Capítulo IX

Por fortuna, antes de que cerrara la noche los cuatro nos habíamos atado firmemente a los restos del cabrestante, manteniéndonos tendidos en cubierta. Sólo esta precaución nos salvó de la muerte. Pero de todas maneras quedamos aturdidos por el inmenso peso del agua que se descargó sobre nosotros y que no nos dejó respirar hasta que estábamos casi ahogados. Tan pronto pude recobrar el aliento, llamé a gritos a mis compañeros. Sólo Augustus me contestó, diciendo:

—¡Todo ha terminado! ¡Dios se apiade de nuestras almas!

Al cabo de un momento, los otros pudieron hablar y nos exhortaron a tener coraje, pues aún había esperanza ya que, dada la naturaleza de nuestra carga, era imposible que el bergantín se fuera a pique y parecía muy probable que la galerna cediera por la mañana.

Aquellas palabras me infundieron nueva vida, pues, por raro que parezca, aunque no cabía dudar de que un barco cuya carga consistía en barriles vacíos no podía sumergirse, mi mente estaba tan trastornada que lo había pasado por alto, al punto que para mí el peligro más inminente era el de zozobrar. Ahora que la esperanza renacía en mi pecho aproveché todas las oportunidades que se me presentaron para reforzar las ataduras que me mantenían sujeto a los restos del cabrestante, y noté en seguida que mis compañeros hacían lo mismo. La noche era tenebrosa, y vano sería tratar de describir el aullante estrépito y la confusión que nos envolvían. Como la cubierta se hallaba ahora al ras del agua, nos veíamos rodeados por una especie de pared de espuma, parte de la cual caía sobre nosotros a cada instante. No exagero al decir que nuestras cabezas sólo asomaban fuera del agua un segundo de cada tres. Aunque estábamos muy juntos no podíamos vernos, ni tampoco alcanzábamos a distinguir la menor parte del destrozado bergantín. Nos llamábamos de tiempo en tiempo, tratando de mantener viva la esperanza y llevar consuelo y aliento a los que más los necesitaban. La debilidad de Augustus nos inducía a mostrarnos especialmente solícitos con él, pero como el estado de su brazo derecho le impedía asegurar sus ataduras con la misma firmeza que nosotros, temíamos que de un momento a otro fuera arrastrado al mar; desdichadamente era imposible prestarle la menor ayuda. Por suerte, el lugar donde se hallaba era más seguro que los nuestros, ya que como la parte superior de su cuerpo quedaba justamente debajo de un resto del destrozado cabrestante, cada vez que las olas caían sobre él rompían en dicha zona y así se amortiguaba su violencia. De haberse hallado en otro lugar que ése (al cual había ido a parar por accidente, arrastrado por el agua después de asegurarse malamente en un sitio sumamente precario), con seguridad hubiera muerto antes del amanecer. Dado lo mucho que escoraba el bergantín, estábamos menos expuestos a ser barridos del puente que si aquél hubiese mantenido el equilibrio. Como ya he dicho, la escora era a babor, y aproximadamente la mitad de la cubierta se hallaba bajo el agua. Por eso las olas que nos alcanzaban por sotavento rompían contra la borda y sólo llegaban parcialmente al lugar donde yacíamos boca abajo; en cuanto a las que venían de babor, eran las que se suelen llamar olas de rechazo, y como no hallaban mayor asidero, dada nuestra postura, no tenían fuerza suficiente para arrancarnos de allí.

En tan horrorosa situación permanecimos hasta que el amanecer aclaró lo bastante para permitirnos apreciar completamente el espantoso espectáculo que nos rodeaba. El bergantín no era más que un leño rodando a merced de cada ola; la galerna había aumentado aún más su violencia, hasta terminar en un verdadero huracán, y no veíamos la menor probabilidad de salvarnos de la muerte. Durante horas y horas nos aferramos a nuestros sostenes, sin hablar, esperando a cada instante que cedieran las ataduras, que los restos del cabrestante volaran por la borda o que alguna de las enormes olas que rugían desde todas direcciones en torno de nosotros hundiera de tal manera el casco que nos ahogáramos antes de que volviese a la superficie. La bondad del Todopoderoso nos preservó, sin embargo, de aquellos peligros inminentes y hacia mediodía tuvimos el contento de ver la bendita luz del sol. Muy poco después advertimos una sensible disminución en la fuerza del viento; entonces, por primera vez desde el final de la noche anterior, Augustus pronunció algunas palabras, preguntando a Peters, que se hallaba a su lado, si creía en la posibilidad de que nos salváramos. Como Peters no le contestara en el primer momento, pensamos que el mestizo se había ahogado, pero para nuestra gran alegría oímos su voz —que revelaba una gran debilidad—, diciendo que sufría horriblemente a causa de le ajustado de sus ataduras en el estómago, por lo cual debía encontrar la manera de aflojarlas o moriría sin remedio, ya que le era imposible soportar semejante sufrimiento.

Sus palabras nos angustiaron sobremanera, pues era completamente inútil pensar en ayudarlo mientras el mar continuara azotándonos como lo hacía. Le exhortamos a que soportara sus dolores con entereza, prometiendo que aprovecharíamos la primera oportunidad para aliviarlo. A esto contestó que pronto sería demasiado tarde y que todo habría terminado para él antes de que pudiéramos auxiliarlo. Después de quejarse durante algún tiempo guardó silencio, y presumimos que había muerto.

A medida que avanzaba la tarde el mar se fue calmando más y más, tanto que sólo cada cinco minutos rompía una ola por barlovento sobre el casco; el viento había amainado, aunque todavía soplaba con mucha fuerza. Durante horas no había oído hablar a mis compañeros y llamé a Augustus. Me contestó tan débilmente que no pude entender lo que me decía. Llamé luego a Peters y a Parker, ninguno de los cuales me contestó.

Poco más tarde caí en un estado de insensibilidad parcial, durante el cual las más placenteras imágenes flotaron en mi imaginación; vi árboles verdes, ondulantes trigales, procesiones de jóvenes danzarinas, tropas de caballería y otras fantasías. Recuerdo que todo lo que pasaba ante los ojos de mi mente contenía como elemento fundamental el movimiento. Así, no se me presentó ningún objeto estacionario, tal como una casa, una montaña o cosas parecidas, sino molinos, embarcaciones, grandes pájaros, globos, jinetes, coches a toda carrera y objetos móviles parecidos que se sucedían interminablemente.

Cuando me recobré de este estado el sol llevaba ya una hora en lo alto. Me costó muchísimo recordar las diversas circunstancias vinculadas a mi situación, y por un momento seguí firmemente convencido de que todavía estaba en la bodega del bergantín, cerca del cajón, y que el cuerpo de Parker era el de Tigre.

Cuando recobré por completo los sentidos descubrí que el viento había amainado casi completamente y que el mar estaba bastante calmo, tanto que las olas sólo alcanzaban hasta la mitad del barco. Mi brazo izquierdo se había soltado de las ataduras y presentaba un gran tajo a la altura del codo; el derecho estaba completamente insensible, y tanto la mano como la muñeca aparecían terriblemente magulladas por la presión de la soga que me había oprimido desde el hombro. Sentía agudísimos dolores causados por otra soga que me rodeaba la cintura y que me ajustaba insoportablemente. Mirando a mis compañeros vi que Peters estaba todavía vivo, aunque un grueso cable le apretaba de tal modo los riñones que daba la impresión de estar cortado en dos. Al reconocerme movió débilmente la mano señalando la soga. Augustus no daba la menor señal de vida y estaba doblado contra un fragmento del cabrestante. En cuanto a Parker, se puso a hablarme cuando vio que me movía, preguntándome si no tendría fuerzas suficientes para librarlo de su situación, agregando que si lograba reunir todas mis energías y lo desataba, aún podríamos salvar nuestras vidas; pero que, en caso contrario, estábamos todos perdidos.

Lo insté a que tuviera coraje, pues me esforzaría por libertarlo. Buscando en el bolsillo de mis pantalones acabé por encontrar mi cortaplumas, y, luego de varias infructuosas tentativas, pude finalmente abrirlo. Con la mano izquierda traté de librar mi derecha de sus ataduras y corté luego las restantes sogas. Pero, cuando quise moverme del lugar que ocupaba, descubrí que las piernas no me respondían y que me resultaba completamente imposible ponerme de pie. También tenía paralizado el brazo derecho. Cuando le dije esto a Parker, me aconsejó que me quedara quieto unos minutos, teniéndome del cabrestante con la mano izquierda, a fin de dar tiempo a que la sangre volviese a circular.

Así lo hice y el entumecimiento fue pasando poco a poco; primero pude mover una pierna, luego la otra y acabé por lograr el movimiento parcial del brazo derecho. Me arrastré entonces con toda clase de precauciones hasta donde se hallaba Parker, sin tratar de ponerme de pie, y no tardé en cortar los lazos que lo ataban, con lo cual a su turno pudo recobrar gradualmente el uso de los movimientos.

No perdimos tiempo en librar a Peters de la soga. Esta le había cortado profundamente la tela de los pantalones en la cintura, así como dos camisas que llevaba, terminando por hincarse en la carne del vientre, al punto que la sangre manó copiosamente apenas se la hubimos arrancado. Pero nuestra intervención le produjo gran alivio, pues nos habló inmediatamente, y pronto pudo moverse con más soltura que Parker o que yo, lo cual se debía, sin duda, al derrame de sangre.

Poca esperanza teníamos de que Augustas se recobrara, pues no daba ninguna señal de vida; pero al inclinarnos sobre él descubrimos que sólo estaba desmayado a causa de la pérdida de sangre, pues los vendajes del brazo herido le habían sido arrancados por el agua; por lo demás, ninguna de las cuerdas que lo amarraban al cabrestante estaba lo suficientemente apretada como para causarle la muerte. Luego de librarlo de sus ataduras lo llevamos a un lugar seco situado a babor, colocándole la cabeza algo más baja que el cuerpo, y los tres nos pusimos a frotarle los miembros. Media hora más tarde volvió en sí, aunque sólo a la mañana siguiente dio alguna señal de reconocernos y tuvo fuerzas suficientes para hablar.

Cuando hubimos terminado con todo esto había oscurecido por completo y empezaba a nublarse, con lo cual se renovó nuestra desesperación a la idea de que el viento podía arreciar otra vez, en cuyo caso, exhaustos como nos hallábamos, nada nos hubiera salvado de la destrucción. Pero, por fortuna, durante toda la noche sopló una brisa moderada, mientras el mar seguía calmándose de hora en hora, y nuestras esperanzas aumentaron. El viento, muy suave, soplaba todavía del noroeste, pero el tiempo no era nada frío. Atamos cuidadosamente a Augustus del lado de babor, a fin de que los rolidos del barco no lo hicieran caer por la borda, pues aún se sentía demasiado débil para sostenerse por su cuenta. En cuanto a nosotros, esta precaución era innecesaria. Nos sentamos juntos, sosteniéndonos de los pedazos de sogas que habían quedado colgando del cabrestante, y discurrimos sobre los medios de escapar de nuestra terrible situación. Lo que más nos alivió fue desnudarnos y retorcer nuestras ropas para extraer el agua que las empapaba. Cuando volvimos a vestirnos nos parecieron tibias y confortables, lo cual nos devolvió mucho de nuestro vigor. Ayudamos a Augustus a quitarse las suyas y las retorcimos, logrando que también se sintiera mejor.

Nuestros mayores sufrimientos a esta altura nacían de la sed y el hambre, y cada vez que considerábamos las maneras de encontrarles remedio nuestros corazones parecían cesar de latir y casi lamentábamos haber escapado a los peligros menos horribles del mar. Tratamos, empero, de consolarnos con la esperanza de ser recogidos a breve plazo por algún navío, y nos instamos mutuamente a soportar con fortaleza los males que sobrevinieran.

Amaneció, por fin, el día 14. El tiempo seguía claro y agradable, y la brisa, firme pero ligera, continuaba soplando del noroeste. El mar se había calmado por completo y, por razones que no pudimos determinar, el barco ya no escoraba tanto como antes; el puente se hallaba relativamente seco y podíamos andar libremente de un lado a otro. Llevábamos tres días con sus noches sin comer ni beber y era absolutamente necesario que hiciéramos alguna tentativa para procurarnos provisiones del interior del buque. Como el bergantín estaba completamente inundado, nos pusimos a la tarea sin ningún ánimo y sin la menor esperanza de obtener buenos resultados. Fabricamos una especie de draga con unos clavos que arrancamos de los restos de la escotilla de la cámara y que fijamos en dos pedazos de madera. Atando estos pedazos en cruz y sujetándolos al extremo de una cuerda, arrojamos la draga a la cámara y la pasamos en todas direcciones con la débil esperanza de enganchar en esa forma alguna cosa que pudiera servirnos de alimento o que, por lo menos, nos ayudara a conseguirlo. Pasamos en esta tarea la mayor parte de la mañana sin resultado alguno, pues sólo pescamos algunas ropas de cama que se enganchaban fácilmente en los clavos. Nuestra draga era tan tosca que resultaba imposible esperar resultados mejores.

Probamos entonces en el castillo de proa, pero igualmente en vano, y nos sentíamos al borde de la desesperación cuando Peters declaró que si le atábamos una soga al cuerpo trataría de zambullirse en la cámara a fin de buscar alguna cosa comestible. Recibimos su propósito con todo el entusiasmo que la esperanza renaciente podía inspirar. Peters se desnudó de inmediato, quedándose tan sólo con los pantalones; le aseguramos cuidadosamente una sólida cuerda a la cintura, pasándola por los hombros de manera que no hubiese el menor peligro de que se zafara. La empresa presentaba tantas dificultades como peligros, ya que, como no cabía esperar nada en la cámara misma, era necesario que el buzo, luego de descender, girara a la derecha, recorriendo bajo el agua una distancia de diez o doce pies a lo largo de un angosto pasaje, llegara hasta el pañol de víveres y regresara, todo esto sin respirar ni una sola vez.

Cuando todo estuvo listo, Peters bajó por la escalera de la cámara hasta que el agua le llegó al mentón. Zambullóse entonces de cabeza, girando a la derecha en el mismo momento y tratando de abrirse camino hasta el pañol de víveres. La primera tentativa resultó un fracaso completo. Menos de medio minuto después de haber bajado sentimos un violento tirón de la soga (de acuerdo a una señal que habíamos convenido previamente). Nos apresuramos a tirar, pero lo hicimos con tanta torpeza que al sacarlo a la superficie se dio un fuerte golpe contra la escalera. No traía nada consigo y apenas había podido avanzar por el pasaje a causa de los continuos esfuerzos que se había visto precisado a hacer para no quedar flotando contra el puente. Cuando lo extrajimos del agua estaba exhausto y tuvo que descansar un cuarto de hora antes de aventurarse a bajar por segunda vez.

La segunda tentativa resultó todavía peor, pues Rogers permaneció tanto tiempo bajo el agua sin hacer la señal que nos alarmamos seriamente y lo arrastranmos fuera sin esperar su aviso. Encontramos que estaba casi ahogado y nos aseguró que había hecho repetidas señal que no habíamos percibido; probablemente se debió que una parte de la soga se había enredado en la barandilla al pie de la escalera. Como dicha barandilla resultaba un obstáculo peligroso, decidimos quitarla, si era posible, antes de seguir adelante. Dado que carecíamos de medios para ello, salvo el de usar nuestras fuerzas bajamos por la escalera hasta donde nos lo permitió el agua, y allí, empujando todos al mismo tiempo la barandilla, acabamos por romperla.

La tercera tentativa fue tan infructuosa como las dos primeras, y comprendimos que nada podría hacerse como no arregláramos un dispositivo por medio del cual el buzo quedara retenido en el piso de la cámara, con ayuda de algún peso, mientras durara su búsqueda. Largo rato buscamos algo que respondiera a nuestras necesidades, hasta que, al fin, con grandísima alegría descubrimos que uno de los soportaobenques a babor estaba lo bastante suelto como para poder desprenderlo. Luego de asegurarlo cuidadosamente a una de sus pantorrillas, Peters zambullóse por cuarta vez en la cámara y consiguió llegar hasta la puerta de la despensa. Pero entonces, para su inexpresable desesperación descubrió que estaba cerrada con llave y tuvo que volverse sin entrar, pues a pesar de sus mayores esfuerzos le era imposible permanecer más de un minuto bajo el agua.

Nuestra situación nos pareció más horrible que nunca, y ni Augustus ni yo pudimos contener el llanto al pensar en la multitud de dificultades que nos rodeaba y las escasas probabilidades que teníamos de salvar nuestras vidas. Pero esta debilidad no duró mucho. Cayendo de rodillas, nos encomendamos a Dios e imploramos su ayuda frente a los peligros que nos amenazaban, y nos levantamos con renovadas fuerzas y esperanzas para pensar lo que aún podíamos hacer con los medios materiales de que disponíamos, a fin de lograr nuestra salvación.