4

Un error de cálculo

Al menos, aquel cadáver se asemejaba a la figura de Caramon. Vestía la armadura adquirida en Solamnia, la que había lucido en las guerras de Dwarfgate y cuando Tasslehoff y él salieron catapultados de la fortaleza de Zhaman. La armadura con la que ahora se cubría.

Por lo demás, no había nada específico que permitiera identificarlo. A diferencia de los cuerpos que descubriera el kender, preservados gracias al fango de las inclemencias del tiempo, sus restos se hallaban sepultados relativamente cerca de la superficie y, debido a tal circunstancia, se habían descompuesto. No quedaba en la base del obelisco sino el esqueleto del que fuera un humano colosal. Una de sus manos, apretada en torno a un cincel, reposaba debajo del pétreo monumento, como si su postrera acción hubiera sido tallar las frases del epitafio.

No había rastro susceptible de ilustrarles sobre la causa de su repentina muerte.

—¿Qué es lo que ocurre? —inquirió Tas con voz entrecortada—. Si de verdad eres tú y has perecido, ¿cómo puedes estar aquí ahora mismo? ¡Oh, no! —exclamó, víctima de una idea tan súbita como poco halagüeña—. A lo peor quien se yergue ante mí no eres tú, sino una réplica fraguada por mi imaginación. —Agarró las hebras colgantes de su cabello y empezó a ensortijarlas en sus dedos—. ¿Te he concebido yo? Nunca creí poseer una fantasía tan exacerbada, tu aspecto no puede ser más real. —Alargó una mano a fin de tocar a su amigo, y agregó—: La textura de tu piel parece auténtica y, disculpa mi impertinencia, tus efluvios todavía más. Caramon, voy a volverme loco —se desesperó—. Si continúo desvariando, no tardaré en asemejarme a los enanos oscuros de Thorbardin.

—Cálmate, Tas —le suplicó el hombretón—. Todo esto es verdadero yo diría que demasiado. —Miró de hito en hito al corrompido yaciente y al monumento, que comenzaba a desdibujarse en la exigua luz del atardecer—. Y, por otra parte, presiento que estoy a punto de desentrañar el enigma. Si pudiera… —Hizo una pausa, durante la cual escrutó el monolito—. ¡Claro, ya lo entiendo! Fíjate en esa fecha.

Con reticencia, el kender levantó la vista.

—358 —leyó con monótono acento—. ¿358? —repitió, desorbitados ahora sus ojos—. ¡Caramon, corría el año 356 cuando partimos de Solace!

—En efecto —corroboró el guerrero—. Nos hemos extralimitado en nuestro viaje. Nos hallamos en el futuro.

Las nubes, que se habían arremolinado en el horizonte cual un ejército que se reorganizara para el ataque, iniciaron su arremetida justo antes del crepúsculo, camuflando en un alarde de benignidad los últimos momentos de existencia del vencido sol.

La tempestad se desató con una furia indescriptible. Una ráfaga de aire caliente, la avanzadilla, elevó a Tas hacia las alturas e, incapaz de arrastrar también al más pesado Caramon, lo lanzó contra el obelisco. Irrumpió luego en escena la lluvia, la caballería. Una cortina de gruesas gotas que, similares a lenguas de plomo, tamborilearon sobre los cráneos de las dos criaturas. Y escoltó al aguacero una descarga de granizo, de sólidas armas arrojadizas dispuestas a magullar la carne de quienes a ellas se expusieran.

No obstante, más inmisericordes que la turbonada de gases y agua eran los abigarrados relámpagos, letales sierras que saltaban del mullido manto a la tierra y fulminaban los ya devastados tocones, transformándolos en columnas de llamas visibles desde la lejanía. El estentóreo retumbar de los truenos era constante, ensordecía la tierra y embotaba los sentidos.

Tras buscar a la desesperada un refugio donde fuera más fácil resistir la conflagración, los sitiados divisaron un vallenwood caído y lograron acuclillarse bajo su tronco, en un hoyo que escarbó el guerrero en el gris, exudado cieno. Desde tan insuficiente cobijo, ambos personajes asistieron incrédulos a los destructivos afanes de la tormenta, que había decidido ensañarse en una tierra muerta de antemano. En las laderas montañosas se declaraban incendios dispersos, el olor a madera quemada se adhirió a las vías olfativas de los observadores mientras los rayos, al cerrar filas, hacían explotar los troncos vecinos y les arrancaban ascuas incandescentes. También de la tierra brotaban proyectiles en forma de terrones voladores, tan próximos que salpicaban sus atuendos. Y, en cuanto a los truenos, su ensordecedora algarabía amenazaba con neutralizar sus tímpanos.

Sólo una bendición ofrecía aquella borrasca: el agua de lluvia. Caramon no desaprovechó la oportunidad de invertir su yelmo y sacarlo a la intemperie, con tal fortuna que recogió de inmediato bastante líquido para saciar su sed. Su sabor era espantoso, semejante al de los huevos podridos, según Tasslehoff, quien, sabedor de que no debía desperdiciarlo, puso los dedos en tenaza sobre su nariz mientras bebía.

Ninguno mencionó, pese a que ambos lo pensaron, que no tenían donde almacenar algunos litros ni estaban provistos, tampoco, de alimento.

Sintiéndose más reconfortado ahora que había determinado su paradero y el período de la historia al que se habían desplazado, aunque no por qué ni cómo estaban allí, el kender incluso disfrutó del espectáculo durante la primera hora.

—Nunca había visto un relámpago de este color —comentó alborozado, contemplando el fenómeno con sumo interés—. ¡Es maravilloso, como los trucos de los ilusionistas callejeros!

Pero su entusiasmo no tardó en ceder al tedio.

—Hasta el abatimiento de un árbol, por esplendoroso que sea —aseveró al rato—, pierde una parte de su embrujo cuando se ha presenciado cincuenta veces. Si no te opones, Caramon —sugirió entre bostezos—, voy a dar una cabezada. Monta guardia ahora, luego te reemplazaré y podrás dormir. ¿De acuerdo?

En el instante en que el hombretón iba a expresar su asentimiento, le sobresaltó un ruido sibilante. Un ancho tocón, situado a escasos metros, había desaparecido en medio de una flamígera aura de tonos verdosos.

«Podríamos haber sido nosotros —recapacitó, puestos los ojos en los ardientes rescoldos y taponada su nariz por los vapores del azufre—. Quizá seamos los siguientes».

Le asaltó un salvaje deseo de huir, un ansia tan intensa, que se crisparon sus músculos y tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para refrenarse.

«Si me aventuro en campo abierto me espera una muerte segura —continuó barruntando—. En este agujero, al menos, estamos debajo de la superficie».

Sin embargo, un suceso desmanteló sus argumentos. Mientras se daba ánimos, un relámpago horadó en el suelo un gigantesco boquete, lo que le hizo comprender que no se hallarían a salvo en ningún lugar. No le quedaba sino aguardar y confiar en los dioses.

Giró el rostro hacia Tas, persuadido de que estaría asustado y con la intención de prodigarle unas palabras de consuelo. Pero estas palabras murieron en sus labios, y se sintetizaron en un suspiro. Había cosas que nunca cambiarían, entre ellas la increíble valentía, o insensatez, de los kenders. Hecho una bola, totalmente ajeno a los horrores que les acechaban, el hombrecillo se había sumido en un plácido sopor.

El guerrero se agazapó en el fondo de la oquedad, fijos sus sentidos en los nubarrones que los rayos enlazaban en una siniestra pasamanería. Para conjurar el miedo, trató de concentrarse en dilucidar por qué se hallaban en semejante apuro y en un tiempo equivocado. Al entornar los párpados y, así, aislarse de las fuerzas desencadenadas, se perfiló una vez más en su memoria la efigie de Raistlin erguido ante el Portal. Oyó su voz apelando a los cinco dragones que lo custodiaban para que, atentos a su reclamo, le franquearan el acceso al reino de las tinieblas y visualizó, asimismo, a Crysania —la sacerdotisa de Paladine— en el acto de orar a su dios, extraviada en el éxtasis de la fe y ciega a la perversidad del hechicero.

En una vivida secuencia, desfilaron frente a Caramon los recientes intercambios habidos con su gemelo, aureolados por el discurso, la confesión, de que le hiciera partícipe el archimago.

«La eclesiástica entrará en el Abismo conmigo. Caminará delante de mí y librará mis batallas, se enfrentará en mi lugar a clérigos oscuros, a nigromantes despiadados, a los espíritus de los muertos condenados a vagar por esos inhóspitos parajes y, en definitiva, a los inverosímiles tormentos que le depare mi Reina. Tantos avatares lastimarán su cuerpo, devorarán su mente y desgajarán su alma. Al fin, cuando se agote su resistencia, se derrumbará en el suelo, a mis pies, sangrante y moribunda.

»Con sus últimas energías, me tenderá la mano, buscará mi consuelo. No pedirá que la rescate es demasiado fuerte para eso. Sacrificará su vida gustosa, feliz, y no solicitará sino que permanezca a su lado mientras expira.

»Pero yo, Caramon, pasaré sobre ella sin detenerme. La dejaré tendida e indefensa, no le dedicaré una frase amable ni me molestaré en mirarla. ¿Por qué? Porque ya no la necesitaré».

Fue al escuchar tan aborrecibles manifestaciones cuando el hombretón tomó plena conciencia de que su hermano era irredimible. Y se desentendió de él.

«Que se hunda en las simas del Mal si es eso lo que quiere —había resuelto—. Desafiará a la Reina de la Oscuridad, quizá hasta se convierta en una de las divinidades, pero en cualquier caso no es asunto de mi incumbencia lo que pueda acontecerle a partir de ahora. Me he liberado de su influjo, de la misma forma que él se ha desvinculado de las ligaduras que le ataban a mí».

Activó junto a Tas el ingenio arcano, recitando las rimas que le enseñase Par-Salian. Las rocas comenzaron a crujir, como lo hicieran en las anteriores ocasiones en las que, en su presencia, entró en acción el artilugio.

No obstante, algo se había alterado en el momento cumbre. Ahora que se hallaba en disposición de meditar, recordó que antes de iniciar el viaje se había preguntado, en un arrebato de pánico, si había cometido algún error, pues el desarrollo de los portentos se le antojó distinto. Era inútil devanarse los sesos nunca lograría averiguarlo.

«Tampoco habría podido hacer nada para modificar el curso de los acontecimientos —reconoció con amargura—. La magia siempre escapó a mi inteligencia y, además, es un arte que no me inspira confianza».

Otro relámpago surcó el espacio en las cercanías y su virulencia deshizo la concentración del fornido humano, al mismo tiempo que provocaba un respingo en el kender. El durmiente se tapó los ojos con las manos y, cual un topo apretujado en su madriguera, se sumió de nuevo en el letargo que le acunaba.

En un alarde de determinación, el guerrero vació su cerebro de conceptos tales como tormentas y lirones, con el fin de retomar el hilo de sus evocaciones, de retroceder al instante en el que se había operado el hechizo en los subterráneos de Zhaman.

«Tuve la sensación de que tiraban de mí —rememoró—, de que desgarraban mis articulaciones dos entes en conflicto, que pretendían arrastrarme a sus opuestas esferas. ¿Qué hacía Raistlin mientras tanto?».

Luchó en su fuero interno por esclarecer los hechos, y el vago contorno del mago tomó cuerpo en las brumas del recuerdo. Su faz reflejaba terror, observaba el Portal con espasmos delirantes, y Crysania, por su parte, todavía en el marco del acceso, había cesado de rezar. También su figura se retorcía, sus pupilas destilaban un pavor sobrenatural.

Caramon se estremeció y se humedeció los labios. El agua que antes bebiera le había dejado un desagradable sabor, un gusto similar al que queda en la boca después de introducir un clavo oxidado, como los que sujetaba entre sus dientes cuando edificaba el refugio para el hechicero. Escupió, se secó las comisuras de los labios y apoyó la espalda en la terrosa pared.

Otro estallido le sobresaltó, al igual que la atronadora respuesta, que no por esperada resultaba menos apabullante.

Su gemelo había fracasado. Le había ocurrido lo mismo que a Fistandantilus, había perdido el control de sus facultades en la hora decisiva. El campo magnético del artilugio de Par-Salian se había interpuesto en su sortilegio. Ésta era la única explicación plausible.

El hombretón frunció el ceño. No, era evidente que Raistlin había previsto y descartado tal contingencia, ya que, de otro modo, el miedo a sufrir interferencias le habría impulsado a tomar precauciones. Conocedor de los secretos de su arte, si hubiera abrigado la más mínima sospecha, les habría impedido utilizar el ingenio, les habría matado como hiciera con el gnomo, el amigo de Tas. «Pero entonces, si no fue ésa la causa del desastre, ¿qué pudo motivarlo?».

Meneando la cabeza para desembarazarse de tan confusas conjeturas, empezó de nuevo. Dio vueltas y más vueltas al problema, trató de descifrarlo desde todos los ángulos, como hacía con los odiosos ejercicios que, de niño, solía plantearle su madre. Por un prodigio ignoto, el campo magnético se había desarticulado y los había teleportado demasiado lejos en el tiempo, hacia el futuro en lugar del presente.

«Lo que significa —recapituló— que lo único que he de hacer es calibrar el cetro de manera que nos retraiga al Solace que anhelábamos visitar, a casa, a Tika».

Abrió los ojos para examinar su entorno. ¿Se enfrentarían igualmente a aquella devastación al retornar? Ignoraba cuándo se había iniciado.

Al contemplar la realidad, despertando de sus ensoñaciones, se percató de que todo él tiritaba. No era extraño. La torrencial lluvia lo había calado hasta los huesos. Pero, aunque la noche se anunciaba glacial, no era esta perspectiva lo que lo acongojaba, sino otra más lacerante, más cruel. Sabía lo que entrañaba vivir con la conciencia de lo que había de acaecer, sin la tabla salvadora de la esperanza. ¿Cómo enfrentarse a su esposa, a los compañeros, ahora que había visto lo que les aguardaba? Pensó en el cadáver que yacía bajo el monumento, en su propio destino, y se sintió aún más incapaz de regresar al presente y llevar una existencia normal. Aquélla imagen de su podredumbre le obsesionaría, modificaría sus costumbres y su talante.

Todo ello, claro está, en el supuesto de que aquellos despojos fueran los suyos. Evocó la última conversación sostenida con su hermano. Según Raistlin, Tas había cambiado la historia. Dado que los kenders, los enanos y los gnomos eran razas creadas por accidente, no por designio expreso de los hacedores, no se hallaban inmersos en el fluir del tiempo como los humanos, los elfos y los ogros. Así, las criaturas inferiores tenían prohibido desplazarse en tal dimensión pues, de hacerlo, podían tergiversar los eventos de mayor trascendencia.

En efecto, si Tasslehoff se había trasladado a la remota Istar fue porque, transgrediendo todas las leyes, se internó en el círculo mágico creado por Par-Salian, máximo dignatario de la Torre de la Alta Hechicería, cuando éste formulaba un encantamiento que sólo debía afectar a Caramon y Crysania. Siguiendo esta premisa, el archimago, al descubrirlo, intuyó que se le ofrecía la oportunidad de no sucumbir al sino de Fistandantilus. Habida cuenta del poder del hombrecillo para instaurar un nuevo orden, existía la posibilidad de evitar el fatal desenlace que auguraban las Crónicas. Allí donde su predecesor había perecido, Raistlin quizá sobreviviría.

Hundidos los hombros, el guerrero advirtió que un repentino mareo se había apoderado de él. ¿Cómo hallar un sentido a aquel galimatías? ¿Qué hacía en el valle, sepultado al pie del obelisco y a la vez resguardado del aguacero en un hoyo excavado por él mismo? Si el kender había ejercido una influencia sobre los acontecimientos, el cadáver hallado bajo el monolito bien podía pertenecer a otro. En el vórtice del huracán, una pregunta se imponía a todas las demás: ¿qué había pasado en Solace?

—¿Es mi gemelo el responsable de esta hecatombe? —murmuró en voz baja, con el propósito de escuchar el timbre de su propia voz en la barahúnda—. ¿Es la tempestad una prueba de que ha sido derrotado? ¿Guardan alguna relación sus propósitos y el atolladero en el que nos hemos metido?

Contuvo el resuello. A su lado, Tas se agitó y comenzó a proferir alaridos.

—Es sólo una pesadilla —le aseguró, y en el mismo impulso dio unas ausentes palmadas en su costado—. Tranquilízate, amigo —insistió, al notar que el cuerpo del hombrecillo se contorsionaba bajo su mano—. Descansa.

El aludido, aunque inconsciente, dio media vuelta y se acurrucó contra el humano sin apartar las manos de sus ojos.

Caramon continuó acariciándolo, deseoso también de que sus sinsabores fueran fruto de un mal sueño. Habría renunciado a años enteros de su existencia a cambio de despertar en su cama, fatigado su corazón debido a los excesos de la víspera en la taberna. ¡Qué no habría dado por oír el estrépito de platos rotos en la cocina, la regañina de Tika acusándolo de ser un holgazán y un borrachín mientras le preparaba su desayuno favorito! Ansiaba aferrarse a su perenne ebriedad, un estado de aturdimiento que lo conduciría a la muerte en la más perfecta ignorancia.

—¡Ojalá fuera todo esto el efecto de una curda! —suplicó, a la vez que reclinaba la cabeza en las rodillas y dejaba que unas acerbas lágrimas afluyeran entre sus pestañas.

Permaneció durante un largo intervalo en esta postura, indiferente a la borrasca y aplastado bajo el peso de sus dilemas, de sus elucubraciones. Tas suspiró y tembló, pero siguió durmiendo. Inmóvil, el hombretón intentó imitarlo. No pudo. Se había introducido ya en un universo de sopores ficticios, zambullido en una alucinación que espeluznaba, precisamente, por su verismo. Sólo le faltaba un detalle para confirmar el conocimiento de lo que, en el fondo de sus entrañas, sabía que no necesitaba verificar.

La tormenta amainó de manera gradual, poniendo rumbo sur. Caramon la oyó partir, percibió casi el caminar de los truenos sobre la tierra como si fueran pies de gigantes y, cuando se hubo alejado, el silencio retumbó en sus tímpanos con mayor apremio que los fragores de los elementos. El cielo se hallaba despejado, y así seguiría hasta el próximo advenimiento de nubes perturbadoras. Ahora podría ver las lunas, las estrellas.

No tenía más que alzar el rostro hacia el firmamento, el claro manto celeste, y se cercioraría.

Pasó unos momentos más sentado, ansiando que el aroma de las patatas especiadas de Otik invadiera su olfato, que la risa de Tika conjurara la quietud, que una migraña etílica sustituyera al irresistible dolor de su corazón.

Pero nada vino a aliviarlo. Tan sólo recibió la callada resonancia que envolvía aquella tierra yerma, sin más intromisión que unos lejanos zumbidos incorpóreos, a caballo de la remitente turbonada.

Con una exhalación, apenas audible incluso para él, el guerrero levantó la vista y escudriñó las alturas.

Tragó saliva, el agrio licor que envenenaba su boca, y casi se asfixió. Refrenó el llanto que afloraba a sus lagrimales. Nada debía entelar sus ojos en la búsqueda.

Leyó en el espectáculo nocturno el mensaje del destino, comprobó que, por desgracia, sus aprensiones no eran infundadas.

Una nueva constelación había aparecido entre las otras. Tenía la forma de un reloj de arena.

—¿Qué significa? —inquirió Tas, frotándose los ojos y contemplando, todavía somnoliento, las estrellas.

—Que Raistlin ha salido victorioso —contestó Caramon con un tono que era una explosiva mezcla de miedo, pesadumbre y orgullo—. El cielo nos revela que ha entrado en el Abismo, desafiado a la Reina de la Oscuridad y triunfado en la lid.

—Yo no lo interpreto así —aventuró el kender, extendiendo el índice hacia un punto determinado—. La constelación de Takhisis ha cambiado de emplazamiento, pero sigue allí arriba. Fíjate en Paladine. No acierto a dilucidar si ha intervenido en el altercado. Pobre Fizban —se lamentó—, espero que no se haya visto obligado a luchar contra tu hermano. No creo que le haya complacido hacerlo. Siempre tuve la sensación de que comprendía al archimago mejor que cualquiera de nosotros.

—Quizá la batalla todavía se esté librando —apostilló el guerrero—, y ésa sea la razón de que tengamos tormenta.

Guardó unos momentos de silencio, durante los cuales estudió el parpadeante reloj de arena. Visualizó en su memoria las pupilas de su hermano tal como las exhibía al emerger, muchos años atrás, de la terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. Metamorfoseados sus órganos visuales en sendos artilugios para medir el tiempo, Par-Salian le había dirigido una arenga aleccionadora al relatarle el motivo de tal transformación. No recordaba exactamente sus palabras, pero había expresado su esperanza de que, presenciando de antemano los estragos que obraban los avatares de la vida en las criaturas, aprendería a compadecer a quienes le rodeaban.

No fue así.

—Raistlin ha ganado la contienda —afirmó Caramon—. Ahora se han cumplido sus más íntimas aspiraciones, aniquilar a la soberana de la malignidad e instituirse en dios. Pero gobierna un mundo muerto.

—¿Un mundo muerto? —repitió, alarmado, su compañero—. ¿Insinúas que todo Krynn ha sido reducido a cenizas, que Palanthas, Haven y Qualinesti no son sino ciénagas calcinadas? ¿Y también K… Kendermore?

—Mira a tu alrededor —le conminó el guerrero— y dame tu sincera opinión. ¿Has visto a algún otro ser vivo desde nuestra llegada? —Ondeó la mano, poco ostensible bajo la tenue luz de Solinari, que, al desaparecer las nubes, brillaba en el cielo y observaba, ojo avizor, a los insignificantes mortales—. Ambos hemos sido testigos de los incendios en las laderas y los relámpagos vengadores prosiguen su viaje hacia el horizonte. Por el este se avecina otro núcleo borrascoso —añadió, señalando en aquella dirección—. Desengáñate, Tas, nadie aguanta tantos ataques sin sucumbir. Nosotros mismos seremos desintegrados dentro de poco.

—O algo peor —presagió el hombrecillo—. Te confieso que no me encuentro bien, amigo. O me ha sentado mal el agua de lluvia o estoy sufriendo una recaída y, como sabes, la peste no perdona. —Desencajadas las facciones por el dolor, se llevó una mano al estómago—. Se me revuelven las tripas. Se diría que he engullido una serpiente.

—En ese caso, es el agua —dictaminó su interlocutor con una mueca—. A mí me sucede algo similar. Quizá las nubes destilen líquido emponzoñado.

—¿Vamos a morir de inmediato, Caramon? —le consultó Tasslehoff tras unos minutos de reflexión—. Porque, si es así, me agradaría tenderme junto al obelisco de Tika. A menos que te cause algún inconveniente, por supuesto. Verás, sería una manera de sentirme como en casa antes de volar al árbol de Flint. —Resignado a su suerte, recostó la cabeza en el musculoso brazo del luchador y comentó—: ¡Le podré contar un sinfín de peripecias a ese gruñón! Le hablaré del Cataclismo, de la montaña ígnea, de mi oportuna irrupción en la emboscada de Zhaman, que te salvó la vida, y de las confabulaciones de Raistlin para convertirse en un dios. Él no querrá creerlo, sobre todo esta última parte, pero si tú estás a mi lado intercederás en mi favor, podrás garantizarle que no exagero ni un ápice.

—Morir sería fácil —repuso el que fuera un aguerrido general, lanzando un vistazo de soslayo al monolito.

Lunitari, hasta entonces ausente, inició su ascensión hacia el cenit. El halo sanguinolento que irradiaba se fundió con los blancos, mortíferos rayos de Solinari para proyectar una luz fantasmal sobre el maltratado paraje. La pétrea superficie del monumento, saturada de lluvia, reverberó en el claro de luna y la leyenda, esculpida en bajorrelieve, adquirió realce merced al contraste de los trazos en el liso muro.

—Sería fácil acabar con todo —persistió Caramon, más para sí mismo que para ser escuchado—. Sería sencillo acostarme y dejar que me absorbiesen las tinieblas. Resulta curioso que Raist me interrogase, en una ocasión, sobre si sería capaz de seguirle a su universo de oscuridad —agregó, a la vez que desenvainaba la espada y comenzaba a cortar una de las ramas del vallenwood donde se habían refugiado.

—¿Qué haces? —preguntó el kender, sorprendido, consciente de que, a medida que hablaba, se había obrado una sutil evolución en la actitud de su amigo.

El guerrero nada dijo. Absorto en su labor, continuó arrancando astillas de la rama que pretendía desgajar del colosal tronco.

—¡Vas a confeccionarte una muleta! —exclamó Tasslehoff, y dio un brinco que denotaba extrema inquietud—. ¡Adivino tus intenciones! ¡Y es una locura! Me acuerdo muy bien de ese episodio, y más aún de cómo reaccionó el mago cuando aseguraste que partirías tras él sin vacilar. Declaró que no sobrevivirías, Caramon, que tu hercúlea fuerza de nada había de servirte.

El aludido se encerró en su mutismo. La húmeda madera se astillaba bajo sus poderosos mandobles. Una vez hendida, el hombretón se dedicó a aserrar con la hoja la parte central. Hizo algunas pausas esporádicas para examinar el nuevo frente de nubes que se aproximaba, eclipsando las constelaciones y fluyendo hacia los satélites.

—Hazme caso, te lo suplico —le exhortó Tas y, a fin de llamar su atención, lo zarandeó por el brazo que sostenía la espada—. Aunque viajaras al… allí —no consiguió reunir el coraje suficiente para pronunciar el nombre—, ¿qué harías?

— Lo que debería haber hecho hace tiempo —sentenció Caramon con resolución.