Capítulo XXII

Tal como lo comprendimos en seguida, nuestra situación era apenas menos espantosa que cuando creímos haber quedado enterrados en vida. No veíamos otra probabilidad que la de ser asesinados por los salvajes o arrastrar una miserable existencia de cautivos. Sin duda, podíamos escondernos cierto tiempo en las alturas de las colinas y, en caso extremo, ocultarnos en el abismo del cual acabábamos de salir; pero finalmente pereceríamos durante el largo invierno polar, víctimas del frío y el hambre, o seríamos descubiertos cuando intentáramos obtener medios de subsistencia.

Todo el territorio que nos rodeaba parecía hervir con multitudes de salvajes, muchos de los cuales, como pudimos advertirlo, habían venido tripulando balsas desde las islas situadas más al sur, con la indudable intención de ayudar a la captura y al saqueo de la Jane Guy. La goleta seguía fondeada en la bahía y los de a bordo parecían completamente ajenos al peligro que los amenazaba. ¡Cuánto ansiamos en aquel momento estar junto a ellos, ya para escapar, ya para perecer defendiéndonos! No veíamos ninguna posibilidad de advertirlos del peligro sin provocar nuestra destrucción inmediata, y sin proporcionarles, en verdad, ningún beneficio. Un tiro de pistola hubiese bastado para hacerles saber que algo andaba mal; pero no bastaría para avisarles que su única posibilidad de salvación estaba en levar anclas y abandonar inmediatamente la bahía; ni tampoco serviría para hacerles saber que ningún sentimiento del honor los obligaba ya a quedarse donde estaban, pues sus compañeros habían dejado de pertenecer a este mundo. Nuestra descarga no lograría que los hombres de a bordo enfrentaran al enemigo (que se preparaba al ataque) en mejores condiciones que las imperantes hasta ese momento; en resumen, de aquel disparo no resultaría nada de bueno y sí un mal infinito para nosotros, por lo cual, luego de madura reflexión, decidimos abstenernos.

Nuestro pensamiento inmediato fue intentar abrirnos paso hasta el barco, apoderándonos a tal fin de una de las cuatro canoas que se hallaban en la bahía. Pero no tardamos en reconocer la absoluta imposibilidad de esta tentativa. Como ya he dicho, todo el territorio estaba lleno de salvajes que se deslizaban por entre los matorrales y las anfractuosidades de las colinas, a fin de no ser observados desde la goleta. En nuestra vecindad inmediata, especialmente, bloqueando el único sendero por el cual podíamos esperar salir a la costa en el punto adecuado, habíase apostado el grupo de los guerreros vestidos de pieles negras, con Too-wit a la cabeza, los cuales sólo parecían aguardar algunos refuerzos antes de lanzarse al asedio de la Jane Guy. Por lo demás, en las canoas atracadas en la costa había también enemigos, cierto que desarmados, pero sin duda con armas a su alcance. Llenos de dolor nos vimos precisados a quedamos en nuestro refugio, como meros espectadores de la lucha que no iba a tardar en desarrollarse.

Media hora más tarde vimos sesenta o setenta balsas, o canoas de fondo plano, repletas de salvajes, que daban la vuelta a la extremidad, sur del puerto. Parecían no tener más armas que unas cortas mazas y las piedras que llevaban en el fondo de las embarcaciones. Inmediatamente después apareció otro contingente, aún más numeroso, aproximándose desde la dirección opuesta y enarbolando armas similares. Las cuatro canoas se llenaron rápidamente de nativos, que surgían de entre los arbustos de la bahía, y no tardaron en incorporarse a las primeras. Así, en menos tiempo del que he tardado en decirlo, y como por arte de magia, la Jane Guy se encontró rodeada por una inmensa multitud de exasperados salvajes dispuestos a capturarla costara lo que costase.

Ni siquiera por un instante pusimos en duda que lograrían su intento. Por más resueltos que estuvieran a defenderse los seis hombres que habíamos dejado a bordo, su número era enormemente desproporcionado para poder disparar eficazmente los cañones y sostener lucha tan desigual. Parecía casi imposible imaginar que ofrecieran alguna resistencia, pero en esto me equivocaba, pues no tardé en ver que maniobraban con el cable del ancla, colocando la nave de manera de enfrentar a los salvajes por el lado de estribor. A todo esto, las canoas se hallaban ya a tiro de pistola del barco y las balsas seguían a un cuarto de milla a barlovento. Debido a alguna causa desconocida, pero más probablemente por la agitación de nuestros pobres compañeros al verse en situación tan desesperada, la descarga de los cañones resultó un completo fracaso. Ninguna canoa fue alcanzada, ni herido ningún salvaje, pues la metralla resultó corta y rebotó sobre sus cabezas. El único efecto logrado fue el asombro que produjo al enemigo aquel estampido y el humo subsiguiente, tan vivo, que por un momento llegué a pensar que abandonarían sus designios y volverían a tierra. No hay duda que así lo hubieran hecho si nuestros hombres hubieran continuado su contraataque con una descarga de las armas más pequeñas, pues como las canoas se hallaban tan cerca no hubieran dejado de causarles muchas bajas, por lo menos las suficientes para impedirles que siguieran avanzando, mientras disparaban nuevamente los cañones contra las balsas. Pero, en vez de eso, dieron tiempo a los salvajes de las canoas a que se recobraran de su espanto y repararan en que no habían sufrido ningún daño, y, mientras ello ocurría, nuestros compañeros se precipitaban a babor para defenderse del avance de las balsas.

La descarga contra éstas produjo los más terribles efectos. La metralla y los balines de los grandes cañones partió por la mitad a siete u ocho balsas, matando a treinta o cuarenta salvajes y haciendo caer al agua, por lo menos, a otros cien, en su mayoría gravemente heridos. Los otros, enloquecidos de terror, se pusieron en precipitada fuga, sin detenerse siquiera a recoger a sus mutilados compañeros, que nadaban en todas direcciones entre gritos y clamores de socorro. Pero este excelente resultado se produjo demasiado tarde para la salvación de nuestros valientes camaradas. El grupo de las canoas abordaba ya la goleta; más de ciento cincuenta salvajes treparon por los cables y las redes de abordaje aun antes de que los defensores hubiesen alcanzado a disparar los cañones de babor. Nada ahora podía contener su rabia salvaje. Nuestros hombres fueron arrollados, pisoteados y descuartizados salvajemente en un instante.

Viendo esto, los nativos de las balsas dominaron sus temores y acudieron en enjambre a participar del pillaje. Pocos minutos después la Jane Guy ofrecía un lamentable espectáculo de tumulto y destrucción. Los puentes fueron destrozados y abiertos; la arboladura, las velas y todo lo que podía arrancarse quedó destruido como por arte de magia; luego, empujándola por la proa, remolcándola con las canoas y tirando de los lados, pues nadaban a miles alrededor del barco, los miserables acabaron por encallarla en la playa, después de soltar el cable del ancla, y la ofrecieron así a la voluntad de Too-wit, quien durante todo el curso de la lucha había conservado, como prudente general, sus cuarteles entre las colinas, pero que ahora, consumada la victoria a su entera satisfacción, condescendía a presentarse al frente de sus guerreros vestidos de pieles negras y a compartir el botín.

El descenso de Too-wit nos permitió abandonar nuestro escondite y explorar la colina en las vecindades del abismo. A unas cincuenta yardas de su boca vimos un pequeño manantial, donde saciamos la ardiente sed que nos consumía. No lejos del manantial descubrimos varios ejemplares de esa especie de avellano que he mencionado antes. Luego de probar los frutos, los encontramos sabrosos y muy semejantes a la avellana inglesa común. Llenamos nuestros sombreros, los vaciamos en nuestro refugio de la hondonada y volvimos por más. Mientras nos ocupábamos de recogerlos nos alarmó un ruido entre los arbustos, y estábamos a punto de retroceder hasta nuestro escondite cuando vimos un enorme pájaro negro de la especie de los alcaravanes que trataba penosamente de levantar vuelo entre los arbustos. Tanto me sorprendí que no pude hacer nada, pero Peters tuvo suficiente presencia de ánimo para correr antes de que el pájaro pudiera volar y aferrarlo por el pescuezo. Como se debatía graznando con mucha fuerza, estuvimos a punto de dejarlo escapar por miedo de que sus gritos llamaran la atención de los salvajes, que sin duda andaban por las inmediaciones. Una cuchillada, sin embargo, nos permitió derribarlo y no tardamos en arrastrarlo hasta la hondonada, felicitándonos de haber conseguido en esa forma una provisión de carne que nos duraría una semana.

Volvimos a salir, aventurándonos a considerable distancia por el declive sur de la colina, aunque no encontramos nada que nos sirviera de alimento. Recogimos un montón de leña seca, pero nos volvimos al reparar en algunos compactos grupos de nativos que regresaban al poblado cargados con el botín de a bordo, pues temimos que nos vieran al pasar debajo de la colina.

Nuestra tarea inmediata consistió en hacer nuestro escondite lo más seguro posible, y a tal efecto pusimos algunos arbustos en la abertura (de la cual ya he hablado, por ser la que nos permitió ver un jirón de cielo azul cuando llegamos a la plataforma provenientes del interior del abismo). Dejamos tan sólo una pequeña abertura, lo bastante grande para permitirnos ver la bahía sin peligro de que nos descubrieran desde abajo. Hecho esto nos felicitamos por la seguridad de nuestro refugio, pues nos hallábamos completamente protegidos de toda observación siempre que permaneciéramos dentro de la hendidura y no nos aventuráramos en la colina. No encontramos la menor huella de que los salvajes hubieran estado alguna vez en la hondonada, pero al reflexionar en la posibilidad de que la fisura por la cual habíamos llegado hasta allí hubiese sido creada por la caída del acantilado opuesto, y que no quedara otra vía de acceso a nuestro refugio, ya no nos sentimos tan contentos de hallarnos aislados de todo ataque, pues nos asustó la posibilidad de no encontrar ningún camino de descenso. Decidimos entonces explorar cuidadosamente la cumbre de la colina en cuanto se nos presentara una buena oportunidad. Por el momento nos limitamos a observar los movimientos de los salvajes valiéndonos de nuestro mirador.

Aquéllos habían terminado ya de destrozar el barco y se preparaban a incendiarlo. Poco más tarde vimos el espeso humo que salía por la escotilla de la cámara y momentos después brotaron enormes llamaradas del castillo de proa. La arboladura, mástiles y lo que quedaba de velamen se incendió rápidamente, y el fuego se fue extendiendo por los puentes. No obstante, muchos salvajes se mantenían al lado del buque golpeándolo con enormes piedras, hachas y balas de cañón para arrancar los pernos y demás piezas de hierro y de cobre. Tanto en la playa como en las balsas y canoas amontonábase en las inmediaciones de la goleta una muchedumbre que en total no bajaría de diez mil salvajes, aparte de los muchos que, cargados de botín, se volvían al poblado o regresaban a las islas vecinas. Al ver aquello presumimos que iba a ocurrir una catástrofe, y no nos vimos defraudados. Primeramente se produjo una especie de conmoción (que percibimos distintamente donde estábamos, tal como si nos hubiera tocado una corriente eléctrica), pero sin ninguna explosión. Los salvajes se sorprendieron y por un momento cesaron sus trabajos y clamores. Disponíanse a recomenzar cuando una masa de humo se alzó súbitamente de los puentes, semejante a una negra y pesada nube de tempestad; entonces, como si saliera de sus entrañas, surgió un alto río de fuego que subió, por lo menos, hasta un cuarto de milla de altura, prodújose una brusca expansión circular de la llama, mientras la atmósfera se veía mágicamente poblada en un instante por un salvaje caos de maderas, metales y miembros humanos, y, por fin, estalló la explosión en toda su furia, haciéndonos perder pie, mientras las colinas repetían y multiplicaban el atronador estrépito y una densa lluvia de fragmentos de aquella ruina caían desde todas direcciones en torno a nosotros.

La confusión entre los salvajes excedió con mucho nuestras mayores esperanzas. No había la menor duda de que acababan de cosechar los frutos, terribles y perfectos, de su traición. Quizá un millar de ellos pereció en la explosión, mientras un número igual quedaba gravemente herido. La entera superficie de la bahía estaba literalmente cubierta de miserables que se ahogaban y debatían, y en tierra las cosas eran todavía peores. Parecían completamente desanimados por lo súbito y completo de su destrucción, y no hacían ningún esfuerzo por socorrerse entre ellos.

Al cabo de un momento notamos un súbito cambio en su actitud. Saliendo del estupor en que se hallaban sumidos, parecieron entrar bruscamente en una extraordinaria excitación, corriendo como locos hasta cierto lugar de la costa y volviendo luego con un aire en el que se mezclaban el horror, la rabia y la más intensa curiosidad, mientras gritaban con todas sus fuerzas: ¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!

No tardamos en ver que un numeroso grupo entraba en las colinas, de donde regresó al poco rato con estacas. Las llevaron hasta el lugar donde la muchedumbre era más compacta, aunque se apartó en ese momento como para dejamos ver el objeto de tanta excitación. Percibimos algo blanco que yacía en la playa, pero al principio no nos dimos cuenta de lo que era. Por fin reconocimos el cuerpo del extraño animal de los dientes y las garras color escarlata que habíamos hallado en alta mar el 18 de enero. El capitán Guy había decidido guardar el cuerpo a fin de que fuera embalsamado para llevarlo a Inglaterra. Recuerdo que había dado instrucciones en ese sentido poco antes de que avistáramos la isla y que el animal fue bajado a la cámara y metido en uno de los armarios. La explosión acababa de arrojarlo a la playa, pero la razón de que produjera semejante consternación entre los indígenas se nos escapaba por completo. Aunque se amontonaban muy cerca del cuerpo, ninguno parecía dispuesto a aproximarse más. Poco a poco, los hombres que traían las estacas las fueron clavando hasta formar un círculo alrededor del animal muerto y, tan pronto quedó cerrado, aquella vasta asamblea se lanzó hacia el interior de la isla, gritando a voz en cuello su ¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!