al impasible Astinus a alzar la cabeza, imprecó a Dalamar:
—De acuerdo, me reprimiré. ¿Qué más puede hacer tu envilecido maestro en su afán de lastimar, aniquilar y someter a inenarrables suplicios a quienes le rodean?
—Al comienzo de mi plática he anunciado que nuestros temores más acendrados se hacen realidad —susurró el elfo oscuro, clavando sus pupilas almendradas en las de su oyente, que, debido a su mezcla racial poseía unos rasgos oblicuos más atenuados.
—Sí.
Más que una afirmación, lo que profirió Tanis fue un expresivo apremio.
El narrador hizo una pausa exagerada, teatral. Astinus, alerta, enarcó las grisáceas cejas.
—Pues bien, ahora lo subrayo. Raistlin ha entrado en el Abismo donde, junto a Crysania, desafiará a la Reina de la Oscuridad.
Tanis, en franca mofa del dramatismo que el joven nigromante había dado a sus palabras, estalló en carcajadas.
—No parece que debamos preocuparnos por ello —replicó—. Ésa criatura se ha lanzado a su propio exterminio.
La risa del semielfo no fue bienvenida, no obtuvo el beneplácito de los reunidos. Dalamar le espió entre cínico y divertido, como si esperara tan incongruente actitud en alguien que era mitad humano Astinus emitió un resoplido y se concentró en su quehacer Elistan hundió en el lecho sus ya caídos hombros y, entornando los párpados, se reclinó en la almohada sobre la que se había incorporado.
—¡No podéis tomaros tan en serio la situación! —les regañó, dolido, el ahora habitante de Silvanesti—. ¡Por los dioses, la soberana de las tinieblas me ha recibido en audiencia! He sentido su poder, su majestad, cuando sólo había logrado asomarse parcialmente a nuestro plano —recalcó, y un escalofrío recorrió su espina dorsal al evocar los sucesos de Neraka—. No quiero ni pensar lo que ha de ser enfrentarse a ella en la plenitud de sus facultades, en su propia órbita.
—No has sido tú el único, Tanis —musitó el postrado anciano—, también yo he conversado con la Reina Oscura. ¿Te sorprende? No hay motivo. He tenido que superar tantas pruebas y tentaciones como cualquier otro hombre.
—Sólo en una ocasión me ha honrado con su visita. —Era Dalamar quien, llegado su turno, informaba de su experiencia, pero al hacerlo su tez palideció y el pánico ensombreció sus ojos—. Vino a referirme los hechos que acabo de transmitiros.
Astinus no participó en las confidencias, pero abandonó su tarea. De las paredes de roca emanaba más vivacidad que del semblante del historiador.
—Si has conocido a la soberana, Elistan —invocó Tanis al enfermo—, habrás vislumbrado la supremacía que ostenta sobre todas las cosas. ¿Cómo puedes creer que un archimago demente y una sacerdotisa que no es más que una infatuada solterona puedan causarle el menor daño?
Un relámpago de indignación cruzó por los ojos del clérigo, sus labios se tensaron en una estrecha línea y el semielfo supo que le había agraviado con su insulto. Ruborizándose, se rascó la barba y empezó a disculparse, aunque, persuadido de que iba a estropearlo aún más, selló su boca.
—Todo esto es una sinrazón —se limitó a farfullar, al mismo tiempo que regresaba a su silla y se derrumbaba en ella—. En nombre del Abismo, ¿cómo frustraremos sus ambiciones? —continuó pero, al darse cuenta de la impropiedad de la fórmula que había elegido, su sonrojo fue en aumento—. Lo siento, mi juego de palabras no ha sido premeditado. Cada vez que intento decir algo, mi lengua corre más que mi mente. ¡Pero es que no entiendo nada! ¿Cuál es nuestro cometido? ¿Detener a Raistlin o alentarle?
—No puedes detenerle —interpuso fríamente Dalamar, en el instante en que Elistan se disponía a hablar—. Tan sólo los magos tenemos capacidad para hacerlo, y no hemos dejado de elaborar planes encaminados a tal efecto durante varias semanas, porque, desde el principio, vaticinamos este desastre. En cierto modo, semielfo, tus presunciones son correctas. Raistlin no puede vencer a tan colosal rival en su propio mundo y, puesto que es consciente de su inferioridad, proyecta contrarrestarla. ¿Cómo? Engatusando a la soberana, induciéndola a atravesar el Portal y a plantarse en el universo de los vivos.
Tanis sintió que una invisible estocada ensartaba su estómago. Quedó sin resuello. Transcurrieron unos segundos antes de que, encrespadas las manos en el brazo de la butaca hasta el punto de que los nudillos se le tornaron blancos, atinara a protestar:
—Es una locura. En la Guerra de la Lanza la abatimos con penas y trabajos. Sobrevendrá una catástrofe si ese chiflado le franquea el acceso a Krynn.
—Es a mi Orden, como ya he indicado, a quien corresponde impedirlo —concretó el aprendiz.
—He comprendido cuál es tu deber, tu sagrada misión. Sin embargo, algo no encaja. ¿Por qué nos has convocado? ¿Qué papel desempeñamos en esta obra magna? ¿El de meros espectadores? —le interrogó el héroe, hiriente, ofensivo.
—¡Cálmate, Tanis! —le reconvino Elistan—. Estás nervioso y asustado. Pero, aunque todos compartimos tu desasosiego —«salvo ese cronista esculpido en granito», recapacitó el aludido—, nada ganarás dejándote llevar por tus impulsos. Apacigua tu fuego y apresta el oído, pues presiento que todavía ignoramos lo peor. ¿Me equivoco, Dalamar? —se dirigió al oscuro personaje, suavizando el tono de su voz.
—No, Hijo Venerable —confirmó el acólito, y el semielfo percibió un amago de emoción en las rasgadas pupilas de su, en cierta medida, congénere—. Me he enterado de que Kitiara, la Señora del Dragón —sufrió un repentino ahogo—, prepara un asalto a gran escala sobre Palanthas.
Tanis se sumió en sus cábalas. La primera oleada que se desató en su interior fue de rabia, de impotencia. «Te lo advertí, Amothus, y también a Porthios y a todos cuantos se empeñan en reptar hasta sus algodonosos y cálidos refugios para, allí recluidos, olvidarse de que hubo una guerra». La segunda marea fue a la par más serena y lacerante, compuesta como estaba de recuerdos de la ciudad de Tarsis en llamas, el asedio infligido a Solace por los ejércitos draconianos, el sufrimiento y la muerte.
Elistan se demoraba en su discurso pero, en lugar de escucharle, el semielfo se zambulló en sus reflexiones. Dalamar había citado a Kitiara en su anterior relato, y pretendía capturar el contexto de su comentario que, esquivo, revoloteaba en los lindes de su memoria. En efecto, cuando el espía de Raistlin aludió a la dama, el nombre de ésta le había arrastrado como en un sortilegio y había dejado de lado las otras explicaciones. Las frases del aprendiz flotaban ahora en una bruma.
—¡Aguarda! —aulló, eufórico, al recordar y ajeno a la desconsideración en que quizá incurría—. Antes has asegurado que Kitiara denostaba las acciones de Raistlin tanto como nosotros, que le aterrorizaba la posibilidad de que la Reina se introdujera en el mundo y tal fue el motivo de que encargase al caballero Soth la muerte de Crysania. Si es así, ¿por qué se propone atacar Palanthas? ¡No tiene lógica! En Sanction se fortalece cada día que pasa, los Dragones del Mal se han congregado en esa urbe y, según los rumores que se propagan a lo largo del territorio, los draconianos que se diseminaron después del conflicto se están reagrupando bajo su mando. No obstante, Sanction está lejos de esta metrópoli. Los Caballeros de Solamnia impedirán su marcha, los reptiles bondadosos se alzarán de su letargo en cuanto sus acérrimos enemigos se enseñoreen de los cielos. ¿Por qué arriesgarse a perder todo lo que ha conquistado? ¿Con qué objeto?
—Si mis datos no son erróneos, te une una vieja amistad a la Señora del Dragón —insinuó Dalamar, mordaz en su misma cortesía.
El héroe se atragantó, tosió y balbuceó unas sílabas entrecortadas.
—¿Cómo? —El elfo oscuro se hizo el sordo. Era evidente que se complacía en mortificarle.
—¡Sí!
La confesión surgió en un alarido. Al detectar la severa mirada de Elistan. Tanis se recogió en su asiento sin palparse la encendida epidermis.
—Tus apreciaciones son del todo exactas —le alabó el mago, con un acento socarrón que se reflejaba en las ligeras arrugas de sus facciones—. Al principio, a Kitiara le espantaron las maquinaciones de Raistlin. No por lo que al hechicero pudiera acontecerle, sino porque quizá su osadía le acarrearía consecuencias nefastas como oficial de rango de Su Oscura Majestad. No le seducía la perspectiva de que la soberana desahogara su cólera en ella. Pero eso fue —el narrador se encogió de hombros— mientras no le cupo ninguna duda de que el nigromante perdería en la pugna. Ahora, al parecer, le otorga una probabilidad de triunfo y, obediente a su carácter, trata de subirse al carro del vencedor. Sitiará Palanthas y dispensará a su hermanastro una calurosa acogida una vez emerja éste al otro lado del Portal, ofreciéndole el liderazgo de sus tropas. El poderío de Kit prosperará y Raistlin, si ha acumulado energías suficientes, no hallará dificultad en vincular a su causa a los antiguos aliados de la Reina Oscura.
—¿Kit? —observó el semielfo, satisfecho de pillar en falta a su oponente.
—No te extrañe que emplee ese apelativo familiar —le defraudó el acólito, que permaneció impertérrito—. Me liga a esa dama la misma intimidad de la que un día gozaste tú.
No duró mucho su flema, que, en un proceso inconsciente, inevitable, se trocó en acidez. El elfo entrechocó las manos, se agitó preso de la furia y Tanis asintió en un signo de comprensión, de solidaridad con aquel individuo al que, paradójicamente, detestaba.
—Veo que te ha traicionado también a ti —aventuró, sin disimular aquel curioso sentimiento nacido en sus entrañas—. Te prometió respaldo, te juró incluso que se mantendría a tu lado y, cuando regresara Raistlin, lucharía en tu bando.
Dalamar echó a andar, y el borde de la túnica se le enredó en torno a los tobillos.
—Nunca confié en ella —masculló les volvió la espalda y contempló testarudo el fuego, desviando el rostro por temor a delatarse—. Sabía qué enormidades era capaz de cometer. Su villanía no me pilla desprevenido.
Estaba enhiesto frente a la chimenea, y el héroe advirtió que se le agarrotaba la mano que tenía apoyada en la repisa. Comprensivo, respetó su dolor.
—¿De dónde has sacado esa información? —preguntó Astinus de forma abrupta. El semielfo dio un respingo, ya que el historiador se había borrado por completo de su mente—. A la soberana no le interesa la estrategia bélica. No ha podido ser ella.
—No. —El aprendiz estaba confundido. Resultaba ostensible que sus cavilaciones discurrían por otros derroteros. Suspiró y, encarándose con el inquisitivo cronista, le reveló—: Fue Soth, el caballero espectral, quien me puso al corriente de los designios de la mandataria.
Una vez más, Tanis tuvo la impresión de que se volvía loco. Era como si sus dedos aferrasen la tapia de un edificio —la realidad— y un ente ignoto le arrancase de su agarradero. Frenético, buscó en su interior un saliente de lucidez donde asirse. Se precipitaba en una sima poblada de alucinaciones: magos que espiaban a otros magos, clérigos de la luz alineados junto a hechiceros de las tinieblas, la oscuridad confraternizando con el Bien, en contra de sus propias huestes, una luminosidad que se fundía en las sombras…
—Soth es un servidor incondicional de Kitiara —constató, para refrescar más su propia memoria que la de los otros—. ¿Por qué había de perjudicarla confabulando contigo?
Dalamar se volvió. Se cruzaron las pupilas de los dos primos de raza y, durante el tiempo que se prolonga un palpito, se anudó un lazo entre los dos, el eslabón de una cadena que forjaban el mutuo entendimiento, las desventuras paralelas, un único suplicio y las pasiones derrochadas en un mismo cuerpo. Tanis adivinó lo que estaba sucediendo, y su alma se convulsionó.
—Le conviene que ella muera. Así podrá poseerla —aclaró el espía, aunque era ya innecesario.