Pasamos el resto del día sumidos en una especie de atolondrado letargo, mirando el barco que se alejaba hasta que la oscuridad, ocultándolo a nuestra vista, nos hizo recobrar un tanto los sentidos. Los dolores del hambre y la sed volvieron con más fuerza, absorbiendo por completo los restantes cuidados y consideraciones. Pero nada podía hacerse hasta la mañana siguiente, y así, asegurándonos lo mejor posible, tratamos de descansar. En esto fui más afortunado de lo que esperaba y dormí hasta que mis compañeros, que no habían podido descansar tanto, me despertaron al alba a fin de renovar las tentativas para obtener provisiones del interior del casco.
Teníamos ahora calma chicha y el mar era el más calmo que jamás haya visto; la temperatura seguía siendo cálida y agradable. El bergantín había desaparecido en el horizonte. Iniciamos nuestras operaciones desprendiendo con no poco trabajo otro de los soportaobenques. Luego de asegurarlos a los pies de Peters, éste se zambulló para alcanzar la puerta del pañol de víveres con la idea de que, si llegaba rápidamente hasta ella, quizá le sería posible forzarla; afortunadamente, el casco se había estabilizado bastante.
Peters alcanzó a llegar velozmente a la puerta y, soltando uno de los portaobenques que llevaba atados, se esforzó en vano por abrirse paso con él, pero la puerta era mucho más sólida de lo que habíamos anticipado. Como al volver estaba completamente agotado por su larga permanencia bajo el agua fue necesario que otro de nosotros lo reemplazara. Parker se ofreció de inmediato, pero luego de tres esfuerzos infructuosos descubrió que ni siquiera conseguía llegar hasta la puerta. El estado en que se hallaba el brazo herido de Augustus le impedía una tarea semejante, por lo cual me tocó el turno de luchar en pro de la salvación de todos.
Peters había dejado uno de los portaobenques en el pasaje, y al sumergirme advertí que no tenía bastante lastre para mantenerme en el fondo. Decidí no esforzarme más en la primera tentativa y limitarme a recoger nuestro lastre. Mientras tanteaba en el piso del pasaje toqué un objeto duro, del que me apoderé sin tener tiempo de verificar lo que era, y subí de inmediato. Mi presa resultó ser una botella, y puede imaginarse nuestra alegría al descubrir que estaba llena de oporto. Dando gracias a Dios por tan alentadora ayuda, descorchamos la botella con mi cortaplumas y, luego de beber cada uno un moderado sorbo, sentimos que el alcohol nos infundía una maravillosa tibieza y que reanimaba nuestro ánimo y nuestras fuerzas. Tapamos con cuidado la botella, y por medio de un pañuelo la suspendimos de manera tal que no pudiera romperse.
Luego de descansar un rato tras mi afortunado descubrimiento, volví a sumergirme y no tardé en encontrar el portaobenques con el cual remonté al punto a la superficie. Luego de asegurármelo a una pierna, descendí por tercera vez, pero no tardé en convencerme de que ningún esfuerzo serviría, en tales circunstancias, para forzar la entrada del pañol de víveres. Lleno de desesperación, retorné a cubierta.
Frente a esto ya no parecía quedar la menor esperanza, y en los rostros de mis compañeros comprendí que se habían resignado a perecer. Él vino les había producido una especie de delirio, del que quizá me había salvado por echarme al agua en seguida de haber bebido. Los tres hablaban incoherentemente sobre cuestiones que no tenían nada que ver con nuestra situación. Peters me hacía continuas preguntas acerca de Nantucket. Me acuerdo también de que Augustus se me acercó con aire muy serio y me pidió que le prestara el peine, pues decía tener el cabello lleno de escamas de pez y quería quitárselas antes de bajar a tierra. Parker parecía algo menos afectado e insistió en que me zambullera al azar en la cámara y trajera cualquier cosa que me cayera a la mano.
Asentí, y en mi primera tentativa, después de estar un minuto bajo el agua, volví con un baulillo de cuero que había pertenecido al capitán Barnard. Lo abrimos inmediatamente, con la débil esperanza de que contuviera alguna cosa para comer o beber. Pero no encontramos nada, salvo una caja de navajas y dos camisas de hilo. Volví a sumergirme, pero volví sin nada.
En el momento en que sacaba la cabeza fuera del agua oí un estallido en cubierta y, al incorporarme, vi que mis compañeros habían aprovechado deslealmente mi ausencia para beber el resto del vino, dejando caer la botella en el apuro por colgarla nuevamente antes de que los viera. Los increpé por su infame comportamiento, y Augustus rompió a llorar. Los otros dos trataron de reírse del asunto, como si fuera una broma, pero espero no volver a escuchar nunca en mi vida una risa semejante; la distorsión de sus facciones era absolutamente aterradora. No había duda de que el vino, en sus estómagos vacíos, había producido un efecto tan instantáneo como violento y que los tres estaban completamente borrachos. Me costó mucho convencerlos de que se tendieran en cubierta, y pronto se entregaron a un pesado sueño, acompañado de un jadeo estertoroso.
Me quedé como si estuviera solo en el bergantín, y bien puede imaginarse que mis reflexiones fueron de lo más lúgubres y espantosas. No veía otra posibilidad ante mí que la de una muerte lenta por hambre, o, en el mejor de los casos, la de ser arrebatado por la primera ráfaga que soplara, ya que en el estado de agotamiento en que nos hallábamos era imposible creer que sobreviviríamos a otro temporal.
El hambre voraz que experimentaba era casi insoportable, y me sentí capaz de cualquier cosa con tal de calmarla. Corté un pedacito de cuero del baúl y traté de comérmelo, pero me resultó imposible tragar nada, aunque noté que lograba un pequeño alivio masticando trocitos de cuero, que escupía luego. Hacia la noche mis compañeros se despertaron uno tras otro, en un indescriptible estado de debilidad y horror causado por el vino, cuyos vapores se habían ya disipado. Temblaban como si sufrieran una violenta calentura y lanzaban lamentables gritos pidiendo agua. Su estado me afligió sobremanera, aunque a la vez me regocijaba de la serie de circunstancias que me habían impedido beber más vino, por lo cual no me veía compartiendo las espantosas sensaciones que padecían. Pero su estado terminó por producirme tanta inquietud como alarma, pues era evidente que, de no cambiar, les sería imposible ayudarme en nuevas tentativas. Aún no había abandonado totalmente la idea de obtener alguna cosa de la cámara, pero no me era posible reanudar los descensos hasta que alguno de mis compañeros fuera suficientemente dueño de sí como para sostener el extremo de la soga cuando yo me zambullera. Parker me daba la impresión de estar algo menos trastornado, e hice todo lo que pude para ayudarlo a reaccionar. Pensando que un baño de agua salada podría producir un efecto favorable, me las arreglé para pasarle una cuerda por la cintura y, luego de arrastrarlo hasta la escotilla de la cámara (pues a todo esto mostraba una actitud pasiva), lo hice caer al agua y lo retiré de inmediato. No me faltaron razones para alegrarme de este experimento, pues Parker pareció reanimarse y serenarse muchísimo, y luego de salir del agua me preguntó con toda seriedad por qué lo había tirado. Se lo expliqué, y me contestó que me estaba agradecido y que el baño le había hecho mucho bien, agregando otras cosas sobre nuestra situación que corroboraban su sensatez. Decidimos entonces tratar a Augustos y a Peters de la misma manera, cosa que hicimos de inmediato; a ambos les sentó muy bien el agua fría. La idea de una inmersión repentina me había sido sugerida por la lectura de un libro de medicina, donde se describía el efecto favorable de la ducha en un caso de manía a potu.
Sabedor de que podía confiar en que mis compañeros se ocuparían de sostener la soga, volví a sumergirme tres o cuatro veces en la cámara, pese a que ya era casi de noche, y un suave pero firme oleaje del norte movía continuamente el casco. En el curso de estas tentativas logré sacar a la superficie dos cuchillos de mesa, un cántaro de tres galones —vacío— y una frazada; pero nada de eso podía servirnos de alimentó. Reanudé mis esfuerzos hasta quedar exhausto, sin resultado alguno. Durante la noche, Parker y Peters se turnaron en la misma tarea, hasta que renunciamos por completo a la tentativa, pensando desesperados que nos habíamos agotado para nada.
Pasamos el resto de la noche en el estado de mayor angustia mental y física que pueda imaginarse. Por fin amaneció el día 16, y una vez más miramos ansiosamente el horizonte, sin descubrir nada. El mar seguía calmo, con el mismo oleaje tranquilo del día anterior. Hacía ya seis días que no probábamos alimento ni bebida —con excepción de la botella de vino—, y resultaba claro que no podríamos resistir mucho más si no obteníamos algún sustento. Jamás había visto, ni quisiera volver a ver, seres tan espantosamente consumidos como Peters y Augustos. De haberlos encontrado en tierra en su estado actual, jamás hubiera sospechado que los había conocido anteriormente. Sus rostros habían cambiado por completo, al punto que me resultaba difícil creer que se trataba de los mismos hombres en cuya compañía me hallaba pocos días antes. Parker, aunque muy enflaquecido y tan débil que no podía levantar la cabeza del pecho, no parecía tan agotado como los otros dos. Sufría con gran paciencia, sin quejarse, y trataba de damos esperanzas en todas las formas posibles. En cuanto a mí, aunque al comienzo del viaje había estado enfermo y fui siempre de constitución delicada, sufría menos que los otros, no había enflaquecido tanto y conservaba mi lucidez mental en un grado sorprendente, mientras mis compañeros estaban completamente atontados y daban la impresión de haber vuelto a una especie de segunda infancia, sonriéndose bobamente al hablar y diciendo las cosas más insensatas o tontas. A ratos, sin embargo, parecían revivir de golpe y darse inmediata cuenta de su situación; entonces se ponían de pie y por un momento hablaban de las posibilidades que nos quedaban, expresándose con entera cordura aunque llenos de la más intensa desesperación. Es muy posible, por lo demás, que mis compañeros pensaran que se hallaban en un estado tan normal como yo lo pensaba de mí mismo; quizá incurrí en tantas extravagancias e imbecilidades como ellos; no es cosa que pueda aclararse.
Hacia mediodía, Parker afirmó haber visto tierra a barlovento, y me vi en las mayores dificultades para impedirle que se arrojara al mar, pues quería llegar nadando a la costa. Peters y Augustus no prestaron mayor atención a sus palabras y parecían envueltos en una lúgubre distracción. Mirando hacia el rumbo indicado, no pude percibir la menor señal de tierra, y además sabía de sobra que estábamos demasiado lejos de ella para abrigar la menor esperanza; pero pasó largo rato antes de que lograra convencer a Parker de su engaño. Echóse entonces a llorar, vertiendo lágrimas como un niño, con gritos y sollozos, y así continuó dos o tres horas, hasta que el agotamiento lo hizo quedarse dormido.
Peters y Augustus trataron infructuosamente de comer pedazos de cuero. Les aconsejé que lo mascaran y escupieran, pero estaban demasiado débiles para seguir mi consejo. Seguí mascando algunos pedazos de tiempo en tiempo, lo cual me proporcionaba algún alivio; lo más desesperante era la falta de agua, y sólo me abstenía de beber agua salada al pensar en las horribles consecuencias que siempre había tenido para los que se encontraban en situaciones similares a la nuestra.
El día pasó de esta manera, hasta que en un momento dado descubrí una vela hacia el este y a barlovento. Parecía de un barco muy grande y avanzaba en nuestra dirección, distante todavía unas doce o quince millas. Ninguno de mis compañeros lo había visto aún, y me abstuve de decirles nada para evitar otra probable decepción. Por fin, cuando se aproximó más, noté con toda claridad que rumbeaba hacia nosotros con todas las velas menores desplegadas. No pude contenerme por más tiempo y mostré el barco a mis camaradas de sufrimiento. Se levantaron inmediatamente y volvieron a entregarse a las más extravagantes demostraciones de alegría, llorando, riendo como idiotas, saltando y pateando, arrancándose mechones de cabellos, y maldiciendo u orando alternativamente. Me sentí tan afectado por su conducta, y al mismo tiempo tan seguro de que esta vez teníamos todas las esperanzas de ser rescatados, que no pude contenerme y me agregué a sus locas demostraciones; cediendo a impulsos de gratitud y de arrebato, rodé por el puente, aplaudiendo, gritando y haciendo cosas parecidas, hasta que súbitamente recobré los sentidos y, con ellos, una vez más el abismo de la miseria y la desesperación humanas, al advertir que el buque tenía la popa vuelta hacia nosotros y que rumbeaba en una dirección casi opuesta a la que traía cuando lo avistara por primera vez.
Pasó largo rato antes de que pudiera convencer a mis pobres compañeros de que nuestras esperanzas se habían visto una vez más cruelmente defraudadas. A todas mis afirmaciones contestaban con gestos y miradas que parecían burlarse de mis palabras. La conducta de Augustus me afectó especialmente. A pesar de todo lo que le decía, persistió en sostener que el barco se acercaba rápidamente a nosotros, y se puso a hacer preparativos para el trasbordo. Como viera un montón de algas flotando cerca del bergantín, sostuvo que era la chalupa del barco y trató de arrojarse al mar, aullando y clamando de una manera desgarradora, tanto que impedí por la fuerza que se tirara al agua.
Una vez que se calmaron un tanto, seguimos mirando el barco hasta que se hubo perdido de vista. El tiempo se estaba poniendo brumoso y soplaba un ligero viento. En el mismo instante en que el buque desapareció en el horizonte, Parker se volvió hacia mí con una expresión que me hizo estremecer. Había en él un aire de seguridad y dominio que jamás le había notado, y antes de que abriera la boca mi corazón me dijo lo que él iba a decirme. Propuso, en pocas palabras, que uno de nosotros muriera para salvar la vida de los demás.