El jefe cumplió su palabra, y pronto nos vimos abundantemente avituallados de alimentos frescos. Las tortugas eran sabrosísimas y los patos superaban nuestras mejores especies de patos silvestres, pues eran sumamente tiernos, jugosos y de fino sabor. Aparte de esto, y luego que hubieron comprendido nuestros deseos, los salvajes nos trajeron gran cantidad de apio y de codearía, así como una canoa llena de pescado fresco y algo de pescado seco. El apio nos resultó una golosina, y la codearía o hierba del escorbuto sirvió para mejorar muchísimo a aquellos de nuestros hombres que habían manifestado síntomas de la enfermedad. En muy poco tiempo la lista de enfermos quedó en blanco. Disponíamos asimismo de muchas otras provisiones frescas, entre las que cabe mencionar una especie de mariscos que se parecían a los mejillones por la forma, pero en cambio sabían a ostras. Abundaban asimismo los camarones y langostinos, así como huevos de albatros y de otras aves. Embarcamos igualmente gran cantidad de carne del cerdo que he descrito antes. Muchos marineros la encontraban excelente, pero a mí me parecía viscosa y sumamente desagradable.
A cambio de estos productos ofrecimos a los nativos cuentas azules, bujerías de bronce, clavos, cuchillos y piezas de tela roja, y todos se mostraron encantados con el trueque. Establecimos un mercado regular en la playa, bajo la protección de los cañones de la goleta, y nuestros intercambios se cumplían con todas las apariencias de la buena fe por parte de los salvajes, y un orden que su conducta en el poblado de Klock-klock no habría dejado sospechar.
Las cosas siguieron así amistosamente durante varios días, en el curso de los cuales algunos grupos de nativos acudieron frecuentemente a la goleta, mientras nuestros hombres desembarcaban para hacer largas excursiones al interior, donde no tropezaban con molestias de ninguna especie. Al advertir con cuánta facilidad podríamos cargar nuestro navío de biche de mer, dada la amistosa actitud de los isleños y lo dispuestos que se mostrarían a ayudarnos en su recolección, el capitán Guy resolvió entrar en tratos con Too-wit a fin de que los salvajes construyeran varios depósitos adecuados para curar el producto y asegurarse sus servicios en la recolección de la mayor cantidad posible del mismo, lo cual debería ocurrir mientras nosotros, aprovechando el excelente tiempo, continuábamos viaje al sur. Cuando mencionó su proyecto al jefe, éste pareció muy dispuesto a llegar a un acuerdo. Así se hizo, con entera satisfacción de ambas partes, y se decidió que después de elegir el terreno adecuado, erigir una parte de los edificios y realizar algunos trabajos, de los cuales participaría la totalidad de nuestra tripulación, la goleta seguiría su viaje, dejando tres hombres en la isla para que vigilaran la terminación de los trabajos e instruyeran a los nativos en la cura de la biche de mer. Con respecto al pago, dependería del trabajo que cumplieran los salvajes en nuestra ausencia. Deberían recibir una cantidad estipulada de cuentas azules, cuchillos, tela roja y otros productos parecidos, a cambio de un número determinado de picules[7] de biche de mer, ya preparados a nuestro regreso.
Pienso que a algunos de mis lectores puede interesarles una descripción de este importantísimo producto comercial y la manera de prepararlo, por lo cual aprovecho este momento para intercalarla. La noticia que sigue ha sido extraída de una moderna crónica de un viaje a los mares del Sur:
«Hay un molusco de los mares índicos que el comercio conoce con el nombre francés de bouche de mer (bocado de mar). Si no me engaño, el famoso Cuvier lo denomina gasterópoda pulmonífera. Se lo recoge en abundancia en las costas de las islas del Pacífico, principalmente con destino al mercado de China, donde alcanza un alto precio, quizá tanto como sus celebrados nidos de golondrina comestibles, los cuales están probablemente formados con la sustancia gelatinosa que las golondrinas extraen del cuerpo de dichos moluscos. Estos no tienen concha, patas, ni ninguna parte prominente, salvo un conducto absorbente y otro excretorio, opuestos entre sí; pero como poseen una estructura elástica, semejante a la de las orugas y gusanos, se arrastran hasta aguas poco profundas, donde son descubiertos por una variedad de golondrina, cuyo agudo pico se inserta en el blando animal y le extrae una sustancia gomosa y filamentosa, que al secarse constituye las sólidas paredes de los nidos de dichos pájaros. De ahí el nombre de gasterópoda pulmonífera dado a los moluscos.
»Estos animales son oblongos y de un tamaño que va de tres a dieciocho pulgadas de largo; he visto unos pocos que no medían menos de dos pies. Son casi redondos, algo aplanados por la parte que toca el fondo del mar y de una a ocho pulgadas de espesor. Se arrastran hasta aguas poco profundas en ciertas épocas del año, probablemente a los efectos del apareo, pues con frecuencia los encontramos por parejas. Se acercan a las playas cuando el sol entibia el agua de las costas, y con frecuencia se sitúan en aguas tan poco profundas que, con el reflujo, quedan al descubierto y expuestos a los rayos del sol. Pero no traen a los más pequeños a esas aguas, pues jamás hemos observado allí a su progenie, y sólo los mayores salen de las aguas profundas. Su alimento principal lo constituye esa especie de zoófitos que produce el coral.
»Por lo regular la biche de mer se recoge a tres o cuatro pies de agua, siendo luego llevada a la playa y abierta con un cuchillo por una de sus extremidades, practicando una incisión de una pulgada o más, según el tamaño del molusco. Por esta incisión se extraen a presión las entrañas, que se parecen a las de cualquiera de los pequeños animales de las profundidades. Se lava el animal y se lo hierve hasta cierto punto que no debe ser excesivo ni insuficiente. Luego se los entierra durante cuatro horas y se los vuelve a hervir poco tiempo, tras de lo cual se procede a secarlos por acción del fuego o del sol. Los curados por el sol son los más valiosos, pero en el tiempo en que se obtiene un picul por este método yo sé cómo curar treinta picules con ayuda del fuego. Una vez adecuadamente secos, pueden permanecer dos o tres años en un lugar seco, sin el menor riesgo; pero conviene examinarlos cada tantos meses, digamos cuatro veces al año, para asegurarse de que ninguna humedad los afecta.
»Como hemos dicho, los chinos consideran la biche de mer como un gran lujo y están convencidos de que fortifica y nutre extraordinariamente el organismo, así como que renueva el vigor de los inmoderadamente voluptuosos. Los de primera calidad alcanzan alto precio en Cantón, cotizándose a 90 dólares el picul; los de segunda calidad se pagan 75 dólares; la tercera, 50; la cuarta, 30; la quinta, 20; la sexta, 12; la séptima, ocho, y la octava, cuatro dólares; pero con frecuencia hay pequeños cargamentos que obtienen aún mayores precios en Manila, Singapur y Batavia».
Una vez que llegamos a un acuerdo, procedimos a desembarcar inmediatamente todo lo necesario para levantar los edificios y despejar el terreno. Se escogió un amplio solar llano, en la costa oriental de la bahía, donde no faltaban la madera y el agua dulce, aparte de hallarse a distancia conveniente de los arrecifes principales donde habría de recogerse la biche de mer. Nos pusimos a trabajar con energía y, poco después, con gran asombro de los salvajes, habíamos derribado suficiente número de árboles para nuestros propósitos, preparando los troncos para alzar el esqueleto de los edificios; los cuales quedaron tan adelantados en dos o tres días, que pudimos confiar el resto de la tarea a los tres hombres que quedarían en la isla. Eran éstos John Carson, Alfred Harris y un tal Peterson (todos ellos londinenses, según creo), quienes se ofrecieron voluntariamente para permanecer en tierra.
A fin de mes todo estaba pronto para nuestra partida. Habíamos prometido, sin embargo, efectuar una visita de despedida al poblado, y Too-wit insistió tan tenazmente en que fuéramos, que no nos pareció aconsejable correr el riesgo de ofenderlo por una negativa. Creo que a esta altura ninguno de nosotros tenía la menor sospecha sobre la buena fe de los salvajes. Todos ellos se habían portado de la manera más decorosa, ayudándonos activamente en nuestro trabajo, ofreciéndonos sus artículos, muchas veces sin pedir nada en cambio, y sin robarnos jamás, a pesar de que el altísimo valor que concedían a nuestros efectos se evidenciaba en las extravagantes demostraciones de alegría a que se entregaban cada vez que les hacíamos un regalo. Las mujeres, especialmente, eran sumamente amables, y preciso es decir que hubiéramos sido los seres más desconfiados del mundo si hubiésemos pensado un solo momento en alguna perfidia por parte de un pueblo que tan bien nos trataba. Pero bastó poco tiempo para probarnos que esta aparente amabilidad no era más que el resultado de un astuto plan destinado a destruirnos, y que los isleños, que tan estimables nos parecían, se contaban entre los más bárbaros, sutiles y sangrientos salvajes que jamás hayan contaminado la faz de la tierra.
En 1.º de febrero desembarcamos con objeto de visitar el poblado. Aunque, como he dicho, no teníamos ninguna sospecha, jamás descuidábamos las debidas precauciones. Dejamos seis hombres en la goleta, con órdenes de no permitir que ningún salvaje se acercara en nuestra ausencia, bajo ningún pretexto, y de montar guardia permanente en cubierta. Las redes de abordaje estaban alzadas, los cañones con doble carga de balines y metralla, y las culebrinas giratorias cargadas con sacos llenos de balas de mosquete. La goleta fondeaba a una milla de la costa, y nadie podía acercársele de ninguna parte sin ser claramente visto y quedar expuesto al fuego de nuestras culebrinas.
Aparte de los seis hombres que permanecían a bordo, nuestras fuerzas consistían en treinta y dos personas en total. Estábamos armados hasta los dientes y llevábamos mosquetes, pistolas y machetes; cada uno de nosotros tenía además un largo cuchillo de marinero, bastante parecido a los cuchillos de monte que tanto se usan ahora en nuestras regiones del oeste y del sur. Un centenar de guerreros de los que vestían pieles negras nos esperaba en el desembarcadero, a fin de acompañarnos. Notamos con sorpresa que esta vez estaban completamente desarmados, y al interrogar a Too-wit, nos contestó simplemente que Matlee non toe pa pa si, o sea que, allí donde todos eran hermanos, no había necesidad de armas. Aceptamos complacidos estas palabras y nos pusimos en marcha.
Habíamos cruzado el manantial y el arroyuelo de los que ya he hablado, y entramos en una angosta garganta a través de la cadena de colinas de esteatita donde se encontraba situada la aldea. Esta garganta era sumamente rocosa e irregular, al punto que me costó bastante remontarla en el curso de nuestra primera visita a Klock-klock. El largo total de la hondonada sería de una milla y media, quizá de dos. Ondulaba en todas direcciones a través de las colinas (dando la impresión de estar constituida por el lecho de un antiguo torrente), y jamás se andaban más de veinte pasos sin encontrar una brusca curva. Las laderas de aquel valle debían medir con seguridad unos setenta u ochenta metros de altura a lo largo de todo el recorrido, y en algunas partes se alzaban a una altura vertiginosa, oscureciendo de tal manera al desfiladero que poca luz del día alcanzaba a llegar hasta él. El ancho normal era de unos cuarenta pies, pero a veces disminuía hasta no dejar paso más que a cinco o seis personas de frente. En suma, no podía haber mejor lugar en el mundo para planear una emboscada, y nada más natural que revisáramos cuidadosamente nuestras armas en el momento de penetrar en el desfiladero. Cuando pienso ahora en tan enorme locura, lo que más me asombra es que hayamos sido capaces de entregarnos de manera tan completa a unos salvajes desconocidos, al punto de permitirles que marcharan delante y detrás de nosotros mientras cruzábamos el paso. Y sin embargo aceptamos ciegamente ese orden, confiando como insensatos en la fuerza de nuestro bando, la falta de armas de Too-wit y los suyos, la eficacia de las armas de fuego (cuyos efectos seguían siendo desconocidos para los salvajes) y, más que nada, en la prolongada simulación de amistad de aquellos infames. Cinco o seis de éstos iban siempre adelante, al parecer ocupados en apartar las piedras más grandes y las ramas del camino. Luego venía nuestro grupo; caminábamos estrechamente juntos, cuidando de evitar toda separación. Cerraba la marcha el grupo principal de los salvajes, que observaba un orden y una compostura poco frecuente en ellos.
Dirk Peters, un marinero llamado Wilson Allen y yo nos hallábamos a la derecha de nuestros compañeros y avanzábamos mirando con atención las extrañas estratificaciones del precipicio que nos dominaba. Una fisura en aquella blanca roca nos llamó la atención. Era lo bastante ancha para dejar paso a una persona, y penetraba en la colina unos dieciocho o veinte pies en línea recta, girando luego hacia la izquierda. La altura del pasaje, según alcanzábamos a ver desde la garganta principal, era de unos sesenta o setenta pies. Había uno o dos arbustos achaparrados que crecían por la parte interior de la fisura, y como vi que tenían una especie de avellanas, penetré rápidamente en la entrada, recogí en un instante cinco o seis frutos y me apresuré a retroceder. Al darme vuelta descubrí que Peters y Allen me habían seguido. Les pedí que volvieran, pues no había lugar para que pasaran dos personas, agregando que compartiríamos las avellanas. Se volvieron entonces, y regresaban hacia la abertura, con Allen ya en la boca de la misma, cuando sentí un choque que no se parecía a nada de lo que hubiera experimentado jamás, y que me dio una vaga idea, si realmente pensé en alguna cosa, de que los fundamentos del globo terrestre acababan de quebrarse y que había llegado el día de la disolución general.