La Jane Guy era una bonita goleta de dos palos, de 180 toneladas. Tenía una proa insólitamente afilada y jamás he visto velero más veloz bajo el viento, siempre que hiciera buen tiempo. Pero sus cualidades de resistencia en un temporal no eran tan notables, y excesivo su calado para el uso al cual estaba destinada. Para este servicio se requiere un barco de mayor tonelaje y de calado proporcionalmente menor; digamos un barco de 300 a 350 toneladas. Este navío debería ser de tres palos y estar construido de manera completamente distinta a la de los habituales barcos de los Mares del Sur. También sería necesario que estuviese bien armado; digamos que llevara diez o doce carronadas de doce libras, dos o tres cañones largos, igualmente de doce, así como cañones cortos de bronce, de tiro múltiple, y compartimentos estancos para las armas en cada cofa. Sus cadenas y cables deberían ser mucho más fuertes de lo que requiere para cualquier otro servicio, y, sobre todo, debería disponer de una tripulación numerosa y eficiente, no menos de cincuenta o sesenta hombres para un barco como el que acabo de describir. El Jane Guy llevaba treinta y cinco hombres, todos ellos muy capaces, sin contar al capitán y al piloto, pero no estaba en modo alguno armada y equipada como lo habría deseado un navegante conocedor de las dificultades y los peligros de este comercio.
El capitán Guy era un caballero de modales muy finos y considerable experiencia en el tráfico del Sur, al cual había consagrado la mayor parte de su vida. Le faltaba energía, sin embargo, y, por tanto, el espíritu emprendedor que en estos casos se requiere imprescindiblemente. Era copropietario del barco que mandaba y tenía poderes discrecionales para navegar por los Mares del Sur y comerciar con cualquier cargamento que le pareciera conveniente. Como es usual en estos viajes, llevaba a bordo cuentas de colores, espejos, yesqueros, hachas, hachuelas, sierras, azadones, cepillos, escoplos, gubias, barrenos, limas, rebajadores de rayos, ralladores, martillos, clavos, cuchillos, tijeras, navajas, agujas, hilo de coser, cacharros de loza, percales, dijes y otros artículos similares.
La goleta zarpó de Liverpool el 10 de julio, cruzando el Trópico de Cáncer el 25, a los 20 grados de longitud este, y llegando el 29 a Sal, una de las islas del Cabo Verde, donde se aprovisionó de sal y otras vituallas necesarias para el crucero. El 3 de agosto abandonó Cabo Verde, rumbeando al sudoeste en dirección a la costa del Brasil, a fin de atravesar el Ecuador entre los meridianos 28 y 30 de longitud oeste. Este es el rumbo que siguen habitualmente los barcos provenientes de Europa y que se encaminan al cabo de Buena Esperanza, y de allí a las Indias Orientales. Siguiendo dicho rumbo evitan las calmas chichas y las fuertes corrientes contrarias que dominan en la costa de Guinea, y, al fin de cuentas, el camino resulta el más rápido, pues nunca faltan vientos del oeste mediante los cuales se llega hasta el Cabo. El capitán Guy tenía intención de hacer su primera escala en la tierra de Kerguelen; no sé, realmente, para qué. El día en que fuimos rescatados la goleta había sobrepasado el cabo de San Roque, a 31 grados de longitud oeste; vale decir que, en el momento en que nos descubrió, habíamos derivado ¡no menos de 25 grados de norte a sur!
Fuimos tratados a bordo con toda la gentileza que nuestra desesperada situación exigía. En unos quince días, durante los cuales seguimos rumbeando al sudeste con viento suave y excelente tiempo, tanto Peters como yo nos recobramos por completo de los efectos de nuestras privaciones y horribles sufrimientos, y empezamos a pensar en lo que había ocurrido como si fuera una espantosa pesadilla de la que felizmente habíamos despertado, y no como algo que había sucedido en la más desnuda y despiadada realidad. Más tarde he llegado a comprobar que esta especie de olvido parcial se debe a la súbita transición, sea de la alegría al dolor o del dolor a la alegría; el grado de olvido está en relación directa con la intensidad del cambio. Así, en mi propio caso, me resultaba imposible darme clara cuenta de todas las miserias que había padecido en los días que pasé en el casco del bergantín. Recordaba los incidentes, pero no los sentimientos que me habían producido entonces. Sólo sé que en aquel momento había pensado que la naturaleza humana era incapaz de soportar una desesperación más grande.
Continuamos nuestro viaje durante varias semanas sin otros incidentes que el encuentro ocasional con balleneros; vimos asimismo varias ballenas negras —así llamadas para diferenciarlas de la ballena que produce el espermaceti—. Las encontramos sobre todo al sur del paralelo 25. El 16 de septiembre, hallándonos en las vecindades del cabo de Buena Esperanza, la goleta soportó su primer temporal considerable desde que zarpara de Liverpool. En estas regiones, pero con más frecuencia al sur y al este del promontorio (nosotros estábamos al oeste), los navegantes se han visto obligados muchas veces a enfrentar furiosas tempestades del norte. Estas van siempre acompañadas de una mar bravísima, y una de sus características más peligrosas es el brusco salto del viento a otro cuadrante, cosa que ocurre infaliblemente en el momento de máxima violencia. Supongamos un huracán que sopla del norte a noroeste; de improviso no se siente venir de aquella dirección ni la más ligera brisa, mientras que desde el sur arrecia con una violencia casi inconcebible. Un punto brillante en el cielo, hacia el sur, es la señal anunciadora de este cambio, por lo cual los barcos tienen tiempo de adoptar las debidas precauciones.
Serían las seis de la mañana cuando nos alcanzó la galerna, acompañada de copiosa lluvia; venía, como de costumbre, del norte. A las ocho había arreciado mucho, picándose el mar en una forma tan terrible que pocas veces había visto algo semejante. A bordo todo estaba cuidadosamente preparado, pero la goleta se movía excesivamente, dando pruebas de sus malas condiciones marinas, cabeceando hasta sumergir el castillo de proa a cada golpe de mar y emergiendo con enorme dificultad de cada ola para quedar sumergida bajo la siguiente.
Poco antes de ponerse el sol, el punto brillante que habíamos estado esperando se presentó hacia el sudoeste, y una hora más tarde vimos que la pequeña vela delantera colgaba inerte contra el mástil. Dos minutos después, y a pesar de todos nuestros preparativos, fuimos tumbados como por obra de magia, y una montaña de espuma cubrió la goleta, que se mantenía escorada. Afortunadamente, el viento del sur no pasó de una ráfaga y tuvimos la buena suerte de enderezar el barco sin haber sufrido el menor daño. Un mar picado y revuelto nos dio mucho trabajo en las horas posteriores, pero a la mañana siguiente nos hallábamos tan bien como antes de la galerna. El capitán Guy consideró que habíamos escapado casi milagrosamente.
El 13 de octubre llegamos a la vista de la isla del Príncipe Eduardo, a los 46° 53' de latitud sur y 37° 46' de longitud este. Dos días más tarde estábamos cerca de la isla de la Posesión, y muy pronto dejamos atrás las islas de Crozet, a 42° 59' S y 48° E. El 18 llegamos a Kerguelen o isla de la Desolación, en el océano Indico del Sur, y anclamos en el puerto de Navidad, con cuatro brazas de fondo.
Esta isla, o más bien grupo de islas, se halla al sudeste del cabo de Buena Esperanza, y dista de él casi 800 leguas. El archipiélago fue descubierto en 1772 por el barón de Kergulen o Kerguelen, navegante francés, quien creyó que esta tierra formaba parte de un gran continente austral, noticia que produjo gran conmoción en su tiempo. El Gobierno francés se ocupó del asunto, enviando al barón al año siguiente para que explorara detalladamente la zona descubierta, en cuya oportunidad se descubrió el error. En 1777, el capitán Cook dio con el mismo archipiélago y llamó isla de la Desolación a la más grande, nombre que ciertamente merece. Al acercarse, sin embargo, el navegante puede llamarse a engaño a causa de que las laderas de las colinas aparecen cubiertas, de septiembre a marzo, por una vegetación de un verde brillante. Esta falsa apariencia proviene de una pequeña planta que recuerda el saxífrago y que crece en abundancia sobre una superficie cubierta de musgo. Fuera de esta planta apenas hay señales de vegetación en la isla si se exceptúa algo de pasto cerca del puerto, líquenes y un arbusto que recuerda las berzas cuando están dando su semilla y que tiene un sabor amargo y acre.
El suelo es ondulado, aunque ninguna de sus colinas pueda considerarse muy elevada. Sus cimas están perpetuamente nevadas. Hay varios puertos, de los cuales el de Navidad es el más conveniente. Se le encuentra el primero en la costa septentrional de la isla, después de pasar el cabo François, que constituye la costa norte y que, por su forma peculiar, permite distinguir el puerto. La extremidad del cabo está formada por una altísima roca en la cual hay un enorme orificio que constituye un arco natural. La entrada se halla a los 48° 40' S, 69° 6' E. Una vez dentro, hay excelentes lugares para fondear bajo la protección de varias islas pequeñas, que proporcionan abrigo suficiente contra todos los vientos del este. Siguiendo desde este fondeadero hacia el levante, se llega a Wasp Bay, en la cabeza del puerto. Se trata de una pequeña caleta completamente protegida por la tierra, donde se puede penetrar con cuatro brazas y fondear en una profundidad de tres a diez; el fondo es de arcilla dura. Un barco podría permanecer allí con su mejor ancla de proa todo el año sin sufrir el menor riesgo. Hacia el oeste, en la entrada de Wasp Bay, se encuentra un manantial de agua excelente, fácilmente obtenible.
Todavía pueden encontrarse en la isla de Kerguelen algunas focas de piel y de pelo, y abundan los elefantes marinos. Las aves moran allí en grandes colonias. Hay muchísimos pingüinos, de cuatro especies diferentes. El pingüino real, así llamado por su tamaño y hermoso plumaje, es el que predomina. La parte superior de su cuerpo es por lo común gris, pero a veces de un matiz lila; la parte inferior es del más puro blanco que pueda imaginarse. Tiene la cabeza de un negro brillante y lustroso, así como las patas. Pero la mayor hermosura de su plumaje la constituyen dos anchas bandas doradas que van de la cabeza hasta el pecho. El pico es largo, rosado o escarlata brillante. Estos pájaros caminan erectos, con aire majestuoso. Llevan la cabeza en alto y las alas les cuelgan como brazos, mientras la cola continúa la línea del cuerpo, por lo cual su parecido con una figura humana es muy notable y podría confundir a un espectador que les echara una ojeada casual al anochecer. Los pingüinos reales que encontramos en la tierra de Kerguelen eran más grandes que un ganso. Las otras especies son llamadas macaroni, pájaro bobo y pingüino de nidal. Son mucho más pequeños, de plumaje menos bello, y difieren asimismo en otros aspectos.
Fuera de los pingüinos se encuentran allí diversas aves, entre las cuales cabe mencionar las «gallinas de mar», el petrel azul, la cerceta, los patos, las gallinas de Port Egmont, el cuervo marino, la paloma del Cabo, el gran petrel, el vencejo de mar, la golondrina de mar, las gaviotas, los patos y gansos silvestres y, finalmente, el albatros.
El gran petrel tiene el tamaño del albatros común y es carnívoro. Se le llama a veces quebrantahuesos. No es nada asustadizo y, debidamente cocinado, constituye un alimento pasable. Suele volar al ras del agua, con las alas completamente abiertas, sin dar la impresión de que las mueve o las emplea para mantener el impulso.
El albatros es una de las aves más grandes y voraces de los Mares del Sur. Pertenece a la especie de las gaviotas y se apodera al vuelo de sus presas, sin bajar jamás a tierra, salvo en la época de la empolladura. La más singular de las amistades existe entre esta ave y el pingüino. Construyen sus nidos con gran uniformidad, según un plan convenido entre las dos especies; el nido del albatros se halla situado en el centro de un pequeño cuadrado formado por los nidos de cuatro pingüinos. Los navegantes coinciden en denominar colonia a esta reunión de nidos. Las colonias han sido descritas muchas veces, pero como quizá mis lectores no han leído esas descripciones, y más adelante tendré oportunidad de referirme a los pingüinos y albatros, no creo que esté de más decir unas palabras sobre su modo de construir y de vivir.
Cuando llega la temporada de la incubación, las aves se reúnen en grandes cantidades y dan la impresión de estar deliberando sobre lo que va a hacerse. Por fin pasan a la acción. Eligen un terreno regular, de adecuada extensión, de unos tres o cuatro acres, situado lo más cerca posible del mar, aunque lejos del alcance de la marea. Se elige el lugar teniendo en cuenta su lisura, y se prefiere siempre aquel donde haya menos piedras que estorben. Decidido este asunto, los pájaros proceden de común acuerdo y como si respondieran a una sola voluntad, a trazar con precisión matemática un cuadrado u otro paralelogramo que mejor se adapte a la naturaleza del suelo y del tamaño justo para contener cómodamente a todos los pájaros reunidos, pero no más; al parecer, esta medida tiende a impedir el acceso de los rezagados, que no han participado en el trabajo del campamento. Uno de los lados así marcados corre paralelo al borde del agua y queda abierto para el ingreso y egreso.
Definidos así los límites de la colonia, los pájaros proceden a despejarla de todo objeto superfluo, levantando una por una las piedras y transportándolas más allá de los límites, pero cerca de ellos, a fin de formar una pared sobre tres lados. Por la parte interna de la pared alisan el suelo hasta constituir una especie de sendero perfectamente nivelado, de seis a ocho pies de ancho, que da toda la vuelta al campamento; esta calle sirve de paseo general.
La etapa siguiente consiste en la división del área en pequeños cuadrados exactamente iguales. Esto lo hacen trazando angostos caminos, muy lisos, que se cruzan en ángulo recto en toda la superficie del campamento. En cada intersección un albatros construye su nido, y los pingüinos lo hacen en el centro de cada cuadrado; en esta forma, cada pingüino se halla rodeado por cuatro albatros, y cada albatros por igual número de pingüinos. El nido del pingüino consiste en un agujero en la tierra, apenas lo bastante profundo para impedir que el único huevo que pone la hembra eche a rodar. El nido del albatros es menos sencillo, pues esta ave erige una pequeña elevación de un pie de alto por dos de diámetro. La construye con tierra, algas y conchas marinas, y dispone el nido en lo alto.
Los pájaros tienen especial cuidado de no dejar un solo momento abandonados sus nidos durante la incubación y aun hasta que los pichones han crecido lo bastante como para cuidar de sí mismos. Mientras el macho baja al mar en procura de alimento, la hembra queda de guardia, y sólo a la vuelta de su compañero se permite alejarse. Los huevos no están nunca descubiertos; si uno de los pingüinos deja el nido, el otro ocupa inmediatamente su lugar. Esta precaución resulta necesaria a causa de la propensión al latrocinio que impera en la colonia, pues sus habitantes no tienen escrúpulos en robarse unos a otros los huevos en cuanto se les presenta la oportunidad.
Si bien ciertas colonias sólo están pobladas por pingüinos y albatros, en la mayoría se encuentra gran variedad de pájaros oceánicos que gozan de todos los derechos de la ciudadanía e instalan sus nidos aquí y allá, dondequiera que encuentran lugar, pero sin interferir jamás con los lugares correspondientes a las dos especies más grandes. Vistos a cierta distancia, estos campamentos presentan el más notable de los aspectos. Por encima de la colonia el aire se ve oscurecido por un inmenso número de albatros (mezclados con las tribus más pequeñas) que sobrevuelan continuamente los nidos, yendo al mar o regresando a casa. Al mismo tiempo se observa una multitud de pingüinos que va y viene por los estrechos senderos, mientras otros se pasean con el aire militar que les es característico a lo largo de la gran calle que rodea la colonia. En fin, de cualquier manera que se los observe, nada puede resultar más asombroso que el espíritu reflexivo demostrado por estos plumados seres, y nada puede estar mejor calculado para despertar a su vez la reflexión en cualquier intelecto humano normalmente constituido.
A la mañana siguiente de nuestra llegada a Christmas Harbor, el piloto, Mr. Patterson, mandó bajar los botes y, aunque no era todavía la temporada, salió a la caza de focas, dejando al capitán y a un joven pariente suyo en un punto situado al oeste de la desierta costa, pues tenían que concluir algún asunto de cuya naturaleza no llegué a enterarme. El capitán Guy llevaba consigo una botella, dentro de la cual había una carta sellada, y desde el lugar donde lo dejamos se encaminó hacia una de las cimas más altas de la región. Probablemente tenía intención de dejar la carta en la cumbre, para que la recogiera otro barco que debía llegar más tarde.
Tan pronto lo perdimos de vista continuamos nuestro crucero por la costa; Peters y yo íbamos en el bote del piloto. Así, buscando focas, pasamos unas tres semanas, durante las cuales exploramos cuidadosamente no sólo todos los rincones de la costa de la isla de Kerguelen, sino también las pequeñas islas inmediatas. Con todo, nuestros esfuerzos no obtuvieron un gran resultado. Vimos muchísimas focas, pero eran tan asustadizas que sólo después de mucho trabajo conseguimos reunir trescientas cincuenta pieles. En las islas más pequeñas descubrimos cantidad de focas de la especie que tiene pelo en vez de piel, pero no las molestamos. Volvimos a la goleta el día 11, y encontramos a bordo al capitán Guy y a su sobrino, quienes nos hicieron una descripción muy poco alentadora del interior de la isla, mostrándola como una de las regiones más estériles y desiertas de la tierra. Se habían quedado dos noches en la isla, a causa de un malentendido con el segundo piloto, a propósito del botequín que debía acudir a buscarlos desde la goleta.