Capítulo XXV

Nos hallamos así perdidos en el inmenso y desolado océano Antártico, a más de 84° de latitud, embarcados en una frágil canoa y sin más provisión que tres tortugas. Sabíamos de sobra que el largo invierno polar no podía tardar, y era necesario que adoptáramos alguna decisión. Había seis o siete islas a la vista, todas pertenecientes al mismo archipiélago y distantes cinco o seis millas unas de otras; pero es de imaginar que no teníamos la menor intención de acercarnos a ellas. Al avanzar hacia el sur con la Jane Guy habíamos ido dejando gradualmente atrás las regiones más abundantes en hielos; y aunque este hecho no se hallaba de acuerdo con las nociones generales existentes al respecto, la experiencia no nos permitía ponerlo en duda. Por lo tanto, tratar de subir hacia el norte era una locura, especialmente en un período tan avanzado de la estación. Sólo un camino parecía ofrecernos alguna esperanza. Decidimos rumbear decididamente hacia el sur, donde quizá hubiera una probabilidad de descubrir nuevas tierras y acaso encontráramos un clima todavía más moderado

Hasta aquel momento habíamos notado que el Antártico, al igual que el Artico, no estaba sujeto a violentos temporales ni tenía un oleaje excesivamente bravo; pero de todos modos nuestra canoa era fragilísima, a pesar de su gran tamaño, y nos pusimos de inmediato a la tarea de reforzarla con los reducidos medios a nuestra disposición. La embarcación había sido construida con la corteza de un árbol desconocido y tenía cuadernas de sólido mimbre, muy bien adaptado a su finalidad. El largo total de la canoa era de unos cincuenta pies, su ancho de cuatro a seis y la profundidad de cuatro y medio; la forma y el aspecto diferían grandemente de los de las canoas que emplean las poblaciones conocidas de los océanos australes. Ni por un momento pensamos que fuera obra de los ignorantes isleños que las utilizaban, y algunos días más tarde, al interrogar a nuestro cautivo, supimos que habían sido construidas por los nativos de una región situada al sudeste de la isla donde las encontramos, y que habían caído accidentalmente en manos de aquellos bárbaros.

Poco podíamos hacer para dar mayor seguridad a nuestra embarcación. Descubrimos varias grietas a proa y a popa, que calafateamos con pedazos de lana procedentes de una chaqueta. Usando los remos sobrantes, de los que había gran cantidad, erigimos a proa una especie de armazón para mitigar la fuerza de las olas que pudieran amenazarnos por ese lado. Pusimos asimismo dos remos a modo de mástiles, asegurando uno a cada borda, con lo cual evitamos la necesidad de una verga. Atamos a los mástiles una vela fabricada con nuestras camisas, lo cual nos dio mucho trabajo, puesto que no podíamos contar con la ayuda de nuestro prisionero. La vista del lienzo blanco parecía afectarlo de extraña manera. Jamás conseguimos que se acercara o lo tocara, pues temblaba si queríamos obligarlo, y gritaba: «¡Tekeli-li!».

Completadas así las disposiciones concernientes a la seguridad de la canoa, pusimos proa hacia el sudoeste, con intención de dejar atrás la más austral de las islas. Hecho esto, rumbeamos decididamente hacia el sur. El tiempo podía considerarse como muy agradable. Soplaba un suave y continuo viento del norte, el mar estaba sereno y jamás era de noche. No se veía la menor partícula de hielo; jamás vi la menor señal de hielo desde que pasamos el paralelo correspondiente a la isla de Bennet. Y la temperatura del agua era demasiado elevada para permitir la existencia del hielo.

Después de matar la más grande de nuestras tortugas, que no sólo nos proporcionó carne, sino gran cantidad de agua, seguimos navegando siete u ocho días sin el menor incidente, período en el cual debimos avanzar mucho hacia el sur, puesto que teníamos continuamente viento de popa y una fortísima corriente se desplazaba en la dirección que seguíamos.

1 de marzo[10] —Varios fenómenos insólitos indicaron que estábamos llegando a una región tan nueva como asombrosa. Una alta barrera de vapor de un gris claro aparecía constantemente en el horizonte austral, y a veces fulguraban en ella enormes listas que corrían de este a oeste, o de oeste a este, hasta volver a presentar la misma altura uniforme, mostrando, en suma, todas las extrañas variaciones de la aurora boreal. La altura aproximada de estos vapores, según podíamos calcular desde donde estábamos, era de unos 25°. La temperatura del mar parecía ir creciendo progresivamente, y se notaba una perceptible alteración en su color.

2 de marzo.— Después de interrogar repetidamente a nuestro cautivo, llegamos a saber muchos detalles sobre las terribles islas, sus habitantes y costumbres; pero ¿cómo podría hacer perder tiempo ahora a mis lectores? Diré, sin embargo, que, según supimos, el archipiélago estaba formado por ocho islas, gobernadas por un rey común llamado Tsalemon o Psalemoun, quien residía en una de las islas menores; que la piel negra que constituía la ropa de los guerreros procedía de un animal de gran tamaño, que sólo habitaba en un valle próximo a la corte del rey; que los isleños eran capaces de fabricar únicamente balsas, y que las cuatro canoas habían sido las únicas de ese tipo en su posesión, después de obtenerlas de manera accidental, pues procedían de una isla mayor situada al sudeste; que el nombre de nuestro cautivo era Nu-Nu, el cual no conocía la isla de Bennet, y nos hizo saber que aquélla a la cual pertenecía se denominaba Tsalat. El comienzo de las palabras Tsalemon y Tsalal lo constituía un sonido fuertemente sibilante, imposible de imitar a pesar de nuestros esfuerzos, y que coincidía exactamente con el grito del alcaraván negro que habíamos matado en la cumbre de la colina.

3 de marzo.— El calor del agua se hacía muy notable, a la vez que cambiaba rápidamente de color; en vez de transparente era ahora de una tonalidad y consistencia lechosas. Cerca de nosotros era siempre tranquila y nunca ponía en peligro la canoa, pero muchas veces nos sorprendimos al ver, a derecha e izquierda, y a distancias desiguales, súbitas y enormes agitaciones en la superficie; terminamos por comprobar que eran siempre precedidas por violentas inflamaciones de la región de vapores en el horizonte sur.

4 de marzo.— A fin de ampliar nuestra vela, pues el viento del norte disminuía sensiblemente, saqué un pañuelo blanco del bolsillo de mi chaqueta. Nu-Nu estaba sentado a mi lado y, cuando la tela le rozó por casualidad la cara, tuvo un acceso convulsivo, sucedido por un aletargamiento y una somnolencia, en el curso de la cual repetía en voz baja: «¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!».

5 de marzo.— El viento cayó por completo, pero no cabía duda de que seguíamos derivando rápidamente hacia el sur, arrastrados por la fortísima corriente. Hubiera sido harto razonable que, frente al giro que empezaban a tomar los acontecimientos, nos hubiésemos alarmado poco a poco; pero no era así. El rostro de Peters no indicaba la menor preocupación, aunque a veces sorprendía en él una expresión que no alcanzaba a descifrar. El invierno polar parecía estar acercándose… mas sin ninguno de sus terrores. Yo sentía un embotamiento físico y mental, y estaba como sumido en una ensoñación; pero eso era todo.

6 de marzo.— El vapor gris ascendió varios grados más sobre el horizonte, mientras perdía poco a poco su tonalidad característica. El agua estaba extremadamente caliente, hasta desagradable al tacto, y su color lechoso se advertía con nitidez. Hoy se produjo una violenta agitación en el mar a muy poca distancia de la canoa. Como de costumbre, coincidió con un terrible resplandor en lo alto de la barrera de vapores, que por un momento quedó dividida en su base. Un fino polvo blanco, semejante a ceniza (pero que ciertamente no lo era) cayó sobre la canoa y sobre una gran extensión del agua, mientras el resplandor moría entre los vapores y las aguas se iban calmando. Nu-Nu se arrojó boca abajo en el fondo de la canoa, y no pudimos persuadirlo de que volviera a levantarse.

7 de marzo.— Interrogamos a Nu-Nu sobre las razones que habían movido a sus compatriotas a matar a nuestros compañeros, pero parecía demasiado sobrecogido de terror para contestarnos de manera coherente. Seguía tirado en el fondo de la canoa, y cuando repetimos nuestra pregunta se puso a gesticular como un idiota, entre otras cosas levantándose el labio superior con un dedo, para mostrar los dientes. Los tenía completamente negros. Jamás habíamos visto antes los dientes de un habitante de Tsalal.

8 de marzo.— Hoy nadó cerca de nosotros uno de aquellos animales blancos cuya aparición en la playa de Tsalal había producido tal conmoción entre los salvajes. Lo hubiera capturado, pero me dominó algo así como una indiferencia y me abstuve. El calor del agua seguía aumentando y ya no se podía meter en ella la mano. Peters habló muy poco, y yo no sabía qué pensar de su apatía. En cuanto a Nu-Nu, solamente respiraba.

9 de marzo.— La sustancia, cenicienta caía ahora continuamente sobre nosotros en grandes cantidades. La barrera de vapores hacia el sur se había alzado prodigiosamente en el horizonte y comenzaba a asumir poco a poco una forma precisa. Sólo alcanzo a compararla con una catarata sin límites, cayendo silenciosamente en el mar desde algún inmenso y lejanísimo borde del cielo. La gigantesca cortina abarcaba por entero el horizonte sur. No producía ningún ruido.

21 de marzo.— Una lóbrega oscuridad se cernía sobre nosotros, pero de las lechosas profundidades del océano se alzaba una luminosidad que subía por la borda de la canoa. Ahora estábamos casi tapados por la lluvia blanca y cenicienta que se depositaba sobre nosotros y la canoa, pero que se disolvía al caer en el agua. La cumbre de la catarata se perdía por completo en la oscuridad y la distancia. Empero nos acercábamos a ella con una terrible velocidad. Por momentos se hacían visibles como desgarrones enormes, instantáneos, y de aquellas aberturas, dentro de las cuales se advertía un caos de imágenes fugitivas e indistintas, brotaban vientos huracanados pero silenciosos, que agitaban en su curso el encendido mar.

22 de marzo.— La oscuridad aumentó todavía más y sólo la aliviaba el resplandor del agua que nacía de aquella blanca, cortina alzada frente a nosotros. Muchos pájaros gigantescos, de una blancura fantasmal, volaban continuamente viniendo de más allá del velo blanco, y su grito, mientras se perdían de vista, era el eterno «¡Tekeli-li!». Entonces Nu-Nu se estremeció en el fondo de la canoa, pero al tocarlo descubrimos que su espíritu lo había abandonado. Y de pronto nos vimos precipitados en el abrazo de la catarata, y un abismo se abrió en ella para recibirnos. Pero surgió a nuestro paso una figura humana velada, cuyas proporciones eran mucho más grandes que las de cualquier habitante de la tierra. Y la piel de aquella figura tenía la perfecta blancura de la nieve.

Nota

Las circunstancias relacionadas con la reciente y trágica muerte de Mr. Pym son bien conocidas de los lectores por las informaciones de la prensa. Se teme que los pocos capítulos que faltaban para completar su narración, y que aquél guardaba en su poder mientras los otros se hallaban en curso de impresión, se hayan perdido irremediablemente en el accidente que le costó la vida. Sin embargo, puede que no sea así, y si llegan a encontrarse dichos papeles serán dados a conocer al público.

No se ha descubierto ningún medio para llenar esta laguna. El caballero cuyo nombre se menciona en el prefacio, y que según se señala en el mismo podría estar en condiciones de completar lo que falta, ha declinado hacerlo; arguye para ello razones convincentes, que se refieren a la inexactitud general de los detalles que le fueron proporcionados, y a que no cree en la verdad de la última parte de la narración. Peters, que podría suministrar informaciones, vive todavía y reside en Illinois, pero por el momento no es posible dar con él. Si se descubre su paradero, no dudamos de que será capaz de completar los informes de Mr. Pym.

La pérdida de los dos o tres capítulos finales (pues no eran más) es harto lamentable, ya que sin duda contenían informaciones referentes al Polo, o por lo menos a las regiones inmediatamente vecinas, y que esas informaciones habrían podido ser verificadas o desmentidas a breve plazo por la expedición gubernamental que se está preparando con destino al océano Antártico.

Cabe hacer algunas observaciones concernientes a un punto de la narración, y el autor de este apéndice se sentirá muy satisfecho si lo que hace notar sirviera para que los lectores concedieran mayor crédito a las muy extrañas páginas que acabamos de publicar. Aludimos a los abismos hallados en la isla de Tsalal y a la serie de esquemas que figuran en las páginas 194-197.

Mr. Pym no ha agregado comentarios a sus figuras, y habla de las muescas halladas en el fondo del más oriental de aquellos abismos, como si sólo la fantasía pudiera establecer un parecido entre las mismas y algunos caracteres alfabéticos, terminando por pronunciarse claramente en contra de esa idea. La afirmación es formulada con tanta sencillez y apoyada por una demostración tan concluyente (vale decir, la coincidencia de los pedazos de roca hallados en el polvo con las muescas de la pared) que nos sentimos obligados a creer en la buena fe del autor, cosa de la cual no dudaría ningún lector sensato. Pero como los hechos referentes a todas las figuras son muy singulares (especialmente si se los vincula con la narración en sí), me permitiré decir unas palabras sobre los mismos, máxime cuando parecen haber escapado por completo a la atención de Mr. Poe.

Las figuras 1, 2, 3 y 5, una vez colocadas en el preciso orden en que se hallaban los abismos, y despojados de las pequeñas ramas o arcadas laterales (que, como se recordará, sólo servían de medios de comunicación entre las cámaras mayores, y tenían un carácter completamente distinto), constituyen una raíz verbal etiópica: la raízque significa «Estar en sombras», y de la cual se derivan todas las inflexiones para indicar la sombra o la oscuridad.

Con respecto a la figura evocada por las muescas «del lado izquierdo, o sea, el más septentrional» (figura 4), parece más que probable que la opinión de Peters fuera correcta, y que aquellos aparentes jeroglíficos fuesen realmente una obra de arte destinada a representar una forma humana. El lector puede consultar el esquema, percibiendo o no la semejanza sugerida; pero el resto de las muescas aportan una sólida confirmación a la idea de Peters. La hilera superior es, con toda evidencia, la raíz verbal arábiga«ser blanco», de donde nacen todas las inflexiones para la brillantez y la blancura. La hilera inferior no es tan evidente a primera vista. Los caracteres están un tanto quebrados y desunidos; pero de todos modos es imposible dudar de que, en su estado primitivo, constituían la palabra egipcia«la región del Sur». Debe observarse que estas interpretaciones confirman la opinión de Peters sobre la «más septentrional» de las figuras; en efecto, su brazo está tendido hacia el Sur.

Conclusiones semejantes abren amplio campo a la especulación y a las conjeturas más apasionantes. Debería considerárselas ligadas, no obstante, a alguno de los incidentes menos detallados en el curso de la narración, aunque la cadena de dichas conexiones diste de hallarse completa. ¡Tekeli-li!, era el grito de los aterrados nativos de Tsalal al descubrir el cuerpo del animal blanco cazado en alta mar. La misma exclamación la profería el cautivo tsalaliano al ver las telas blancas a que alude Mr. Pym. Está también el grito de los gigantescos, veloces y blancos pájaros que salían de la vaporosa cortina blanca del Sur. En Tsalal no se había encontrado nada blanco, ni tampoco en el viaje posterior a las regiones situadas más allá. No es imposible que «Tsalal», nombre de la isla de los abismos, revele, después de un minucioso análisis filológico, alguna relación con los abismos en cuestión o alguna referencia a los caracteres etiópicos tan misteriosamente escritos en sus laberintos.

Lo he grabado dentro de las colinas, y mi venganza, sobre el polvo dentro de la roca.