9. La Emboscada de las «Aguilas»

Los turquestanos no cuentan en su historia un Carlos V que dio en feudo la isla de Malta contra el tributo anual de un halcón blanco amaestrado; ni sacerdotes que se dedicaran más a criar estos rapaces que a sus prácticas religiosas; ni barones fanáticos, como algunos ingleses, que reclamaban el derecho de colocar sus pajarracos sobre los altares mientras se celebraban las funciones; ni un Francisco I que tenía un halconero mayor, jefe de quince nobles y cincuenta servidores, para cuidar a los trescientos que poseía: ni un Ludovico II que condenaba a muerte a quien robaba un halcón y a un año de cárcel al que sustraía un huevo de sus nidos. Con todo, los ricos, en especial los «beg» y los khanes, sienten una gran pasión por esas aves cazadoras y emplean para amaestrarlas los mismos métodos de los antiguos señores feudales.

Capturan al volátil adulto y lo dejan un tiempo tranquilo sobre un palo plantado en el suelo, ofreciéndole de vez en cuando un pequeño pájaro recientemente muerto o un trozo de cordero sangrante. Pon algunos días el pichón rechaza el alimento, pero constreñido por el hambre, termina por aceptarlo: es el primer paso. Así va conociendo al dueño y se acostumbra a permanecer algún tiempo sobre su puño, para lo cual se le cansa privándolo de sueño mediante el mantenimiento de luz cerca de los ojos. Entonces se le permite efectuar algunos cortos vuelos atado a una correa no mayor de cincuenta centímetros y volver a su puesto; luego se reemplaza la correa por un cordel de unos treinta metros de largo y se le enseña a partir y regresar al mandato de un silbo. Desde las primeras lecciones se le acostumbra a los gritos de los cazadores, a los relinchos de los caballos y a los ladridos de los perros, para que no se asuste en el momento de la caza y cuando conoce bien a su dueño y responde a su silbido, se le enseña a cazar «al vivo». Para ello, atan de una pata a un pájaro más bien grande y lo sueltan al tiempo que incitan al halcón a perseguirlo. Este parte como una flecha y aferra a la presa con sus garras; se deja que la devore y en ese tiempo se da vueltas a su alrededor para habituarlo a no alarmarse y a dejarse prender junto con sus víctimas. Un mes de estos ejercicios cotidianos basta para que quede perfectamente amaestrado y sepa cazar aves, liebres y también antílopes, a los que arranca los ojos y retiene hasta la llegada de los cazadores.

La cabalgata continuaba su furiosa carrera detrás de los fugitivos animales que atemorizados por los gritos, ladridos y el repiqueteo de los cascos equinos, trataban desesperadamente de alejarse, aunque los galgos, que se habían adelantado a los caballeros, no los perdían de vista. Abei, que dirigía la partida, cuando consideró que era el momento oportuno ordenó:

—¡Atención!… ¡A ti, Talmá!… ¡Suéltalo!

La muchacha desprendió la cadena de plata que sujetaba a su halcón y levantó el puño mientras Abei emitía un agudo silbido. El ave rapaz extendió las alas, las batió un par de veces y emprendió el vuelo.

—¡Adelante los otros! —gritó Abei liberando el suyo.

También el de Hossein partió como un rayo a juntarse con los compañeros y los tres, en un acuerdo perfecto, cayeron a plomo entre los cuernos de las aterradas gacela, a las que detuvieron casi de golpe e hicieron doblar las rodillas.

—¡Bravo, mis criaturas! —exclamó Abei entusiasmado.

Las pobres bestias a las que los halcones habían devorado los ojos, se debatían exhalando dolorosos lamentos cuando la jauría de perros se arrojó sobre ellas ladrando furiosamente y cubriéndolas con sus cuerpos. Los dos primos y Talmá llegaron a tiempo para impedir que terminasen con las víctimas, las cuales yacían destrozadas en un lago de sangre. Hossein bajó del caballo, cortó un pie a la gacela más grande y ofreciéndolo galantemente a su prometida le dijo:

—¡A la reina de la caza!

Volvió a montar y dirigiéndose a sus huéspedes les anunció:

—¡El banquete nos espera!

—¡Uran!… ¡Uran!… —fue el grito con que acogieron su dicho.

Los halcones a un silbido de Abei ocuparon sus respectivos puestos; los jinetes rodearon a los novios y luego divididos en pintorescos grupos, se entregaron a variadas pruebas de destreza y ejecutaron la llamada «fantasía» turcomana. Lanzaban los caballos a todo correr y les hacían cambiar de frente con vueltas violentas: los entrecruzaban como si fuesen a empeñar batalla y blandiendo sus «cangiares» y descargando sus pistolas y fusiles al aire, giraban como un torbellino alrededor de la pareja y del viejo «beg» hasta que se llegó al lugar de la fiesta. Allí ataron sus animales a las pértigas especialmente plantadas y tomaron de asalto las mesas, que se plegaban bajo el peso de platos y vasos de tierra cocida.

Inmediatamente los cocineros se apresuraron a traer sobre grandes planchas de cobre carneros asados enteros, los que fueron en un santiamén cortados en pedazos y devorados. El «choumis» y la leche fermentada de camella corrían a torrentes y cada uno de los comensales trataba de demostrar la potencia de su vientre para recibir alimentos y líquido. Una comilona gratuita como esa no se les presentaba todos los días a los pobres nómadas de la estepa, porque no eran muchos los que podían reunir las riquezas de Talmá y del anciano Giah Agha.

Mientras las poderosas mandíbulas de los asistentes trituraban carne y huesos, un conjunto de tañedores de «guzlas» recorría las largas mesas y les recreaba los oídos con sus dulces sones. A la cabeza se hallaba el «mestvire», quien había comido y bebido copiosamente en un lugar apartado y ahora tocaba y cantaba a la vez que dirigía a su pequeña banda de barbudos, con más aspecto de bandoleros que de narradores de romances.

Faltaba una hora para la puesta del sol cuando los dos novios y el «beg», que estaban sentados debajo de una especie de pabellón de tela roja y, amarilla, abandonaron la mesa y penetraron en la casa. Era la señal que daba por terminado el festín de bodas. Abei se había quedado en su sitio y el «mestvire», simulando templar su instrumento, se detuvo frente a él para cambiar una significativa mirada y se retiró en seguida precipitadamente con sus compañeros. Los huéspedes, vaciada la última taza de «choumis», montaron a caballo y formaron en dos filas un pasaje que partía de la puerta principal del edificio. Instantes después retumbó fragoroso el grito de:

—¡Vivan los esposos!

Talmá había aparecido sobre su blanca yegua y llevaba entre los brazos un albo cordero que acababan de sacrificar adornado con cintas de seda de variados colores. Se detuvo un momento, recorrió con la mirada la línea de caballeros y lanzó su cabalgadura al galope tendido apretando contra el pecho al animalito muerto. Hossein se presentó un minuto después en su soberbio bridón y seguido de Giah Agha y Tabriz se echó tras ella gritando con voz potente:

—¡Mi estrella huye! ¡Ayúdenme, amigos, a alcanzarla!

—¡Aquí nos tienes! —vociferaron en coro los caballeros desenvainando sus «cangiares» y clavaron las espuelas a sus corceles excitándolos con estentóreos—. ¡Uran! ¡Uran!…

Esa comedia constituía la parte más importante de la ceremonia nupcial en uso entre los turcomanos, afganos y beluchistanes, en que debe simularse el rapto de la novia. Los «sartos» se limitan a darle caza y arrancarle el corderito; otras tribus le introducen algunas variaciones, pero el sistema más original es el de los turanos, que a veces resulta dramático. El día fijado para la boda el novio, acompañado de sus amigos bien armados, se presenta delante de la tienda de la novia e intima con imperio a los padres su entrega, si no quieren probar el temple de su cimitarra. La joven, ataviada con sus mejores prendas se halla rodeada de sus amigas y parientes y apoya al padre en la negativa. El pretendiente, empero, penetra por la fuerza en la tienda sostenido por un séquito y allí se produce una discusión animada que muchas veces termina en golpes hasta con derramamiento de sangre. El novio siempre acaba por vencer y se lleva a la muchacha pese a la resistencia que esta finge oponer. Cuatro de los amigos más robustos la echan sobre un tapete y escapan con ella protegidos por los demás compañeros, los cuales tienen que aguantar las piedras y los puñados de tierra que les tiran los adictos y allegados de la esposa. Hay tribus en las que se obliga a esta a fugarse del hogar doméstico después de algunos días de luna de miel y refugiarse en casa de los parientes más próximos, donde puede quedarse hasta un año, en tanto el marido se ve obligado a tomar parte en actos de pillaje a fin de juntar lo suficiente como para rescatarla, si es que no lo matan en una de esas correrías.

La bella Talmá, que cabalgaba magistralmente, imprimió a su yegua mayor velocidad acicateándola con la voz y con la fusta; reía sin pausa y de tanto en tanto volvía la cabeza para apreciar la distancia que la separaba de la multitud de jinetes que la seguían. Había recorrido ya más de tres kilómetros cuando de pronto el animal chocó violentamente contra algo y cayó, haciéndola saltar de la silla. La joven lanzó un grito y quedó inmóvil. En el mismo instante una docena de individuos capitaneados por Hadgi, salieron de unas matas y se precipitaron sobre ella.

—¡Los caballos! —ordenó el segundo del «mestvire» levantando a la muchacha—. ¡Ligero!

Algunos silbidos estridentes hicieron salir como por encanto a doce vigorosos corredores que tenían escondidos tras las altas hierbas. Hadgi, con la ayuda de uno de sus compinches, montó el primero que tuvo a mano llevándose a Talmá desmayada en los brazos. Al partir gritó a los suyos:

—¡Rápido! ¡A volar! ¡Dejen la cuerda!…

El grupo de forajidos lo siguió a rienda suelta, mientras de la muchedumbre que formaba el acompañamiento de la novia se elevaba un infierno de gritos, denuedos y maldiciones.

—¡Deténganse!… ¡Infames!… ¡Facinerosos!…

Sonaron numerosos disparos, pero los raptores ya estaban demasiado lejos para ser alcanzados. Hossein que al principio quedara perplejo y se había puesto pálido como un muerto, reaccionó rápidamente, clavó las espuelas al noble bruto y se lanzó como una furia detrás de los bandoleros aullando con acento en que se mezclaba el dolor con la ira:

—¡Mi Talmá! ¡Mi adorada!… ¡Perros ladrones, los voy a degollar uno por uno!…

Eran como quinientos jinetes los que lo seguían, pero sus caballos, fatigados por las proezas cumplidas durante la tarde no podían competir con los descansados de los «águilas». De repente, los que conducían al «beg», los dos primos y Tabriz, que formaban la avanzada, al llegar al sitio en que cayera Talmá rodaron también por tierra arrastrando a sus dueños, e igual cosa sucedió segundos después con los más inmediatos. Se produjo un desconcierto indescriptible; durante algunos minutos se debatieron mezclados hombres y caballos entre gritos, bufidos, blasfemias y lamentos. Muchos animales, ilesos, salieron disparando por la estepa en cuanto pudieron incorporarse, en tanto sus dueños lo hacían a duras penas doloridos y sangrantes. Las imprecaciones no tenían fin:

—¡Canallas!… ¡Forajidos!… ¡Nos han burlado!… ¡Tendieron una cuerda debajo de las hierbas!… ¡Desalmados!…

En ese momento una voz de trueno dominó a todas las otras:

—¡A caballo!… ¡Síganme, amigos!

Era la de Hossein, quien a pesar de haber sido arrojado por su bridón a diez pasos de distancia, no había sufrido daño al caer felizmente sobre una espesa mata de hierbas. Un pelotón de «sartos», de los más fieles, que habían podido contener a tiempo sus cabalgaduras, respondieron inmediatamente al llamado.

—¡A tu disposición, señor!

—¡Hay que alcanzar a esos chacales! ¡Perseguirlos sin tregua hasta el fin del mundo!… ¡Mi Talmá!… ¡Mi Talmá!… ¡Tengo que matarlos a todos!… ¡A mí, Tabriz!

El gigante ya estaba en pie, pero en cuanto quiso montar, su puro persa se derrumbó exhalando un quejumbroso relincho.

—No puedo acompañarte, señor —declaró pesaroso—. Mi fiel corcel se ha quebrado las patas delanteras.

—¡A mí, tío! ¡A mí, Abei!… —gritó Hossein—. ¡Ayúdenme a destruir a esos miserables!

El «beg» había hecho un gesto desesperado: su caballo, como el de su adicto servidor, tenía también las rodillas rotas.

—¡Vayan ustedes dos, hijos! —dijo resignado.

Hossein se lanzó a una carrera loca seguido por más de treinta «sartos» que no cesaban de vociferar:

—¡A ellos!… ¡A muerte!… ¡A muerte!…

Pero los «águilas de la estepa» les llevaban más de un kilómetro de ventaja y se alejaban aceleradamente en dirección al norte.

—¿Qué haces tú aquí, Abei? —preguntó el anciano sorprendido de verlo todavía allí.

El interpelado estaba por contestar cuando se oyeron fuertes descargas de arcabuces en lontananza.

—Padre —dijo entonces— parece que los bandidos están asaltando la aldea de los «sartos»… Creo que es más conveniente que vayamos a dar a estos una mano y hacer un escarmiento con los depredadores, con lo que conseguiremos al mismo tiempo que mi primo no tenga enemigos a su espalda.

—¡Conque habían preparado un doble asalto!… ¡Oh, esto es demasiado! —bramó Giah Agha con el rostro congestionado de rabia—. ¡Será preciso exterminar hasta el último de esos reptiles!… ¡Tabriz, rápido, procúrame un caballo!…