Instantáneamente cruzó por mi mente el pensamiento de que aquel papel era un mensaje de Augustus y que algún accidente imprevisto le había impedido librarme de mi prisión, por lo cual acudía a este método para explicarme lo que estaba ocurriendo. Temblando de ansiedad, me puse a buscar las cerillas y las bujías. Tenía como un recuerdo confuso de haberlas colocado cuidadosamente en alguna parte antes de quedarme dormido; incluso antes de iniciar mi recorrido hasta la trampa había recordado el sitio exacto donde se hallaban. Ahora, sin embargo, no conseguía despertar ese recuerdo, y pasé una hora entera en vanas y desesperantes búsquedas. Jamás he vivido momentos de ansiedad e impaciencia tan terribles. Por fin, mientras me arrastraba con la cara pegada al lastre, fuera del cajón pero al lado de su abertura, percibí como una débil fosforescencia en dirección a proa. Grandemente sorprendido, traté de avanzar en esa dirección, pues la luz parecía estar a pocos pasos. Pero apenas me había movido cuando dejé de percibirla, y antes de verla otra vez me vi precisado a tantear en busca del cajón y colocarme exactamente en la posición anterior. Moviendo cuidadosamente la cabeza a un lado y a otro noté que, si avanzaba suavemente y con múltiples precauciones en dirección opuesta a la que había tomado la primera vez, me acercaría a la luz sin perderla de vista. No tardé en llegar a ella (después de deslizarme a través de innumerables y estrechos pasajes) y descubrí que provenía de algunos fragmentos de mis cerillas, caídas en un barril vacío y tumbado de lado. Me preguntaba asombrado cómo habían podido ir a parar allí, cuando mi mano palpó dos o tres trozos de cera de bujía, que evidentemente había sido mordisqueada por el perro. Deduje inmediatamente que Tigre se había comido mi provisión de bujías y que sería imposible leer la nota de Augustus. Los trozos de cera que quedaban se habían mezclado de tal modo con otros desechos del barril que desesperé de utilizarlos y los dejé donde estaban. Reuní lo mejor que pude las cerillas, de las que quedaban una o dos, y volví con gran dificultad a mi cajón, de donde Tigre no se había movido.
Me era imposible pensar lo que iba a hacer. La bodega estaba sumida en tales tinieblas que no alcanzaba a ver mi mano por más que la acercara a mi rostro. Discernía apenas el blanco trozo de papel, pero para ello no lo miraba directamente, sino que lo colocaba en la línea de la parte externa de la retina; en esa forma, mirándolo de costado, alcancé a tener una ligera percepción del mismo. Puede imaginarse por esto lo tenebroso de mi prisión, y en cuanto a la nota de mi amigo —si verdaderamente era de él—, sólo parecía aumentar mis padecimientos al inquietar todavía mi débil y agitada mente. En vano daba vueltas en la cabeza multitud de absurdos expedientes para procurarme luz —esa clase de expedientes que un hombre sumido en el inquieto sueño que provoca el opio hubiera discurrido con fines similares, ideas que alternativamente parecen las más razonables y las más absurdas, según que predominen las facultades razonantes o las imaginativas—. Por fin se me ocurrió una idea que me pareció sensata, asombrándome mucho de no haberla tenido antes. Puse el trozo de papel sobre la cubierta de un libro, reuní los fragmentos de fósforo que había traído del barril y, luego de colocarlos sobre el papel, los froté contra éste con la palma de la mano, rápida pero firmemente. Una luz clarísima se difundió de inmediato en la superficie y, de haber habido allí algo escrito, no habría tenido la menor dificultad en leerlo. Pero no vi ni una sílaba…; nada más que la lisa superficie del papel. La luz se disipó en contados segundos y mi corazón se fue apagando con ella.
Ya he indicado más de una vez que, durante todo el período precedente, mi inteligencia se hallaba en un estado rayano con la estupidez. Pasaba, es cierto, por momentos de perfecta cordura y a veces hasta de energía, pero eran muy pocos. Preciso es recordar que durante muchos días había estado aspirando la atmósfera pestilente de una bodega de barco ballenero herméticamente cerrada, amén de que sólo había contado con una escasa ración de agua. Durante las últimas catorce o quince horas no había tenido ni una gota para beber… y tampoco había dormido en ese tiempo. Mis principales provisiones —y bien puedo decir las únicas desde la pérdida de la pierna de carnero— habían consistido en alimentos sumamente salados; la única excepción la constituían las galletas, pero me era imposible tragarlas a causa de su dureza y de la sequedad e hinchazón de mi garganta. Ardía de fiebre y me sentía muy enfermo. Todo ello explicará que transcurrieran muchas y tristes horas de desesperación antes de que se me ocurriera la idea de que solamente había examinado uno de los lados del papel. No trataré de describir mi rabia (pues creo que la rabia predomina sobre todo) cuando me di cuenta del terrible error que había cometido. La equivocación en sí hubiera carecido de importancia, pero un arrebato de locura la había vuelto insalvable: sí, en el momento de desesperación que siguió a mi descubrimiento de que en el papel no había nada escrito lo había roto en pedazos y los había arrojado lejos, sin que pudiera decir dónde.
La sagacidad de Tigre me alivió de la peor parte de este dilema. Una vez que hube encontrado, después de larga búsqueda, un trocito de papel, se lo acerqué a la nariz y traté de hacerle comprender que debía traerme los otros pedazos. Para mi asombro (pues nunca le había enseñado esas habilidades que distingue a su raza), pareció comprender de inmediato lo que le pedía, y luego de husmear aquí y allá un momento, me trajo un trozo de mayor tamaño. Quedóse contra mí, frotando su hocico contra mi mano, como si esperara mi aprobación. Le palmeé la cabeza e inmediatamente volvió a su búsqueda. Pasaron algunos minutos antes de que volviera, pero cuando lo hizo traía consigo un gran pedazo que resultó ser todo lo que faltaba, ya que por lo visto yo había desgarrado el papel en tres trozos. Afortunadamente, no tuve dificultad en encontrar los escasos fragmentos de fósforo que aún quedaban, pues su débil resplandor me sirvió de guía. Las dificultades me habían enseñado a ser prudente, y esta vez pasé algún tiempo reflexionando sobre lo que iba a hacer. Era muy probable que en el lado opuesto al examinado antes hubiera algunas palabras escritas. Pero… ¿cuál era ese lado? El hecho de hacer coincidir los tres pedazos no me daba ninguna clave, aunque sí la seguridad de que las palabras (en caso de existir) se encontrarían todas de un solo lado y correctamente ordenadas. Era absolutamente necesario colocar el papel en la forma adecuada, pues lo que me quedaba de fósforo no alcanzaría para una tercera tentativa. Como antes, puse el papel sobre la cubierta de un libro y me quedé un rato debatiendo cuidadosamente el problema. Por fin pensé que —aunque muy improbable— era posible que el lado escrito presentara alguna irregularidad en su superficie que una palpación muy sutil podría revelar. Decidí hacer el experimento y pasé con mucho cuidado el dedo por la parte superior del papel. No advertí la menor señal de escritura. Volviéndolo, lo coloqué otra vez sobre el libro y pasaba otra vez el dedo por su superficie, cuando percibí una débilísima fosforescencia que se producía en el lugar del frote. Inmediatamente comprendí que se debía a las mínimas partículas de fósforo que habían quedado en el papel cuando mi primera experiencia. Es decir que la escritura, si había escritura, se encontraba en la parte opuesta. Volví la nota y repetí lo hecho anteriormente. Apenas frotado el fósforo surgió un notable brillo, y al mismo tiempo distinguí varias líneas escritas con letra muy grande y, a lo que parecía, con tinta roja. Aunque la fosforescencia era bastante fuerte, no duró más que unos segundos. De no haber estado tan ansioso hubiese tenido tiempo sobrado para leer las tres frases del mensaje —pues distinguí que eran tres—. Pero en mi ansiedad por entenderlo de golpe sólo alcancé a descifrar las ocho últimas palabras, que decían: …sangre… Tu vida depende de que sigas escondido.
De haber podido cerciorarme de todo el contenido de la nota, de la plena significación de la advertencia que mi amigo había tratado de hacerme llegar en esa forma, incluso si me hubiese revelado la más terrible de las catástrofes, estoy firmemente convencido de que no me hubiera producido ni la décima parte del horripilante aunque indefinido espanto que me inspiró el fragmento que acababa de leer. Aquella palabra, sangre, la más atroz de todas las palabras, siempre llena de misterio, sufrimiento y terror, por más que estuviera separada de cualquier frase precedente que le hubiera dado su verdadero sentido, ¡cuán cargada de trágica importancia aparecía, cuán heladas y agobiadoras caían sus sílabas en las tinieblas de mi prisión, en lo más recóndito de mi alma!
No cabía dudar de que Augustus tenía las mejores razones para instarme a que me mantuviera escondido; pero, aunque barajé mil hipótesis distintas, no pude llegar a una solución satisfactoria de aquel misterio. Inmediatamente después de regresar de mi última expedición hasta la trampa, y antes de que mi atención se viera reclamada por la singular conducta de Tigre, había decidido hacerme escuchar por los que se hallaban en cubierta, o, si no lo conseguía, abrirme camino a través del sollado. Una cierta seguridad de llevar a cabo alguno de estos propósitos en último extremo me había dado el coraje necesario para resistir los horrores de mi situación. Pero ahora las pocas palabras leídas acababan de privarme de este recurso postrero, y por primera vez experimenté toda la desventura de mi destino. En un paroxismo de desesperación, me dejé caer sobre el colchón, donde permanecí durante un día y una noche en una especie de atontamiento, sólo interrumpido por intervalos momentáneos de sensatez y de recuerdo.
Por fin me levanté una vez más y me puse a reflexionar en los horrores que me rodeaban. Era posible que alcanzara a vivir otras veinticuatro horas privado de agua, pero no más. Durante los primeros días de mi encierro había saboreado abundantemente los cordiales proporcionados por Augustus, mas éstos sólo servían para exacerbar la fiebre, sin aliviar en nada la sed. Sólo quedaban unos tragos de un fuerte licor de melocotón que me revolvía el estómago. Había comido todas las salchichas y del jamón sólo restaba un trocito de pellejo; en cuanto a las galletas, Tigre se las había comido con excepción de unos pedacitos. Para colmo de males, hallé que mi jaqueca aumentaba más y más, y con ella esa especie de delirio que me había perturbado en mayor o menor grado desde que me quedara dormido por primera vez. En las últimas horas había respirado con suma dificultad, y ahora, a cada inspiración, sentía que mi pecho se contraía espasmódicamente. Pero, además, me amenazaba una nueva y muy distinta fuente de preocupación, algo cuya aterradora posibilidad contribuyó más que nada a arrancarme de mi sopor. Me refiero a la conducta de mi perro.
La primera vez que noté un cambio en su actitud se produjo al frotar la cerilla contra el papel en la última de mis tentativas. Mientras lo hacía, Tigre metió el hocico en mi mano, gruñendo ligeramente. Demasiado excitado me sentía en ese momento para prestar atención al detalle. Poco después, como se recordará, me arrojé sobre el colchón y caí en una especie de letárgia. No tardé en advertir un sonido sibilante cerca de mis oídos y descubrí que procedía de Tigre, que jadeaba y gemía en un estado de extraordinaria agitación, mientras sus ojos llameaban fieramente en la oscuridad. Le hablé y me respondió con un gruñido apagado, tras del cual se quedó quieto. Caí otra vez en mi somnolencia, de la que nuevamente desperté por la misma razón. Esto se repitió tres o cuatro veces, hasta que, al fin, su actitud me inspiró un miedo tan terrible que me despabilé por completo. El perro estaba tendido al lado de la puerta del cajón, gruñendo horriblemente, aunque en un tono apagado, mientras le rechinaban los dientes como si sufriera convulsiones. No me quedó la menor duda de que se había vuelto rabioso por la falta de agua y la atmósfera enrarecida, y me pregunté qué iba a hacer para defenderme. Me resultaba intolerable la idea de matarlo, pero era imprescindible para mi propia seguridad. Claramente podía distinguir sus ojos clavados en mí con la expresión del odio más mortal, y a cada instante esperaba que me atacara. Llegó un momento en que no pude seguir resistiendo tan terrible situación y me resolví a salir de mi refugio y matar a Tigre si su comportamiento lo exigía.
Para salir me veía precisado a pasar directamente sobre su cuerpo, cosa que él pareció anticipar levantándose sobre las patas delanteras (como pude comprobar por el cambio de posición de sus ojos), mientras exhibía sus blancos colmillos, que se discernían claramente en la oscuridad. Tomé los restos del pellejo del jamón y la botella de licor conjuntamente con un gran cuchillo de trinchar que Augustus me había dejado, y luego, envolviéndome en mi capote lo más posible, di un paso hacia la puerta del cajón. No había terminado de darlo cuando, con un terrible gruñido, el perro me saltó a la garganta. Todo el peso de su cuerpo me golpeó en el hombro derecho y caí violentamente hacia la izquierda, mientras el enfurecido animal seguía de largo. Quedé de rodillas, con la cabeza metida entre las frazadas, que me protegieron del segundo furioso asalto, durante el cual sentí que los afilados dientes del perro mordían con fuerza en las mantas que me envolvían el cuello, sin que, por fortuna, alcanzaran a atravesar los pliegues. Me encontraba debajo del perro y en pocos momentos quedaría por completo en su poder. La desesperación me dio fuerzas; me levanté osadamente, rechazándole con violencia lejos de mí, mientras arrancaba de un tirón las frazadas y se las echaba encima. Antes de que lograra librarse de ellas ya había atravesado la puerta, cerrándola y dejándole prisionero. Desgraciadamente, en el curso de la lucha me había visto precisado a dejar caer el trozo de pellejo de jamón y descubrí que todas mis provisiones quedaban reducidas a un simple trago de licor. Cuando esta reflexión cruzó por mi mente me sentí dominado por uno de esos arrebatos de petulancia que suelen sentir los niños mal criados en circunstancias similares, y, llevándome la botella a los labios, la vacié hasta la última gota y la estrellé furiosamente contra el suelo.
Apenas había cesado el eco del golpe cuando oí mi nombre pronunciado por una voz ansiosa, pero muy baja, que venía del lado de proa. Aquello era tan inesperado y me produjo una emoción tan intensa que traté en vano de responder. Era incapaz de articular palabra, y enloquecido de terror a la idea de que mi amigo me creyera muerto y se volviera sin tratar de llegar a mi lado, permanecí entre los cajones vecinos al mío temblando convulsivamente, jadeando y luchando por recobrar la voz. Si un millar de palabras hubiesen dependido de una sola sílaba no me habría sido posible proferirla. Oí entonces un ligero movimiento del lado de la carga colocada algo más adelante. El sonido se tornó más débil, se repitió más débilmente, cada vez más débilmente… ¿Olvidaré alguna vez lo que sentí en ese momento? Mi amigo… mi compañero, de quien tanto esperaba… se iba… me abandonaba… ¡ya se había ido! ¡Me dejaría perecer miserablemente, expirar en la más horrible y odiosa de las mazmorras! ¡Una palabra, una sola sílaba podía salvarme… y no lograba pronunciarla! Estoy seguro de que en aquel momento sentí algo diez mil veces peor que las agonías de la muerte. Mi cabeza fue presa del vértigo y, envuelto en una náusea atroz, caí contra el costado del cajón.
En mi caída, el cuchillo de trinchar se desprendió del cinturón de mis pantalones y dio en el suelo con un sonido resonante. ¡Jamás un acento de la más hermosa melodía llegó tan dulcemente a mis oídos! Escuché, en el colmo de la ansiedad, esperando el efecto que aquel sonido produciría en Augustus, pues sabía que la persona que acababa de pronunciar mi nombre no podía ser más que él. Todo quedó en silencio durante unos instantes. Por fin escuché otra vez: «¡Arthur!», repetido en voz baja y vacilante. La renovada esperanza liberó, por fin, mi facultad de hablar, y con toda la fuerza de mi voz clamé:
—¡Augustus…! ¡Oh, Augustus…!
—¡Sh…! ¡Por lo que más quieras, cállate! —replicó Augustus, con voz temblorosa de agitación—. Estaré a tu lado en un momento… apenas pueda abrirme paso en la bodega.
Largo tiempo le oí moverse entre los bultos, y cada instante me pareció un siglo. Por fin sentí su mano en mi hombro, y en el mismo instante el cuello de una botella tocó mis labios. Sólo aquellos que se han visto libres a último momento de las fauces de la tumba, o han conocido los insoportables tormentos de la sed bajo circunstancias tan graves como las que me habían rodeado en mi espantosa prisión, pueden hacerse una idea de la inexpresable delicia que me proporcionó aquel largo trago de la más admirable de las bebidas.
Una vez que hube satisfecho hasta cierto punto mi sed, Augustus sacó del bolsillo tres o cuatro patatas hervidas que devoré ávidamente. Mi amigo traía consigo una linterna sorda y sus rayos me produjeron apenas menos placer que la bebida y la comida. Pero estaba impaciente por conocer las causas de su prolongada ausencia, y él procedió a contarme lo que había ocurrido a bordo durante mi encierro.