3

El obelisco

—¿Qué te sucede?

Caramon lanzó a Tas una mirada tan extraña, que éste sintió cómo aquellas súbitas emociones que le habían embargado y estremecido se propagaban al exterior en forma de una molesta comezón. Unas protuberancias rojizas aparecieron a lo largo de sus brazos.

—N… nada —balbuceó—, creo que mi fantasía me ha jugado una mala pasada. Escúchame —exhortó a su compañero—, hazme caso y vayámonos de aquí ahora mismo. Podemos viajar a donde queramos, retroceder a la época en que estábamos todos juntos y éramos felices. Regresemos a aquellos días dichosos en los que Flint y Sturm aún no habían perecido, cuando Raistlin vestía la túnica de la Neutralidad y Tika…

—Cállate, Tas —le atajó el guerrero, amenazador. Su orden fue subrayada por el resplandor de un relámpago que provocó un respingo del kender.

El viento seguía ululando, atravesaba sibilante los tocones y les arrancaba unas notas fantasmales, como si fueran criaturas dotadas de vida que respirasen con los dientes apretados. La pegajosa, fina lluvia, había cesado. Los nubarrones reanudaron su periplo en las alturas y descubrieron un pálido sol que apenas se atrevía a brillar en el grisáceo manto celeste. En el horizonte, sin embargo, los emisarios de la tormenta continuaban acumulándose, más densos y negros a cada instante. Los dos personajes se hallaban en un claro, donde por doquier eran acosados por el multicolor y oscilante embate de los rayos, que, en la distancia, tenían una mortífera belleza.

Caramon echó a andar por el camino, que trazaba un pronunciado recodo antes de desembocar en el valle. El hombretón tiritaba con violencia, mas no a causa del frío, sino por el dolor que le atenazaba la pierna herida. Oteó el sendero que tan bien conocía y se dijo que, aunque su aspecto había cambiado mucho, sabía lo que iba a encontrar cuando doblase la curva. Tasslehoff se inmovilizó, se plantó firmemente en medio del légamo y clavó los ojos en la espalda de su amigo.

Tras unos momentos de inusitado silencio, Caramon presintió que algo ocurría y también se detuvo, el rostro demacrado por el malestar y la fatiga.

—Vamos, Tas, no te detengas —le azuzó, irritado.

Enroscando un mechón de su desaliñado copete en un dedo, el kender meneó la cabeza en sentido negativo. Su compañero le sometió a un fulgurante escrutinio, que provocó la ira del hombrecillo.

—Todos esos troncos cercenados son de vallenwood, Caramon —declaró.

—Me he dado cuenta —repuso el hercúleo luchador, y su expresión se suavizó—. Estamos en Solace.

—¡No es posible! —se rebeló el otro, reacio a aceptar la evidencia que él mismo había expuesto. Tan sólo se trata de otro lugar donde crecen esos árboles debe de haberlos por centenares.

—Quizá, pero no existe más que un lago Crystalmir, Tas, ni tampoco he visto unas montañas tan inconfundibles como las Montañas Kharolis. Incluso ese peñasco que hemos dejado atrás posee un carácter, un significado único para nosotros, ya que era allí donde se sentaba Flint y tallaba la madera en delicadas figuras. Ésta trocha enfangada, también familiar, conduce a…

—¡No puedes estar seguro! —lo interrumpió el kender. Corrió, o lo intentó, hacia la robusta figura de su acompañante, arrastrando los pies por el rezumante limo tan deprisa como pudo. Al alcanzarlo, le tiró de una mano y suplicó—: ¡Abandonemos este desierto! Podríamos volver a Tarsis, donde los dragones me derribaron un edificio encima. Fue divertido, interesante, ¿recuerdas?

Mientras hablaba, con una vocecilla chillona que pareció abrir fisuras en los agostados tocones, sacó de su cinto el ingenio arcano. Caramon, sombrío su rostro, estiró una mano y se lo arrebató. Ignorando sus vehementes protestas, manipuló las joyas que lo adornaban. De forma gradual, el refulgente cetro se transformó en un colgante liso y opaco.

—¿Por qué no nos alejamos de este horrible paraje? —insistió Tasslehoff, descorazonado—. No tenemos agua ni comida y, por lo visto, no contamos con muchas posibilidades de encontrarlas en los alrededores. Además, si uno de esos relámpagos nos cae encima, nos fulminará en un santiamén. La tempestad que se avecina es peor que la que se aleja, y no hay razón para que nos expongamos, puesto que no tenemos la certeza de hallarnos en Solace.

—Para adquirir esa certeza —le arengó el fortachón—, no hay otro medio que investigar. ¿No sientes curiosidad? ¿Desde cuándo renuncia un kender a vivir una nueva aventura? —le imprecó, deseoso de alentarle, y empezó a cojear de nuevo por la senda.

—Conservo esa cualidad, y en más alto grado que ningún otro miembro de mi raza —masculló el hombrecillo, mientras reanudaba, penosamente, la marcha—. Pero una cosa es el natural afán de explorar un enclave ignoto y otra muy distinta merodear despistado por el propio hogar. Tu casa no cambia, se limita a aguardar inmutable tu retorno y, en el momento del reencuentro, te inspira frases como «Fíjate, está todo igual que cuando lo dejé». Aquí, en cambio, tiene uno la impresión de que seis millones de reptiles han sobrevolado la zona y la han destrozado. ¡El hogar no es un lugar que invite a experiencias excitantes, sino al solaz!

Espió el semblante del guerrero para comprobar si su parlamento había producido algún efecto. Si fue así, en nada se evidenciaba: una máscara de resolución inapelable cubría aquellas facciones, mezclándose con el rictus de dolor. Éste talante inquietó sobremanera al kender.

«No es el de antes —reflexionó—. Y no me refiero a los tiempos en los que bebía. Su evolución es más radical y profunda. Se ha vuelto más serio, más responsable, de eso no cabe duda, pero también advierto la presencia de un nuevo sentimiento. El orgullo —determinó— ha aprendido a valorarse a sí mismo y a resolver sus contradicciones».

No era éste un Caramon propicio a hacer concesiones, se dijo Tas, entristecido no era el hombretón desorientado que necesitaba que un kender lo salvase de pendencias y tabernas. Suspiró, sin poder sustraerse al pensamiento de que añoraba al viejo y, a pesar de su fuerza, desvalido compañero.

Llegaron al recodo y ambos lo reconocieron, aunque ninguno despegó los labios. El guerrero porque no había nada que comentar, Tasslehoff porque de nada le serviría empecinarse en negar que ya había estado allí. Instintivamente, uno y otro aminoraron el ritmo de la marcha.

Años atrás, cualquier viajero habría topado con las cálidas luces de «El Ultimo Hogar», la posada que regentara Otik. Habría husmeado los efluvios de las patatas especiadas y oído el estruendo de las risas y las chanzas que se escapaban por las rendijas cada vez que se abría la puerta para admitir al viajero o al parroquiano de Solace. Caramon y Tas hicieron un alto, en una suerte de acuerdo tácito, antes de jalonar la curva.

Siguieron mudos, mientras examinaban la desolación circundante, los lastimeros vestigios de lo que fuera verdeante vegetación, el terreno cubierto de cenizas y las rocas ennegrecidas. Retumbaba en sus tímpanos un silencio que debido, paradójicamente, a la ausencia de ruidos, se les antojó más escalofriante que el fragor del trueno. Los dos sabían que, antes de ver Solace, deberían haberla oído. Debería de haber invadido sus sentidos el estrépito propio de la ciudad, la fragua en plena actividad, el bullicioso mercado, los gritos de los buhoneros, los niños y los comerciantes establecidos, la algazara de los clientes congregados en la venta donde trabajaba Tika.

Nada percibieron salvo quietud y, todavía lejos, el ominoso zumbido de los elementos.

—Vamos allá —decidió al fin Caramon, y avanzó hacia su destino.

Tas caminaba más despacio, tan llenos de barro sus pies que tuvo la sensación de haberse calzado las férreas botas de los enanos. No obstante, no le pesaban tanto los miembros como el corazón. No cesaba de repetirse: «Esto no es Solace, esto no es Solace», con una tenacidad que asemejaba su letanía a los encantamientos de Raistlin.

Acometió el recodo y, cargado de presagios, alzó la vista. No había concluido esta acción cuando exhaló un suspiro que denotaba un inmenso alivio.

—¿Te convences ahora? —reprendió a Caramon, con un resoplido que por sí solo venció al aullido del viento—. No hay nada, ni albergue, ni burgo ni ningún otro signo de civilización. —Introdujo una mano en la colosal palma del luchador, y trató de forzarle a recular—. Ya podemos irnos —sugirió—, se me ha ocurrido una idea que te gustará. ¿Por qué no retrocedemos al episodio en que Fizban hizo bajar del cielo el puente dorado?

Pero el hombretón se desprendió de él y siguió adelante, con torpeza a causa de su dislocada rodilla. Apesadumbrado, hizo una nueva pausa y preguntó, rebosante su acento de miedo:

—Entonces, ¿qué es esto?

Mordisqueando las puntas de su suelto cabello, testarudo, el kender indagó a su vez:

—¿Qué es qué?

El guerrero señaló un punto concreto.

—Un terreno desbrozado —rezongó Tasslehoff, remiso a interpretar lo que su amigo pretendía demostrarle—. Concedido, aquí hubo algo. Quizás un alto edificio, pero, dado que ya no existe, ¿por qué preocuparse? Atiende, Caramon… ¡Caramon!

El motivo de su alarido fue que, mientras hablaban, flaqueó la lastimada pierna de su interlocutor y, de no ser por la rápida intervención del hombrecillo, aquél se habría desplomado. Con su ayuda, Caramon alcanzó el tocón del que había sido un majestuoso vallenwood, situado en un extremo del retazo de tierra removida. Apoyándose en él, lívida la tez y sudoroso, se frotó la magullada pierna.

—¿Qué puedo hacer por ti? —inquirió e!, kender—. ¡Ya lo tengo! Improvisaré una muleta. Debe de haber montones de ramas rotas en los alrededores buscaré una adecuada y te la traeré.

El herido nada repuso, tan sólo asintió con una inclinación de cabeza.

Tasslehoff inició presto la tarea, registrando con su aguda visión el cenagoso suelo y, en el fondo, satisfecho por haber hallado algo útil en que ocuparse en lugar de desentrañar absurdos dilemas acerca de una parcela destinada a construir una casa que se había volatilizado. Pronto halló lo que precisaba, el extremo de una tabla que sobresalía en el lodazal. La asió e intentó tirar de ella, pero sus manos resbalaron en el barro que la cubría y salió despedido hacia atrás. Se incorporó, contempló disgustado el fango adherido a sus llamativos calzones, que quiso sacudir sin éxito, y volvió a la carga. Ésta vez notó que la incrustada estaca se movía un poco.

—¡Ya casi es mía, Caramon! —informó—. Sólo me falta…

Una exclamación desgarrada, totalmente impropia de un kender, rasgó el aire. El guerrero alzó los ojos alarmado, justo a tiempo para constatar cómo su amigo se precipitaba en un vasto agujero que, al parecer, se había abierto bajo sus pies.

—¡Voy a socorrerte, Tas! ¡Resiste! —animó al accidentado y, renqueante, se encaminó hacia él.

Antes de que llegara, el hombrecillo logró encaramarse de nuevo por la pared de la oquedad. Su rostro no era comparable a ningún otro que el luchador hubiera tenido ocasión de examinar: estaba macilento, los labios blancos y los ojos, en general vivaces, se habían ensombrecido.

—No te acerques, Caramon —susurró Tasslehoff, acompañando su ruego con un gesto de la mano—. ¡Te lo suplico, mantente apartado!

Demasiado tarde, el humano se había aproximado al borde y clavado su mirada en lo que contenía la fosa. El kender se acurrucó a su lado, sumido en un llanto plañidero.

—Están todos muertos —afirmó entre desgarradores sollozos.

Y, hundido el rostro entre las manos, comenzó a balancearse en violentos espasmos.

En el fondo del agujero, que la capa de barro había sellado piadosamente, yacía un enjambre de cuerpos, de cadáveres de hombres, mujeres y niños. Preservados del corrosivo azote de los elementos, algunos de ellos aún eran reconocibles o así, al menos, lo imaginó Caramon en su febril escrutinio. Voló su memoria a la última tumba colectiva que había visto, la de la aldea asolada por la epidemia que descubriera Crysania, y recordó también la ferocidad teñida de pesar que había demudado a Raistlin. Evocó el sortilegio que formulara el nigromante, el hechizo que creó relámpagos, fuego, que calcinó el pueblo hasta reducirlo a cenizas.

Rechinando los dientes, se obligó a sí mismo a sobreponerse y estudiar los cadáveres para tratar de distinguir, entre los restos, una ondulada melena pelirroja.

No halló tal. Con un tembloroso suspiro, se volvió y emprendió una desenfrenada carrera hacía el emplazamiento de «El Último Hogar», a pesar de su cojera.

—¡Tika! —vociferó una y otra vez durante el trayecto.

Tas alzó la cabeza y se puso en pie de un salto. Quiso lanzarse en persecución de su compañero, pero tropezó con un saliente rocoso y cayó en un charco.

—¡Tika! —se obstinaba en gritar el guerrero, una llamada angustiosa que los rugidos del viento y los distantes truenos no consiguieron mitigar.

Olvidado el dolor que le infligía la rodilla, continuó la marcha hasta arribar a un tramo despejado, libre de árboles, donde se adivinaban los lindes de una trocha. «La senda que discurría junto a la posada», reconoció el kender desde su postrada postura y, enderezándose, aceleró el paso detrás de Caramon quien avanzaba rápido, ajeno a sus propios bamboleos. Guiado por la aprensión y la esperanza, el inveterado luchador se había investido de una energía impensable unos minutos antes.

Tasslehoff lo perdió de vista entre los cercenados bosques de vallenwoods, pero ni un solo segundo dejó de oír su voz invocando el nombre de Tika. Consciente de hacia dónde se dirigía, caminó con más lentitud, porque, víctima ya de una terrible migraña provocada por el calor y los hediondos vapores que saturaban el lugar, vino a sumarse a su zozobra el horror de la escena que había presenciado. Levantando como pudo sus embarradas botas, más semejantes a la consistencia del plomo en cada zancada, el hombrecillo continuó.

Al fin divisó al huido, de pie en un espacio yermo próximo a un tocón de considerable diámetro. Sostenía algo en una mano y lo contemplaba con la expresión de quien, pese a su denodado empeño, ha sido derrotado.

Bañado en légamo, enturbiados su cuerpo y su alma, Tas se afianzó frente al entrañable grandullón.

—¿Qué es eso? —preguntó con la boca pequeña, estirando el índice hacia el objeto cuyo hallazgo tanto había afectado a su amigo.

—Un martillo —especificó el otro con evidente ansiedad—. Temo que el mío.

El kender inspeccionó la herramienta. De acuerdo, era un martillo o, por lo menos, lo fue. El mango de madera se había quemado en tres cuartas partes, no quedaban sino una chamuscada porción y la cabeza metálica, negra tras lamerla las llamas pero incólume.

—¿Qué pruebas tienes de que es en realidad el que tú utilizabas? —inquirió aún incrédulo.

—Una prueba irrevocable —murmuró Caramon con creciente amargura—. Fíjate en el encaje, todo baila al tocarlo. —A guisa de demostración, hizo girar el engarce, y el instrumento casi se desmembró—. Lo confeccioné cuando me hallaba en estado de perpetua ebriedad, por eso quedó defectuoso. Siempre que me ponía a trabajar, se soltaba el metal y tenía que ensamblarlo aunque, para ser francos, tampoco me aplicaba en exceso, porque no me importaba.

Debilitado por el esfuerzo, su tullida pierna volvió a quebrarse. Ésta vez, sin embargo, no intentó mantener el equilibrio y se desmoronó, resignado, en el cieno. Sentado en el desbroce que fuera su vivienda, aferró el martillo y estalló en llanto.

Tas respetó su desahogo. Incluso desvió los ojos, por considerar que la consternación de su amigo era demasiado sagrada, demasiada íntima, para que él se entrometiera testimoniándola. Ignoró el hombrecillo sus propias lágrimas, que formaban riachuelos en los pómulos, y procuró distraerse en el examen de su malhadado entorno. Nunca antes se había sentido tan desvalido, tan solo. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había fallado? Tenía que haber una clave, una respuesta.

—Si no me necesitas daré un paseo —avisó al guerrero, quien ni siquiera le oyó.

Se alejó despacio, con dificultad. Ahora sabía, sin ningún género de dudas, dónde habían ido a parar, ya no podía apoyarse en su obstinación. La casa de Caramon, cuando aún se erguía en el valle, estaba en el centro del burgo, cerca de la posada, y la ruta que eligió el kender fue la calzada que unía ambas construcciones y que, en un tiempo, fue una calle flanqueada por sendas hileras de habitáculos. Aunque nada confirmaba que allí hubiera prosperado una ciudad, ni avenida, ni hogares, ni los vallenwoods que les servían de soporte, recordaba la exacta localización de todo. Hubiera deseado que no fuera así, pero aquellas ramas que se abrían paso en el barrizal le traían nostálgicas asociaciones de las que le habría gustado zafarse. No se discernían puntos de referencia, edificaciones sólidas, salvo…

—¡Caramon! —El nombre de su compañero brotó de su garganta con un timbre exultante, fruto de la alegría que le inspiraba tener ante sí algo que merecía la pena rastrear y que, así lo esperaba, arrancaría al luchador de su ensimismamiento—. Caramon, creo que deberías venir a ver esto.

El interpelado no le prestó atención, de manera que Tasslehoff tuvo que acercarse sin él al hallazgo que acababa de hacer. Al final de la calle, en lo que fuera un pequeño jardín, se elevaba un obelisco de piedra. El parquecillo le era más que familiar, y estaba seguro de que nunca hubo un monolito en su recinto. Cuando abandonó Solace, sólo había allí plantas y flores.

Alto, toscamente tallado, el monumento había sobrevivido al acoso de las llamas, los vientos y las tormentas. Su superficie, al igual que todo lo demás, había sufrido menoscabo, pero ello no obstaba para que pudiera leerse la leyenda esculpida en la pared frontal, o así se lo pareció al kender, en cuanto hubiese limpiado el hollín y el moho.

Realizada esta operación, libres las letras de los últimos restos de suciedad, Tas las escudriñó largamente y, al fin, llamó de nuevo a Caramon.

Aunque ahora no emitió sino un quedo susurro, la extraña nota en la que fue pronunciado penetró la aureola de desaliento tras la que se parapetaba el hombretón. Vislumbrando el singular obelisco, y percatándose de la repentina seriedad de Tas, el guerrero se izó como mejor pudo y acudió a su lado.

—¿Qué es esto? —le consultó.

El kender fue incapaz de responder tuvo que conformarse con menear la cabeza y señalar la mole.

Erecto, quieto, Caramon obedeció a la muda indicación de su acompañante y revisó las líneas que, en lengua común, se ordenaban frente a él en una especie de epitafio.

—Estoy desolado —acertó a titubear Tas, deslizando una mano entre los entumecidos, fláccidos dedos de Caramon.

Éste bajó la cabeza y, posando la palma en el obelisco, acarició la fría y empapada roca que tan luctuoso mensaje le transmitía. Mecidas por la pertinaz brisa, las gotas de lluvia se estrellaban contra la inscripción.

—Murió sola —gimió y, trocado en furia su pesar, en indignación contra sí mismo, cerró el puño y propinó al desgastado muro un golpe que surcó su carne de arañazos—. ¡La dejé a sus auspicios, me fui y ni siquiera la velé en tan temible trance! Debería haberme quedado. ¡Maldita sea, hice mal en partir!

Se estremecieron sus hombros al ritmo del llanto. El kender, al advertir que los nubarrones no cejaban en su avance y que pronto les alcanzarían, estrechó la manaza del guerrero y ensayó una arenga.

—No podrías haberla ayudado de haber estado junto a ella, Caramon…

Se interrumpió, de modo tan brusco que casi se mordió la lengua. Retirando la mano con la que sujetaba al guerrero, un movimiento en el que éste ni siquiera reparó, se arrodilló en el viscoso suelo. Con su aguda vista, había detectado un fulgor, como si algo compacto reverberase bajo los enfermizos rayos del sol. Estiró el brazo en actitud incierta y, a toda prisa, comenzó a apartar los blandos terrones que escondían el destellante objeto.

—¡En nombre de los dioses! —renegó, abrumado por el asombro—. Caramon, no te atormentes más. ¡Estuviste aquí!

—¿Cómo? —rugió el otro. El kender le conminó a mirar y el guerrero, receloso, obedeció. A sus pies, yacía su propio cadáver.