Augustus me informó de los detalles más importantes de estos sucesos mientras se hallaba a mi lado junto al cajón. Sólo más tarde me enteré de todo el resto. Mi amigo temía que lo descubrieran, y yo me desesperaba por abandonar aquel detestable lugar de encierro. Decidimos abrimos paso inmediatamente hasta el agujero del mamparo, cerca del cual habría de quedarme mientras Augustus tanteaba la situación del otro lado. Ninguno de los dos podíamos soportar la idea de dejar a Tigre encerrado en el cajón, pero no veíamos qué otra cosa podía hacerse. El animal parecía hallarse tranquilo, y aplicando el oído a las tablas no alcanzábamos a distinguir siquiera el ruido de su respiración. Me convencí de que había muerto, y decidí abrir el cajón. Lo encontramos tendido a lo largo, aparentemente aletargado, pero aún vivo. No había tiempo que perder y, sin embargo, no podía decidirme a abandonar a un animal que por dos veces me había salvado la vida, sin tratar por lo menos de ayudarlo. Lo arrastramos, por tanto, con nosotros, con las mayores dificultades y fatigas; cada vez que encontrábamos un obstáculo que franquear, Augustus se veía precisado a encaramarse llevando en brazos al pesado perro, pues la debilidad en que me encontraba me lo impedía por completo. Conseguimos finalmente alcanzar el agujero, por el cual pasó Augustus arrastrando consigo a Tigre. Todo estaba tranquilo, y no dejamos de dar gracias a Dios por haber escapado de peligros tan inminentes. Quedó convenido que yo me mantendría cerca del agujero, a través del cual mi compañero podría pasarme fácilmente una parte de sus provisiones diarias, y donde gozaría de una atmósfera relativamente pura.
A fin de explicar ciertas partes de este relato en las que me he referido a la estiba del bergantín, y que pueden parecer extrañas a aquellos de mis lectores que sólo hayan visto un barco con la estiba adecuadamente hecha, debo señalar aquí que la forma en que esta importantísima tarea se había cumplido a bordo del Grampus arrojaba las peores sospechas de negligencia sobre el capitán Barnard, que carecía de la experiencia y el cuidado propios de un marino a quien se confía una misión tan azarosa como la suya. Un arrumaje adecuado no puede efectuarse en forma descuidada, y las negligencias o la ignorancia en este terreno han sido causa, como se ve por experiencia propia, de los más desastrosos accidentes. Los barcos de cabotaje, que continuamente se ven sometidos a la confusión de la carga y la descarga, son los más propensos a sufrir las consecuencias de una mala estiba. La cuestión principal consiste en evitar que la carga o el lastre se desplacen de su posición, aun durante los más violentos rolidos de la nave. A tal fin, no sólo hay que prestar suma atención al volumen de la carga, sino a su naturaleza, y tener en cuenta si se trata de una carga total o parcial. En la mayoría de los cargamentos la estiba se efectúa a presión. Así, tratándose de una carga de tabaco o de harina, se la comprime de tal manera en la bodega del barco que, al procederse a la descarga, se ve que los barriles o cascos están completamente aplanados y que tardan un tiempo en recobrar su forma original. La razón de que se oprima de tal modo la carga obedece exclusivamente al deseo de aprovechar mejor la bodega, pues cuando se trata de una carga completa de mercancías, tales como harina o tabaco, no puede haber ningún peligro de corrimiento, por lo menos en una medida que haga temer por las consecuencias. El hecho es que se han dado casos en que este método de compresión de la carga ha tenido resultados desastrosos, nacidos de una causa muy distinta que la del habitual desplazamiento de la estiba. Una carga de algodón, por ejemplo, estrechamente comprimida, puede expandirse en un momento dado y rajar en dos al buque en alta mar. Y no cabe duda de que lo mismo sucedería con una carga de tabaco, al producirse su natural fermentación, si no fuera por los espacios que obligadamente quedan en la bodega a causa de la redondez de los cascos.
El peligro resultante del corrimiento es especialmente serio cuando se trata de alguna carga parcial, y deberían adoptarse todas las precauciones posibles en ese sentido. Sólo aquellos que se han encontrado en un violento huracán, o que han comprobado los rolidos de un barco en la súbita calma que sigue a aquél, pueden formarse una idea de la tremenda fuerza de sus vaivenes y, por consiguiente, del terrible ímpetu que adquieren todos los objetos sueltos del navío. En ocasiones semejantes se aprecia la necesidad de un cuidadoso arrumaje de cualquier carga parcial. Cuando está a la capa (especialmente con una vela delantera pequeña), todo barco que carezca de un buen perfil de proa se inclinará frecuentemente a babor o estribor; esto puede ocurrir cada quince o veinte minutos, como término medio, pero no tendrá consecuencias serias siempre que el arrumaje esté bien hecho. Si se lo ha descuidado, a la primera de estas acentuadas oscilaciones la totalidad de la carga se volcará del lado que da sobre el agua, y, al verse así privado de recobrar su equilibrio, cosa que de otro modo lograría fácilmente, el buque no tardará en inundarse y zozobrar en pocos minutos. No es exagerado afirmar que por lo menos la mitad de los naufragios ocurridos en medio de huracanes en alta mar deben atribuirse al corrimiento de la carga o del lastre.
Cuando se embarca una carga parcial de cualquier clase, y luego de estibarla en la forma más compacta posible, lo que debe hacerse es cubrirla con una planchada de sólidos tablones, tendidos de lado a lado del buque. Sobre los tablones se instalarán fuertes puntales, que se apoyen en el armazón superior de la bodega, y que mantendrán así cada cosa en su lugar. En los cargamentos consistentes en granos o mercancías similares hay que adoptar precauciones adicionales. Una bodega que al zarpar el buque estaba repleta de grano, sólo estará llena en sus tres cuartas partes al llegar a destino; esto ocurrirá aún si la carga, medida cuidadosamente por el consignatario, sobrepasa en mucho la cantidad originariamente consignada (a causa de la dilatación del grano). Esta disminución se debe al asentamiento del grano en el curso del viaje, y es más notable cuanto más duro haya sido el tiempo. Por lo tanto, si una carga de grano que luego habrá de reducirse en el viaje es asegurada al partir mediante tablones y puntales, su asentamiento provocará, con el espacio que crea, corrimientos capaces de provocar las más desastrosas calamidades. Para impedirlas deberá hacerse todo lo necesario a fin de asentar en lo posible la carga antes de dejar puerto; existen diversos procedimientos, entre ellos el de introducir cuñas en el grano. Aun después de hacerse todo esto, y asegurar con gran trabajo los tablones de soporte, ningún marino que lo sea de verdad dejará de sentirse intranquilo en una tormenta si lleva a bordo un cargamento de grano, y sobre todo si es una carga parcial. No obstante, cientos de nuestros barcos de cabotaje, y mucho más en los puertos europeos, zarpan diariamente con cargas parciales, aun de las especies más peligrosas, sin adoptar la menor precaución. Resulta asombroso que no haya más siniestros de los que se producen en estos tiempos. Un lamentable ejemplo de dicha negligencia lo proporciona el caso del capitán Joel Rice, que en el año 1825 zarpó con la goleta Firefly de Richmond, Virginia, llevando un cargamento de trigo a Madeira. El capitán había cumplido ya varios viajes sin inconvenientes de importancia, aunque no se preocupaba de su arrumaje y se limitaba a asegurar la carga en la forma acostumbrada. Nunca había llevado un cargamento de grano, y en esta oportunidad lo embarcó sin asentarlo, llenando la bodega apenas hasta la mitad. Durante la primera mitad del viaje encontró vientos favorables, pero cuando estaba a un día de Madeira lo sorprendió una galerna del nornordeste que lo obligó a quedarse a la capa. Se mantuvo así con dos rizos de trinquete, y el barco capeó el temporal todo lo bien que cabía esperar y sin que le entrara una gota de agua. Hacia la noche, la galerna cedió un tanto y los rolidos de la goleta se hicieron más fuertes, aunque seguía sin novedad, hasta el momento en que una ola especialmente grande la hizo inclinarse demasiado a estribor. Oyóse entonces que la carga se corría con violencia, y la fuerza del movimiento hizo ceder y abrirse la escotilla principal. El barco se fue a pique como una bala de plomo. Esto ocurría a la vista de una pequeña balandra de Madeira, que salvó a uno de los tripulantes, único superviviente; ni que decir tiene que la balandra se mantenía perfectamente a la capa, y que hasta un bote hubiera sorteado el peligro de haber sido dirigido con habilidad.
El arrumaje del Grampus era pésimo, si es que realmente puede llamarse arrumaje a un mero amontonamiento de barriles de aceite[2] y diversos pertrechos. Ya me he referido a la forma en que esta carga se hallaba distribuida en la bodega. En cuanto al entrepuente, había suficiente espacio para que mi cuerpo pasara entre los cascos de aceite y el puente superior, según ya he señalado; alrededor de la escotilla principal había amplio espacio, y no faltaban otros en diversos lugares de la carga. Cerca del agujero que había hecho Augustus en el mamparo quedaba lugar suficiente para colocar un gran casco, y fue allí donde me instalé confortablemente por el momento.
Ya era de día cuando mi amigo llegó sano y salvo a su litera, y volvió a colocarse las esposas y las ataduras. Escapamos por poco, pues apenas había terminado de hacerlo bajó el piloto, acompañado de Dirk Peters y el cocinero. Hablaron un rato sobre el barco de Cabo Verde, dando la impresión de estar muy deseosos de encontrarlo de una vez. Por fin el cocinero se acercó a la litera donde yacía Augustus y se sentó del lado de la cabecera. Desde mi escondrijo podía ver y oír todo lo que ocurría, pues la tabla cortada no había sido colocada otra vez en su sitio, y temía a cada instante que el negro se apoyara en el chaquetón que colgaba para disimular la abertura, con lo cual todo habría quedado descubierto y nuestras vidas sacrificadas en el mismo instante. Nos favoreció, sin embargo, la fortuna, y aunque muchas veces el cocinero tocó el chaquetón a causa del rolido del barco, no llegó a apoyarse tanto como para descubrir el orificio. Los faldones de la prenda estaban firmemente asegurados en el mamparo, para que al balancearse no se viera el agujero. A todo esto Tigre seguía tendido a los pies de la litera y parecía haber recobrado un tanto sus facultades, pues una que otra vez alcancé a ver que abría los ojos y respiraba profundamente.
Pocos minutos más tarde el piloto y el cocinero se marcharon, y Dirk Peters vino a instalarse en el lugar donde antes había estado sentado el primero de aquéllos. Se puso a hablar muy amablemente a Augustus, y pronto nos dimos cuenta de que gran parte de la ebriedad que había demostrado en presencia de los otros era fingida. Contestó con toda libertad a las preguntas de mi compañero; le dijo que no cabía duda de que su padre había sido recogido, ya que el día en que lo abandonaron en alta mar se vieron no menos de cinco velas en el horizonte, y abundó en otras expresiones consoladoras que me produjeron tanta sorpresa como placer. Comencé a abrigar esperanzas de que, gracias a Peters, pudiéramos finalmente recobrar el bergantín, y hablé de esto con Augustus tan pronto se presentó la oportunidad. A mi amigo le pareció la cosa posible, pero insistió en que debíamos proceder con la mayor prudencia en nuestra tentativa, ya que la conducta del mestizo parecía resultaba difícil saber si estaba plenamente en sus cabales.
Peters subió a cubierta una hora más tarde y no volvió hasta mediodía, trayendo a Augustus una generosa provisión de cecina y pudding. Apenas nos quedamos solos comimos con gran apetito, sin que yo saliera de mi refugio. Nadie volvió a bajar al castillo de proa durante el día, y por la noche me instalé en la litera de Augustus, donde dormí admirablemente bien hasta poco antes del amanecer, cuando mi amigo me despertó al oír un ruido en el puente, por lo cual volví a meterme rápidamente en mi escondite.
Ya de día, descubrimos que Tigre había recobrado casi completamente las fuerzas y que no daba señales de hidrofobia, puesto que bebió con mucho gusto un poco de agua que le ofrecimos. A lo largo del día se puso completamente bueno. No hay duda de que su extraña conducta había sido provocada por la atmósfera enrarecida de la bodega, y que nada tenía que ver con la rabia. Me alegré, pues, infinitamente de haberlo traído conmigo. Estábamos a 30 de junio y habían pasado trece días desde que el Grampus abandonara el puerto de Nantucket.
El 2 de julio el piloto bajó tan borracho como de costumbre y de muy buen humor. Se acercó a la litera de Augustus y, luego de palmearle la espalda, le preguntó si se portaría bien en caso de que lo pusiera en libertad, y si prometería no volver a bajar a la cámara. Como es natural, Augustus contestó afirmativamente, y el miserable lo soltó en seguida, después de darle a beber de un frasco de ron que guardaba en el bolsillo. Ambos subieron al puente, y no volví a ver a mi amigo hasta tres horas después. Bajó con la buena noticia de que le habían dado permiso para pasearse libremente por el bergantín, desde el palo mayor hacia proa, y que tenía orden de seguir durmiendo en el mismo sitio. Me trajo asimismo una excelente cena y gran provisión de agua. El bergantín seguía al acecho del barco proveniente de Cabo Verde, y acababa de avistarse una vela que parecía ser la del navío en cuestión. Como los sucesos de los ocho días siguientes fueron poco importantes y no conciernen a los puntos capitales de mi narración, los consignaré aquí en forma de diario, ya que tampoco deseo omitirlos por completo.
3 de julio.— Augustus me proporcionó tres frazadas, con las cuales me hice una cómoda cama en mi escondite. Nadie bajó durante el día, a excepción de mi compañero. Tigre se tendió en la litera, delante del agujero, y durmió profundamente, como si todavía no se hubiera recobrado del todo de los efectos de su enfermedad. Hacia la noche, una ráfaga alcanzó al bergantín antes de que hubiera tiempo de arriar velas, y estuvo a punto de hacerlo zozobrar. El viento amainó de golpe, sin embargo, sin ocasionar otros daños que la rotura de la vela mayor del trinquete. Dirk Peters trató a Augustus con gran amabilidad y conversó largamente con él sobre el océano Pacífico y las islas que había visitado en esas regiones. Le preguntó si no le gustaría unirse a los amotinados en una especie de viaje exploratorio y de placer por aquellas partes, y agregó que los tripulantes se estaban inclinando poco a poco al punto de vista del piloto. Augustus consideró prudente responder que le alegraría mucho participar de la aventura, ya que no podía hacerse nada mejor, y que cualquier cosa era preferible a una vida de pirata.
4 de julio.— El barco a la vista resultó ser un pequeño bergantín procedente de Liverpool y se le dejó seguir sin molestarle. Augustus pasó la mayor parte del tiempo en cubierta, a fin de obtener todas las informaciones posibles sobre los planes de los amotinados. Entre ellos se producían frecuentes y violentas querellas, y en una de ellas un arponero llamado Jim Bonner fue arrojado por la borda. La facción del piloto ganaba terreno. Jim Bonner pertenecía al grupo del cocinero, en el cual también figuraba Peters.
5 de julio.— Al amanecer sopló una fuerte brisa del oeste que a mediodía se convirtió en ventarrón y obligó a no dejar más que la vela mayor de capa y el trinquete. Al recoger un rizo de la mayor del trinquete, uno de los marineros, llamado Simms, que también pertenecía a la facción del cocinero, cayó al mar a causa del estado de embriaguez en que se hallaba. No tardó en ahogarse, pues nada se hizo por rescatarle. Ahora sólo quedaban a bordo trece personas, a saber: Dirk Peters, Seymour, el cocinero negro; Jones, Greely, Hartman Rogers y William Allen, todos ellos de parte del cocinero; el piloto —cuyo nombre jamás he llegado a saber—, Absalom Hicks, Wilson, John Hunt y Richard Parker, de la facción del piloto, y, finalmente, Augustus y yo.
6 de julio.— El viento sopló con fuerza todo el día, en forma de violentas ráfagas acompañadas de lluvia. El bergantín hizo bastante agua por la borda y hubo que mantener una de las bombas en constante funcionamiento. Augustus se vio obligado a trabajar como los demás. Al atardecer, un gran navio pasó cerca del nuestro sin que se le hubiera avistado antes. Se supuso que se trataba del barco que los amotinados estaban esperando. El piloto le hizo señales, pero la respuesta se ahogó en el estrépito del huracán. A las once, una ola nos tomó por el medio, llevándose buena parte de las amuras de babor y ocasionando otros daños menores. El viento amainó por la mañana, y a la salida del sol soplaba apenas.
7 de julio.— Tuvimos mar gruesa todo el día, y el bergantín, apenas cargado, cuchareó continuamente, con lo cual parte de la estiba se soltó en la bodega, como pude escuchar claramente desde mi escondite. Sufrí muchísimo de mareo. Peters habló hoy largamente con Augustus y le dijo que dos hombres de su bando, Greeley y Allen, se habían pasado al piloto y estaban resueltos a dedicarse a la piratería. Hizo varias preguntas a Augustus que éste no comprendió claramente en el momento. A lo largo de la tarde la vía de agua ganó terreno, pero poco podía hacerse para remediarla, dadas las condiciones en que se hallaba el bergantín, que recibía agua por la borda. Se trató de proteger la proa, reforzando las amuras con una vela plegada; esto ayudó un tanto y la vía de agua se redujo.
8 de julio.— Al amanecer se alzó una brisa liviana del este y el piloto rumbeó hacia el sudoeste, con intención de alcanzar alguna de las islas del Caribe y poner en práctica sus intenciones de entregarse a la piratería. Ni Peters ni el cocinero se opusieron; por lo menos, Augustus no se enteró de nada. Toda idea de apoderarse del navío de Cabo Verde había sido abandonada. La vía de agua estaba ya muy reducida, y bastaba con hacer funcionar una sola bomba cada tres cuartos de hora. También fue retirada la vela que los hombres habían colocado para proteger las amuras de proa. Durante el día estuvieron al habla con dos pequeñas goletas.
9 de julio.— Tiempo magnífico. Todos los tripulantes se dedicaron a reparar las amuradas. Peters volvió a tener una larga conversación con Augustus y le habló con más claridad de la empleada hasta ahora. Declaró que nada le obligaría a pasarse a la facción del piloto, y hasta insinuó su intención de arrebatarle el mando del bergantín. Preguntó a mi amigo si podía contar con su ayuda en ese caso, a lo cual Augustus respondió sin vacilar por la afirmativa. Peters agregó entonces que sondearía a los otros miembros de su bando, y se marchó. Durante el resto del día Augustus no tuvo oportunidad de hablar otra vez con él privadamente.