Poco después tuvo lugar un episodio que, estoy convencido, me produjo más emociones y estuvo colmado de mayor alegría, primero, y luego de más horror que cualquiera de los mil eventos que habrían de ocurrirme en los nueve años siguientes, a pesar de que en el curso de esos años viví los momentos más inconcebibles y sorprendentes que imaginarse pueda.
Descansábamos sobre cubierta, cerca de la escalera de la cámara, debatiendo las posibilidades que nos quedaban de lograr un acceso al pañol de víveres, cuando al mirar a Augustus, que se hallaba frente a mí, noté que se había puesto mortalmente pálido y que sus labios temblaban de manera inexplicable. Lleno de alarma le pregunté qué le pasaba, pero no me contestó. Empezaba a creer que se sentía mal cuando vi que sus ojos estaban fijos en un punto situado a mi espalda. Miré hacia atrás y jamás olvidaré la arrebatadora alegría que estremeció cada fibra de mi ser al percibir un gran bergantín que rumbeaba hacia nosotros, distante apenas un par de millas. Me puse de pie de un salto, como si una bala de mosquete me hubiera acertado en el corazón, y, tendiendo los brazos hacia el navío, me quedé así, paralizado, incapaz de articular una sola sílaba. Peters y Parker estaban igualmente conmovidos, aunque de diferente manera. El primero se puso a bailar en cubierta como un loco, profiriendo las exclamaciones más extravagantes, mezcladas con alaridos e imprecaciones, mientras el otro rompía a llorar y continuaba sollozando largo tiempo como un niño.
El barco a la vista era un bergantín de dos palos y velas delanteras cuadradas, pero con velamen de goleta en la parte de popa; veíase que era de construcción holandesa y estaba pintado de negro, con un mascarón de proa brillantemente dorado. Por lo visto acababa de enfrentar muy mal tiempo, y supusimos que había sufrido los efectos de la misma galerna que tan desastrosa nos había resultado, pues había perdido el trinquete, así como parte de las amuras de estribor. Al verlo por primera vez se hallaba a unas dos millas a barlovento y rumbeaba hacia nosotros. El viento era sumamente suave, y lo que nos asombró, sobre todo, fue advertir que no llevaba más velas izadas que el trinquete y la vela mayor, con un foque volante; como es natural avanzaba lentamente, y nuestra impaciencia se convertía por momentos en frenesí. Pero, aun excitados como estábamos, no dejamos de reparar en lo torpe de su marcha. Daba guiñadas tan abiertas que una o dos veces pensamos que no nos habían visto o bien que, convencidos de que no había nadie a bordo, se preparaban a cambiar de rumbo y seguir en otra dirección. En cada una de estas ocasiones gritamos y clamamos a voz en cuello, hasta que el bergantín parecía cambiar de intenciones y rumbear otra vez hacia nosotros; pero esta singular conducta se repitió dos o tres veces, al punto que terminamos por convencernos, como única explicación posible, de que el timonel se hallaba bajo los efectos del alcohol.
No vimos a nadie en cubierta hasta que el buque estuvo a un cuarto de milla de nosotros. Reparamos entonces en tres marinos que, por su vestimenta, tomamos por holandeses. Dos descansaban tendidos sobre unas velas viejas en el castillo de proa y el tercero, que parecía estar mirándonos con gran curiosidad, se inclinaba sobre la proa a estribor, cerca del bauprés. Era un individuo alto y robusto, de piel muy atezada. A juzgar por su actitud, parecía instarnos a que fuéramos pacientes, moviendo afirmativamente la cabeza de una manera alentadora, pero sumamente rara, sonriendo todo el tiempo y mostrando los dientes brillantemente blancos. En un momento dado vimos que el gorro de franela roja que llevaba en la cabeza se le caía al agua, pero el no pareció preocuparse por ello y continuó con sus extrañas sonrisas y gesticulaciones. Cuento detalladamente estas circunstancias, y conste que lo hago tal como se nos aparecieron.
El bergantín avanzó lentamente, con mayor regularidad que antes, y entonces —no puedo hablar con calma de lo que siguió— nuestros corazones latieron atropelladamente, mientras exhalábamos todo nuestro sentir en gritos y en exclamaciones de agradecimiento a Dios por aquella inesperada y maravillosa salvación que teníamos ya al alcance de la mano. Súbitamente, desde el extraño navío (que estaba casi al lado del nuestro) nos llegó un olor, un hedor, algo tan espantoso que no existe nombre para decirlo, algo que no puede imaginarse, algo infernal, sofocante, inconcebible. Jadeando en procura de aire puro, me volví hacia mis compañeros y vi que estaban más pálidos que el mármol. Pero no había tiempo para preguntas o sospechas; el bergantín se hallaba a cincuenta pies de distancia y parecía dispuesto a abordarnos, a fin de que pudiéramos subir a cubierta sin necesidad de que nos botaran una lancha. Corríamos a popa cuando, súbitamente, una amplia guiñada desvió el barco cinco o seis puntos del rumbo que traía, y mientras pasaba frente a nuestra popa, a unos veinte pies de distancia, pudimos ver de lleno su cubierta. ¿Olvidaré alguna vez el triple horror del espectáculo? Veinticinco o treinta cadáveres, entre ellos varios de mujeres, yacían desparramados entre la bovedilla y la cocina en el último y más horroroso estado de putrefacción. ¡Comprendimos que a bordo de aquel buque no había un alma viviente! ¡Y, sin embargo, no podíamos contenernos y seguíamos pidiendo a gritos auxilio a los muertos! Sí, largamente suplicamos, desesperados, que aquellas silenciosas y repugnantes figuras nos ayudaran, que no nos abandonaran para que terminásemos siendo como ellas, que nos recibieran a bordo de su nave. Estábamos enloquecidos de horror y desesperación, enloquecidos por la angustia de tan espantosa decepción.
Cuando resonó nuestro primer alarido de espanto desde el bauprés del bergantín desconocido, se alzó en respuesta otro clamor tan semejante a un grito humano que el mejor oído se hubiera engañado. En aquel momento, otra súbita guiñada puso por un segundo a la vista la parte del castillo de proa e instantáneamente comprendimos el origen de aquel grito. Vimos la alta y robusta figura que todavía se inclinaba sobre las amuras y que aún balanceaba la cabeza de arriba abajo, pero ahora su rostro estaba vuelto de tal manera que no podíamos distinguirlo. Tenía los brazos extendidos a lo largo de la barandilla, con las palmas de las manos hacia arriba. Las rodillas estaban apoyadas en un sólido cable, extremadamente tenso, que iba desde la base del bauprés a una serviola. Sobre su espalda, de la cual había arrancado un jirón de camisa dejándola al desnudo, se posaba una enorme gaviota hartándose de aquella carne horrible, profundamente hundidas las patas y el pico, y con el blanco plumaje salpicado de sangre. Cuando el bergantín giró hasta que quedamos a la vista, la gaviota extrajo con dificultad la enrojecida cabeza del interior del agujero y, luego de mirarnos un instante como estupefacta, alzó perezosamente el vuelo y, girando sobre nuestra cubierta, se mantuvo allí unos momentos, llevando en el pico un pedazo de una materia coagulada y semejante a carne de hígado. La horrible piltrafa cayó, por fin, con un golpe apagado, exactamente a los pies de Parker. Que Dios me perdone, pero entonces por primera vez pasó por mi mente un pensamiento, algo que no mencionaré, y me vi a mí mismo dando un paso hacia aquel resto ensangrentado. Miré de frente y los ojos de Augustus encontraron los míos con una expresión intensa y ansiosa que inmediatamente me devolvió a mis sentidos. Dando un salto, y estremeciéndome de pies a cabeza, arrojé aquella cosa horrible al mar.
El cuerpo de donde procedía, sostenido por el cable, se había movido a uno y otro lado a causa de los esfuerzos del ave carnívora, y aquel movimiento nos había engañado al principio con una impresión de vida. Cuando la gaviota lo libró de su peso giró en redondo y cayó, dejando el rostro completamente al descubierto. ¡Jamás hubo espectáculo tan impregnado de horror! Le faltaban los ojos, así como los labios, y los dientes se hallaban a la vista. ¡Esta, pues, era la sonrisa que nos había dado tantas esperanzas! Y ésta… pero no sigamos. Como ya he dicho, el bergantín pasó bajo nuestra popa y alejóse lenta, pero seguramente, a sotavento. Con él y su terrible tripulación se alejaron todas nuestras alegres visiones de salvación y regocijo. Es verdad que, como pasaba tan lentamente, podríamos haber tratado de llegar a su bordo, pero nuestra terrible decepción, juntamente con el espantoso descubrimiento que acabábamos de hacer, nos privó por completo de las facultades físicas y mentales. Habíamos visto, habíamos sentido; pero ¡ay!, cuando fuimos capaces de obrar ya era demasiado tarde. Para dar una idea del punto a que había llegado nuestra perturbación ante lo ocurrido baste decir que el bergantín se había alejado ya lo suficiente como para que sólo viéramos la mitad de su casco y, sin embargo, debatimos seriamente la posibilidad de alcanzarlo… ¡a nado!
Desde aquel entonces he tratado en vano de obtener alguna explicación del espantoso misterio que envolvía el destino de aquel barco. Como he señalado, su estructura y aspecto general hacían suponer que se trataba de un buque mercante holandés, y los trajes de los tripulantes apoyaban esta teoría. Fácilmente hubiéramos podido leer su nombre a proa y observar otros detalles que nos guiaran para identificarlo; pero la intensa excitación del momento no nos dejó ver nada. A juzgar por el color amarillo azafranado de aquellos cadáveres, que no estaban aún completamente podridos, dedujimos que los tripulantes habían perecido a causa de una epidemia de fiebre amarilla o alguna otra virulenta enfermedad del mismo género. Si tal era el caso (pues no se me ocurre imaginar otra cosa), la muerte, a juzgar por la posición de los cuerpos, debió de sorprenderlos de manera tan repentina como brutal, por completo diferente de las que por lo regular caracterizan las pestes más letales que afligen a la humanidad. Es posible que algún veneno, introducido accidentalmente en los alimentos del pañol de víveres, fuera la causa del desastre, o bien alguna especie desconocida de pescado venenoso u otro animal marino agregado a la alimentación de a bordo. Pero de nada vale formular conjeturas sobre algo que está envuelto —y sin duda lo estará por siempre— en el más espantoso e insondable misterio.