7

Pasados unos días, Cristina fue con unas hermanas y unas conversas al bosque de pinos en busca de un musgo especial destinado a proporcionarles tinte verde. Este musgo es raro. Crece, generalmente, en las ramas caídas o desgajadas. Tan pronto llegaron al bosque, las mujeres se dispersaron y se perdieron de vista en medio de la niebla.

Hacía varios días que duraba aquel tiempo tan raro. Ni un soplo de aire, pero sí una espesa niebla que parecía azul sobre el mar y las montañas cuando, en ciertos momentos, se disipaba lo bastante para que pudiera entreverse la comarca. A veces se volvía más densa, y se deshacía en llovizna o se desgarraba lo bastante para que una mancha blanca indicara el lugar del sol en medio de aquella muralla de vapor.

No cesaba de hacer un calor bochornoso, calor alarmante junto al fiordo y en aquella época del año: faltaba poco para la Natividad de la Virgen. Todo el mundo comentaba aquel tiempo y se preguntaba cuándo terminaría.

Cristina sudaba en aquella atmósfera bochornosa, húmeda y deprimente. Lo que le habían dicho de Naakkve le oprimía el corazón. Había llegado, arrancando musgo, hasta la valla de troncos de árbol que la separaba del camino que sube desde el fiordo, cuando, de entre la niebla, surgió Sira Eiliv a caballo. Detuvo su montura y dijo algo sobre el tiempo; así se inició la conversación. Cristina preguntó al sacerdote si tenía detalles sobre aquella historia de Naakkve, aunque sabía que su pregunta resultaría inútil.

Sira Eiliv fingía siempre ignorar lo que ocurría en Tautra.

—No creo, Cristina, que tengas que temer no verlo aquí por Navidad a causa de este asunto —dijo el sacerdote—; porque eso debe de ser lo que te atormenta, ¿verdad?

—Es mucho más que eso, Sira Eiliv. Tengo miedo de que Naakkve no tenga nunca madera de monje.

—¿Crees que estás en condiciones de juzgar sobre ese tema? —preguntó Sira Eiliv frunciendo el ceño. Bajó del caballo, que ató a un árbol, y, contemplando a Cristina con firmeza y curiosidad, se inclinó por encima de la valla.

—Tengo miedo de que a Naakkve le cueste mucho someterse a la disciplina de la orden —dijo Cristina—. ¡Era tan joven cuando pronunció sus votos! No sabía aún a lo que renunciaba, ni siquiera se conocía a sí mismo… Pero todo lo que vio en su infancia, la ruina del patrimonio paterno, la desunión entre su padre y su madre que provocó la muerte de Erlend, le hicieron perder el gusto por vivir en este mundo. No obstante, no vi que todo ello lo orientara hacia la piedad.

—¿Qué no lo observaste? ¿Cómo habrías podido? Sin duda ha podido ser tan duro para Nikulaus someterse a la disciplina como para cualquier otro buen monje. Tiene un carácter fuerte y es un hombre joven, demasiado joven quizás, para comprender, al renunciar al mundo, que este es un amo tan severo como cualquier otro, y, por decir más, un amo implacable. Creo que tú misma has podido comprobarlo, hermana.

»Si Naakkve ha entrado en el monasterio más por abnegación hacia su hermano que por amor hacia su Creador, no creo que Dios se niegue a recompensarlo por haber llevado esta cruz empujado a ello por su amor fraternal. María, la Madre de Nuestro Señor, que Naakkve venera y ama, lo sé, desde su más tierna infancia, le hará ver algún día claramente que también Su Hijo bajó a esta tierra para hacerse herma no de Nikulaus y llevar la cruz por él. Vamos, vamos…

El caballo relinchaba plácidamente junto al pecho del sacerdote, que lo acarició. Luego añadió, como para sí:

—Desde sus primeros pasos, Naakkve dio muestras de maravillosa aptitud para amar y sufrir. Yo lo creo perfectamente dotado para la vida monástica. Pero tú, Cristina —dijo volviéndose hacia ella—, deberías haber visto lo bastante, me parece, como para confiar un poco más en Dios Todopoderoso.

»Eres una criatura a pesar de tus años. ¿Piensas que Dios castiga el pecado cuando cosechas la pena y la humillación por el hecho de haber seguido, por capricho y por orgullo, los caminos que Dios prohíbe seguir a sus hijos? ¿Vas a decirme que tú castigabas a tus hijos cuando se escaldaban los dedos al meterlos en el caldero de agua hirviendo al que tú les habías prohibido que se acercaran, o cuando el hielo se rompía bajo sus pies, aunque les habías prohibido que se subieran encima? ¿No comprendiste que la fina capa de hielo se abría bajo tus pasos, que te hundías tan pronto abandonabas la mano de Dios, pero que te salvabas del abismo todas las veces que implorabas su auxilio?

»El afecto humano que os ligaba a tu padre y a ti, ¿no fue tu consuelo después de que cosechaste los frutos de haberle desobedecido, no fue consuelo para ti, que te habías resistido a él y que habías antepuesto tu capricho a su voluntad?

»¿No lo comprendiste tampoco entonces, hermana? Dios vino en tu ayuda cuando se lo pediste, incluso si se lo pedías con poca convicción o con hipocresía. Te concedió mucho más de lo que pedías. Amabas a Dios como amabas a tu padre; pero no le amabas tanto como a tu capricho. Sin embargo, te entristecía verte separada de él. Te concedió la gracia de que pudieras cosechar algo de buen grano en medio de toda la cizaña sembrada por tu culpable obstinación.

»¿Tus hijos? Atrajo a dos hacia Él cuando sólo eran pequeños e inocentes. Por estos nada tienes que temer. Los otros han seguido su camino, aunque no fuera del modo como tú deseabas. Lavrans decía, sin duda, lo mismo de ti. ¿Y tu marido, Cristina? Que Dios lo tenga en su gloria. Sé que lo acusaste en tu corazón, a todas horas, por su imprudente ceguera. Por mi parte, creo que debe de ser mucho más duro, para una mujer digna, recordar que Erlend Nikulaussoen pudo arrastrarla en su vergüenza, su traición y su crimen, después de haberse dado cuenta de que aquel hombre lo hacía sin querer.

»Llegaría a decir incluso que has sido capaz de retener a Erlend a tu lado el tiempo que vivisteis juntos, porque fuiste tan fiel a tu dureza de corazón y a tu odio, como lo fuiste a tu amor.

»‘Ojos que no ven, corazón que no siente’, fue la actitud de Erlend hacia todo y todos, excepto hacia ti.

»¡Que Dios se apiade de él! Me temo que nunca fue capaz de sentir verdadero remordimiento por sus faltas. No obstante, se arrepintió y lamentó la ofensa que te había hecho. ¡Esperemos que este arrepentimiento le haya servido después de su muerte!

Cristina permaneció inmóvil y muda, y Sira Eiliv no dijo nada más. Soltó las riendas del caballo, montó en la silla y murmuró, antes de alejarse:

—La paz sea contigo.

Cuando, un poco más tarde, Cristina regresó al convento, sor Ingrid fue a su encuentro a la entrada, para comunicarle que uno de sus hijos había venido a visitarla. Se llamaba Skule y la estaba esperando en la sala de visitas.

Skule, que estaba hablando con uno de los hombres de su barco, se levantó apresuradamente al ver entrar a su madre.

¡Qué familiares le resultaban aquellos rápidos movimientos! Su pequeña cabeza, erguida sobre sus anchos hombros, su alta figura… Corrió hacia él, radiante, pero se detuvo en seco, sin aliento, al ver su rostro.

¿Quién había podido destrozar así la belleza de su hijo? El labio superior estaba deformado; parecía como si se lo hubieran aplastado de un golpe. Al cicatrizarse se había atirantado, hundido, deformado y además estaba surcado por estrías blancas.

La boca estaba torcida y por ello parecía siempre abierta en una sonrisa sarcástica. El hueso de la nariz, al soldarse, se había desviado. Skule ceceaba incluso al hablar; le faltaba un diente de delante y otro, sin vida, se había vuelto de un negro azulado.

El joven enrojeció bajo la mirada de su madre:

—Parece que no me reconocéis, madre —sonrió y tocó su labio. Tal vez su gesto no fue para enseñárselo, sino más bien involuntario.

—No llevamos tanto tiempo separados para que tu madre no pueda reconocerte —contestó plácidamente Cristina.

Skule Erlendssoen hacía dos días que había llegado de Bjoergvin en un pequeño velero; traía un mensaje al obispo y al platero del rey en Nidaros, de parte de Bjarne Erlingssoen.

Un poco más tarde, madre e hijo pudieron sentarse bajo los fresnos del jardín, y sólo entonces habló Skule de sus hermanos.

Lavrans seguía todavía en Islandia; la madre ni siquiera había sido informada de su marcha.

Skule le contó que se había encontrado con su hermano menor en Oslo, el invierno anterior, antes de la asamblea de la nobleza. Asistió a ella con Jammaelt Halvardssoen. Aquel muchacho había deseado siempre ver mundo; así que había entrado al servicio del obispo de Skaaholt, y había salido de viaje.

En cuanto a él, había seguido a Micer Bjarne a Suecia, y luego a la guerra con Rusia. La madre inclinaba la cabeza en silencio. También esto lo había ignorado. A Skule le hizo gracia. Se reía. Por fin había podido conocer a los viejos amigos de que tanto hablaba su padre, los carelianos, los rusos. No, no; aquella gloriosa herida no había sido fruto de la guerra sino de una pelea. El hombre que le había herido no volvería a meterse en líos.

De todos modos, Skule no parecía demasiado dispuesto a hablar ni de la guerra, ni de la pelea. Ahora era primer escudero del mariscal de la nobleza en Bjoergvin; su patrón le había prometido obtener las tierras que su padre había poseído en el valle de Orkla y que la corona le había requisado.

Cristina vio que los grandes ojos grises de su hijo se ensombrecían al pronunciar aquellas últimas palabras.

—¿Piensas que no hay que confiar en tal promesa? —le preguntó.

Skule movió negativamente la cabeza:

—Sí, han extendido los papeles estos días; Micer Bjarne ha mantenido la promesa que me hizo al entrar a su servicio. Me llama su pariente y su amigo. Tengo en su casa una situación parecida a la de Ulf en la nuestra —y Skule se volvió a reír, lo que no favorecía su rostro desfigurado.

No obstante, era de buena estatura ahora que se había desarrollado del todo. Llevaba un traje cortado a la última moda: calzas ceñidas y una túnica que le llegaba a la mitad del muslo, cerrada por una fila de botones de cobre. Este traje revelaba casi con insolencia el flexible vigor de su cuerpo.

«Parece que va en paños menores», pensó la madre.

La frente de Skule y sus magníficos ojos no habían cambiado.

—¿Hay algo que te preocupa, Skule? —preguntó Cristina.

—Oh, no, sólo el tiempo —contestó su hijo y se puso en pie.

El sol se iba al ocaso, invisible, pero la niebla había tomado un extraño reflejo rojo pardusco. La iglesia, que dominaba las copas de los árboles del jardín, se recortaba oscura e imprecisa sobre aquel fondo de sangre.

—Hemos tenido que remar a lo largo de todo el fiordo por culpa de esta calma chicha —observó Skule. Luego cambió de tema y habló de sus hermanos.

Micer Bjarne acababa de enviarle hacia el sur. Había cruzado el país a caballo pasando por las montañas de Vaage, en el Vestland, de modo que traía noticias frescas de Ivar y de Gaute.

—Ivar está bien y en Rognheim tiene dos chiquillos: Erlend y Gammal, muy guapos. En cuanto a Joerungaard, llegué a tiempo para el bautizo. Jofrid y Gaute decían que puesto que habíais muerto para el mundo, podían muy bien haceros revivir en vuestra nieta. Jofrid está orgullosa de que seáis su suegra; sí, ahora os reís, pero tenéis que saber que desde que no vivís juntas, a Jofrid le parece muy elegante hablar de «mi suegra Cristina Lavransdatter». He regalado a Cristina Gautesdatter mi mejor anillo de oro, porque tiene unos ojos preciosos y creo que se parece a vos.

Cristina esbozó una sonrisa melancólica.

—Pronto voy a pensar, Skule, hijo mío, que mis hijos me adornan con todas las virtudes que se atribuyen a los viejos cuando están bajo tierra.

—No habléis así, madre —exclamó el hombre con extraña violencia, y luego sonrió también—. Sabéis de sobra que mis hermanos y yo pensamos siempre, desde que supimos andar, que erais la mujer más noble y más inteligente del mundo, aunque a veces nos apretarais demasiado bajo vuestras alas. En cambio, ¡cómo nos revolvimos para salir del nido! Pero teníais razón al decir que Gaute era el único, entre todos nosotros, que tenía madera de jefe… —añadió el joven riendo a carcajadas.

—No te burles de mí, Skule —protestó Cristina, y Skule vio como las mejillas de su madre se cubrían de un delicado rubor, como si hubiera sido una jovencita. Él continuó riendo.

—Es verdad, madre mía. Gaute Erlendssoen, de Joerungaard, se ha vuelto un hombre de peso en todo el país del norte. Se hizo célebre por el rapto de su novia —y Skule seguía riendo a mandíbula batiente, lo que no favorecía su boca deforme—. Se compuso una canción donde se dice que conquistó a la joven aún antes de que lo viese y que luchó durante tres días en las montañas con los parientes de su amada. También se le atribuye el honor del festín que Micer Sigurd dio en Sundbu y con el cual cimentó la paz de la familia con gran refuerzo de oro y plata. El hecho de que todo esto sean mentiras no parece molestar a Gaute. Gaute dirige el país… y Jofrid dirige a Gaute.

Cristina asentía sonriendo con su triste sonrisa, aunque su rostro adquiriera una expresión juvenil mientras escuchaba a su hijo. Le parecía que él era ahora el que más se parecía al padre. En todo caso, aquel joven guerrero, con su rostro destrozado, tenía la misma alegría de vivir que Erlend.

Pero la firmeza tranquila de su espíritu se debía, sin duda, al hecho de que había sido dueño de su destino desde muy joven. El corazón de la madre se alegraba de las cualidades de su hijo y, de pronto, el recuerdo de las palabras de Sira Eiliv, pronunciadas poco antes en aquel mismo día, se le hizo patente.

¡Cuánta inquietud por aquellos muchachos indisciplinados y con qué rudeza los había tratado, porque sufría y tenía miedo por ellos! ¿Le habría gustado que aquellos muchachos hubieran sido dóciles y timoratos?

No se cansaba de preguntar a Skule por el pequeño Erlend. Pero Skule lo había visto poco. Era un chiquillo robusto y guapo, acostumbrado a salirse siempre con la suya.

El angustioso reflejo rojo de la niebla palideció; caía ya la noche y las campanas de la iglesia empezaron a tocar.

Madre e hijo se levantaron. Skule tomó la mano de Cristina.

—Madre —dijo en voz baja—, ¿os acordáis del día en que levanté la mano contra vos en mi enfado? Os tiré una raqueta y os dio en la cara, ¿os acordáis, madre? ¡Ahora que estamos solos, decidme que me habéis perdonado del todo!

Cristina respiró profundamente: sí, lo recordaba.

Había mandado a los gemelos a llevar un recado a las cabañas, pero al salir al patio vio el caballo ya preparado y a sus hijos que aún estaban jugando. Al reprenderlos severamente, Skule, furioso, le tiró la pala a la cabeza.

Recordaba, sobre todo, que se le había hinchado el párpado de tal modo que no podía abrir el ojo. Los hermanos la miraban y miraban a Skule; luego, se apartaron de él como si hubiera sido un leproso.

Naakkve le había propinado una tremenda paliza.

Veía que Skule intentaba disimular su rabia y su vergüenza tras una sonrisa socarrona. Pero, por la noche, cuando Cristina se desnudaba, a oscuras, Skule se le había acercado; no había dicho nada; pero le había cogido la mano y se la besó. Cuando su madre le tocó en el hombro, echó los brazos al cuello de su madre y apoyó su mejilla en la de Cristina. La mejilla de Skule era fresca y suave; un poco redonda aún, una mejilla de niño… Un niño era aquel muchacho batallador y exaltado.

—Claro que te perdoné, Skule, y no sabría decirte hasta qué punto mi perdón fue completo. Sólo Dios puede saberlo.

Permaneció un momento sentada con la mano apoyada en el hombro de su hijo. Entonces, este cogió la muñeca de Cristina y se la apretó hasta hacerle daño; luego la estrechó en sus brazos con toda la ternura, el temor y la timidez de aquel día lejano.

—¿Qué te ocurre, hijo mío? —preguntó la madre, asustada.

Vio en la penumbra que el hijo sacudía la cabeza; madre e hijo se separaron y juntos subieron a la iglesia.

Durante la celebración, Cristina recordó que aquella mañana se había dejado el manto de Dama Aasa, la ciega, sobre el banco que había frente a la casa del capellán, donde habían estado hablando; terminada la celebración fue a buscar la prenda.

Bajo el portal vio a Sira Eiliv, con una linterna en la mano, y acompañado de Skule.

—Murió mientras atracábamos —decía Skule con voz ahogada, como si fuera presa de un gran disgusto.

—¿Quién ha muerto?

Los dos hombres se estremecieron al ver a Cristina.

—Uno de los marineros —contestó Skule en voz muy baja.

La mirada de Cristina iba de uno a otro lado. A la luz de la linterna distinguía sus rostros anormalmente tensos. El sacerdote se mordía el labio inferior, y le temblaba la barbilla.

—Es preferible que se lo digas a tu madre, hijo mío. Es mejor que estemos preparados para esta prueba, si Dios quiere castigar con algo tan cruel a nuestro pueblo.

Pero Skule exhaló un gemido y calló. Entonces habló el capellán:

—En Bjoergvin hay peste, Cristina. Esa epidemia terrible que, según se afirma, arrasa el lugar por donde pasa.

—¡La peste negra! —murmuró Cristina.

—Es inútil que trate de describiros la situación en Bjoergvin cuando me fui —dijo Skule—, porque nadie puede imaginársela. Al principio Micer Bjarne trató de atajar el mal, cuando hizo su aparición en las granjas que rodean el convento de San Juan. Quería encerrar tras un cerco de soldados a toda la zona norte, a pesar de que los frailes lo amenazaron con la excomunión.

»Entonces llegó un barco inglés que llevaba enfermos a bordo y Micer Bjarne le prohibió desembarcar sus mercancías y atracar. Todos los tripulantes murieron y luego Micer Bjarne echó a pique el navío; pero, no obstante, ciertas mercancías debieron ser llevadas a tierra y la gente del país iba de noche a sacarlas a escondidas. Los frailes de San Juan insistieron también para que los moribundos fueran asistidos por la Iglesia. Cuando las muertes se multiplicaron en la ciudad, juzgamos inútil toda barrera. En Bjoergvin no hay más ser viviente que aquellos que retiran a los cadáveres. Todos los que pueden huyen de la ciudad, pero van perseguidos por la peste.

—¡Señor, Jesús!

—Madre, ¿os acordáis de la última invasión de los lemmings en Sil? Cuando los había en todos los caminos y senderos, ¿os acordáis?, y morían en todas las matas y envenenaban todos los arroyos con su mal olor y contagio.

Skule apretaba los puños; la madre se estremecía.

—¡Señor, ten piedad de todos nosotros! ¡Alabados sean Dios y la Santísima Virgen por haberte traído aquí, hijo mío!

Los dientes del muchacho castañeteaban levemente en la sombra.

—También dijimos lo mismo, mis hombres y yo, el día en que dirigimos nuestras velas hacia Vaage. Cuando llegamos a Molde, tuvimos el primer enfermo. Cuando murió, le atamos piedras a los pies y una jarra sobre el pecho, y prometimos que encargaríamos una misa por el descanso de su alma tan pronto llegáramos a Nidaros, y lo tiramos al mar. ¡Que Dios nos lo perdone! Pero a los dos siguientes, los bajamos a tierra y les procuramos los auxilios de la Iglesia y la paz del cementerio. De todos modos, uno no escapa a su destino. El cuarto murió mientras enfilábamos la ría, y el quinto ha muerto esta noche.

—¿Es preciso que regreses a Bjoergvin? —preguntó la madre—. ¿No puedes quedarte aquí?

Skule sacudió la cabeza y se echó a reír con una risa sin alegría.

—No tardará en llegar el día en que será lo mismo estar aquí que en cualquier otra parte. Es inútil sentir miedo; el que siente miedo es hombre muerto. ¡Ah, si yo tuviera vuestros años, madre!

—Nadie sabe lo que se ahorra si muere joven —le recordó la madre con dulzura.

—Callad, madre; pensad en el tiempo en que vos teníais también veintitrés años; ¿querríais haber estado privada de los años que vinieron después?

Quince días más tarde, Cristina vio por primera vez a un apestado. Se supo en Rissa que la mortal epidemia reinaba en Nidaros y se extendía por todo el país. ¿Cómo? Era difícil averiguarlo, porque la gente se quedaba en casa y todo aquel que veía a un desconocido por el camino huía por bosques y pantanos; nadie abría sus puertas a los forasteros.

Pero una mañana dos pescadores se presentaron en el convento. Traían a un hombre envuelto en una vela. Cuando al amanecer bajaron hacia donde tenían su barca, habían encontrado un velero forastero junto a la amarra del muelle; en él había un hombre sin sentido.

Había podido amarrar su barco, pero le faltaron las fuerzas para saltar a tierra. El hombre procedía de una casa situada más abajo del convento, pero su familia había abandonado el país.

Dejaron al moribundo sobre su vela húmeda en medio del patio, sobre el césped. Los pescadores estaban apartados y hablaban con Sira Eiliv; las conversas y las sirvientas se habían refugiado en la casa. Pero las hermanas se habían agrupado junto a la puerta de la sala conventual, como un pequeño rebaño asustado, tembloroso y abandonado.

La reverenda madre Ragnhild se presentó entonces. Era una mujer menuda, flaca y vieja, de rostro ancho y abotargado, con una naricilla roja y redonda parecida a un botón. Sus grandes ojos de color de avellana lloraban siempre bajo los párpados enrojecidos.

In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti —dijo en voz clara; y tragando saliva ordenó— llevadlo a la hostería.

La hermana Ágata, la más vieja de las religiosas, abriéndose paso a codazos por entre las demás, siguió, sin que se lo pidieran, a la abadesa y a los hombres que llevaban al enfermo.

Cristina fue en plena noche a llevar un medicamento que había preparado en la cocina, y sor Ágata le preguntó si tenía valor para quedarse a vigilar el fuego. Cristina se creía muy valiente por lo familiarizada que estaba con los nacimientos y las muertes. Había asistido a espectáculos peores que este y se esforzaba por pensar en lo más terrible que antes hubiera visto. El apestado estaba sentado en la cama porque se ahogaba a cada vómito de sangre que seguía a los ataques de tos. Sor Ágata lo había sujetado con una correa pasada por su pecho flaco cubierto de vello rojo. La cabeza le colgaba, su rostro estaba lívido y no cesaba de temblar.

Pero sor Ágata decía tranquilamente sus oraciones y cuando la tos sacudía al enfermo, le sostenía la cabeza con el brazo y acercaba una vasija a su boca. El desgraciado gritaba de dolor y al final sacó la lengua negra, mientras sus gritos de desesperación se convertían en un gemido lamentable.

La hermana vació la vasija sobre el fuego, que Cristina reanimó con una brazada de enebro. La habitación se llenó de un humo amarillo y acre y luego las ramas se consumieron en una llamarada.

Sor Ágata arreglaba las almohadas y almohadillas bajo los brazos del hombre y le humedecía con agua y vinagre el rostro y los labios oscuros y resecos; luego cubría su cuerpo con el cobertor manchado.

—La muerte no tardará —dijo—; ya está frío… Y pensar que hace un momento ardía como una brasa. Sira Eiliv ya lo ha preparado para morir.

Luego sor Ágata volvió a sentarse al lado del moribundo y metiéndose en la boca la raíz de ácora que chupaba, se dispuso nuevamente a rezar.

Cristina luchaba por vencer el pánico que se había adueñado de ella… ¿No había visto morir a gente de una muerte más terrible? Pero todo en vano…, aquello era la peste, era el castigo de Dios por la dureza secreta del corazón de todos los hombres, una dureza que sólo Dios puede conocer. Le daba vueltas la cabeza, se sentía como mecida por un mar donde los pensamientos malos y amargos que había tenido en este mundo se alzaban como una ola inmensa en medio de infinidad de olas parecidas. Luego, todo se desmoronaba y no oía más que lamentos y gemidos de impotencia.

—¡Señor, ven en nuestra ayuda, que perecemos!

Sira Eiliv entró durante la noche. Reprendió severamente a sor Ágata por no haber seguido sus consejos y no haberse protegido la boca y la nariz con un pañuelo empapado en vinagre.

Lloriqueando, sor Ágata murmuró que no serviría para nada, pero ella y Cristina tuvieron que hacer lo que les ordenaba el sacerdote.

La calma y la firmeza de Sira Eiliv devolvieron algo de valor a Cristina; tal vez también se sentía avergonzada.

Se arriesgó a salir de la barrera del humo de enebro y fue a prestar su ayuda a sor Ágata.

El enfermo exhalaba un olor nauseabundo que el humo no conseguía amortiguar: el pus, la sangre, el sudor y el aliento pútrido que salía de su garganta…

Cristina recordó las palabras de Skule sobre la invasión de los lemmings. Una vez más fue presa de un tremendo deseo de huir, aunque supiera que no había lugar alguno donde escapar de la peste.

Pero cuando se hubo dominado lo bastante para tocar al moribundo, se disipó la peor angustia y ayudó lo mejor que pudo a sor Ágata hasta que el hombre exhaló el último suspiro. En aquel momento tenía el rostro completamente negro.

Las religiosas organizaron una procesión alrededor de la colina de la iglesia, llevando las reliquias, la cruz en alto y los cirios encendidos.

Cuantos de los alrededores podían andar o arrastrarse siguieron al cortejo.

Pero, pocos días después, murió una mujer cerca de Stroemmen y la epidemia se extendió por toda la región. La muerte, el miedo, la miseria parecieron precipitar a los hombres en un mundo donde el tiempo ya no contaba.

Hacía pocas semanas que el mal arreciaba, si se calculaban los días, y ya parecía que todo lo que había existido antes de que la peste y la muerte cabalgaran por todo el país había desaparecido del espíritu de los hombres, como la costa desaparece a la vista del navegante si el barco es desviado hacia fuera por un viento violento.

Nadie se atrevía a pensar en el tiempo en que la vida, la sucesión regular de los días de trabajo, constituía un orden seguro y natural de cosas en que la muerte era una eventualidad remota.

Nadie podía imaginar que pudiera volver a ser de aquel modo… si es que toda la humanidad no había quedado extinguida para entonces.

—No cabe duda de que moriremos todos —decían los hombres que traían a sus niños, ya huérfanos de madre, al convento. Unos lo decían con expresión dura y sombría, otros lloraban y se lamentaban.

Y decían también lo mismo quienes venían a buscar al sacerdote para los moribundos, lo decían los que llevaban los cadáveres a la iglesia parroquial, al pie de la colina, o al cementerio contiguo a la capilla del convento. A veces se veían ellos mismos obligados a cavar la fosa.

Sira Eiliv había enviado a los sirvientes seglares que aún quedaban a segar los campos del monasterio. Y en toda la región exhortaba a la gente a continuar trabajando la tierra y ayudarse mutuamente a cuidar del ganado, para evitar que se muriesen de hambre cuando la peste dejara de hacer estragos.

Al principio las religiosas aceptaron la prueba con una especie de resignación inconsciente. Se encerraron en la sala conventual manteniendo el fuego encendido día y noche en la gran chimenea. Dormían y comían allí. Sira Eiliv había aconsejado mantener grandes hogueras encendidas en todas las granjas y en todas las casas que tuvieran hogar. Sin embargo, las hermanas temían al fuego, habían oído decir a las más viejas del convento que se produjo un violento incendio más de treinta años atrás. Dejaron de observarse las horas de las comidas y del trabajo y las hermanas no se ocupaban de sus tareas habituales.

Continuaban llegando niños desconocidos al convento, en busca de asistencia y comida. Traían enfermos la mayoría de familias nobles que podían pagar su sepultura en el convento y misas por el eterno descanso de su alma, pero también llegaban algunos pobres y personas solas que no podían esperar ningún auxilio en sus casas.

Aquellos que tenían una situación intermedia sufrían y morían en sus propias casas. En algunas granjas no quedaba un solo ser viviente. A pesar de todo, las hermanas lograron cumplir sus horas de rezo.

La primera religiosa que enfermó fue sor Inga, una mujer de la edad de Cristina. A pesar de sus años manifestó tal horror a la muerte que era un pena verla y oírla. Había sentido escalofríos en la iglesia durante la misa. Temblorosa, castañeteándole los dientes, se había arrastrado de rodillas suplicando a Dios y a la Santísima Virgen que la dejaran vivir. Inmediatamente después fue presa de una fiebre terrible y quedó cubierta de un sudor sanguinolento.

El corazón de Cristina palpitó de miedo. También ella, sin duda, se comportaría de un modo igualmente vergonzoso cuando llegara su hora.

Lo peor de los apestados no era la muerte en sí, sino la atroz desesperación que la precedía.

Luego la madre Ragnhild cayó enferma. Cristina había sentido cierta sorpresa al ver elegida para desempeñar las funciones de abadesa a aquella mujer. Era una vieja menuda, apática, gruñona y analfabeta. Pero cuando la muerte posó en ella su mano, demostró ser la verdadera esposa del Señor.

La enfermedad se le manifestó en ella con hinchazones y bubones. No permitió que sus hijas espirituales descubrieran totalmente su cuerpo. Bajo uno de sus brazos, un bubón alcanzó el tamaño de una manzana y se le formaron otros bajo la barbilla.

Aquellos bubones, duros y rojos, producían tremendos dolores a Dama Ragnhild: la fiebre la consumía, pero todas las veces que recobraba el conocimiento era un ejemplo de paciencia angelical, y con suspiros imploraba al Señor el perdón de sus pecados. Rezaba también con sincero fervor por el convento, por sus hijas, por los enfermos y los desgraciados, por todos aquellos, en fin, que iban a abandonar este mundo.

El mismo Sira Eiliv lloraba al administrarle el viático… y, no obstante, la firmeza y la infatigable actividad del sacerdote eran motivo de asombro en medio de tanta miseria.

Dama Ragnhild había puesto varias veces su alma en manos de Dios y le había suplicado que protegiera a las hermanas, cuando, inesperadamente, los bubones empezaron a reventar.

Aquel cambio era la señal de que recobraba la salud. Como comprobaron más tarde, todos los enfermos de peste bubónica solían curarse; en cambio, a los que la enfermedad atacaba produciéndoles vómitos de sangre, morían todos.

El ejemplo de la abadesa y el hecho de ver sanar a una apestada, devolvió el valor a las religiosas. Se animaron a ordeñar las vacas y ocuparse ellas de los establos, a hacer la comida y también a ir en busca de ramas de pino o enebro, cuyo humo saneaba la atmósfera.

Cada una de ellas acudía a la necesidad más urgente. Cuidaban como mejor podían a los enfermos, les hacían tomar medicamentos… La raíz de ácoro y la triaca estaban agotadas y entonces las religiosas distribuían jengibre, pimienta, azafrán, vinagre contra el contagio, además de carne y harina.

Faltó el pan: las religiosas lo cocían por la noche; faltaron las especias: hicieron que la gente mascara bayas de enebro y agujas de pino para librarse de la epidemia.

Una tras otra cayeron enfermas y murieron. Las campanas de la iglesia conventual y de la parroquia no cesaban de doblar en el aire bochornoso.

Parecía que hubiera un lazo misterioso entre la niebla y la epidemia.

A veces se disipaba en forma de agujas de hielo y nieve fundida, los campos quedaban blancos por la escarcha, luego venía el deshielo y reaparecía la niebla.

La gente veía un mal presagio en la desaparición de los pájaros de mar. En general, estos cubrían a millares las riberas del brazo de mar que, desde el fiordo, penetra tierra adentro y semeja un río entre prados bajos, pero que se ensancha para formar un lago de agua salada al norte del monasterio de Rein.

En lugar de pájaros de mar aparecieron siniestras bandadas de cuervos. En cada piedra, a lo largo del agua, se veía una de aquellas aves negras y su chillido desagradable desgarraba la niebla mientras vuelos de cornejas, que nunca se habían visto tan numerosas, invadían bosques y bosquecillos y volaban chillando por encima de la desolada región.

A veces, Cristina pensaba en los suyos. En sus hijos dispersados, en los nietos que no conocería jamás; veía la nuca dorada del pequeño Erlend. Pero a todos los veía lejanos y pálidos. ¿No se estaba a la vez lejos y cerca de la gente en aquellas épocas de desolación? Y Cristina tenía tanto que hacer durante el día… Se felicitaba por estar acostumbrada a toda clase de trabajos.

A veces también, mientras estaba ordeñando las vacas, aparecían ante ella en el establo niños que no había visto hasta entonces. No se le ocurría preguntarles de dónde venían ni qué sucedía en sus casas, sino que les daba de comer y se los llevaba al convento, a la gran sala capitular o a otra parte donde hubiera fuego, o bien los metía en una de las camas del dormitorio.

Notaba con sorpresa que casi no le quedaba tiempo para recogerse cuando tan necesarias eran las oraciones de todos.

Cristina se postraba ante el sagrario de la iglesia cuando disponía de un momento de libertad, pero sólo escapaban de sus labios suspiros inarticulados o padrenuestros y avemarías recitados maquinalmente.

No se daba cuenta de que con su actitud estaba olvidando todo lo aprendido en el convento durante aquellos dos últimos años. Volvía a ser el ama de otros tiempos mientras el rebaño de religiosas se diezmaba, los oficios eran abandonados, la abadesa tenía la lengua medio paralizada y el trabajo iba en aumento para el pequeño grupo que quedaba.

Un día se enteró por casualidad de que Skule no había dejado Nidaros. Su tripulación había desaparecido, bien por la muerte o por la huida, y no había podido reunir otros marineros. Disfrutaba de buena salud, pero llevaba una vida disoluta, como hacían, desesperados, otros muchos jóvenes. Todo aquel que tenía miedo y estaba seguro de morir, buscaba distraerse con juergas y francachelas. Se dedicaban a los juegos de azar y a cortejar a las mujeres. Estas, en aquellos tiempos malditos, habían igualmente perdido la cabeza. Honradas burguesas, hijas de las mejores familias del país, se escapaban de sus casas y en compañía de prostitutas recorrían las tabernas en busca de hombres libertinos.

—¡Que el Señor los perdone! —decía Cristina; pero su corazón estaba demasiado cansado para afligirse profundamente.

En las aldeas tampoco había más que desatinos y pecados. En el convento no se sabía gran cosa, y, por otra parte, ¿quién disponía de tiempo para hablar de ello? Pero Sira Eiliv, que sin tregua ni descanso iba a ver enfermos y moribundos por todas partes, dijo un día a Cristina que la enfermedad de las almas era aún mayor que la de los cuerpos.

Una noche, los pocos supervivientes de Rein estaban reunidos alrededor de la chimenea de la sala conventual: cuatro religiosas, dos conversas, un viejo mozo de cuadra, un muchacho, dos mendigas y cierto número de niños. La abadesa estaba echada sobre el banco de honor, encima del cual un crucifijo relucía en la penumbra sobre el muro encalado. Cristina y sor Turid estaban sentadas de lado a los pies de la reverenda madre. Habían transcurrido nueve días desde la última muerte en la comunidad y hacía cinco que no había habido ninguna muerte ni en el convento ni en las casas cercanas. La peste, aseguraba Sira Eiliv, cedía en toda la región. Por primera vez desde hacía tres meses, un rayo de paz y de esperanza cayó sobre el pequeño grupo agotado y silencioso que se reunía junto al fuego. La vieja sor Torunn Marta dejó sus rosarios sobre las rodillas y, cogiendo la manita de una niña que estaba de pie a su lado, le dijo:

—Ya ves, pequeña, que la Santísima Virgen María no deja mucho tiempo a sus hijos sin su misericordia.

—No es la Santísima Virgen, sor Torunn, es Hel. Desaparecerá de este país con su guadaña y su escoba cuando se haya sacrificado a un inocente en el cementerio; mañana ya estará lejos.

—¿Qué son esas palabras paganas, Magnhild? —exclamó la religiosa, asombrada—; merecerías que te azotaran.

—¿Qué querías decir, Magnhild?, habla sin temor —dijo la voz jadeante de sor Cristina, que las escuchaba. Recordaba súbitamente que en su juventud había oído a Dama Aashild hablar de las espantosas prácticas y los detestables actos a que suelen recurrir los hombres desesperados cuando el diablo los tienta…

Los niños habían ido al bosquecillo a la caída de la tarde; allí había una casa de adobe y los chicos se acercaron y sorprendieron a unos hombres que parecían celebrar consejo. Decían que se habían apoderado de Tore, el chiquillo de Steinunn, y que iban a sacrificarlo aquella noche a Hel, la diosa de la peste.

Los niños hablaban animadamente, orgullosos de la atención que despertaban en los mayores. No se les ocurría pensar en compadecer al pobre Tore. Claro que aquel niño estaba considerado en la región como un despojo de la humanidad: mendigaba por la comarca, pero nunca al convento, y cuando Sira Eiliv o algún enviado de la abadesa iban a buscar a la madre, esta huía sin querer hablar con nadie…, ni ruegos ni amenazas servían para nada. Durante unos diez años se la contó entre las mujeres de mala vida de Nidaros, pero una enfermedad la había desfigurado y no había podido seguir ganándose la vida por los medios habituales. Una noche llegó a la aldea y se instaló en una barraca cerca de la playa. A veces, algún mendigo vivía con ella por algún tiempo… ¿Quién era el padre del pequeño? Ni ella misma podía saberlo…

—Hay que ir allí —dijo Cristina—, no podemos quedarnos tranquilamente aquí mientras en nuestras mismas puertas unas almas bautizadas se venden al diablo.

Las religiosas titubeaban: aquellos hombres eran los peores del país, gente violenta e impía. La extrema miseria y la desesperación debía haberles convertido en auténticos demonios.

—¡Ah, qué lástima que no esté aquí Sira Eiliv! —gemían.

La labor del sacerdote durante la epidemia había alcanzado tal proporción que las religiosas lo tenían ya por muerto.

Cristina se retorcía las manos.

—Muy bien; si tengo que ir sola, ¿me permitiréis hacerlo, madre?

La abadesa le apretó el brazo con tal fuerza que a Cristina se le escapó un grito. Por señas indicó que tenían que vestirla para salir, darle su cruz de oro, emblema de su dignidad, y su báculo de abadesa. Luego apoyó el brazo en el de Cristina, la más joven y la más fuerte de las religiosas… Entonces, todas las demás se pusieron en pie y las siguieron.

Traspasaron la puerta de la pequeña estancia situada entre la sala capitular y el coro de la iglesia. La noche de invierno era de una frialdad glacial. Dama Ragnhild empezó a temblar y le castañeteaban los dientes, sudaba continuamente desde su enfermedad y los bubones le habían dejado llagas mal cicatrizadas que hacían su andar terriblemente doloroso. Pero, refunfuñando de impaciencia, sacudió la cabeza y agarrándose con fuerza al brazo de Cristina, sin dejar de temblar, atravesó el jardín.

Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, las mujeres vieron brillar bajo sus pies las hojas marchitas. También distinguían el cielo nublado sobre los árboles desnudos. Unas gotas frías hacían un leve ruido al tocar el suelo, y el viento soplaba blandamente. El ruido del fiordo, detrás de las colinas, parecía un suspiro lejano y triste.

Al llegar a la parte baja del jardín, un portillo daba al campo. Las religiosas tuvieron miedo al oír el chirrido de la barra de hierro oxidado que Cristina se esforzaba en descorrer. Luego se deslizaron a través del bosquecillo hacia la iglesia parroquial. La masa sombría de las planchas embreadas se destacaba sobre la oscuridad menos densa de las montañas, y contra las nubes claras se recortaban los contornos de tejado, de las gárgolas y la cruz de su remate. En efecto, en el cementerio había hombres. Las religiosas notaban su presencia aún antes de verlos; de pronto divisaron una pequeña lucecita, como si hubiera una linterna sobre el suelo. La oscuridad la rodeaba.

Apretándose unas contra otras, las mujeres, asustadas, murmuraban oraciones sin hacer ruido…, daban unos pasos, se paraban, escuchaban y volvían a avanzar. Estaban muy cerca de la valla cuando oyeron la voz débil de un niño que gritaba:

—¡Ay, ay! Me habéis ensuciado el pan.

Cristina soltó el brazo de la abadesa y cruzó corriendo la puerta del cementerio. Apartó unos hombros oscuros, tropezó en un montón de tierra y se encontró al borde de una fosa abierta. Se arrodilló y, agachándose, cogió a un chiquillo que estaba de pie en el agujero y que seguía quejándose de que la tierra hubiera manchado la rebanada de pan que le habían dado para que se estuviera tranquilo allí dentro.

Los hombres, asustados, parecían dispuestos a la huida. Algunos se impacientaban. Cristina vio sus pies inquietos a la luz de la linterna del suelo. ¿Iba a atacarla alguno de ellos?

En aquel instante se vio la mancha pálida de los hábitos blancos. Cristina seguía aún con el niño en brazos; pero como este continuaba llorando por su pan, lo dejó en la hierba y sacudió la rebanada.

—Bueno, cómetela, sabe tan bueno como antes… Y vosotros idos a vuestras casas. Al llegar dad gracias a Dios de que se os haya impedido cometer un acto irreparable.

Cristina había conseguido dominar el temblor de su voz. Hablaba como el ama habla a sus servidores, con dulzura, sin pensar siquiera que pueden desobedecerla.

Inconscientemente, varios hombres se dirigieron hacia la puerta. Pero uno de ellos se puso a vociferar:

—Esperad, ¿no veis que nos jugamos la vida y todo lo que poseemos ahora que estas p… de religiosas han metido las narices en este asunto? No debemos dejarlas que salgan de aquí y propaguen lo que han visto.

Ninguno de los otros se movió. Sor Agnes, con voz estridente y ahogada en lágrimas, exclamó:

—¡Oh, buen Jesús, esposo mío! Te agradezco que permitas a tus siervas que mueran por la gloria de tu nombre. —Dama Ragnhild le dio un codazo sin contemplaciones y, avanzando con paso inseguro, cogió la linterna que estaba en el suelo. Nadie se movió para impedírselo. Cuando la levantó a la altura de su pecho, la cruz de oro pendiente sobre su escapulario lanzó un destello. Se apoyó en su báculo proyectando sucesivamente el haz de luz de la linterna sobre los rostros que la rodeaban y ante cada uno de ellos inclinó ligeramente la cabeza. Luego indicó a Cristina que hablara.

—Volved tranquilamente a vuestras casas, hermanos —dijo entonces Cristina—. Podéis estar seguros de que la reverenda madre y las hermanas aquí presentes harán gala de tanto espíritu de caridad como nos lo mandan el Señor y el honor de su Iglesia. Apartaos un poco para que podamos salir con el niño… Luego, que cada uno regrese a su casa.

Los hombres permanecían indecisos, cuando se oyó una exclamación de angustia:

—¿No es mejor sacrificar a uno solo que dejarnos morir a todos? Este niño no es de nadie.

—Es de Cristo. Antes morir todos que hacer violencia a una de sus criaturas.

Pero el hombre que había hablado antes prosiguió:

—Cállate o te haré tragar las palabras con esto… —y blandió un enorme cuchillo—. Id vosotras a vuestra casa, pedid a vuestro capellán que os consuele y no digáis una sola palabra de todo esto; si no, lo digo en nombre de Satanás, os enteraréis de que no hay nada peor en este mundo que meterse en nuestras cosas.

—Es una tontería gritar tan fuerte si lo que pretendes es que te oiga aquel a quien te refieres…; ya sabes que no está lejos de aquí —declaró Cristina sin inmutarse.

La mayoría de los hombres parecían estar inquietos y se acercaron a la abadesa, que seguía sosteniendo la linterna.

—Lo peor que podría ocurrirnos a nosotras, como a vosotros, es que nos hubiéramos quedado en casa mientras os preparabais un sitio en lo más hondo del infierno.

Pero Arntor juraba y maldecía. Cristina sabía que odiaba a las monjas porque su padre había tenido que entregarles su granja como fianza al haberse visto obligado a pagar rescate por asesinato e incesto con la prima de su esposa. En un estallido de rabia vomitó las más espantosas mentiras sobre las hermanas, acusándolas de pecados tan horribles y contra natura como sólo el diablo podía insinuar a un hombre.

Las pobres religiosas lloraban espantadas y bajaban la cabeza ante aquellas palabras de rabia, pero se mantenían firmes alrededor de su anciana abadesa, que iluminaba con la linterna el rostro descompuesto y furioso del hombre para contemplarlo con calma.

En cambio, la ira despertó en el corazón de Cristina, como un fuego nuevo que arde con llamaradas.

—¡Cállate! ¿Has perdido la razón, o es que Dios te ha dejado ciego? ¡Qué cobardía la nuestra si tratáramos de rehuir su cólera después de haber visto cómo sus esposas consagradas iban al encuentro de la espada que ha sido desenvainada por los pecados del mundo! Ellas rezaban y velaban todos los días a nuestro Creador. Ellas se encerraban en un lugar de oración mientras nosotros, en nuestra avidez, recorríamos el mundo buscando sólo nuestra satisfacción para la consecución de bienes grandes o pequeños. Ellas abandonaron su retiro para ir hacia nosotros cuando se nos envió el ángel de la muerte, y recogieron a su alrededor a los enfermos, a los que no tenían cobijo, a los hambrientos. Doce de nuestras hermanas han muerto de peste, todos lo sabéis; ni una sola ha intentado huir, abandonar su puesto; ni una ha dejado de rezar por nosotros con una ternura fraternal antes de que su lengua se secara en aquella boca de donde escapaba la sangre de su vida…

—Qué bien hablas de ti y de las tuyas…

Yo soy como —gritó Cristina fuera de sí— yo no soy ninguna de estas santas religiosas. ¡Soy como vosotros!

—¡Qué amable eres, mujer! —rezongó Arntor—. Tienes miedo. Ya lo veo. Dentro de poco dirás que la madre de este niño es como tú, ¿no?

—Es Dios quien ha de juzgarnos. Él murió por las dos. ¿Dónde está Steinunn?

—Ve a su pocilga y la encontrarás —contestó Arntor.

—Hay que advertir a la pobre mujer que su hijo está con nosotras —dijo Cristina a las religiosas—; mandaremos a alguien mañana por la mañana.

Arntor dejó escapar una carcajada burlona, pero uno de sus compañeros explicó:

—No, no, está muerta. Hace quince días que Bjarne la dejó y puso la barra ante su puerta; entonces agonizaba.

—¿Agonizaba? —Cristina miró aterrorizada a los hombres—. ¿Y no hubo nadie que fuera a buscarle un sacerdote? El cadáver quedó allí sin que nadie tuviera misericordia y lo dejara en tierra bendita… Y a su hijo queríais…

Al ver el espanto de Cristina, los miserables perdieron la cabeza. Tal vez era la vergüenza lo que hacía que todos gritaran a la vez. Luego, una voz dominó a las demás:

—Búscala tú misma, hermana.

—Sí, así lo haré. ¿Quién de vosotros me acompaña?

Nadie contestó.

—Ve sola —dijo Arntor.

—Mañana, tan pronto como amanezca, iremos a buscarla, Arntor. Pagaré su sepultura y haré que se digan misas por su alma.

—Ve, ve esta noche y entonces creeré en vuestra santidad y virtud.

Arntor acercó su cabeza al rostro de Cristina. Esta le dio un puñetazo en plena cara, sollozando de miedo y de rabia.

Dama Ragnhild se acercó a ella; hacía esfuerzos por hablar. Las religiosas dijeron que al día siguiente enterrarían a la muerta. Pero el diablo parecía haber vuelto loco a Arntor, que continuó gritando:

—¡Vete ahora y creeremos en la misericordia de Dios!

Cristina se irguió. Pálida y serena, dijo:

—Iré.

Levantó al niño y lo dejó en brazos de sor Torunn; luego, apartando a los hombres, echó a correr, tropezando en las tumbas, hacia la entrada del cementerio. Las hermanas la seguían, lamentándose, y sor Agnes gritaba que quería acompañarla. La abadesa agitaba las manos para prevenir a Cristina en contra de su exaltación, pero ninguna advertencia podía ya surtir efecto.

En aquel momento vieron unas sombras que se movían en la oscuridad, cerca de la valla, y la voz de Sira Eiliv preguntó:

—¿Qué es esta asamblea?

El sacerdote entró en el círculo de luz de la linterna; llevaba un hacha en la mano. Las religiosas corrieron hacia él y los hombres juzgaron oportuno desaparecer; pero en la puerta del cementerio fueron detenidos por alguien que blandía una espada desnuda y, en la noche, se oyó el choque de las armas.

Sira Eiliv gritó:

—¡Ay de aquel que turbe la paz de este lugar!

Cristina se dijo que el hombre de la espada sólo podía ser el valiente armero de Credoveiten. Poco después, un hombre alto, de pelo blanco y anchos hombros, apareció a su lado. Era Ulf Haldorssoen.

El sacerdote le devolvió el hacha que le había pedido prestada y cogió al niño de brazos de la hermana, diciendo:

—Es más de medianoche; a pesar de ello, es mejor que vayamos todos a la iglesia; quiero que las cosas se aclaren esta misma noche.

A nadie se le ocurrió desobedecer; pero cuando estuvieron ya en el camino, una silueta femenina se apartó del grupo y se dispuso a tomar el sendero del bosque. El sacerdote la llamó y le ordenó que se quedara con los demás. Desde la oscuridad del sendero, donde ya se hallaba, la voz de Cristina contestó:

—No puedo regresar, Sira Eiliv, antes de haber cumplido mi promesa.

El sacerdote y otros corrieron tras ella. Cuando la alcanzaron, la vieron apoyarse contra una cerca. Sira Eiliv levantó su linterna…

Aunque el rostro de Cristina estaba blanco, vio, al mirar a los ojos de la mujer, que no estaba loca como se había temido.

—Vuelve, Cristina —dijo—; mañana te irás acompañada allá por unos hombres; yo mismo iré también.

—He dado mi palabra; no puedo regresar al convento antes de haber hecho lo que he prometido.

El sacerdote se quedó un instante desconcertado. Por fin, musitó:

—Tal vez tengas razón; ve, en nombre de Dios, hermana.

Cristina se puso en marcha y la noche se tragó su forma grisácea. Cuando Ulf Haldorssoen se encontró de pronto a su lado, ella le gritó enfadada y jadeante:

—Vete, no te he pedido que me siguieras.

Ulf se echó a reír tranquilamente:

—Cristina, mi señora, ¿aún no sabes que pueden ocurrir cosas que tú no has pedido ni ordenado? Ya veo que no te das cuenta, ni siquiera después de tantas ocasiones como has tenido, de que no tienes derecho de llevar sola el peso con que cargas tus espaldas. Hoy te ayudaré a cumplir tu promesa.

El bosque de pinos murmuraba sobre sus cabezas, el estruendo del agua en la costa se acercaba y alejaba según el capricho del viento. Era noche cerrada en el sendero.

Al poco tiempo, Ulf dijo:

—No es la primera vez que te sigo, Cristina, cuando sales de noche. ¿No es natural que te acompañe esta vez también?

Cristina respiraba de prisa, fuerte…, luego dio un traspiés y Ulf la sostuvo. A partir de aquel instante, no le soltó la mano y la guio. Le pareció que lloraba y le preguntó el motivo de las lágrimas.

—Lloro al pensar que has sido tan bueno, tan fiel siempre con nosotros, Ulf… Sé que lo hacías todo por Erlend, pero también creo, amigo, que siempre me has juzgado con más indulgencia de la que merecía, con lo que tú sabías de mi vida.

—Te quería, Cristina, tanto como a Erlend. —Se calló. Cristina adivinó que lo trastornaba una viva emoción. Al cabo de un rato prosiguió—: Por ello me es tan doloroso el motivo de mi viaje hasta aquí. Te traigo noticias muy difíciles de dar. ¡Que Dios te conceda fuerzas, Cristina!

—¿Es Skule? —preguntó Cristina en voz baja—. ¿Ha muerto Skule?

—No. Skule estaba bien cuando hablé con él ayer, y ahora la epidemia ya no hace estragos en la ciudad. Pero he tenido noticias de Tautra, esta mañana…

La oyó respirar profundamente, pero no dijo nada. Ulf continuó:

—Hace diez días que murieron. Sólo quedaban cuatro hermanos con vida en el monasterio, y la isla está desierta actualmente.

Habían llegado al lindero del bosque. Sobre la vasta extensión que tenían delante, los recibió el viento y el rugido de las olas. En alguna parte, entre las sombras, lucía una mancha blanca. Era la resaca en una pequeña caleta dominada por unas dunas de arena clara.

—Vive aquí —dijo Cristina. Ulf vio que su compañera estaba sacudida por espasmos. Le apretó la mano.

—Tú misma lo has querido. Recuérdalo, no pierdas ahora la cabeza.

Cristina dijo entonces con voz extrañamente clara y tajante que el viento se llevó en seguida:

—El sueño de Bjoergulf se cumplirá. Me someto a la voluntad de Dios y de la Santísima Virgen.

Ulf trató de ver su rostro, pero estaba demasiado oscuro. Ahora seguían la costa. En ocasiones el camino era tan estrecho bajo las rocas que las olas llegaban a mojarles los pies; a veces pisaban largas extensiones de algas; otras, se veían obligados a pasar por encima de gruesas piedras. Por fin vieron una mancha oscura en la duna.

—Quédate aquí —ordenó Ulf.

Se adelantó, golpeó la puerta y luego oyó cómo cortaba a hachazos las ligaduras de mimbre y volvía a dar golpes. La puerta cedió hacia el interior y Ulf penetró en el oscuro antro.

No hacía mucho viento, pero la noche era tan opaca que Cristina no distinguía nada, sólo los destellos de las crestas de espuma que aparecían y desaparecían sobre las olas, y la débil claridad de los rompientes en la playa de la bahía. También veía la mancha oscura sobre la duna y se sentía como precipitada en un agujero de la noche, el propio atrio de la muerte.

El ruido de las olas, el chapoteo del agua que se retiraba sobre las piedras de la playa, le parecían corresponder al movimiento de su propia sangre. ¿No estallaría su cuerpo como una vasija que se rompe en mil pedazos? Le dolía el pecho; sentía la cabeza vacía, como dislocada, y el soplo de la noche la traspasaba. Supo con absoluta certeza que había contraído la enfermedad; esperaba, por decirlo así, que una luz que acallaría el fragor del agua irrumpiera en las sombras, y entonces ella se hundiría en el pánico.

Volvió a ponerse el capuchón que se le había caído hacia atrás, se envolvió más estrechamente en el gran manto negro de religiosa y permaneció con las manos cruzadas. Pero no se le ocurrió rezar, bastante trabajo tendría su alma para escapar de su morada desvencijada; cada vez que respiraba, se le desgarraba el pecho.

De pronto, el fuego ardió en la cabaña e inmediatamente Ulf Haldorssoen la llamó:

—Ven a ayudarme, Cristina —estaba en el umbral y le tendía una antorcha de madera resinosa.

El olor a cadáver la ahogó, aunque la cabaña estuviera mal cerrada y la puerta arrancada. Con los ojos fijos, la boca entreabierta, las mandíbulas y los labios rígidos como de madera, buscó a la muerta con la mirada.

Pero sólo vio un bulto alargado que estaba en el suelo, cubierto con el manto de Ulf.

Este había arrancado unas planchas y colocado la puerta encima; con su destral hizo unas clavijas y unos agujeros e intentó fijar la puerta sobre las planchas.

Miró varias veces a Cristina, de reojo, y a cada mirada su rostro barbudo se ensombrecía más.

—Me pregunto cómo pensabas salir sola de esta aventura… —observó mientras trabajaba.

Ni un músculo se movió en aquel rostro rígido e inanimado que iluminaba la antorcha: era el rostro de una muerta o de una loca.

—Dime, Cristina —insistió Ulf con una risita. Y al ver que seguía inmóvil, dijo—: Vamos, creo que deberías empezar a rezar.

Igual de rígida y atontada, comenzó:

Pater noster qui es in coelis. Adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua sicut coelo et in terra.

Entonces calló.

Ulf contestó, sin perderla de vista:

Panem nostrum quotidianum, da nobis, hodie

Terminó la oración con voz firme y tranquila, y luego fue a hacer la señal de la cruz sobre la forma inanimada y la llevó sin vacilar a la camilla que acababa de fabricar.

—Ve delante —le dijo—; pesará un poco más, pero no notarás el mal olor. Tira la antorcha, veremos mejor sin ella. Por Dios, no tropieces, Cristina, porque preferiría no tener que volver a tocar este pobre cadáver.

El dolor que oprimía a Cristina pareció destrozarla cuando colocó los brazos de la camilla sobre sus hombros.

Su pecho no quería aceptar aquella carga, pero apretó los dientes. Mientras siguieron la orilla, donde soplaba el viento, no sintió el olor.

—Aquí será preciso que coja el cadáver primero y la parihuela después —observó Ulf cuando llegaron cerca del lugar por donde habían bajado a la playa.

—Podríamos ir un poco más lejos —contestó Cristina—, hasta el lugar por donde bajan los trineos que recogen las algas; la pendiente no es tan fuerte.

El hombre la oyó hablar en tono sereno y razonable; se echó a temblar y su frente se cubrió de sudor ahora que se había quedado tranquilo. Había creído que en el curso de aquella noche Cristina perdería la razón.

Andaban penosamente por el sendero arenoso que los conduciría hasta el bosque de pinos. Ningún obstáculo detenía el viento; sin embargo, no era el mismo que en la playa y, a medida que se alejaban del rumor del mar, Cristina notaba que había abandonado el reino del espanto y que regresaba a casa.

Sus ojos se llenaron de lágrimas de compasión fraternal. Salía del desierto de su angustia y desesperación personales, e iba al encuentro de la comunidad de vivos y muertos…

El terrible olor del cadáver llegaba hasta ella cuando el viento soplaba a su espalda, pero no era tan irresistible como en la choza. El espacio estaba lleno de efluvios puros, húmedos, frescos. Ulf Haldorssoen estaba allí, protegiéndola contra el horror negro y siniestro que quedaba atrás y que se iba atenuando más y más. Aquella certidumbre dominaba la sensación de llevar una cosa espantosa sobre la camilla. Una vez llegaron al lindero del bosque vieron brillar unas antorchas.

—Vienen a nuestro encuentro —dijo Ulf.

Poco después fueron rodeados por un grupo de personas con antorchas de resina, algunas linternas y una verdadera camilla cubierta por una mortaja. Sira Eiliv estaba entre los recién llegados y Cristina reconoció sorprendida a varios de los hombres que unas horas antes habían estado en el cementerio. Algunos lloraban. Cuando la descargaron, casi se cayó. Sira Eiliv quiso sostenerla, pero ella le gritó:

—No me toquéis, no os acerquéis, creo que tengo la peste.

Sira Eiliv la cogió por los hombros a pesar de todo:

—Mujer, fortalece tu corazón recordando que Nuestro Señor ha dicho: «Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños es a Mí a quien se lo habéis hecho».

Los ojos de Cristina se posaron en el sacerdote, luego miró a los hombres que se llevaban a la muerta y la trasladaban de la camilla hecha por Ulf a la camilla mortuoria. El manto de Ulf resbaló un poco dejando al descubierto un zapato gastado y húmedo. Cristina se arrodilló entre los brazos de la camilla, besó el zapato y dijo:

—Que Dios te ayude, hermana, que Dios despierte tu alma a la luz… Dios es misericordioso para con nosotros, los que vivimos en estas tinieblas.

Y, de pronto, sintió que la vida huía de ella. Un dolor fulgurante, inexplicable, que salía del fondo de su cuerpo la sacudió de pies a cabeza. Todo lo que estaba en su pecho fue arrojado, llenó su garganta. Una sangre que tenía gusto a sal y cobre escapó de sus labios, inundando su hábito, que tomó un tinte oscuro.

—¡Jesús!… ¿Es posible que haya tanta sangre en una vieja? —se dijo.

Ulf Haldorssoen la cogió en brazos y se la llevó.

Bajo el pórtico, las religiosas, con cirios encendidos, venían al encuentro del cortejo. Cristina no había recobrado toda su lucidez, pero sintió que era conducida a la estancia abovedada de muros encalados, que los cirios vacilantes y el resplandor rojizo de las antorchas llenaban de luz.

El rumor de los pasos era como el mar. Para la moribunda, las llamas de las antorchas y de los cirios se confundían con el fuego de su vida que se extinguía, y los pasos que resonaban sobre las losas eran el fragor del río de la muerte que encaminaba hacia ella.

Luego las luces se extendieron en un espacio mayor. Cristina volvía a estar bajo el cielo oscuro…, cruzaba el patio, unas luces bailoteaban sobre un muro de piedras grises, de macizos contrafuertes y altas ventanas: la iglesia del convento.

Alguien llevaba a Cristina. Ulf, sin duda; pero se confundía con otros que ya la habían llevado. Cuando rodeó con su brazo el cuello del hombre y apoyó su mejilla sobre la mejilla peluda, se creyó niña en brazos de su padre; y al mismo tiempo estrechaba a un niño en sus brazos. Detrás de la cabeza oscura de Ulf brillaban unas llamaradas purpúreas. ¿No procedían del inmenso fuego del que se alimentaban los amores?

Un poco más tarde abrió los ojos, recobraba toda su lucidez. Estaba acostada en una cama del dormitorio y una religiosa inclinada sobre ella tenía la parte inferior del rostro cubierta por un paño que olía a vinagre. Era sor Agnes. Cristina la reconoció por los ojos y la pequeña verruga roja que tenía en la frente. Era de día y una luz clara y gris entraba por las pequeñas ventanas.

Cristina no sufría; sólo estaba infinitamente cansada y agotada; el sudor la bañaba y al respirar notaba una dolorosa opresión en el pecho.

Tomó ávidamente la bebida refrescante que sor Agnes le acercaba a los labios. De pronto, empezó a temblar.

Mientras se dejaba caer sobre las almohadas, recordó lo que había ocurrido durante la noche. Había desaparecido la impresión de estar viviendo un sueño. «Debí de perder el conocimiento», pensó. Se sentía feliz por haber podido llevar a cabo su empresa, salvar al pequeño y evitar que aquellos desgraciados cargaran su conciencia con semejante crimen. Sin duda, debía alegrarse por haber tenido la suerte de obrar así antes de su muerte, pero no se atrevía a alegrarse plenamente, como hubiera debido hacerlo.

Sentía una especie de satisfacción como la había sentido en Joerungaard cuando, ya en la cama, de noche, estaba cansada por haber trabajado mucho durante el día.

Quería dar las gracias a Ulf.

Había pronunciado su nombre y él, que debía estar sentado junto a la puerta, la oyó, porque ahora atravesaba la estancia y se detenía al lado de la cama de Cristina; ella le ofreció la mano y Ulf se la cogió y estrechó muy fuerte, afectuosamente.

De pronto, la moribunda movió las manos y se agitó, buscando algo debajo de su camiseta.

—¿Qué quieres, Cristina? —preguntó Ulf.

—La cruz —murmuró, y consiguió coger la cruz dorada de su padre. Recordaba que la víspera había prometido hacer un donativo por el descanso del alma de la pobre Steinunn, sin pensar que ya no poseía nada más en este mundo…, nada de que pudiera disponer excepto aquella cruz…, su padre se la había dado… y su anillo de boda, que todavía llevaba puesto.

Se lo quitó del dedo y lo miró. ¡Qué pesado lo notaba en su mano! El anillo de oro brillante estaba adornado con grandes piedras rojas. Pensó en Erlend. Y sintió tener que desprenderse de aquella joya. ¿Por qué? Lo ignoraba, pero era preciso.

Entristecida, cerró los ojos y alargó su anillo a Ulf.

—¿Para quién es? —preguntó este en voz baja, y, al no obtener respuesta, preguntó—: ¿Quieres que se lo dé a Skule?

Cristina sacudió la cabeza, con los ojos obstinadamente cerrados.

—Steinunn, prometí… que dirían misas…

Volvió a abrir los ojos y miró el anillo que Ulf sostenía en su palma negra. Y las lágrimas se le cayeron en abundancia: jamás había comprendido del todo lo que aquel anillo significaba para ella.

¡Cuánto había murmurado contra la existencia a que su anillo la había llevado! ¡Cómo se había rebelado… e irritado! Sin embargo, había amado su vida, había disfrutado de los momentos buenos y de los malos. No había ni uno solo que no cediera a Dios de mala gana, no había ni un sufrimiento que pudiera sacrificar sin sentirse despojada. Ulf y la religiosa cruzaron unas palabras que no comprendió, y Ulf salió de la habitación. Cristina quiso levantar la mano para secarse los ojos, pero no tuvo fuerzas y la mano se le quedó descansando sobre el pecho. Sufría, la mano le pesaba y le parecía notar la sortija en su dedo. Su cabeza volvía a divagar. Tenía que ver si el anillo ya no estaba en su sitio o si había soñado que se desprendía de él.

Tampoco estaba segura de lo que había ocurrido por la noche…, el niño dentro de la tumba…, las olas negras del mar…, las lucecitas fugitivas en la cresta de las olas…, el cadáver que había transportado. ¿Habría soñado o estaba despierta? No podía siquiera abrir los ojos.

—Hermana —dijo la religiosa—, no te duermas. Ulf ha ido a buscar al sacerdote.

Bruscamente, Cristina se despertó del todo y fijó la mirada en su mano; la sortija no estaba. Era verdad, pero quedaba una marca clara en el lugar que había ocupado. Sobre el dedo moreno, estropeado por los pesados trabajos, se notaba la marca, como una cicatriz de piel blanca y fina. Cristina creía incluso reconocer las señales redondas dejadas por los rubíes y una pequeña marca, una M, la inicial de la Virgen grabada en el oro de la placa central.

El primer pensamiento lúcido de Cristina fue que moriría antes de que aquella marca desapareciera, y se sintió feliz.

Había un misterio que no comprendía, pero del que estaba segura. Dios no había dejado de envolverla con su amor, sin que se diera cuenta, y a través de su obstinación, a través de su espíritu terco e interesado, un poco de aquel amor había persistido en ella y actuado como el sol que fecunda la tierra. Había nacido una flor que la pasión carnal no pudo marchitar, ya fuera ardiente llama o tormenta de colérica furia.

Cristina había sido la sierva del Señor, una sierva indómita, caprichosa, adorando sólo con los labios en sus oraciones, hipócrita en el fondo del corazón, perezosa, negligente, desobediente, falta de perseverancia en sus empresas. Pero Él la había conservado a su servicio… y ahora aparecía el pacto que había aceptado sin comprenderlo… Bajo la sortija de oro una marca secreta indicaba que era la sierva del Señor, de un rey que venía a ella en las manos consagradas del sacerdote para darle la libertad y con ella la salvación.

Después de que Sira Eiliv le hubo administrado los santos óleos y el viático, Cristina volvió a perder el conocimiento.

Era presa de altísima fiebre y violentos vómitos de sangre. El sacerdote indicó a las hermanas que el fin se acercaba.

A veces la moribunda recobraba suficiente conciencia para distinguir uno u otro rostro: Sira Eiliv, las hermanas… Dama Ragnhild vino también un momento, luego Ulf.

Cristina se esforzaba por demostrarles que los reconocía y que su presencia le era grata. Pero aquellos que la rodeaban sólo veían sus manos que arrugaban la sábana en los estertores de la agonía.

En un momento dado, Cristina vio a Munan. El pequeño la miraba por una puerta entreabierta. Luego retiró la cabeza, y la madre no apartó la mirada esperando que el niño reapareciera por el mismo lugar. Pero quien entró fue la abadesa, que pasó sobre el rostro de Cristina un paño mojado. Aquello también la aliviaba.

Todo desapareció de pronto en una niebla rojiza, y Cristina percibió un ruido ensordecedor que, en un principio, la asustó. Pero el ruido fue calmándose, poco a poco, y la niebla se hizo más ligera y luminosa. Ya no era más que la bruma matinal que precede a la aurora. Y un gran silencio… Cristina supo que se moría.

Sira Eiliv y Ulf Haldorssoen abandonaron juntos a la muerta. A la entrada del patio se detuvieron.

Había nevado. Los que velaban a Cristina mientras libraba su último combate no se habían dado cuenta. La blancura del tejado de la iglesia, frente a ellos, los deslumbró; el campanario se destacaba brillante sobre un cielo plomizo. Una fina capa de nieve blanca cubría los marcos de las ventanas y las cornisas. Los dos hombres parecían titubear al imprimir la huella de sus pasos sobre la nieve limpia del patio.

Aspiraron el aire matinal. Después del olor repugnante que despedía siempre un apestado, aquel aire era suave, fresco, transparente y ligero, como si la nieve recién caída hubiera barrido de la atmósfera la enfermedad y el contagio. En los labios se notaba un gusto a agua de manantial…

La campana empezó a tocar. Sira Eiliv y Ulf levantaron la cabeza para verla moverse detrás de los ventanillos del campanario. Pequeños copos se desprendían a cada movimiento de la campana, giraban y caían en menudas bolas redondas quedándose, a veces, en las bandas negras del tejado.

—Esta nieve no cuajará —observó Ulf.

—No, sin duda se derretirá antes de la noche —contestó el sacerdote.

Entre los desgarrones de las nubes se veía el pálido cielo dorado, y unos tímidos rayos de sol caían, como sin querer, sobre la nieve.

Ulf Haldorssoen dijo en voz baja:

—Estoy pensando, Sira Eiliv, que quiero donar tierras a la Iglesia y el vaso de plata que ella me regaló como recuerdo de Lavrans Bjoergulfssoen, para que se digan misas por ella con regularidad, por mis ahijados y por Erlend, mi pariente.

El sacerdote contestó en el mismo tono, sin mirar a Ulf:

—Me parece que sientes necesidad de dar las gracias a Aquel que te trajo aquí anoche. ¿Eres feliz, verdad, porque has podido venir en su ayuda?

—Es cierto —afirmó Ulf Haldorssoen. Luego añadió con ligera sonrisa—: Y ahora, padre, casi me arrepiento de no haber pretendido con ella ser más que un amigo.

—Es estúpido perder el tiempo en arrepentimientos tan inútiles.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que sólo es útil el arrepentimiento del propio pecado.

—No acabo de entenderte.

—Nadie es bueno sin Dios, nada bueno podemos hacer sin Él. Es, pues, inútil lamentar una buena acción, Ulf. El bien que hayas hecho permanecerá aunque se derrumben las montañas.

—Claro, claro; es que no te sigo bien, Sira Eiliv, porque estoy cansado.

—Y también tendrás hambre; ven conmigo a la cocina.

—Gracias, no tengo ganas de comer —murmuró Ulf.

—No obstante, es mejor que tomes algo —y Sira Eiliv apoyó su mano sobre el brazo de Ulf. Así cruzaron el patio para ir a la cocina.

Casi sin pensarlo, andaban con tanta ligereza y tanta suavidad como podían sobre la nieve recién caída.