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El monasterio se levantaba sobre una pequeña colina, encima del fiordo. Viniese de donde viniera el viento, el estruendo de la resaca sobre la playa dominaba el murmullo del bosque de pinos que cubría la falda de la colina.
En otros tiempos, cuando Erlend y Cristina habían paseado por el fiordo, veían asomar la punta del campanario por encima del bosque; pero Cristina jamás había logrado su propósito de visitar la casa de las monjas fundada por su antepasado, pese a que Erlend hubiera dicho varias veces que la llevaría. No había cruzado el umbral de Rein, antes de entrar en él para siempre.
La vida en Rein, por lo que Cristina suponía, debía ser parecida a la del monasterio de Oslo o la de Bakke, pero en realidad era completamente distinta. En primer lugar por su silencio. Aquí, las religiosas estaban verdaderamente muertas al mundo. La reverenda madre Ragnhild se vanagloriaba de no haber tenido contacto con la vida exterior desde hacía cinco años, y en esos cinco años tampoco ninguna de las hermanas había puesto los pies fuera del cobijo de sus tejados…
En Rein no se dedicaban a la educación de las niñas y, en el momento de la llegada de Cristina al monasterio, tampoco había ninguna novicia. Desde hacía mucho tiempo ninguna joven había pedido ser admitida en la comunidad, y la última que tomó el hábito, la hermana Borghild Marcelina, había ingresado hacía seis años. La benjamina de las monjas, en cuanto a edad, era la hermana Turid, pero su abuelo la había traído a Rein cuando ella sólo contaba diecisiete años de edad y antes de que él, un hombre muy serio y severo, se hiciera sacerdote. La niña tenía las manos deformadas de nacimiento y era retrasada mental; así, pues, la hicieron profesar tan pronto como tuvo la edad reglamentaria. Tenía ahora treinta años y era enfermiza, pero su rostro era dulce. Desde el primer día que Cristina estuvo en el convento puso un cuidado especial en servir a sor Turid, que le recordaba a su hermanita Ulvhild, muerta tan joven.
Sira Eiliv decía que un nacimiento humilde no había de ser obstáculo para las jóvenes deseosas de entrar en Rein al servicio de Dios. A pesar de ello, y desde la fundación del monasterio, sólo habían ingresado las hijas o las viudas de los hombres más poderosos y de mejor cuna de Trondhjem.
Durante el agitado período que había seguido a la muerte del bienaventurado rey Haakon Haalegg, la piedad pareció disminuir progresivamente entre los grandes señores. Ahora, las que más pensaban en la vida conventual eran las hijas de burgueses o de campesinos adinerados. Elegían, sobre todo, el convento de Bakke, donde muchas de ellas habían sido educadas en el santo temor de Dios y en la práctica de los trabajos femeninos, y cuyas religiosas, por lo general, procedían de familias de la clase media. La reclusión no era muy severa y el convento no estaba demasiado apartado de la carretera real.
Cristina tenía pocas veces ocasión de hablar con Sira Eiliv; no tardó en darse cuenta de que la situación del sacerdote era un tanto difícil.
Aunque Rein fuera una casa rica y la comunidad contara apenas con la mitad de religiosas que podía alimentar, reinaba un gran desorden en cuanto a la administración, y el monasterio difícilmente mantenía su situación económica.
Las tres últimas abadesas habían dado más pruebas de piedad que de prudencia seglar; no obstante, ellas y su convento habían sostenido, contra viento y marea, que no debían obediencia al arzobispo, e incluso llegaron a negarse a escuchar sus paternales consejos.
Los hermanos de la misma orden, los de Tautra o de Munkabu, que servían de capellanes en Rein, eran siempre hombres viejos; no se les podía reprochar gran cosa en cuanto a piedad, pero se mostraban ineptos por lo que se refería a la dirección de la prosperidad temporal de Rein.
Cuando el rey Skule había edificado la hermosa iglesia de piedra, regalando a los frailes su señorío hereditario, se había empezado por construir casas de madera. Treinta años más tarde fueron destruidas por un incendio. Dama Audhild, la abadesa de entonces, empezó a edificar en piedra; las innumerables mejoras de la iglesia y la magnífica sala conventual databan de aquella época.
También había hecho un viaje a la casa madre de Tart, en Borgoña, para asistir al capítulo general de la orden; de su estancia allí había traído el magnífico sagrario de marfil que se encontraba en el coro, cerca del altar mayor, morada digna del Cuerpo del Señor, el más bello ornamento de la iglesia y orgullo y objeto de devoción para todas las monjas. Dama Audhild dejó a su muerte una gran estela de piedad y virtud. Desgraciadamente, su modo inexplicable de tratar con los albañiles y su falta de juicio en las compras y ventas de propiedades, habían causado perjuicios a la prosperidad de Rein, y las abadesas que la sucedieron no fueron capaces de remediar las pérdidas.
¿Cómo había llegado Sira Eiliv al monasterio en calidad de capellán y de administrador? Cristina lo ignoró siempre. Adivinó que en un principio la abadesa y las hermanas habían recibido a aquel sacerdote secular con cierta desconfianza y de mala gana.
Además de sus funciones de capellán y director espiritual, Sira Eiliv estaba encargado de velar por una mejor administración de los bienes conventuales y de poner las cuentas en orden: y todo ello sin dejar de reconocer la autoridad de la abadesa y el derecho de las hermanas a su independencia. Además, debía aceptar el derecho de revisión del abad de Tautra, sin olvidarse estar en buenas relaciones con el otro capellán del convento, un monje de Tautra. Su edad y su fama de intachable moralidad, su humilde piedad, sus conocimientos de las leyes canónicas y civiles le servían muchísimo; no obstante, tenía que mostrarse prudente en todo cuanto hacía.
Vivía con el otro sacerdote y los sacristanes o capilleros en una casita situada al noreste del convento. Allí también se alojaban los frailes que iban de vez en cuando de misión.
Cuando Nikulaus fuera ordenado sacerdote, Cristina, si aún vivía, sería feliz al ver a su hijo mayor diciendo la misa en Rein.
Cristina Lavransdatter fue primero admitida en el período de prueba. Después que hubo jurado ante Dama Ragnhild y dos religiosas, en presencia de Sira Eiliv y dos monjes, vivir en la pureza y en la obediencia a la abadesa y las hermanas, después que hubo entregado, como prueba de su renuncia a todos los bienes de este mundo, su sello en manos de Sira Eiliv, que lo partió de un hachazo, fue autorizada a llevar el hábito monacal: traje de lana cruda, toca de lino y velo negro. Pero no tuvo derecho al escapulario. Pasado cierto tiempo, se juzgó que podía solicitar que se le dejaran pronunciar los votos.
Sin embargo, le resultaba difícil dejar de pensar en el pasado. Sira Eiliv había traducido a lengua noruega, para leer en el refectorio, una obra sobre la vida de Jesucristo, escrita por el general de los frailes menores, el sabio y piadoso doctor Buenaventura. Mientras Cristina escuchaba y sus ojos se llenaban de lágrimas ante la idea de la santidad de aquel que amase a Jesucristo y a su Madre, la cruz, el dolor, la pobreza y la humillación, como allí se decía…, no podía evitar pensar en aquel día, en Husaby, cuando Gunnulf y Sira Eiliv le habían enseñado un libro en latín que no era otro que el que ahora estaba traducido.
Era un librito grueso, escrito sobre pergamino finísimo y de una blancura deslumbrante. ¡Jamás hubiera creído que podía trabajarse hasta ese punto una piel de ternero! El volumen estaba ilustrado con bellas miniaturas y con mayúsculas de colores brillantes como piedras preciosas.
Gunnulf contaba riendo, y Sira Eiliv asentía con su plácida sonrisa, que la compra de aquella obra había vaciado de tal modo sus bolsillos que, al encontrarse sin dinero, habían tenido que vender sus ropas y comer en los conventos con los mendigos. Por fin llegó a sus oídos que unos religiosos noruegos estaban en París y pudieron pedirle dinero prestado para poder vivir.
Cuando las hermanas volvían al dormitorio, después de cantar maitines, Cristina se quedaba en la iglesia. Las mañanas de verano eran tibias y gratas, pero en invierno hacía un frío glacial y Cristina tenía miedo entre las losas mortuorias y las sombras, aunque no apartara la vista de la lamparilla que ardía ante el sagrario de marfil. Sin embargo, lo mismo en verano que en invierno, al quedarse en su rincón, en el coro de las monjas, pensaba:
—«Ahora Naakkve y a Bjoergulf se despiertan y rezan por el alma de su padre». Había sido Nikulaus quien le había pedido que rezase sus oraciones y sus salmos penitenciales todos los días después de maitines, al mismo tiempo que ellos. Siempre, siempre, los tenía a los dos ante sus ojos, tal como los había visto aquel día lluvioso en que había ido a Tautra. De pronto se había encontrado ante Nikulaus, extrañamente alto y desconocido con su hábito blanco y las manos escondidas debajo del escapulario. Era su hijo, ¡pero estaba tan cambiado! Su parecido con Erlend la trastornaba. ¿No sería Erlend a quien veía bajo el hábito blanco del monje?
Había tenido que contarle todo lo que había ocurrido en Joerungaard desde la marcha de los dos mayores; pero Cristina esperaba…, seguía esperando. Por fin, inquieta, preguntó si no iba a ver a Bjoergulf.
—No lo sé, madre —contestó Nikulaus—. Bjoergulf tuvo que librar duros combates antes de doblegarse bajo la cruz y someterse a Nuestro Señor; parecía temer, al enterarse de su visita, que el pasado resucitara.
Cristina miraba cómo hablaba Nikulaus. Tenía el rostro muy tostado por el sol y las manos estropeadas por el trabajo. Sonriendo, observó:
—Al final, he terminado por llevar el arado y por aprender a manejar la guadaña y la hoz.
Aquella noche, en la posada, no pudo dormir y se sintió profundamente triste al correr hacia la iglesia cuando las campanas tocaron a maitines. Los monjes estaban colocados de tal forma que apenas se podía ver el rostro de algunos de ellos. Sus hijos no estaban presentes.
Al día siguiente fue al jardín con un lego que trabajaba en él y le enseñó las plantas exóticas y los arbustos que daban fama al lugar.
Mientras recorrían las avenidas, las nubes se rasgaron dejando pasar el sol. El jardín olía a apio, a cebolla y a romero. Gruesos goterones de lluvia brillaban sobre los grupos de iris amarillos y de ancolias azules que remataban los ángulos de los macizos del jardín. De repente, los hijos de Cristina salieron por la pequeña puerta abovedada de la casa de piedra. La madre creyó gustar la alegría del paraíso al ver a los dos monjes de hábito blanco acercarse a ella por el sendero bordeado de árboles frutales.
Hablaron poco. Bjoergulf permanecía casi siempre callado. Ahora que se había acabado de desarrollar parecía un gigante.
La larga separación había agudizado las percepciones de Cristina. Se daba cuenta de las luchas que aquel hijo había tenido que librar, y sin duda seguía librando, dado su crecimiento y su gran vigor, ahora que su espíritu se hacía más profundo y que su vista se apagaba. De todos modos, preguntó por su nodriza Frida Stykaarsdatter. Cristina le contó que la había casado.
—Dios la bendiga —dijo el monje—; era una buena mujer; para mí fue una nodriza abnegada y fiel.
—Sí, creo que fue más madre tuya que yo —contestó Cristina en tono afligido—. No pudiste contar con mi amor maternal cuando, en tu juventud, pasaste por tan duras pruebas.
Bjoergulf dijo con dulzura:
—Doy gracias a Dios porque el enemigo no me redujera a tal debilidad que tuviera que apelar a vuestro corazón maternal. Sin embargo, yo sabía de ese corazón maternal, pero comprendía que vuestra carga era ya demasiado pesada. Después de Dios, Nikulaus fue quien me salvó todas las veces que iba a sucumbir a la tentación.
No volvieron a ocuparse de aquel tema y Cristina no les preguntó si estaban a gusto en el monasterio, ni les habló de su conducta o de la vergüenza que había caído sobre ellos. No obstante, parecieron muy felices al enterarse de la resolución de su madre de ingresar en el convento de Rein.
Después de su hora de oración, Cristina, al cruzar el dormitorio, veía a las monjas dormir de dos en dos sobre sus jergones, vestidas con sus hábitos que nunca se quitaban. Pensaba en lo que, sin duda, la diferenciaba de aquellas mujeres que, desde su juventud, sólo habían servido a Dios. El mundo es un amo al que no es fácil sustraerse una vez que uno se somete a su poder. ¿Había huido realmente del mundo? No, había sido despedida como por un amo cruel. Y ahora la aceptaban aquí. Igual que el amo caritativo admite a una vieja sirvienta y, por compasión, le da algún trabajo a cambio de alojamiento y comida. Un claustro abovedado conducía desde el dormitorio de las monjas al cuarto de tejer. Cristina se ponía a hilar sola. Las religiosas de Rein tenían fama por sus tejidos de lino. Todas las hermanas y las conversas iban a trabajar a los campos de lino en verano y otoño y aquellos días, en especial aquel en que se arrancaban las matas, eran verdaderas fiestas para el monasterio.
La principal ocupación de las monjas durante las horas de trabajo consistía en hilar y tejer lino y hacer con él ropas sacerdotales. No había nadie en Rein que escribiera o iluminara manuscritos, como las monjas de Oslo, quienes bajo la dirección de la reverenda madre Groa Guttormsdatter, habían alcanzado con ello gran renombre. Tampoco nadie las aventajaba en confeccionar bordados artísticos con hilos de seda y oro.
Al poco rato, Cristina prestaba oído, encantada, a los ruidos del gallinero al despertar.
Las conversas iban a la cocina a preparar el desayuno de la comunidad. Las religiosas no bebían ni comían antes de la misa, a menos que estuvieran enfermas. Cuando tocaban a prima, Cristina iba a la enfermería, si había enfermos, y relevaba a la hermana Ágata o a cualquier otra religiosa de servicio. La pobre hermana Turid era la que con más frecuencia se encontraba allí.
Y Cristina no tardaría en alegrarse al ver cómo se acercaba la hora de la comida, que tenía lugar después de la tercera hora de oración y la misa reservada a los servidores del convento. Aquel momento solemne le proporcionaba todos los días idéntico placer.
El refectorio estaba construido en madera, pero resultaba una sala muy bonita. Todas las mujeres del monasterio comían allí a la vez; las hermanas en la primera mesa, cuyo extremo estaba ocupado por la abadesa y las tres hermanas viejas que habían tomado los hábitos antes que la propia abadesa y se sentaban a su lado; las conversas se colocaban más abajo.
Después de la oración se traían los alimentos y bebidas y todos comían en silencio, observando una compostura digna y tranquila. A veces una hermana leía y Cristina se decía que si la gente, en el mundo, supiera comportarse de aquel modo en las comidas, verían con más claridad, sin duda, que la bebida y la comida eran un don de Dios, y se sentirían mejor dispuestos hacia el prójimo. Pensarían menos en quedárselo todo para sí mismos y los suyos. Incluso ella no lo hubiera podido comprender en la época en que preparaba su mesa para una banda de indisciplinados, turbulentos y chillones, que reían y se empujaban, mientras los perros revolvían por debajo de la mesa y levantaban el hocico para recibir, según el humor del momento, un hueso o una patada.
Rein recibía muy pocas visitas. A veces, un barco lleno de personas de alto linaje atracaba en la boca del fiordo. Entonces, maridos, mujeres y niños subían al monasterio para saludar a una pariente que hubiera tomado el hábito. También venían personajes encargados de administrar las tierras y los bienes del convento, y, alguna que otra vez, algún monje de Tautra.
Con motivo de las fiestas más notables —la de la Asunción, Corpus y San Andrés—, los habitantes de ambas orillas del fiordo subían a la iglesia de las monjas. Pero durante el resto del año sólo asistían a los oficios los colonos del convento y los obreros que vivían cerca, que no alcanzaban a llenar la amplia nave. Luego había que contar a los pobres, aquel pelotón fijo de pordioseros, y a los que se les daba, desde hacía más de diez años, comida y cerveza procedente de un fondo establecido por personas que habían hecho un donativo a este efecto.
Otros desgraciados subían diariamente a Rein, se sentaban para comer junto a la pared de la cocina y se iban al lado de las hermanas, en el patio, para contarles sus dolencias y sus preocupaciones; continuamente entraban y salían enfermos, lisiados y leprosos. Eran innumerables los que estaban atacados por la lepra, pero, según decía Dama Ragnhild, esa enfermedad siempre había existido en aquella parte de la costa.
Cuando los granjeros acudían a pedir que se les rebajase la parte que les correspondía pagar y se les permitiera pagar a plazos, tenían mil cosas que contar sobre sus dificultades y desgracias. Cuanto más desgraciados eran, menos vergüenza les daba hacer gala de su miseria ante las monjas; pero, según ellos, aunque no tuvieran más que palabras piadosas en la boca, los responsables de su mala suerte eran los demás.
Después de aquello no era sorprendente que durante los recreos la conversación girara sobre la vida de aquella gente.
Sor Turid reveló a Cristina que incluso cuando la asamblea de hermanas debía decidir sobre cualquier asunto, la discusión se desviaba siempre y terminaba en comentarios sobre la gente implicada. Cristina iba descubriendo que las hermanas no sabían de lo que hablaban más que lo que habían oído decir a los propios interesados, o a los servidores seglares del convento que iban y venían por la región. Eran muy crédulas, lo mismo si sus interlocutores hablaban bien, como si hablaban mal de sus vecinos…
Cristina pensaba apenada en aquellos seglares sin piedad e incluso en el fraile Arngrim, mendicante, que acusaban a los conventos de monjas de ser un nido de desorden, y pensaba también en las mismas monjas por prestar oídos ávidos a todos los rumores y a todos los comentarios licenciosos.
Incluso aquellos que se acercaban a Rein y mareaban con sus chismorreos a la reverenda madre o a aquellas hermanas de las que lograban hacerse escuchar, censuraban a las monjas por hablar entre ellas de los rumores de aquel mundo al que habían renunciado. Y quienes habían recibido infinidad de veces ayuda de manos de las buenas hermanas criticaban la abundancia en que vivían.
Durante aquel tiempo, las siervas de Nuestro Señor ayunaban, velaban, rezaban y trabajaban antes de ir en comunidad al refectorio para la solemne comida…
Cristina sirvió a las hermanas con afectuoso respeto durante todo el tiempo que precedió a su toma de hábito.
Ella misma se decía que no sería nunca una buena religiosa; había dilapidado los dones que hubiera podido conseguir por el recogimiento y la piedad. Pero procuraría ser humilde y fiel.
El verano del año 1349 tocaba a su fin. Cristina tenía que pronunciar sus votos por Navidad.
Llevaba ya dos años en el convento de Rein. Un día recibió la feliz noticia de que sus hijos acompañarían al abad Johannes para asistir a su investidura… Cuando el hermano Bjoergulf se enteró de la resolución de su madre dijo:
—Por fin mi sueño se realiza. He soñado dos veces en este año que los dos volveríamos a verla por Navidad. Pero no podrá ser exactamente como en mi sueño, porque he soñado que la veía de verdad.
También el hermano Nikulaus se había sentido muy feliz. Pero, al mismo tiempo, Cristina se enteró de noticias poco satisfactorias sobre su primogénito. Se había mostrado cruel para con unos campesinos de Steinker respecto a unos derechos de pesca. Los hermanos habían sorprendido una noche a los campesinos devastándoles la reserva de salmones del monasterio. Entonces, Nikulaus había derribado a uno de los hombres y echado a otro al río y, por si fuera poco, pecó aún más gravemente profiriendo espantosas blasfemias.