Capítulo XIX

Tardamos casi tres horas en llegar al poblado, que se hallaba a más de nueve millas en el interior, al final de un sendero que corría por un país escabroso. A medida que avanzábamos, el grupo de Too-wit (formado por los ciento diez salvajes de las canoas) se fue reforzando con pequeños destacamentos, de dos a seis o siete hombres, que se incorporaban como por casualidad en diferentes trechos del sendero. En estas maniobras parecía haber algo tan calculado que no pude dejar de sentir desconfianza, y así se lo hice saber al capitán Guy. Empero ya era demasiado tarde para retroceder, y decidimos que lo más seguro era aparentar perfecta confianza en la buena fe de Too-wit. Seguimos adelante, pues, observando atentamente a los salvajes, y no les permitimos que se ubicaran entre nuestras filas a fin de separamos. Así, luego de atravesar un desfiladero lleno de precipicios, llegamos por fin a donde, según se nos dijo, se hallaba el único poblado de la isla. Cuando estuvimos cerca, el jefe lanzó un grito, repitiendo varias veces la palabra «Klock-klock», que supusimos era el nombre del poblado, o quizá la designación genérica de una aldea.

Las viviendas eran de lo más miserable que imaginarse pueda, y a semejanza de las chozas de las razas más salvajes y atrasadas, no respondían a un plan uniforme. Algunas de ellas (que según supimos pertenecían a los Wampoos o Yampoos, los notables de la tierra) consistían en un tronco de árbol cortado a unos cuatro pies de la raíz, con una gran piel negra tendida por encima y cayendo en pliegues sueltos hasta el suelo. Debajo de ella moraban los salvajes. Otras viviendas estaban constituidas por gruesas ramas de árboles, con su follaje seco, que se apoyaban en un ángulo de 45 grados contra un amontonamiento de arcilla, sin forma alguna y de unos cinco o seis pies. Había otras, además, formadas por simples agujeros perpendiculares en la tierra, cubiertos con ramas similares, que los moradores retiraban al entrar y volvían a poner cuando estaban dentro. Unas pocas habían sido construidas en los árboles, cuyas ramas superiores estaban parcialmente cortadas de manera que cayesen sobre las inferiores, para ofrecer una mejor protección contra la intemperie. Pero la mayoría de las habitaciones consistían en pequeñas cavernas practicadas en la cara de una abrupta roca oscura, que recordaba la tierra de batán y rodeaba por tres lados el poblado. A la entrada de cada una de esas cavernas primitivas había una pequeña roca, que los habitantes colocaban cuidadosamente en su sitio al salir, por razones que no alcancé a comprender, ya que la piedra sólo alcanzaba a cubrir un tercio de la abertura.

La aldea, si cabía darle este nombre, se hallaba en un valle bastante profundo, y sólo tenía acceso por el sur, ya que la escarpada roca a que me he referido cerraba todas las otras posibles entradas. Hacia la mitad del valle corría un tumultuoso arroyo de la misma agua de mágico aspecto que he descrito. Vimos varios extraños animales cerca de las viviendas, y todos parecían domesticados. El mayor de ellos recordaba a nuestro cerdo por la estructura del cuerpo y el hocico; pero tenía la cola muy poblada y las patas tan finas como las del antílope. Se movía torpe e indecisamente, y jamás vimos que intentara correr. Reparamos asimismo en otros animales parecidos a aquél, pero de cuerpo mucho más largo y cubierto de lana negra. Se notaba gran variedad de aves domésticas, que andaban por todas partes y parecían constituir el principal alimento de los nativos. Para nuestra estupefacción, entre aquellas aves descubrimos albatros negros en completo estado de domesticación, los cuales volaban periódicamente hasta el mar en procura de alimento, pero no tardaban en regresar al poblado, usando la vecina playa del sur como lugar para la incubación. Allí se encontraban como siempre con sus amigos los pingüinos, pero estos últimos no los seguían jamás hasta la aldea de los salvajes.

Entre las otras aves domésticas que vimos figuraban patos, que no se diferenciaban gran cosa del tipo común en nuestro país; bubias negras y un gran pájaro de apariencia semejante a la del buharro, pero no carnívoro. Los salvajes parecían disponer de gran variedad de pescado. Vimos cantidad de salmón seco, bacalao, delfines azules, caballa, mújoles, anguilas, pez-elefante, lisas, lenguados, escaros, trillas, merluzas, rodaballos, «paracutas» y otras innumerables especies. Advertimos igualmente que la mayoría eran similares a los peces propios de las islas Auckland, situadas a una latitud tan baja como los 51° S. Abundaba igualmente la tortuga galápago. Vimos muy pocos animales salvajes y ninguno de gran tamaño o de alguna especie que nos resultara familiar. Una o dos serpientes de formidable aspecto surgieron en nuestro camino, pero los nativos apenas se fijaron en ellas, por lo cual dedujimos que no eran venenosas.

Cuando llegamos al poblado con Too-wit y sus acompañantes, una multitud acudió a recibimos con grandes clamores, entre los cuales sólo pudimos distinguir las habituales palabras ¡Attamoo-moo! y ¡Lama-Lama! Nos sorprendió muchísimo descubrir que, con una o dos excepciones, los recién llegados estaban completamente desnudos, pues sólo los hombres de las canoas vestían pieles. Asimismo todas las armas de la región parecían estar en manos de estos últimos, pues no vimos ninguna en poder de los pobladores. Había cantidad de mujeres y niños, y de las primeras no podía decirse que les faltara lo que se llama belleza física. Eran erguidas, altas y muy bien formadas, con una gracia y libertad en los movimientos que no se ven en las sociedades civilizadas. Sus labios empero, al igual que los de los hombres, eran gruesos y toscos, al punto que aun riendo no alcanzaba a vérseles los dientes. Su cabello era más fino que el de los hombres.

Entre aquellos desnudos aldeanos habría unos diez o doce que andaban vestidos con pieles negras, como los hombres de Too-wit, y armados de lanzas y pesadas mazas. Parecían gozar de gran influencia sobre el resto, y todo aquel que se dirigía a ellos lo hacía llamándoles Wampoo. Comprobamos también que habitaban los palacios de pieles negras. El de Too-wit se hallaba situado en el centro del villorrio, y era mucho más grande y de mejor construcción que los otros que se le parecían. El árbol que formaba su eje había sido cortado a unos doce pies de la raíz y le habían dejado varias ramas inmediatamente debajo del corte para que sirvieran de soporte a las colgaduras de pieles y les impidieran caer contra el tronco. Dichas pieles, en número de cuatro unidas entre sí con brochetas de madera, estaban aseguradas en el suelo mediante estacas clavadas en tierra. A manera de alfombra, el piso de la tienda había sido cubierto de hojas secas.

Fuimos conducidos con gran solemnidad a la choza, y junto a nosotros se amontonó la mayor cantidad posible de nativos. Too-wit se sentó sobre las hojas, invitándonos con gestos a que lo imitáramos. Así lo hicimos, encontrándonos muy pronto en una situación sumamente incómoda ya que no crítica. Éramos sólo doce hombres, sentados en el suelo y rodeados por no menos de cuarenta salvajes en cuclillas y tan cerca de nosotros que, en caso de haber surgido alguna diferencia, nos hubieran impedido hacer uso de nuestras armas y aun enderezarnos. La presión no sólo se hacía sentir dentro de la choza sino fuera, donde probablemente se hallaban todos los pobladores de la isla, que sólo se abstenían de pisarnos hasta acabar con nosotros gracias a las incesantes vociferaciones y esfuerzos de Too-wit. Empero, nuestra principal garantía de seguridad la constituía la presencia del mismo Too-wit entre nosotros, y estábamos dispuestos a no perderlo de vista y a sacrificarlo a la primera señal de una intención hostil, ya que ésa parecía ser la única posibilidad de zafarnos de aquella situación.

Después de no pocas dificultades, se llegó a restablecer un tanto el orden, y el jefe nos dirigió un larguísimo discurso que se parecía mucho al que había pronunciado desde su canoa, salvo que en este caso los ¡Anamoo-moo!, se repetían en mayor número que los ¡Lama-Lama!

Escuchamos en profundo silencio hasta la conclusión de la arenga, y entonces el capitán Guy contestó asegurando al jefe que podía contar con nuestra eterna amistad y buena voluntad, y terminando lo que tenía que decir en forma de regalo, o sea presentando al jefe varios collares de cuentas azules y un cuchillo. A la vista de las primeras, y para nuestra gran sorpresa, el monarca apartó el rostro con aire desdeñoso, pero el cuchillo lo llenó de infinita satisfacción, por lo cual ordenó inmediatamente la comida. Esta fue traída a la tienda por varios sirvientes, y consistía en las entrañas palpitantes de alguna especie desconocida de animal, probablemente uno de los cerdos de finas patas que habíamos observado a nuestra entrada en la aldea. Al ver que no sabíamos como arreglárnoslas, Too-wit nos dio el ejemplo, poniéndose a devorar yarda tras yarda de aquellas tentadoras tripas, hasta que no nos fue posible tolerar más tiempo semejante espectáculo, y manifestamos tales síntomas de náusea y malestar de estómago que su majestad quedó casi tan asombrado como delante de los espejos. Pero insistimos en declinar su ofrecimiento de que compartiéramos aquellos exquisitos manjares, y tratamos de hacerle comprender que no teníamos apetito, pues acabábamos de terminar un suculento déjeuner.

Una vez que el monarca hubo acabado su comida, iniciamos una serie de interrogatorios de la mejor manera que se nos iba ocurriendo, a fin de descubrir cuáles eran las principales producciones de la región, y si alguna de ellas podía proporcionar beneficios. Al final Too-wit pareció comprender algo de lo que queríamos, y se ofreció a acompañarnos a cierta parte de la costa donde abundaba la biche de mer (según nos dio a entender señalando un ejemplar de este animal). Nos alegramos grandemente de la oportunidad que se nos presentaba de escapar a la presión de la muchedumbre, y le manifestamos nuestra intención de seguirlo. Dejando la tienda y acompañados por toda la población del villorrio, fuimos con el jefe a la extremidad sudeste de la isla, no lejos de la bahía donde fondeaba nuestro navio. Esperamos una media hora, hasta que algunos salvajes trajeron las cuatro canoas; entramos en una de ellas, y los salvajes remaron hasta pasar la primera línea de arrecifes, y luego una segunda, donde vimos biche de mer en cantidades muy superiores a las que nuestros marinos habían hallado jamás en aquellos archipiélagos de latitudes inferiores, celebrados por su abundancia en ese producto. Sólo permanecimos cerca de los arrecifes el tiempo suficiente para verificar que hubiéramos podido cargar fácilmente una docena de barcos con dicho producto, y nos hicimos llevar de vuelta a la goleta, donde nos despedimos de Too-wit luego de obtener su promesa de que al día siguiente traería todos los patos y las tortugas galápagos que pudieran contener sus canoas.

En el curso de esta aventura no notamos nada en el comportamiento de los indígenas que nos hiciera sospechar malas intenciones, salvo la manera sistemática con que su grupo se había ido reforzando mientras avanzábamos en dirección al poblado.