Mientras Abei galopaba con la pequeña escolta hacia la cadena de montañas de Kasret-Sultán-Geb, la ciudad de Kitab iba siendo poco a poco dominada por los rusos. Los defensores se habían apiñado sobre muros y terrazas y hacían un fuego violento de arcabuces apoyados por algunos falconetes de la ciudadela, pues los cañones yacían en su mayor parte destrozados. Los atacantes bajo una tormenta de balas habían colocado sus escaleras y, superado el primer cinturón de las fortificaciones, marchaban a la conquista del segundo mientras los «shagrissiabs» se daban a la fuga a través de huertos y jardines gritando:
—¡El enemigo!… ¡El enemigo!… ¡Sálvese quién pueda!…
El número de invasores aumentaba continuamente y proseguía su avance al resplandor del incendio de algunas chozas, sólo hostilizados por los disparos que les hacían en su huida los defensores. El general Abramow deseoso de acabar rápidamente, lanzó una tercera columna en la ofensiva y un cuarto de hora después, sin mayor esfuerzo, sus tropas dominaban la ciudad no obstante que los beys Djura y Babá habían concentrado alrededor de ella ocho mil hombres entre infantes y caballería. Los rusos habían peleado cuerpo a cuerpo en las veredas, huertos y callejas; sosteniendo la avalancha de los guerreros que bajaban como un torrente de la ciudadela abandonada; tomado por asalto la última torre artillada, y a las ocho de la mañana eran dueños de todo el campo de batalla, los «shagrissiabs» hacían acto de sumisión y su ejemplo era imitado en seguida por la guarnición de Schaar. A los partidarios de los «begs» la aventura había costado más de seiscientos muertos y una cantidad ignorada de heridos; a los imperiales, diecinueve de los primeros y ciento dos lesionados, entre ellos siete oficiales.
El pelotón conducido por Abei no había sido molestado: marchaban delante los cinco hombres de Hadgi, conocedores de la región, que lo guiaban a la frontera de la Tartaria china, no muy distante. Al mediodía llegaba a los primeros contrafuertes cubiertos de pinos y cedros salvajes, sobre los cuales volaban halcones águilas de Astracán. Cuando estuvieron a la entrada de un sendero que serpenteaba por entre un barranco, los «águilas» se detuvieron y miraron a su patrón. Este comprendió que se hallaban cerca del refugio y había que tomar precauciones, pues fuera de los cinco bandidos la escolta se componía de «sartos» fieles a Talmá, dispuestos a cualquier sacrificio para salvarla y no debían sospechar en ningún momento su complicidad con los bandidos.
—Amigos —les dijo fingiéndose profundamente afligido—, mi pobre primo ha caído bajo el plomo de los rusos, pero yo juré al «beg» mi tío llevar a feliz término la empresa que los ha traído tan lejos de sus casas. Mi vida pertenece a vuestra señora y no volveré a atravesar el Amú sin haberla rescatado. ¿Estáis dispuestos a ayudarme?
—¡Estamos dispuestos a morir por nuestra patrona! —declararon los «sartos» a una voz.
—Estos hombres que nos han guiado conocen la caverna en que se guarecen los «águilas» que retienen a Talmá. Haremos una exploración mientras ustedes se quedan aquí.
—Señor —repuso un «sarto» de barba gris— no podemos dejar que expongas tu vida separado de nosotros. El «beg» te nos ha confiado y debemos protegerte.
—Se trata de un simple reconocimiento, ya que no estamos en número suficiente para atacar a los bandoleros y tendremos que valernos más bien de una sorpresa para quitarles la cautiva. No se inquieten, pues por mí y esperen tranquilos el regreso.
Los «sartos» acamparon al pie de un grupo de grandes plátanos y Abei siguió adelante escoltado por los bandidos. Al término del barranco, que se extendía más de una milla, les dio el alto una patrulla de barbudos armados hasta los dientes.
—¡Abajo las armas! —les intimó uno de los de la escolta a los raptores.
Los vigilantes inclinaron los fusiles y los viajeros prosiguieron su camino hasta llegar frente a una elevada pared rocosa en cuya base se abría una ancha hendedura. De entre las matas que crecían en los alrededores salieron otros forajidos, los cuales bajaron las armas en cuanto reconocieron a sus compañeros.
—Llamen al jefe —les indicó uno de estos.
A los pocos minutos Hadgi salía de la caverna y se reunía con Abei que lo esperaba detrás de un grupo de plantas.
—Ya empezaba a preocuparme tu retardo, señor —le dijo el bandido—. Toda la noche he oído tronar el cañón en Kitab. ¿La tomaron?
—Creo que a estas horas todo ha terminado para Djura Bey —contestó el joven—. ¿Y Talmá?
—Está adentro y bien vigilarla. No hace más que llorar.
—Yo me encargaré de consolarla.
—¿Y tu primo? ¿Dónde lo dejaste?
—Lo mataron los rusos, junto con Tabriz.
—¿Estás seguro, señor? Te confieso que me inspiran más miedo esos dos hombres que todos los «shagrissiabs» de Djura Bey.
—Los moscovitas no me dieron tiempo para comprobarlo, pero vi caer a ambos heridos por la espalda…
—¿Por la espalda? —repitió el taimado mirándolo maliciosamente—. ¿Con balas de plomo o revestidas de cobre?
¿Y si hubiesen quedado solamente heridos?
—No te preocupes por ello: los moscovitas no bromean con los espías; los deportan al Don o los fusilan.
—No te comprendo, señor.
—Como no soy un idiota, deslicé anoche en la faja de mi primo algunos papeles comprometedores.
—¡Eres maravilloso!… —reconoció el pícaro con sincera admiración.
—Bueno; dejemos a los muertos y ocupémonos de los vivos. ¿Preparaste tu plan? Recuerda que yo debo aparecer como salvador, si no, todo el edificio se vendrá abajo… y los «thomanes» también.
—¿Traes una escolta, verdad? —preguntó Hadgi después de un minuto de reflexión.
—Unos quince hombres.
—Haré creer a Talmá que debo correr en ayuda de Kitab con la mayor parte de mis hombres y dejaré sólo una decena para cuidarla. Esta noche asaltarás el refugio, estos huirán a los primeros tiros por un pasaje conocido únicamente por nosotros y tú te llevarás a la muchacha…
¿Quieres algo más simple?
—¡Eres un maestro en astucias…!
—Y ahora, los «thomanes», señor, porque quizá no volveremos a vernos más. Regreso a la estepa del hambre y por algunos años no traspasaré la frontera de Bukara.
Abei sacó de su amplia faja dos papeles y se los entregó.
—Son dos órdenes: una para ti y otra para la familia del «mestvire» y serás pagado. Ya tiene aviso desde hace varias semanas… ¡Espero que serás leal con la familia del «mestvire»!
—¡Lo juro sobre el Corán! Gracias, señor y adiós. Esta noche estaré muy lejos.
Abei lo despidió con un gesto, montó en su farsitano y regresó al punto en que había dejado a los «sartos», seguido por los bandidos que hasta entonces habían escoltado. Cuando se reunió con aquellos les dijo:
—Acampemos aquí, amigos. He descubierto el escondite de los bandoleros y sabido también por un pastor que casi todos abandonaron la montaña para llevar ayuda a la gente de Kitab. Sólo un pequeño grupo vigila a Talmá.
—¡Señor —exclamó uno de los «sartos» de más edad— si eso es verdad, partamos en seguida y hagamos pedazos a esos miserables!
—No —declaró el joven con voz firme—, esperaremos la noche para sorprenderlos.
—Tu tío no hubiese esperado ni un segundo —observó otro «sarto».
—El que manda aquí soy yo y no mi tío —acentuó amoscado el mozalbete—. Acampen y déjenme reposar. Yo sé lo que hago.
Desensilló su caballo para que pastase libremente, trituró una galleta de maíz y fue a echarse a la sombra de un plátano. La tarde transcurrió sin novedades y al oscurecer reunió a la escolta para arengarla:
—Ha llegado, amigos, el momento de tomar la revancha. Piensen que del valor de ustedes depende el rescate de Talmá. ¿Han cargado sus fusiles?
—Sí, señor —respondieron en coro.
—¡Adelante, entonces; los guía el sobrino de Giah Agha!
Desenvainó su «cangiar» y se puso a la cabeza del puñado de hombres para contornear el sendero bordeado de altas plantas. La oscuridad se hacía cada vez más densa a medida que se entraba en una cortina de niebla que había invadido la parte alta de la montaña. Cuando el pelotón se halló a trescientos metros de la caverna, Abei mandó hacer 1 alto y desmontar para poder acercarse inobservados y sorprender a los bandidos.
—Señor —le preguntó uno de los «sartos»—, ¿atacamos a fondo o sitiamos la cueva?
—Hay que tomarla de asalto. Podrían regresar los que marcharon a Schaar y sorprendernos a nosotros. Hagan fuego cuando estemos cerca de la entrada y luego atropellen con los «cangiares».
Habían llegado a unos treinta metros de la guarida cuando un grito retumbó en el interior.
—¡A las armas! ¡Nos asaltan…!
Los «sartos» superaron en pocos instantes la distancia y después de descargar sus arcabuces se lanzaron a la caverna empuñando «cangiares» y pistolas. Dentro sonaron algunos disparos y gritos que se fueron alejando y cuando los atacantes penetraban por la abertura los detuvo una voz que hizo latir el corazón del despreciable joven.
—¡Cesen el fuego, amigos!
—¡Talmá! —exclamó Abei.
—Sí soy yo, cuñado —respondió la muchacha corriendo a su encuentro.
—¿Y los bandidos?
—Todos huyeron… ¿Dónde está Hossein? ¿Por qué no lo veo con ustedes?
—¡Viva nuestra señora! —exclamaban los «sartos» rodeándola.
—Hossein está junto al «beg» —le mintió el felón—. Una herida lo obligó a regresar con Tabriz.
—¡El, herido…!
—Cosa de nada, hermanita. Un bayonetazo en un brazo que le dio un ruso durante el asalto de Kitab. Dentro de dos días, cuando lleguemos a tu casa, lo encontrarás curado. Sube a caballo y partamos.
Volvieron al sitio en que habían quedado los animales y pocos minutos más tarde la comitiva descendía por la montaña.
Hacia el crepúsculo del segundo día Abei, que había dejado a Talmá bajo la protección de los «sartos» y se había adelantado alguna milla, entraba en la tienda del «beg» plantada frente a la casa de aquella.
—Padre —dijo al anciano simulando secarse una lágrima— te traigo a Talmá que arranqué del poder de los bandoleros, pero debo anunciarte que ahora sólo te queda un hijo para que te consuele, si es que lo podrá, en tu vejez.
Al oír Giah Agha esas palabras se puso blanco como la nieve y se lanzó sobre el sobrino tomándolo por los brazos.
—¡Hossein!… —pronunció en un aullido de dolor.
—Murió junto con Tabriz bajo los muros de Kitab, alcanzados ambos por el maldito plomo moscovita —le informó con voz compungida el miserable.
El viejo «beg» había permanecido algunos instantes erguido, con los ojos desencajados y las facciones contraídas por intenso sufrimiento; luego se había desplomado sobre un diván sollozando desesperadamente.
—Padre —prosiguió el indigno sobrino— has perdido un hijo pero podrás tener una hija, ya que Talmá está viva y a salvo y si tú lo quieres reemplazaré a mi primo y te daré una familia.
—Sí… —murmuró el inconsolable anciano.