Capítulo XII

Varias veces, en el curso de los últimos días, había yo encarado la posibilidad de vernos reducidos a tan horrible extremo, y me había prometido en secreto morir en cualquier forma o bajo cualquier circunstancia antes que acudir a semejante recurso. Mi resolución no se había debilitado a pesar del hambre devoradora que me dominaba. Ni Augustus ni Peters habían oído la proposición de Parker. Lo llevé, pues, aparte y, rogando mentalmente a Dios que me diera fuerzas para disuadirlo del horrible propósito que abrigaba, discutí con él largo tiempo y de la manera más suplicante, pidiéndole en nombre de todo lo que creía sagrado y utilizando todos los argumentos que tan terrible alternativa me sugería, que abandonara su idea y no la mencionara a nuestros compañeros.

Parker escuchó todo lo que le dije sin pretender discutir ninguna de mis palabras, y por un momento abrigué la esperanza de que conseguiría disuadirlo. Pero cuando hube callado, me contestó que sabía muy bien lo que había de cierto en mis consideraciones, y que acudir a semejante recurso era la alternativa más horrorosa que podía pasar por la mente de un ser humano; agregó que ya había sufrido hasta donde su naturaleza le permitía; que era absurdo que todos pereciéramos, cuando la muerte de uno haría posible y hasta probable que el resto lograra finalmente salvarse; agregó que bien podía haberme ahorrado el trabajo de pretender disuadirlo, pues había llegado a una firme resolución aun antes de que apareciera el bergantín, y que sólo el paso del barco le había impedido expresar su proposición con anterioridad.

Le pedí entonces que, si no era posible convencerlo de que abandonara su proyecto, por lo menos lo aplazara hasta otro día, pues entretanto podíamos avistar algún barco que viniera en nuestro socorro; todo esto mientras le repetía los argumentos que se me presentaban y que podían influir en alguien de naturaleza tan ruda. Me contestó que no había hablado hasta último momento, que no podía seguir viviendo sin alimento de alguna especie, y que, por tanto, un solo día que pasara sería demasiado tarde, por lo menos en lo que a él concernía.

Viendo que no me era posible conmoverlo con palabras amables, cambié de actitud y le hice notar que yo era el que había sufrido menos por todas nuestras calamidades; mi salud y mis fuerzas eran en aquel instante muy superiores a las suyas, o a las de Peters y Augustus; en suma, que me hallaba en condiciones de imponerme por la fuerza si era necesario, y que si insistía en informar a los otros de sus sangrientas intenciones de caníbal no vacilaría en echarlo por la borda.

Al oír estas palabras, Parker me aferró por la garganta y, sacando un cuchillo, se esforzó infructuosamente por darme de puñaladas en el estómago, crimen que sólo su excesiva debilidad le impidió llevar a cabo. Lleno de cólera, lo arrastré hacia la borda con la deliberada intención de tirarlo al mar. Lo salvó la intervención de Peters, quien, aproximándose y separándonos, preguntó la razón de nuestra querella. Parker se la dijo antes de que encontrara la manera de impedírselo.

El efecto de sus palabras fue todavía más espantoso de lo que había anticipado. Tanto Augustus como Peters, que al parecer venían abrigando en secreto y desde tiempo atrás la misma terrible idea que Parker acababa de expresar, se unieron a éste e insistieron en que fuera llevada inmediatamente a la práctica. Había yo imaginado que por lo menos uno de los dos tendría aún suficiente fuerza de ánimo para ponerse de mi parte y resistir cualquier tentativa de ejecutar tan atroz propósito; con ayuda de uno de ellos, no habría temido nada. Pero al verme defraudado, se hizo absolutamente necesario que pensara en mi propia seguridad, ya que una mayor resistencia de mi parte podría ser considerada por aquellos hombres, en el estado en que se encontraban, como excusa suficiente para no concederme probabilidades parejas en la tragedia que iba a desarrollarse de inmediato.

Les dije entonces que aceptaba la propuesta, pero les pedí el plazo de una hora, a fin de ver si la niebla que rodeaba el barco se disipaba, pues acaso volveríamos a avistar el navio que acababa de desaparecer. Después de mucha dificultad, obtuve de ellos la promesa de esperar una hora, y tal como lo había anticipado (pues el viento estaba empezando a soplar), la niebla se levantó antes de que se cumpliera el plazo, pero sin que nos dejara ver ningún barco. Y por lo tanto nos preparamos para echar suertes.

No puedo describir sin infinito disgusto la espantosa escena que siguió, escena cuyos menores detalles no han podido borrar de mi memoria todos los acontecimientos posteriores, y cuyo recuerdo amargará todos los momentos de mi vida. Permitidme que narre esta parte con toda la rapidez que los sucesos que contiene lo permitan. El único método que se nos ocurrió para la horrible lotería en la que cada uno jugaría sus posibilidades fue el de echar pajas. Usamos para ello algunas astillas, y se decidió que yo me encargaría de presentarlas. Me retiré a un extremo del casco, mientras mis pobres compañeros se colocaban silenciosamente en el lado opuesto, dándome la espalda. En todo el desarrollo de este horrible drama el momento más ansioso para mí fue aquel en que tuve que ocuparme de disponer las pajas. Pocas situaciones se dan en las que un hombre pueda perder el interés de preservar su existencia, y ese interés irá en aumento cuanto más débil sea el hilo del cual pende aquélla. Pero ahora que el silencioso, fatal y terrible carácter de la tarea a la cual me entregaba (tan distinta de los tumultuosos peligros de la tormenta, o de los horrores lentos y progresivos del hambre) me permitía reflexionar en las pocas probabilidades que tenía de escapar de la más atroz de las muertes —y una muerte motivada por el más atroz de los propósitos—, cada partícula de la energía que hasta entonces me había sostenido tanto tiempo, voló como una pluma al viento, dejándome indefenso en las garras del más abyecto y lamentable de los terrores. Al principio no pude reunir fuerzas suficientes para cortar y colocar juntas las astillas, pues mis dedos se negaban a todo movimiento, mientras se me entrechocaban violentamente las rodillas. Por mi mente corrían mil absurdos proyectos destinados a impedir mi participación en aquella horrible decisión. Pensé en caer de hinojos ante mis compañeros, suplicándoles que me eximieran del sorteo; o bien en correr hacia ellos, y matando a uno, suprimir la razón de aquél; en fin, cualquier cosa menos seguir adelante con lo que me había tocado hacer. Por fin, luego de perder largo tiempo en actitud tan insensata, fui llamado a la realidad por la voz de Parker, quien me urgió a que los librara de una vez por todas de la terrible ansiedad que estaban padeciendo. Pero, aun así, no me animé a ordenar las astillas, sino que seguí pensando en todas las trampas mediante las cuales podría inducir a uno de mis compañeros de desgracia a que extrajera la paja más corta —pues habíamos convenido que el que sacara la más corta de las cuatro astillas que yo tendría en la mano moriría por la salvación de los otros—. Y si alguien me condena por esta aparente falta de humanidad, sólo pida que se vea colocado en una situación como la mía.

No era posible demorarse más y, con el corazón que me saltaba del pecho, avancé hacia el castillo de proa donde me esperaban mis compañeros. Tendí la mano con las astillas, y Peters sacó inmediatamente una. ¡Se había salvado! La suya, por lo menos, no era la más corta, y ahora había una probabilidad menos de que yo escapara. Reuniendo todas mis fuerzas, alargué la mano hacia Augustus. También él sacó inmediatamente una astilla, y también se salvó; ahora mis probabilidades de morir o librarme eran iguales.

Toda la salvaje fiereza del tigre se posesionó de mí en aquel instante, y sentí hacia Parker, mi pobre compañero, el más intenso y el más diabólico de los odios. Pero aquel sentimiento no duró, y, por fin, con un estremecimiento convulsivo y cerrando los ojos, le tendí la mano donde quedaban las dos últimas astillas. Pasaron cinco largos minutos antes de que Parker pudiera reunir energías suficientes para extraer una de ellas, y durante todo ese período, en que mi corazón se desgarraba de ansiedad, no abrí una sola vez los ojos. De pronto una de las dos astillas me fue arrebatada rápidamente de la mano. La suerte estaba echada, pero aún seguía sin saber si era en mi favor o en contra. Nadie habló y, sin embargo, no me decidía a cerciorarme mirando la astilla que me quedaba. Por fin Peters me tomó la mano y me animé a mirar; por el rostro de Parker comprendí que me había salvado, y que la muerte le había tocado a él. Jadeando, caí desmayado en el puente.

Me recobré de mi desvanecimiento a tiempo para presenciar la consumación de la tragedia y la muerte de aquel que había sido el principal instrumento para provocarla. No ofreció la menor resistencia cuando Peters lo apuñaló por la espalda, cayendo instantáneamente muerto. No quiero demorarme en la descripción de la horrenda comida que siguió. Cosas así pueden imaginarse, pero las palabras carecen de fuerza para imprimir en la mente el supremo horror de su realidad. Baste decir que, luego de aplacar en alguna medida la espantosa sed que nos consumía bebiendo la sangre de la víctima, y tras de tirar al mar, de común acuerdo, las manos, pies, cabeza y entrañas, devoramos el resto del cadáver, a razón de una parte diaria, durante los cuatro memorables días que siguieron, o sea hasta el 20 del mes.

El 19 se descargó un chaparrón que duró de quince a veinte minutos, y pudimos recoger algo de agua con ayuda de una sábana que había pescado en la cámara cuando la dragamos después del temporal. La cantidad obtenida no pasaba de medio galón, pero aun esta escasa ración nos devolvió algo de fuerzas y esperanza.

El 21 nos vimos nuevamente reducidos a la peor extremidad. El tiempo seguía cálido y bonancible, con nieblas aisladas y vientos ligeros, casi siempre del norte y el oeste.

El 22, mientras nos hallábamos sentados el uno junto al otro, considerando nuestra lamentable situación, se me ocurrió repentinamente una idea que me llenó de esperanzas. Recordé que cuando habíamos cortado el trinquete, Peters, que se hallaba en los obenques de babor, me había pasado una de las hachas, pidiéndome que, de ser posible, la depositara en algún lugar seguro, y que pocos minutos antes que el último gran golpe de mar inundara el bergantín, yo había bajado el hacha al castillo de proa, dejándola en una de las literas de babor. Se me ocurrió ahora que, si la recuperábamos, quizá pudiéramos cortar el puente a la altura del pañol de víveres, proveyéndonos así fácilmente de lo que necesitábamos.

Cuando enteré a mis compañeros de este proyecto, lanzaron débiles gritos de alegría, y los tres corrimos al castillo de proa. La dificultad para penetrar era mayor que en el caso de la cámara, pues, como se recordará, toda la estructura de la escotilla de aquélla había sido arrastrada por las olas, mientras que la escotilla del castillo de proa, que sólo medía tres pies cuadrados, había resistido sin ceder. No vacilé, sin embargo, en intentar el descenso; luego de atarme una soga a la cintura como en las ocasiones anteriores, me zambullí de pie osadamente, avancé hacia la litera y en la primera tentativa encontré y subí el hacha. Fue recibida con alegría arrebatadora, y consideramos que la facilidad con que la había obtenido era un buen augurio de nuestra salvación final.

Empezamos de inmediato a cortar el puente con toda la energía de nuestras esperanzas, turnándonos Peters y yo, pues el brazo herido de Augustus no le permitía ayudarnos. Como nos hallábamos tan débiles que apenas nos manteníamos de pie sin apoyo, y sólo alcanzábamos a trabajar un minuto o dos por vez, no tardamos en advertir que pasarían largas horas antes de que cumpliéramos la tarea, vale decir cortar una abertura lo suficientemente ancha para permitir el libre acceso al pañol de víveres. Este inconveniente no nos desanimó, sin embargo; trabajando toda la noche a la luz de la luna, logramos nuestro propósito al amanecer del día 23.

Peters se ofreció para bajar y, luego de cumplir los preparativos habituales, se sumergió, no tardando en volver cargado con una pequeña vasija que, para nuestra inmensa alegría, resultó estar llena de aceitunas. Las repartimos y devoramos ávidamente, tras lo cual nuestro compañero volvió a sumergirse. Esta vez obtuvo un resultado que superaba todas nuestras previsiones, pues retornó instantáneamente cargado con un gran jamón y una botella de Madeira. De esta última sólo bebimos un sorbo moderado, pues sabíamos por experiencia los peligros del exceso. En cuanto al jamón, salvo unas dos pulgadas alrededor del hueso, estaba completamente estropeado por la acción del agua de mar. Dividimos entre los tres la parte aprovechable, y Peters y Augustus, incapaces de contener su hambre, devoraron inmediatamente sus raciones; pero yo fui más precavido y sólo comí un trozo de mi parte, temiendo la sed que no tardaría en seguir. Descansamos luego de nuestros esfuerzos, que habían sido intolerablemente severos.

A mediodía, sintiéndonos algo más vigorizados y activos, renovamos las tentativas para procuramos provisiones. Peters y yo nos turnarnos en el descenso, con mayor o menor resultado, hasta la caída del sol. En este tiempo tuvimos la buena suerte de sacar a la superficie otros cuatro frascos pequeños de aceitunas, otro jamón, una damajuana que contenía casi tres galones de excelente Madeira del Cabo y, lo que nos alegró mucho más, una pequeña tortuga de la especie de los galápagos, varias de las cuales habían sido llevadas a bordo por el capitán Barnard, quien, en momentos en que el Grampus se hacía a la mar, las compró a la goleta Mary Pitts, que volvía de la caza de la foca en el Pacífico.

En una parte posterior de mi narración tendré frecuente oportunidad de mencionar esta especie de tortuga. Como saben muchos de mis lectores, se la encuentra principalmente en el grupo de islas llamadas Galápagos, que por cierto derivan su nombre de este animal, ya que la palabra española galápago significa emídido de agua dulce. Por lo peculiar de su forma y movimientos, se la llama a veces tortuga elefante. Algunos ejemplares alcanzan un tamaño enorme. Yo mismo he visto varias que pesarían de mil doscientas a mil quinientas libras, aunque no recuerdo que ningún navegante haga mención de alguna que pese más de ochocientas libras. Su apariencia es singular, y aun repugnante. Caminan con pasos muy lentos, mesurados, y su cuerpo se halla a un pie del suelo. Tienen el cuello largo y notablemente flaco; el tamaño más común oscila entre dieciocho pulgadas y dos pies, y yo maté una que medía no menos de tres pies diez pulgadas desde la base del lomo a la cabeza. Esta última se parece notablemente a la de una serpiente. Pueden vivir sin alimentarse durante un tiempo increíble, y se conocen ejemplos de algunas que fueron arrojadas a la cala de un barco, donde permanecieron dos años sin alimento de ninguna especie, y al ser sacadas estaban tan gordas y con tan buena apariencia como el día en que las habían subido a bordo. Estos extraordinarios animales se parecen en un detalle al dromedario o camello del desierto. En una bolsa situada en la raíz del cuello llevan consigo una provisión de agua. En algunos casos, al matarlas después de un año transcurrido sin el menor alimento, se han encontrado en su bolsa nada menos que tres galones de agua dulce y perfectamente potable. Se alimentan principalmente de perejil silvestre y apio, así como de verdolaga, algas marinas e higos chumbos, que las nutren perfectamente; por lo regular estas plantas se dan en las colinas cercanas a las playas donde es posible encontrar tortugas. Tienen una carne excelente y nutritiva, y no hay duda de que con ella han salvado la vida de miles de marinos dedicados a la caza de la ballena y otros animales en el Pacífico.

La tortuga que habíamos tenido la buena suerte de atrapar en el pañol de víveres no era muy grande y pesaría unas sesenta y cinco o setenta libras. Era hembra y se hallaba en excelente estado, muy gorda, conteniendo en la bolsa del cuello más de un cuarto de galón de agua límpida y dulce. Teníamos allí un verdadero tesoro, y cayendo de rodillas como de común acuerdo, dimos fervientes gracias a Dios por un socorro tan oportuno.

Mucho trabajo costó extraer al animal de la escotilla, pues se resistía con todas sus fuerzas, que eran prodigiosas. Estaba a punto de escapar del brazo de Peters, y volverse al agua, cuando Augustus le arrojó un lazo corredizo al cuello, y la sostuvo en esa forma hasta que yo me metí en la escotilla junto a Peters y lo ayudé a sacarla fuera.

Le extrajimos entonces con todo cuidado el agua de la bolsa, echándola en el cántaro que, como se recordará, habíamos obtenido en nuestros descensos a la cámara. Hecho esto rompimos el cuello de una botella a fin de que formara, con el tapón puesto, una especie de vaso que contenía una discreta cantidad. Cada uno bebió un vaso de agua, resolviendo limitarnos a esa dosis diaria mientras nos durara.

Como en los últimos dos o tres días el tiempo había seguido seco y bonancible, las ropas de cama que sacamos de la cámara y nuestras propias ropas estaban completamente secas, por lo cual pasamos la noche (del día 23) con relativa comodidad y gozando de un tranquilo reposo después de haber comido copiosamente jamón y aceitunas, junto con una pequeña cantidad de vino. Temerosos de perder alguna de nuestras provisiones durante la noche si se levantaba viento, las aseguramos lo mejor posible atándolas a los restos del cabrestante. En cuanto a nuestra tortuga, como queríamos conservarla viva lo más posible, la pusimos boca arriba y la atamos cuidadosamente.