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Cita en Palanthas

El carruaje se detuvo bruscamente. Los caballos piafaron haciendo tintinear los arneses, pateando las lisas piedras del adoquinado con los cascos como si, mediante tales movimientos, pretendieran dar por terminado el viaje y regresar a sus acogedoras cuadras.

Desde el exterior, una cabeza se recortó en la ventanilla del vehículo.

—Buenos días, señor, sed bienvenido a Palanthas. Os ruego que os identifiquéis y expongáis el asunto que os trae.

Enunció tan formal solicitud un joven oficia], de voz diáfana y cortés, que poco antes había entrado de servicio. Al inspeccionar el interior del carruaje, pestañeó, en un intento de ajustar sus ojos a las frescas sombras que lo velaban. El sol primaveral brillaba con un fulgor similar al rostro del soldado, probablemente porque también él acababa de comenzar su ronda.

—Me llamo Tanis el Semielfo —se presentó el recién llegado—, y he venido por invitación de Elistan, Hijo Venerable de Paladine. Avalo mis afirmaciones con una misiva. Si aguardas un momento, te la mostraré.

—¡El insigne Tanis! —exclamó el oficial. La faz enmarcada en el cristal del carruaje se tiñó de púrpura, de una tonalidad a juego con el ridículo uniforme que, repleto de alamares, estaba coronado por sendas charreteras distintivas de su rango—. Os pido mil perdones, señor. No os he reconocido o, mejor dicho, no he podido veros bien, pues, de haberlo hecho, no habría dejado de…

—¡Maldita sea! —se encolerizó el semielfo—. No te disculpes por cumplir con tu deber, soldado. Aquí tienes la carta.

—No volveré a hacerlo, señor. Me refiero a excusarme, no a desempeñar mis funciones —se azoró el reprendido—. Lo lamento de veras, señor. ¿La carta? No será necesaria. Podéis pasar.

El centinela ensayó un marcial saludo, se golpeó la cabeza contra uno de los salientes que adornaban la ventana, se le enredó en la portezuela la manga de la camisa, se cuadró de nuevo y, al fin, se retiró a su puesto tan bamboleante como si se hubiera enfrentado a una horda de goblins.

Sonriendo para sus adentros, aunque más era una mueca de enojo que una manifestación de jocosidad, Tanis se apoyó en el respaldo de su asiento mientras traspasaba el acceso de la Ciudad Vieja. La idea de apostar guardianes había sido suya. Había precisado de todas sus dotes persuasivas para convencer a Amothus de Palanthas de que la muralla debía permanecer no sólo cerrada, sino también custodiada a todas horas.

—Pero entonces los visitantes podrían sentirse rechazados y ofenderse —había protestado el dignatario—. Después de todo, la guerra ha concluido.

El semielfo suspiró. ¿Cuándo aprenderían? Nunca, supuso alicaído, a la vez que contemplaba aquella urbe que simbolizaba, como ninguna otra en el continente de Ansalon, la complacencia a la que se había abandonado el mundo después de la Guerra de la Lanza. Aquélla primavera se cumplirían dos años desde el final del conflicto.

Tal pensamiento le arrancó otro suspiro. ¡Había olvidado la fiesta conmemorativa de la paz! Se celebraría dentro de dos o tres semanas, no atinó con la fecha exacta, y tendría que ponerse aquel absurdo disfraz mezcla de la armadura de gala de los Caballeros de Solamnia, los regios emblemas elfos y los arreos enaniles. Se organizarían ágapes fastuosos, que le mantendrían despierto media noche, se pronunciarían discursos que le incitarían al sueño después de la cena, y Laurana…

Contuvo un reniego. ¡Laurana sí se había acordado! ¿Cómo pudo ser tan cándido? Habían vuelto a su hogar de Solanthus, tras asistir a las exequias fúnebres por Solostaran en Qualinesti, y él había realizado un infructuoso viaje a Solace en busca de la sacerdotisa Crysania, cuando llegó un mensaje para Laurana. Estaba escrito en el fluido trazo de los elfos y su contenido era un breve pero explícito apremio: «Se requiere urgentemente tu presencia en Silvanesti».

—Tardaré unas cuatro semanas, querido —le anunció su amada cónyuge, besándole cariñosa, aunque sus pupilas, aquellas adorables pupilas, reían con picardía.

¡Había desertado, le había cedido el «honor» de presidir los tediosos festejos! Mientras, ella prolongaría un poco más de lo debido la estancia en su patria, que, aunque se hallase inmersa en una lucha denodada para escapar de los horrores que le infligiera la pesadilla de Lorac, era siempre preferible a una velada en compañía de Amothus, máximo mandatario de la ciudad.

Sin perder el hilo de tales cavilaciones, en la mente de Tanis se dibujó una imagen de Silvanesti con sus torturados árboles rezumando sangre, con los informes semblantes de los guerreros elfos, muertos tiempo atrás, agazapados en las sombras. A título comparativo, invocó una secuencia de los festines de Amothus… y estalló en carcajadas. Cualquier día llevaría a los espectros a una de aquellas reuniones.

En cuanto a Laurana, no podía reprocharle que hubiera ingeniado semejante estratagema. Las ceremonias constituían un ahogo para él y adivinaba hasta qué extremo debía hallarlas agobiantes su esposa, el orgullo de los palanthianos, el Áureo General que salvara la hermosa urbe de los estragos de la guerra. No había nada que no fueran capaces de hacer por ella, salvo respetar su intimidad. En la última Fiesta de la Paz, Tanis había tenido que llevarla a casa en brazos, más exhausta que después de tres días ininterrumpidos de acciones bélicas.

La imaginó en Silvanesti, replantando las flores, para dulcificar los sueños de los tortuosos troncos y, despacio, mediante sus pródigos cuidados, devolverlos a la vida, o visitando a Alhana Starbreeze, ahora su cuñada, que seguramente había regresado también sin Porthios, su nuevo marido. El suyo era un matrimonio de conveniencia y el semielfo se preguntó, por un breve instante, si Alhana no se refugiaba en aquellas tierras deseosa, a su vez, de eludir las conmemoraciones. La evocación del final de la contienda debía llenarla de recuerdos de Sturm Brightblade, el caballero que conquistó su corazón y que, sepultado en la Torre de los Sumos Sacerdotes, despertó asimismo la añoranza de Tanis. No se detuvo el semielfo en su recto amigo; el recuerdo de éste arrastró los de tantos otros compañeros y, sin apenas intervalo, los de sus adversarios.

Invocada al parecer por los arremolinados recuerdos, una sombra oscureció las proximidades del carruaje. El ocupante estiró el cuello por la ventanilla y, al fondo de una calleja angosta, larga y desierta, vislumbró una mancha de negrura: el Robledal de Shoikan, el bosque tras el que se escudaba de los intrusos la Torre de la Alta Hechicería, propiedad de Raistlin.

Incluso a tanta distancia, Tanis sintió la gélida brisa que surgía de aquellos árboles, un frío que congelaba el alma. Fijó la mirada en la Torre, que se erguía sobre los bellos edificios de Palanthas como una lanza de hierro forjado que hubieran clavado en el albo pecho de la metrópoli.

En su inconexo deambular, las cábalas de Tanis discurrieron hacia la carta que había motivado su presencia en Palanthas. Como aún la sostenía en la mano, se apresuró a releerla:

Tanis el Semielfo:

Es preciso que nos entrevistemos. Se trata de una cuestión de suma importancia. Nos veremos en el Templo de Paladine, hora Postvigilia subiendo hacia el 12, cuarto día, año 356.

Aquello era todo. No había firma, ni aclaración sobre el asunto que obligaba a concertar tan inesperado encuentro. Lo único que el destinatario sabía era que se hallaba en el cuarto día y que, al recibir el mensaje la vigilia misma, hubo de recorrer el trayecto sin descanso para llegar a tiempo. La nota estaba escrita en elfo. Nada le revelaba este detalle, pues Elistan estaba rodeado de clérigos de aquella raza, por lo que nada tenía de particular que uno de ellos se hubiera encargado de transcribir sus palabras. Lo extraño era que no hubiera estampado su firma, si era él quien le mandaba la misiva. Claro que, bien pensado, ¿qué otra persona podía permitirse el lujo de citarlo libremente en el Templo de Paladine?

Encogiéndose de hombros, diciéndose que ya se había planteado en más de una ocasión tales interrogantes sin haber extraído conclusiones satisfactorias, el semielfo metió el pergamino en su bolsa y, sin proponérselo, estudió de nuevo la arcana Torre.

—Presumo que guarda alguna relación contigo, viejo amigo —murmuró, frunciendo el entrecejo y centrando sus meditaciones en Crysania y las singulares circunstancias en las que desapareció.

El vehículo volvió a detenerse, arrancando al héroe de su ensimismamiento. Atisbo el Templo, majestuoso y sugerente, en las cercanías, pero se conminó a sí mismo a esperar hasta que el lacayo le abriese la portezuela. Sonrió en su fuero interno al rememorar la época en que Laurana, sentada frente a él, solía retarlo con los ojos a que osara tocar el tirador. Tardó varios meses en corregir su antiguo e impulsivo hábito de abrir la puerta de un empellón, apartar al criado y seguir su camino sin hacer el más mínimo caso del cochero, los caballos ni ninguna otra contingencia.

Ahora se había convertido en una broma secreta, que ambos compartían. A Tanis le encantaba observar cómo su esposa arrugaba el entrecejo con fingido susto mientras él extendía el brazo en dirección al tirador. Sin embargo, consideró que no era momento de revivir tales episodios porque, si no los descartaba, sólo lograría sumirse en la melancolía. ¡La echaba tanto de menos!

¿Dónde se había metido el lacayo? Juró por los dioses que, si estaba solo, saldría a su manera e introduciría un agradable cambio en la rutina. Hubo suerte, porque, aunque la puerta giró sobre sus goznes, el servidor se enzarzó en una inusitada lucha contra el escalón que, rebelde, se negaba a desplegarse para facilitar el descenso.

—Olvídalo —le espetó Tanis, y se apeó de un salto.

Ignorando la expresión de sensibilidad ultrajada que adoptó el criado, el semielfo inhaló aire, contento por haber podido escapar, al fin, de los viciados confines del carruaje.

Escrutó su entorno, dejó que la espléndida aureola de placidez y bienestar que irradiaba del Templo de Paladine arrullara su espíritu. Ningún bosque protegía el sagrado recinto. Un vasto césped, verde y mullido cual el terciopelo, invitaba al viajero a pisarlo, sentarse, reposar. Numerosos parterres de flores multicolores deleitaban las pupilas, embriagando el aire con su fragancia, y en algunos parajes apartados unos setos meticulosamente podados proporcionaban cobijo a quienes no resistían la potente luz solar. En las fuentes, borboteaban chorros de agua fresca, pura. Los clérigos, ataviados de blanco, iban y venían en pequeños grupos a través de los jardines, juntando las cabezas en solemnes discusiones teológicas.

Entre los floridos retazos, los umbríos rincones y la alfombra de hierba, se alzaba el edificio, reverberante a los rayos del astro diurno. Construido de mármol níveo, su estructura lisa y sin ornamentos magnificaba la impresión de beatitud, de paz, que prevalecía en sus contornos.

Había puertas, pero no centinelas. Cualquiera era bienvenido y, frente a tal prueba de confianza, eran innumerables las criaturas que entraban. Aquél santo lugar era un puerto seguro para los que sufrían, los desheredados y quienes padecían privaciones o carencias de toda índole. Cuando Tanis inició su andadura por el acogedor prado, vio a numerosas personas sentadas o tendidas, que, por los rictus de abatimiento que mostraban en sus semblantes, no debían gozar a menudo de tan apacible recreo.

Tras avanzar algunas zancadas, Tanis hubo de hacer un alto, al percatarse de que no había impartido instrucciones al cochero. Pero, en el instante en que se disponía a ordenarle que aguardara, una figura surgió de una tupida pared vegetal, lindante con la mole del Templo, e inquirió:

—¿Tanis el Semielfo?

Al exponerse quien así lo interpelaba a la luminosidad, el viajero dio un respingo. Se cubría aquel ente con negras vestiduras, un sinfín de saquillos y artilugios mágicos pendían de su cinto, sendas ristras de runas bordadas en hebras de plata festoneaban mangas y capucha. «¡Raistlin!», aventuró Tanis, que había tenido al archimago presente en sus disquisiciones, unos minutos antes.

No, no lo era. El semielfo respiró al comprobar que aquel nigromante sobrepasaba por lo menos en una cabeza la estatura de su antiguo compañero. Exhibía un talle esbelto y bien formado, unos hombros musculosos y un paso juvenil, pleno de vigor. Además, ahora que le prestaba atención, reparó en que su voz destilaba firmeza, seguridad, en nada se asemejaba al ambiguo siseo de Raistlin. Y, aunque se le antojaba imposible, creyó detectar el acento propio de su raza en el timbre del desconocido.

—Soy Tanis el Semielfo, en efecto —admitió, remiso.

Aunque no distinguía los rasgos de la figura, oculta como estaba por los pliegues de su embozo, intuyó que sonreía.

—Estaba seguro de haberte reconocido me han descrito tu aspecto infinidad de veces —explicó el hechicero—. Puedes despedir a tus criados. No precisarás del vehículo durante algunos días, acaso semanas. Tu estancia en Palanthas será larga.

¡Aquél individuo le estaba hablando en el idioma elfo, en el dialecto de Silvanesti! Al principio, Tanis quedó tan anonadado que tan sólo acertó a espiar a su oponente, mudo, incapaz de reaccionar. El cochero se aclaró la garganta. Había realizado un agotador viaje y en la ciudad abundaban las tabernas donde servían una cerveza que había dado pábulo a toda suerte de leyendas a lo largo y ancho de Ansalon. Una sílaba de su señor y sería libre de degustarla.

Pero el héroe no iba a despachar a sus lacayos y medios de transporte sólo porque así se lo sugería un Túnica Negra. Despegó los labios para interrogarlo, pero el intrigante personaje extrajo las manos de las bocamangas, donde las había mantenido enlazadas, e hizo un movimiento negativo, rotundo, con una mientras le invitaba a seguirlo con la otra.

—¿No quieres caminar a mi lado? —se anticipó a proponerle—. Ambos nos dirigimos al mismo sitio. Elistan nos espera.

«¡Nos!», repitió Tanis mentalmente, navegando en un océano de confusión. ¿Desde cuándo convocaba el poderoso clérigo a los nigromantes en el santuario de su dios y desde cuándo accedían éstos de forma voluntaria a penetrar en la morada de su rival?

Si de verdad deseaba averiguarlo, no tenía otra opción que acompañar a aquella enigmática criatura y reservar todas las preguntas para la intimidad. Así pues, todavía perplejo, el semielfo indicó a sus servidores que les mandaría aviso más adelante. El hechicero permaneció silencioso a su lado y, una vez hubo partido el carruaje, escuchó atento su solicitud.

—Tienes ventaja sobre mí —insinuó el viajero en alto silvanesti, una lengua elfa más pura que la que le habían enseñado en Qualinesti durante su infancia.

No tuvo que extenderse. El desconocido comprendió y, tras retirar la capucha para que la luz diurna bañara sus facciones, dijo:

—Me llamo Dalamar.

Después de proferir tan escueta frase, recogió de nuevo las manos bajo las mangas de su túnica, ya que pocos eran los habitantes de Krynn que estrechaban la mano de un ente consagrado a la nigromancia.

—¡Un elfo oscuro! —se asombró Tanis, que, debido precisamente a su pasmo, actuó de modo espontáneo, sin previa reflexión—. Lo siento —hubo de rectificar—, nunca me había tropezado con nadie…

—¿De mi especie? —terminó el otro por él, iluminado su rostro, de hermosos rasgos, aunque frío y desapasionado, en un curioso halo de cordialidad que ensanchaba sus labios—. No, es lógico que así sea, puesto que nosotros, «los que vivimos privados del tibio sol» —parafraseó, burlón, el estigma que les habían impuesto—, no solemos aventurarnos en los planos de la existencia donde brilla el astro. —Su mueca ganó, de pronto, calidez, y a su interlocutor no le pasó inadvertida la mirada de nostalgia que lanzaba al verde seto donde se había agazapado—. En ocasiones, incluso nosotros anhelamos volver al hogar.

El semielfo inspeccionó, a su vez, la vegetación que crecía junto a un álamo, el árbol más apreciado por los de su raza. La proximidad de su ramaje, mecido en la brisa, tuvo el don de diluir su agarrotamiento. Ya más relajado, recapacitó que él también se había internado en sendas diabólicas y que, en su ofuscación, había estado a punto de arrojarse algunos precipicios sin salida. No había de resultarle difícil entender.

—Se acerca la hora de mi entrevista —señaló— y, por lo que me has insinuado, lo que he de tratar en ella te concierne tanto como a mí. Quizá deberíamos proceder.

—Naturalmente.

Dalamar se encerró en su mutismo y, sin vacilaciones, inició detrás de Tanis la travesía del ondeante mar de hierba. No obstante, el semielfo se volvió de forma casual para comprobar si le seguía y quedó boquiabierto al descubrir el espasmo de dolor que contraía los delicados rasgos del mago, y que le arrancaba violentas convulsiones.

—¿Qué sucede? —indagó, deteniéndose de inmediato—. ¿Puedo socorrerte?

—No, semielfo —repuso el interpelado, en un frustrado intento de trocar el sufrimiento por una sonrisa—. No hay nada que puedas hacer ni, de hecho, me aqueja ninguna dolencia que no sea transitoria. Peor aspecto tendrías tú si pisaras tan sólo el Robledal de Shoikan, la arboleda que custodia mi residencia.

El héroe asintió en señal de comprensión y, casi sin quererlo, oteó la lóbrega Torre que despuntaba en la distancia sobre las otras edificaciones de Palanthas. Se apoderó de él un vago desasosiego, que fue en aumento cuando, llevado de un instinto que obedecía a un mandato interior, posó la vista en el blanco Templo para examinar, de hito en hito, las dos moles. Al escrutarlas al unísono, cual imágenes superpuestas en rápida secuencia, ambas se le antojaron más completas, más acabadas, que en las distintas circunstancias en que las ojeara por separado. ¿Acaso se complementaban? Fue una impresión fugaz, que ni siquiera consideró más tarde y menos ahora, en que vino a turbarlo una inquietud más acuciante.

—¿Vives allí? ¿Con Rai… con él?

Necesitaba cerciorarse. Pero como, por mucho que se esforzara, no podía pronunciar el nombre de Raistlin sin enfurecerse, prefirió omitirlo.

—Es mi shalafi —contestó Dalamar, con acento tenso, a causa de la prueba a la que le estaban sometiendo.

—De modo que eres su aprendiz —apuntó Tanis, quien, pese a que ahora dialogaban en común, conocía el vocablo elfo equivalente a «maestro»—. ¿Qué haces en este lugar? ¿Te ha enviado tu señor?

«Si es así —pensó—, partiré sin demora aun a costa de tener que cubrir a pie la ruta de Solanthus».

—No —le tranquilizó el elfo oscuro, desnuda su tez de los rosados colores de la vida—. Pero el archimago será el protagonista de nuestra conferencia. —Se echó el embozo sobre la cabeza y, con visible angustia, agregó—: Y, ahora, debo suplicarte que te apresures. El talismán que me ha otorgado Elistan para resistir hasta que entre en el santuario no palia del todo el acoso de mis enemigos. Así que deseo acortar la epopeya.

¿Elistan entregaba escudos protectores a los Túnicas Negras? ¿Aquél individuo era acólito de Raistlin? Desbordado por tanta incongruencia, Tanis se alegró de poder acelerar la marcha.

—¡Mi querido Tanis!

Elistan, clérigo de Paladine y patriarca de la Iglesia en el continente de Ansalon, le tendió la mano al semielfo, mientras le brindaba una calurosa acogida. Tanis le estrechó la mano con vehemencia, tratando de ignorar cuan débil y marchita estaba la otrora fuerte garra del sacerdote. El visitante se esmeró también en controlar su expresión, temeroso de que trasluciera el impacto, el sentimiento de lástima que le inspiraba aquella figura que frágil, casi esquelética, descansaba en el lecho sobre altas almohadas.

—Elistan —empezó a decir con ternura. Uno de los eclesiásticos de blanco hábito que deambulaban afanosos en torno al mandatario alzó sus pupilas y, al percibir su actitud reprobatoria, el recién llegado rectificó—: Hijo Venerable, me complace encontrarte en tan buen estado.

—Pues a mí, Tanis el Semielfo, no me complace que te hayas degenerado hasta convertirte en un embustero —le amonestó el anciano, aunque su tono nada tenía de amargo. Lo único que le entristecía era el mal rato que estaba pasando su amigo al creerse forzado a disimular el efecto que le había causado su irreversible declive.

Con sus dedos flacos, tumefactos, dio unas palmadas en el dorso de la curtida mano del héroe y reanudó la regañina:

—Haz el favor de no invocarme por mi título ni todas esas memeces que exige el protocolo. Ya sé que es lo propio y correcto, Garad —se adelantó a las protestas del subordinado que había inducido al semielfo a utilizar el tratamiento—, pero este joven me conoció cuando yo trabajaba como esclavo en las minas de Fax Tharkas. Todos vosotros —ordenó a los atareados presentes—, traed cuanto sea preciso para obsequiar a nuestros huéspedes.

Espió al elfo oscuro, desplomado en una butaca junto al fuego, que, ahora, caldeaba de manera perenne el aposento privado del dignatario.

—Dalamar —murmuró amablemente—, este viaje debe de haberte extenuado. Estoy en deuda contigo por haber accedido a realizarlo, aun a sabiendas de lo mucho que había de afectarte. Pero en estas cámaras hallarás alivio. ¿Qué te apetece tomar?

—Vino —consiguió balbucear el mago a través de unas mandíbulas rígidas, cenicientas, a la vez que sus manos temblaban sobre el brazo del asiento, un detalle que no escapó a la observación de Tanis.

—Servid a nuestros invitados alimento y licor —apremió el sacerdote a su cohorte de seguidores, que, obedientes, comenzaron a desfilar hacia el exterior de la estancia, sin poder reprimir muecas reprobatorias al pasar junto al hechicero de negros ropajes—. Escoltad a Astinus hasta aquí en cuanto haga acto de presencia, y procurad que nadie nos moleste.

—¿Astinus? —repitió el semielfo—. ¿Te refieres al cronista?

—¿A quién si no? —corroboró el anciano—. La vecindad de la muerte nos inviste de una excelencia especial: «Formarán cola para tributo rendirte quienes en vida optaron por eludirte», sentenció el poeta. Ya ves, incluso Astinus se digna desplazarse hasta el Templo. Ahora que se ha despejado el panorama, mi buen Tanis, seamos sinceros —le conminó—. Mi tiempo se agota, dentro de unos días, semanas a lo sumo, se extinguirá la llama de mi existencia. ¿Qué significa esa consternación que leo en tu semblante? —le recriminó—. No es la primera vez que asistes a un hombre próximo a expirar y, además, te garantizo que pueden aplicarse a mi caso las sabias palabras del Señor del Bosque Oscuro. ¿Cómo decían? Vamos, ayúdame, tú mismo me las recitaste: «No lamentemos la pérdida de aquellos que mueren alcanzando su destino». He cumplido ese requisito. A lo largo de mi vida he realizado las empresas que me han sido encomendadas, unas tareas tan enriquecedoras que yo nunca habría osado concebirlas por no pecar de arrogante.

Calló y desvió los ojos hacia la ventana, hacia el espacioso césped, los jardines en floración y, en lontananza, la sombría Torre de la Alta Hechicería.

—Me fue concedido el privilegio de devolver la esperanza al mundo, semielfo —recordó con una mezcla de orgullo y gratitud—. Y se me transmitieron dotes curativas para el cuerpo y el alma. No pretendo alardear, pero ¿quién puede afirmar otro tanto de su propia experiencia? Me voy en el conocimiento de que la Iglesia ha sido firmemente instaurada, de que la configuran clérigos de todas las razas. Sí, incluso kenders. —Sonriente, retiró de su frente un mechón de cabello cano y, suspirando, confesó—: ¡Aquél fue un período de prueba, que hizo que se bamboleara mi fe! Todavía no hemos evaluado la cantidad exacta de objetos desaparecidos, ni su valor, si bien hay que admitir que son criaturas de corazón puro, voluntariosas y amenas, esta última una cualidad apreciable. Siempre que sentía languidecer mi paciencia durante su aprendizaje, me figuraba qué haría Fizban o Paladine según se nos reveló a nosotros y en especial a Tasslehoff, tu pequeño amigo, a quien profesaba una estima muy particular. Así hallaba soluciones a todos los conflictos.

El rostro del héroe se ensombreció cuando el anciano mencionó al entrañable kender. Le pareció que Dalamar levantaba un instante la cabeza desde las profundidades de la butaca, donde, abstraído, contemplaba las candentes brasas. Pero si lo hizo, a Elistan le pasó inadvertido.

—Lo que más me preocupa es no dejar a un sucesor en mi puesto, a alguien que perpetúe mi misión —gimió el moribundo, pero aún sereno, clérigo—. Garad es un hombre bondadoso, quizá demasiado. Posee las virtudes de un Príncipe de los Sacerdotes, pero al igual que nuestros ancestros en el cargo, no comprende que hay que mantener el equilibrio y contar con la aportación de todos para que el mundo no sucumba. ¿No opinas lo mismo, Dalamar? —consultó al elfo oscuro.

Con gran sorpresa de Tanis, el aludido significó su asentimiento mediante una leve inclinación de la barbilla. Se había desprendido del embozo para beber con más comodidad unos sorbos del vino tinto que los servidores le habían ofrecido. Tenía los pómulos sonrosados y las extremidades ya no le temblaban.

—Eres prudente, Elistan —ensalzó al dignatario—. Ojalá otros gozaran de tu clarividencia, de tu erudición.

—Más lo primero que lo segundo —puntualizó el sacerdote—. No se trata de atesorar cultura, sino de juzgar los asuntos desde todos los ángulos, en lugar de ceñirse a prejuicios que estrechan los ángulos de mira. Y tú, Tanis —abordó a su otro oyente—, ¿has aprovechado para explorar tu entorno, para analizar el paisaje y detectar ciertas irregularidades?

Señaló con el índice hacia el ventanal, en cuyo marco se perfilaba, nítida sobre el intenso azul del cielo, la Torre de la Alta Hechicería.

—No estoy seguro de haber captado tu mensaje —se excusó el semielfo, quien, dado su pudoroso talante, detestaba manifestar sus emociones, rehuía compartirlas.

—No te muestres esquivo —le reconvino su interlocutor, con una energía insólita en un enfermo—. Pasaste revista a la estructura de la Torre, luego a la del Templo, y decidiste que era muy adecuado que se irguieran una frente a otro. Fueron muchos los que se opusieron a construir el santuario en este lugar a Garad le pareció un emplazamiento desafortunado y, ¡cómo no!, también a Crysania.

Al oír aquel nombre, Dalamar, parco hasta entonces en palabras y ademanes, se atragantó, sufrió un repentino ataque de tos y se vio obligado a posar la copa en la mesa auxiliar a fin de no derramar su contenido. Tanis, por su parte, comenzó a caminar desazonado de un lado a otro del aposento, según su arraigada costumbre, hasta que cayó en la cuenta de que podía importunar al yaciente y volvió a sentarse, moviéndose luego, inquieto, en tan opresiva postura.

—¿Se han recibido noticias de la Hija Venerable? —inquirió en voz baja.

—Perdóname, Tanis —se disculpó Elistan—, no era mi intención trastornarte. Te aconsejo que deseches esos reproches con los que tú mismo te atormentas. Lo que hizo Crysania fue seguir los dictados de su albedrío y, si te sirve de consuelo, agregaré que ni siquiera yo podría haber influido en su determinación. Nunca la habrías detenido, ni tampoco rescatado de lo que su sino le haya deparado. No, no han llegado hasta mí nuevas acerca de su paradero.

—Pero hasta mí sí —se interpuso el mago, tan contundente e impersonal que, al instante, captó la atención de sus dos contertulios—. Ése es uno de los motivos por los que os he congregado hoy aquí.

—¿Cómo? —vociferó el semielfo, a la vez que se ponía de nuevo en pie—. ¿Eres tú quien nos ha convocado? Estaba persuadido de que la iniciativa fue de Elistan. ¿Se oculta tu shalafi detrás de todo esto? ¿Es él el responsable de la desaparición de la dama? —Avanzó un paso, sonrojada la faz detrás de la barba pelirroja. Dalamar se incorporó, mostrando un peligroso centelleo en los iris de sus ojos y deslizando la mano de modo casi imperceptible hacia una de las bolsas que colgaban de su cinto—. Porque, si le ha hecho el menor daño, pongo a los dioses por testigos de que le retorceré su dorado cuello.

—Astinus de Palanthas —anunció un clérigo, muy oportunamente, desde el umbral.

El historiador se situó en el marco de la puerta. Su rostro atemporal no exhibió ninguna expresión mientras sus ojos estudiaban la alcoba y registraban los pormenores de muebles y seres vivos para, después de clasificarlos, registrarlos en el libro que regía su existencia. En sus sensibles retinas se grabaron el semblante enrojecido, iracundo de Tanis, la altivez y el desafío que alteraban las cinceladas facciones del elfo oscuro, los surcos dejados por e!, agotamiento en el rostro del moribundo eclesiástico.

—Dejad que adivine —pidió a los presentes al mismo tiempo que, imperturbable, penetraba en la sala.

Una vez en el centro de la estancia, depositó el enorme ejemplar que siempre llevaba consigo sobre una mesa escritorio, tomó asiento, abrió el tomo por una página en blanco, sacó una pluma de un adornado estuche, inspeccionó la punta y, alzando la vista, ordenó al clérigo que le había acompañado que le trajese tinta. Éste, sobresaltado, no atinó a moverse hasta que Elistan le hizo una señal, momento en el que abandonó a toda prisa la habitación.

—Dejad que adivine —repitió el cronista su original preámbulo—. Estabais discutiendo sobre Raistlin Majere.

—Es verdad —proclamó Dalamar— que soy yo quien os ha reunido en el Templo.

El acólito se instaló de nuevo ante la chimenea y Tanis, todavía renegando, lo hizo en la cabecera del paciente. Garad, el sacerdote encargado de proporcionar tinta al historiador, regresó con ella y preguntó si requerían sus servicios, antes de, al obtener una respuesta negativa, recordar a los visitantes que no debían cansar a su superior. Su recomendación fue severa y estaba justificada pero no pareció merecer la atención de los tres invitados. Así que dio media vuelta y se alejó, enfurruñado.

—Mi llamada os habrá acarreado algunos inconvenientes —continuó el nigromante, sin dejar de observar a Tanis— pero serán livianos comparados con lo que a mí me espera. Al igual que todos mis hermanos de credo, el hecho de pisar este recinto sagrado entraña un castigo inenarrable, que habré de aceptar. Sin embargo, era urgente que os hablara a los tres. Elistan no podía acudir hasta mí, y supuse que el semielfo rehusaría hacerlo. En consecuencia, no me quedó otra alternativa.

—¿No podrías entrar en materia? —exigió, más que pedirlo, Astinus—. El universo evoluciona, la vida transcurre mientras estamos aquí encerrados. Ya has explicado que debías reunimos a todos. ¿Por qué razón?

El hechicero guardó un corto silencio, otra vez con las pupilas fijas en las llamas. Cuando hizo su gran revelación, no varió su cabizbaja postura.

—Nuestros temores más acendrados se hacen realidad. Él ha cumplido su propósito.