Durante los minutos que siguieron a la partida del cocinero, Augustus se entregó a la desesperación, seguro de que jamás saldría con vida del camarote. Decidió hablar entonces con el primero de los hombres que bajara, e informarlo de mi situación, pensando que era preferible que yo corriera mi suerte con los amotinados y no que pereciera de sed en la bodega —puesto que llevaba diez días encerrado, y mi cántaro de agua no era provisión suficiente para cuatro. Mientras pensaba en esto, se le ocurrió repentinamente que quizá fuera posible comunicarse conmigo a través de la bodega principal. En cualquier otra circunstancia la dificultad y lo azaroso de esta empresa lo hubieran disuadido de intentarla; pero ahora sus probabilidades de sobrevivir eran bien escasas, y poco tenía en consecuencia que perder. Decidido, Augustus se entregó de lleno a reflexionar en la tentativa.
El primer problema lo constituyeron las esposas. Al principio le pareció imposible librarse de ellas, y temió que sus intenciones se vieran frustradas desde el comienzo; pero luego de examinarlas mejor, reparó en que podía soltar sus manos sin muchos esfuerzos ni inconvenientes, para lo cual bastaba tirar con cierta fuerza; aquellas esposas no servían para aprisionar a un hombre tan joven, cuyos huesos cedían a la presión.
Procedió entonces a desatarse los pies, dejando la soga en forma tal que pudiera volver a atarla en caso de que alguien bajara, y se puso a examinar el mamparo en la parte que daba contra la litera. El tabique era de madera de pino muy blanda, de una pulgada de espesor, por lo cual no resultaría difícil abrirse paso a través de ello. Oyóse en aquel momento una voz en la escala del castillo de proa, y Augustus tuvo el tiempo justo de meter la mano derecha en las esposas (pues no había retirado la izquierda) y estirar la soga arrollada a sus pies, antes de que apareciera Dirk Peters, seguido de Tigre, quien inmediatamente saltó a la litera y se echó. El perro se hallaba a bordo por obra de Augustus quien, sabedor de mi afecto por aquel animal, había pensado que me daría gusto tenerlo conmigo durante el viaje. Había ido a casa a buscarlo, inmediatamente después de dejarme en mi refugio de la cala, pero más tarde, cuando me trajo el reloj, no se le ocurrió mencionar el hecho. Desde que se produjera el motín, Augustus había dejado de ver al perro y lo dio por perdido, suponiendo que alguno de los perversos partidarios del piloto lo había tirado por la borda. Más tarde supo que Tigre se había arrastrado hasta un agujero situado debajo de uno de los botes balleneros, y que, por falta de espacio para volverse, le había sido imposible volver a salir. Peters lo libró de su situación y, con esa especie de bondad que mi amigo tenía hartos motivos para apreciar, lo traía para que le hiciera compañía. Le dejó asimismo algo de cecina salada, patatas y un jarro de agua, prometiendo al marcharse que al día siguiente volvería con más provisiones.
Una vez que Peters se hubo alejado, Augustus soltó sus dos manos y se destacó los pies. Arrollando la cabecera del colchón donde lo habían tirado, sacó su cortaplumas (ya que los amotinados no se habían molestado en registrarlo) y se puso a cortar vigorosamente una de las tablas del tabique, lo más cerca posible de la base de la litera. Decidió hacerlo en ese lugar, pues en caso de ser bruscamente interrumpido podría ocultar su obra dejando caer el colchón en su sitio. Nadie lo molestó sin embargo durante la tarde, y al llegar la noche había cortado por completo la tabla. Conviene hacer notar aquí que ninguno de los tripulantes ocupaba el castillo de proa como camarote, pues se habían instalado todos en la cámara, bebiendo los vinos y comiendo las provisiones del capitán Barnard, sin preocuparse más que lo absolutamente imprescindible de la navegación del bergantín. Tales circunstancias resultaron tan afortunadas para Augustus como para mí, pues de haber sido otras mi amigo no habría logrado llegar a mi lado. Tal como estaban las cosas, podía llevar adelante su plan, pero sólo cuando faltaba poco para el amanecer completó el segundo corte de la tabla (a un pie por encima del primero), abriendo así un agujero lo suficientemente grande para poder pasar al sollado. Una vez allí llegó sin dificultad a la escotilla principal, aunque para ello tuvo que abrirse paso entre barriles de aceite amontonados hasta tocar casi el puente superior, y que apenas dejaban espacio para deslizar el cuerpo. Llegado a la escotilla, descubrió que Tigre lo había seguido, deslizándose a su vez entre las filas de barriles. Ya era demasiado tarde para tratar de llegar hasta mí antes del amanecer, pues la principal dificultad residía en pasar a través del compacto arrumaje de la bodega inferior. Decidió, pues, volverse y esperar a la noche siguiente. Con esta intención se puso a aflojar la tapa de la escotilla, a fin de perder el menor tiempo posible en su próxima tentativa. Tan pronto la había soltado, Tigre saltó ansiosamente a la pequeña abertura, olfateó un momento y luego se puso a gemir, mientras arañaba la tapa como si quisiera levantarla con las patas. Su conducta demostraba sin lugar a dudas que se había dado cuenta de mi presencia en la cala, y Augustus pensó que, si lo dejaba bajar, se las arreglaría para llegar hasta mí. Fue entonces cuando le vino la idea de enviarme el mensaje, ya que mucho temía que yo tratara de abrirme camino hasta el puente, cosa harto peligrosa en esas circunstancias; además no estaba completamente seguro de poder llegar hasta mí al día siguiente. Los sucesos posteriores probaron hasta qué punto fue afortunado que se le ocurriera esta idea, pues de no haber recibido yo la nota indudablemente hubiera encontrado alguna manera de hacerme oír de la tripulación, y lo más probable es que ello nos hubiera costado la vida a los dos.
Decidido a enviarme un mensaje, Augustus pensó en la manera de escribirlo. Un viejo escarbadientes se convirtió en una pluma, a pesar de la dificultad de valerse solamente del tacto, ya que el entrepuente estaba completamente en tinieblas. En cuanto al papel, Augustus lo obtuvo arrancando la parte en blanco de una carta, duplicado de la falsa carta de Mr. Ross. La misma debió haber sido enviada, pero como la escritura no estaba lo bastante bien imitada, Augustus escribió otra y, afortunadamente, metió la primera en el bolsillo de su chaqueta, donde quedó olvidada. Sólo faltaba ahora la tinta, y para ello mi amigo se hizo un ligero corte en el dorso de un dedo, justamente encima de la uña, sabedor de que esa parte sangra siempre copiosamente. Escribió entonces lo mejor que pudo en tales circunstancias. Me explicaba brevemente que había habido un motín, que el capitán Barnard había sido abandonado en alta mar, y que no tardaría en llevarme provisiones, pero que no hiciera la menor tentativa de asomarme. «He escrito esto con sangre… Tu vida depende de que sigas escondido», eran las palabras finales.
Una vez atado el papel al cuerpo del perro, Augustus lo dejó bajar por la escotilla y se volvió con gran trabajo al castillo de proa, donde todo estaba tranquilo y nadie parecía haber penetrado en su ausencia. Para ocultar el agujero del tabique clavó su cortaplumas más arriba y colgó del mismo un chaquetón que había hallado en la litera. Volviendo a colocarse, las esposas, se ajustó la soga en los tobillos.
Apenas había terminado estos preparativos cuando entró Dirk Peters, terriblemente borracho pero de excelente humor, trayendo las provisiones para el día, consistentes en una docena de grandes patatas irlandesas asadas y un pichel de agua. Se sentó en un arcón al lado de la litera y habló con toda libertad sobre el piloto y todo lo que ocurría a bordo del bergantín. Su conducta era sumamente caprichosa y llegaba a lo grotesco. En un momento dado Augustus sintió gran alarma ante su comportamiento. Por fin volvió a subir al puente, declarando que al día siguiente traería un buen almuerzo a su prisionero.
Durante el día, dos arponeros bajaron acompañados del cocinero, completamente borrachos todos. Al igual que Peters, no tuvieron escrúpulos en hablar sin ninguna reserva de sus planes. Al parecer estaban muy divididos entre ellos con respecto a lo que harían en el futuro, y no se ponían de acuerdo en nada, salvo en atacar el barco procedente de las islas de Cabo Verde, que esperaban encontrar de un momento a otro. Por lo que podía colegirse, el motín no había sido inspirado solamente por un deseo de lucro, sino que el motivo principal lo constituía un resentimiento privado del piloto hacia el capitán Barnard. Por el momento parecía haber a bordo dos facciones principales, dirigidas, respectivamente, por el piloto y por el cocinero. Los primeros se inclinaban a apoderarse del primer barco conveniente que se presentara, y equiparlo en alguna de las islas del Caribe para dedicarse a la piratería. El segundo grupo, sin embargo, que era el más fuerte e incluía entre sus partidarios a Dirk Peters, insistía en seguir el rumbo original del viaje al Pacífico sur; una vez allí, se dedicarían a cazar ballenas o a obrar según las circunstancias lo aconsejaran. Las descripciones de Peters, que había visitado muchas veces esas regiones, pesaban mucho entre los amotinados, que parecían vacilar entre confusas nociones de ganancias o de placeres. Peters hablaba de las innumerables novedades y diversiones que encontrarían en las innumerables islas del Pacífico, la absoluta seguridad de que gozarían en ellas, pero insistía más particularmente en las delicias del clima, los abundantes medios de vida y la voluptuosa belleza de las mujeres. Nada se había decidido en concreto, pero las escenas evocadas por el encargado de las líneas pesaban mucho en la ardiente imaginación de los marineros, y todas las probabilidades parecían inclinarse hacia esta última decisión.
Los tres hombres abandonaron el castillo de proa una hora más tarde, y nadie volvió a bajar en todo el día. Augustus permaneció sin moverse hasta el anochecer. Entonces, soltando sus ataduras y esposas, se preparó para la tentativa. Había una botella en una de las literas y la llenó con agua del pichel que le había dejado Peters, guardando además en el bolsillo varias patatas frías. Para su gran alegría descubrió una linterna, que conservaba en el interior un trocito de bujía. Podía encenderla a voluntad, pues tenía consigo una caja de cerillas. Apenas oscureció del todo, pasó por el agujero del mamparo luego de arreglar las mantas de la litera en forma que dieran la impresión de que estaba durmiendo, tapado hasta la cabeza. Apenas franqueado el agujero, volvió a colgar el chaquetón en el mango del cortaplumas, a fin de ocultar la abertura; no le costó mucho hacerlo, pues sólo después de terminada la maniobra volvió a ajustar el trozo de tabla. Se encontraba ahora en el entrepuente principal, y una vez más avanzó entre los cascos de aceite que se apilaban hasta el puente superior, encaminándose hacia la escotilla principal. Llegado a ella, encendió la linterna y bajó, deslizándose con enormes dificultades entre el compacto arrumaje de la bodega. A los pocos instantes empezó a sentir gran alarma por el insoportable hedor y el enrarecimiento de la atmósfera. Le pareció imposible que yo hubiera sobrevivido a un encierro tan prolongado, teniendo que respirar aire tan impuro. Me llamó repetidas veces sin que le contestara, y sus aprensiones parecieron confirmarse. El bergantín rolaba con violencia y en la bodega había mucho ruido, de manera que resultaba inútil ponerse a escuchar si yo respiraba o roncaba. Abriendo la linterna, la mantuvo en alto toda vez que se le presentaba la oportunidad, a fin de que si yo veía la luz me diera cuenta de que venían en mi auxilio. Pero como no daba señales de vida, Augustus empezó a convencerse de que su suposición se confirmaba. Decidió, sin embargo, abrirse paso como pudiera hasta el cajón y asegurarse más allá de toda duda de lo que suponía. Siguió un trecho adelante, lleno de la más penosa ansiedad, hasta que finalmente encontró que el paso estaba completamente bloqueado y que no había la menor posibilidad de continuar por ese lado. Dominado por sus sentimientos, se dejó caer sobre un montón de carga, desesperado, y lloró como un niño.
En ese momento oyó el ruido ocasionado por la botella que yo acababa de estrellar. Afortunado fue, en verdad, que me ocurriera este incidente, pues, por más trivial que parezca, mi vida dependió de él. Pasaron muchos años, sin embargo, antes de que me enterara de esto. Una vergüenza y un remordimiento muy naturales frente a su debilidad y su indecisión impidieron que Augustus me confesara lo que una mayor intimidad y una total franqueza le llevaron luego a decirme. El hecho es que, al encontrar que su avance se veía impedido por obstáculos que no estaba en su poder eliminar, se había decidido a volver inmediatamente al castillo de proa, renunciando a toda nueva tentativa. Antes de condenarlo por semejante decisión, empero, hay que tener en cuenta las terribles circunstancias que lo rodeaban. La noche estaba muy avanzada y en cualquier momento podía descubrirse su ausencia del castillo de proa; de no hallarse de regreso en la litera al amanecer, con toda seguridad lo sorprenderían. La bujía estaba casi completamente consumida, y le sería dificilísimo desandar en la oscuridad el camino hasta la escotilla. Preciso es reconocer, asimismo, que no faltaban las mejores razones para considerarme muerto, en cuyo caso de nada podría servirme que llegara hasta el cajón, en tanto que su situación se tornaría mucho más peligrosa. Me había llamado varias veces, sin que le contestara. Llevaba yo en la cala once días y once noches, sin más agua que la que contenía el jarro que me había dejado al comienzo, y cabía suponer que no la había ahorrado en el primer momento, puesto que esperaba ser liberado casi en seguida. Viniendo desde una zona de aire relativamente puro como el del castillo de proa, la atmósfera de la cala debió de parecerle letal, y mucho más intolerable de lo que me había parecido al tomar posesión de mi refugio —ya que en aquel momento el aire era más puro, pues la escotilla había estado siempre abierta durante varios meses. Agregúense a estas consideraciones las espantosas y sangrientas escenas que mi amigo acababa de presenciar, su encierro, sus privaciones, sus providenciales escapatorias a la muerte, así como el débil e incierto hilo del cual seguía suspendida su existencia, circunstancias calculadas para destruir toda energía espiritual, y el lector no dejará de juzgar la conducta de Augustus tal como la juzgué yo mismo con más pena que cólera.
El estallido de la botella se escuchó distintamente, pero mi amigo no estaba seguro de que procediera de la bodega. Bastó la duda, sin embargo, para instalarlo a perseverar. Trepó casi hasta la plataforma, encaramándose por la carga, y luego de esperar un momento de calma en los cabeceos del buque, me llamó con todas sus fuerzas, despreocupándose de si los amotinados lo oían o no. Se recordará que en aquel momento escuché su voz, pero que me dominaba una agitación tal que no pude responder. Seguro, pues, de que sus peores aprensiones acababan de confirmarse, Augustus descendió con intención de retornar lo antes posible al castillo de proa. En su apuro derribó algunos cajones livianos, cuyo ruido llegó hasta mí, como también se recordará. Ya llevaba mucho andado del camino de vuelta, cuando la caída del cuchillo lo hizo vacilar otra vez. Volvió al punto sobre sus pasos y, trepando de nuevo sobre los barriles, me llamó con todas sus fuerzas, luego de esperar un momento de calma. Esta vez me fue posible responderle. Loco de alegría al comprender que aún estaba vivo, Augustus se resolvió a desafiar todos los inconvenientes y peligros hasta llegar a mi lado. Zafándose lo mejor posible del laberinto en el cual estaba perdido, acabó por dar con un pasaje más abierto y, por fin, tras una serie de dificultades, llegó hasta mi cajón completamente extenuado.