5

Por fin había llegado al término de su viaje. Cristina Lavransdatter se sentó para descansar sobre un montón de heno, al pie de los muros de Sionsborg. El viento hacía ondular como rojos festones brillantes la superficie de un campo en flor. En ninguna parte se veían prados tan rojos como en Trondhjem. A sus pies, a pesar del promontorio verde que cubría casi todo el ribazo, Cristina llegaba a ver una punta del fiordo. Las olas azul oscuro rematadas por la cresta blanca hervían a lo largo del acantilado.

Cristina respiró profundamente. ¡Qué gusto haber regresado! Hacía buen tiempo, aunque el pensamiento de no abandonar nunca más aquellos lugares le resultaba un tanto raro.

Las hermanas de Rein seguían la misma regla que los monjes de Tautra… la de san Bernardo. Cuando, de madrugada, se levantara para ir a la iglesia, sabría que, a la misma hora, Naakkve y Bjoergulf iban a ocupar sus puestos en el coro. Así transcurriría su vejez con sus dos hijos, aunque no fuera exactamente como lo había imaginado.

Se quitó medias y zapatos y lavó sus pies en el arroyo. Entraría descalza en Nidaros.

Detrás de ella unos niños discutían cerca de la puerta fortificada del castillo; pretendían poder pasar por entre las vigas carcomidas. Cuando vieron a Cristina le gritaron palabras soeces y se rieron. No hizo caso, hasta que un chiquillo, de unos ocho años, se dejó caer rodando por la pendiente del prado, casi derribándola. Repitió en tono agresivo la palabrota que había oído decir a los mayores. Cristina se volvió hacia él, sonriente:

—No chilles tanto, ya veo por el pantalón de troll que llevas que sólo puedes ser un pequeño troll.

Los niños, al oír que Cristina le contestaba, bajaron todos corriendo. Se quedaron muy malhumorados ante aquella vieja vestida de peregrina que no les reñía por su impertinencia, sino que los miraba con sus grandes ojos claros y tranquilos, mientras sus labios iniciaban una sonrisa maliciosa. Tenía el rostro enflaquecido, la frente despejada y la barbilla redonda. El sol la había tostado y alrededor de los ojos se le veían mil arruguitas. No obstante, de cerca no parecía muy vieja.

Los más valientes del grupo se acercaron para hablar con ella y le hicieron preguntas para disimular así su turbación. Cristina se sentía llena de indulgencia. Los niños se parecían a sus dos gemelos, tan petulantes de pequeños…, aunque deseaba, por Dios, que sus hijos no hubieran empleado jamás aquel lenguaje. Aquellos niños debían ser hijos de familias modestas de la ciudad.

Y cuando fue la hora que Cristina llevaba esperando desde su marcha, la hora en que desde la cruz de Feginsbrekka vería Nidaros a sus pies, no pudo dedicarse al recogimiento y a la meditación. Todas las campanas de la ciudad llamaron a la vez a los feligreses a vísperas, pero los niños charlaban por los codos y le enseñaban todo lo que podía verse desde allí arriba.

No distinguía Tautra, porque la tormenta empujaba la niebla y la lluvia del lado del fiordo hacia la costa.

Los chiquillos bajaron con ella la empinada pendiente del Steinberg. Esta vez, lo que oían eran las esquilas de los rebaños. A su alrededor pacían las cabras y las vacas regresaban de los prados.

Cristina y su séquito tuvieron que esperar, en la puerta de la fortaleza que domina Nidaros, a que el ganado hubiera terminado de pasar.

Los pastores gritaban, reñían a sus animales, los bueyes se empujaban, las vacas pasaban en tropel y los niños iban diciendo a Cristina los nombres de los propietarios de cada animal. Cuando por fin estuvieron del otro lado de la puerta y se encontraron en el sendero bordeado de setos, Cristina tuvo que esforzarse por colocar sus pies entre las boñigas de vaca que cubrían el suelo.

Algunos de los chiquillos la siguieron, sin ser invitados a ello, hasta la iglesia de Cristo. En medio del sombrío bosque de columnas y mientras Cristina miraba las luces y los oros del coro, los niños no dejaron de tirarle de la manga para enseñarle, ya fueran las manchas multicolores que el sol, al pasar por el rosetón, proyectaba bajo las bóvedas, ya fueran las losas funerarias o los doseles de tejidos preciosos encima del altar, es decir, todas aquellas cosas que suelen llamar la atención de los niños.

No dejaron en paz a Cristina para que pudiera recogerse. Cada palabra que decían aquellos niños despertaba en su corazón la sorda nostalgia de sus hijos en primer lugar, pero también de la granja, de las casas, de los pabellones de servicio, del ganado, de la afectividad que la madre proyectaba en su reino.

Temía aún ser reconocida por alguno de sus antiguos amigos. Erlend y ella iban casi siempre a su casa de la ciudad durante las fiestas y recibían a gran número de invitados. Cristina seguía sin poder soportar la idea de tropezar con cualquiera de ellos.

Sin embargo, era preciso que fuera a visitar a Ulf Haldorssoen, que había administrado en su nombre las tierras que aún poseía en las montañas del norte y que habían de ser su dote cuando entrase en el monasterio de Rein. De momento debía tener alojados en su casa a sus parientes de Skaun, de modo que esperaría un poco antes de ir a visitarlo.

Cristina sabía que un hombre que había servido a Erlend en los tiempos en que tenía el cargo de Senescal vivía en una pequeña granja, cerca de Bratoere. Pescaba delfines y marsopas en el fiordo y tenía una posada para los marineros.

—Todas las casas están abarrotadas —le contestaron cuando pidió alojamiento. Pero entonces salió el dueño y la reconoció inmediatamente.

¡Qué cosa tan curiosa era volver a oír que la llamaban por su nombre de otros tiempos!

—¿Qué veo? ¡Es la esposa de Erlend Nikulaussoen de Husaby! Bienvenida, Cristina, sea cual sea la razón que te trae a mi casa.

Se mostró feliz al ver que ella aceptaba lo único que podía ofrecerle y le prometió llevarla a Tautra en su propio barco al día siguiente de la fiesta.

Permaneció hasta entrada la noche hablando, en el patio, con aquel buen hombre, y la maravilló ver cómo los antiguos servidores de Erlend amaban y respetaban todavía la memoria de su joven señor.

Aamund se sirvió repetidas veces de esta palabra: joven. Era para él el joven Erlend.

Había sabido por Ulf Haldorssoen su desgraciada muerte, y Aamund contó a Cristina que no se encontraba nunca con ninguno de los antiguos servidores de Husaby sin que bebieran y brindaran en memoria de su valiente jefe. Por dos veces habían hecho una colecta entre ellos para que se dijera una misa el día del aniversario de su muerte. Aamund se interesó especialmente por la suerte de los hijos de Erlend, y luego Cristina le preguntó por sus antiguos conocidos.

Era más de medianoche cuando se acostó al lado de la mujer de Aamund. Este estaba empeñado en ceder la cama matrimonial a Cristina y acabó por conseguir de ella que ocupara, por lo menos, su lugar.

Al otro día era la víspera de San Olav. Desde la mañana, Cristina bajó a los bancos de arena y contempló el movimiento de los embarcaderos. Su corazón latía al ver que atracaba la embarcación del abad de Tautra, pero todos los monjes que lo acompañaban eran ancianos.

Desde mucho antes de las nueve, la gente iba a la iglesia de Cristo llevando y sosteniendo enfermos e impedidos. Se trataba de encontrar para ellos un lugar en la nave desde donde pudieran acercarse a las reliquias durante el paso de la procesión, al día siguiente, después de la misa. Cristina recorrió las barracas montadas en el atrio. Además de cirios y alfombras de junco trenzado o ramas de abedul que se usaban para arrodillarse en la iglesia, se vendía, sobre todo, comida y bebida.

De pronto Cristina encontró a la gente de Andabu y cuidó a la niña mientras la madre se iba a beber un vaso de cerveza.

En aquel momento llegó un grupo de peregrinos ingleses, con los cirios encendidos y los estandartes desplegados. Cuando los recién llegados atravesaron la muchedumbre parada ante las barracas, el revuelo fue tal que Cristina perdió a sus compañeros. Anduvo de un lado para otro, entre la gente, meciendo a la criatura que gritaba. Cuando la acariciaba para consolarla acercando la cabecita a su cuello, la pequeña intentaba chuparla, tanta era la sed que tenía. Era inútil seguir buscando a la madre, y Cristina pensó en preguntar si había algún sitio donde le dieran leche. Una vez llegó a la parte alta de la calle principal se encontró con el mismo gentío que en la plaza. Un grupo de jinetes llegaba del sur en el mismo momento en que los servidores del rey alcanzaban, en formación, la plaza, entre la iglesia y el monasterio de los Hermanos de la Cruz. Cristina se vio empujada hacia un callejón próximo, pero este hervía de gente a pie y a caballo en dirección a la iglesia. La aglomeración era tal que Cristina, para poder ponerse a salvo, tuvo que subirse a un muro.

Las campanas hacían vibrar el aire. En la catedral tocaban a nona. El ruido hizo callar a la niña, que miró hacia el cielo, y un destello de inteligencia pasó por aquellos ojos apagados y la hizo sonreír. Cristina, conmovida, se inclinó y besó aquel pobre cuerpo.

Sólo entonces se dio cuenta de que estaba sentada en el muro de piedra que rodeaba el campo de lúpulo de la casa de Nikulaus, su antigua residencia de la ciudad.

Reconocía la chimenea de obra que agujereaba el tejado de hierba. A pocos pasos de ella se levantaba el hospital. El hospital tenía derecho al lúpulo, lo mismo que ellos, con gran disgusto de Erlend.

Cristina estrechó a la criatura desconocida contra su pecho y la besó una y otra vez.

Pero ¿quién tocaba su rodilla? Era un monje vestido con el hábito blanco y el capuchón de los frailes predicadores. Vio el rostro amarillo y arrugado de un anciano, una boca desdentada y dos enormes ojos color de ámbar profundamente hundidos.

—¿Es posible? ¿Eres tú, Cristina Lavransdatter?

El fraile apoyó en el muro sus brazos cruzados y bajó sobre ellos la cabeza.

—¿Qué haces aquí?

—¡Gunnulf!

La cabeza volvió a levantarse hasta la rodilla de Cristina.

—¿Tan raro encuentras que esté aquí?

Entonces recordó que estaba sentada sobre el muro de aquella propiedad que primero había sido de Gunnulf y luego suya. En efecto, era muy raro.

—¿Quién es esta criatura que sostienes sobre las rodillas? ¿Es de Gaute?

—¡Oh, no! —Al pensar en la carita preciosa de Erlend, en su cuerpo robusto y bien formado, estrechó con más fuerza el cuerpecito de la criatura enferma; se sentía inundada de compasión.

—Esta es la hija de una mujer que ha hecho conmigo el camino de las montañas.

En ese mismo instante, las palabras que Andrés Simonssoen había pronunciado con su sabiduría infantil volvieron a la memoria de Cristina y contempló con un nuevo respeto aquel cuerpecito lamentable acostado en sus brazos.

La pequeña lloraba de nuevo. Ante todo había que enterarse si el fraile podía ayudarla a encontrar leche.

Gunnulf la condujo al otro lado de la iglesia y le proporcionó una escudilla de leche. Mientras Cristina hacía beber a su criatura adoptiva, iba hablando con Gunnulf, pero la conversación languidecía.

—¡Cuántos años y cuántas cosas han pasado desde nuestro último encuentro! —murmuró con melancolía—. Las noticias que recibiste sobre tu hermano te habrán parecido muy duras.

—¡Que Dios se apiade de su pobre alma! —murmuró el hermano Gunnulf con voz conmovida.

Ya no volvió a hablar hasta que Cristina le preguntó por sus hijos de Tautra.

La comunidad había recibido con alegría aquellos dos novicios que pertenecían a una de las mejores familias del país. Nikulaus parecía poseer grandes dotes espirituales y hacía tales progresos en la ciencia y en el temor de Dios, que el abad lo comparaba a su admirable antepasado, el glorioso príncipe de la Iglesia, el obispo Nikulaus Arnessoen.

Pero esto fue al principio. Poco después de que los hermanos hubieran vestido el hábito, Nikulaus se había portado muy mal y había provocado incidentes en el monasterio. Gunnulf no estaba muy enterado de las razones de aquel cambio. Al menos una de ellas era que el abad Johannes no concedía ordenación a los monjes jóvenes hasta que hubieran pasado tres años en el monasterio, y no había querido hacer ninguna excepción para con Nikulaus.

El bondadoso abad opinaba también que Nikulaus leía y meditaba más de lo que era adecuado a su nivel de madurez espiritual y que, además, perjudicaba su salud con excesivos ejercicios de piedad, por lo que había decidido enviarlo a una propiedad rural del monasterio en Indersoen. Dirigido por unos viejos monjes, Nikulaus plantaría manzanos como acto de obediencia. Entonces Nikulaus se había rebelado contra el abad y acusado a los hermanos de malgastar los bienes del monasterio, de negligencia en los servicios divinos y de permitirse conversaciones inconvenientes.

Lo que en ello había de cierto sólo se conocía dentro de los muros de Tautra, dijo Gunnulf. Se decía que Nikulaus se había rebelado también contra los monjes nombrados por el abad para encauzarlo. Había estado encerrado durante cierto tiempo, por lo que sabía Gunnulf, pero había cedido cuando el abad le había amenazado con separarlo de Bjoergulf y enviar a uno de los dos hermanos a Munkabu. Fue el ciego quien hizo que Nikulaus entrase en razón. Desde entonces el mayor se había arrepentido y hecho penitencia.

—Es su padre, que revive en ellos —dijo Gunnulf con amargura—. Era de esperar que mis sobrinos encontraran difícil aprender la obediencia y mostrar firmeza en sus santas resoluciones.

—También podría hablarse de herencia materna —observó Cristina dolorosamente—. Mi orgullo no era más que desobediencia, Gunnulf, y era inconstante yo también. A lo largo de toda mi vida deseé, a la vez, seguir el camino recto y andar al azar de mis caprichos.

—Querrás decir de los caprichos de Erlend —comentó el fraile en tono sombrío—. Mi hermano no te sedujo una sola vez, Cristina, te sedujo todos los días que pasaste con él. Te hizo irreflexiva hasta el punto de que no te dabas cuenta siquiera de los pensamientos que hubieran debido avergonzarte, y aquellos pensamientos no se los podías ocultar a Dios.

La mirada de Cristina se perdía en el infinito.

—No sé si tienes o no razón, Gunnulf, no sé si he olvidado que Dios veía el fondo de mi corazón; pero eso no hace que mi pecado sea mayor. No es, sin embargo, de mis debilidades y malos pensamientos de lo que más debo avergonzarme. Debo, sobre todo, enrojecer porque cuando pensaba en mi marido, mis pensamientos eran mucho más amargos que el veneno de la serpiente. Sin duda, de un pecado nace otro. Fuiste tú el que un día me dijiste que quienes se aman con más ardor terminan por ser como dos serpientes que se muerden la cola. Durante todos estos años, Gunnulf, siempre que pensaba en Erlend, muerto sin sacramentos y que tuvo que presentarse así al juicio de Dios, en Erlend asesinado mientras tenía el corazón lleno de ira y las manos llenas de sangre, encontré consuelo diciéndome que no era tal como tú le crees, ni tal como yo me he vuelto. No se acordaba de nada, ni de su cólera, ni del daño que había hecho a los demás, o a sí mismo.

»¡Gunnulf, era tan hermoso, tenía una expresión tan plácida cuando lo arreglé por última vez! Estoy segura de que Nuestro Señor, que todo lo sabe, sabía también que Erlend no odió jamás a nadie.

El fraile la miraba, luego inclinó la cabeza. Un instante después preguntó:

—¿Sabes que Sira Eiliv Serkssoen es el capellán de las monjas de Rein?

—¿De verdad? —preguntó Cristina, radiante.

—Creí que era por esta razón por lo que habías preferido Rein —dijo Gunnulf. Luego añadió que tenía que regresar a su convento.

La primera víspera había empezado, cuando Cristina entró en la iglesia. En la nave y alrededor del altar había un hormigueo de gente. Un sacristán, viendo aquella mujer con una criatura enferma en los brazos, la empujó hacia adelante de modo que se encontró en medio de los lisiados y los moribundos que estaban instalados en el centro de la iglesia, bajo la bóveda de la torre principal, frente al coro.

Centenares de luces brillaban bajo la nave. Los sacristanes recibían los cirios de los peregrinos y los colocaban en los porta-cirios en forma de conos erizados de puntas simétricamente dispuestas. A medida que la luz del día moría tras los ventanales, el interior de la iglesia se iluminaba. Se volvía tibia, acogedora, con su olor a cera caliente, aunque, por momentos, oleadas de un olor nauseabundo escaparan de los harapos de los pobres y de los apósitos de los enfermos.

Cuando el cántico del coro resonó bajo las bóvedas, acompañado por el órgano, los tambores, flautas e instrumentos de cuerda, Cristina comprendió por qué se decía que la iglesia era un barco. Toda aquella gente que llenaba la inmensa casa de Dios parecía estar a bordo de un navío y la música era como el rumor del mar que lo llevaba. A intervalos, todo se callaba, igual que las olas en calma, y una sola voz humana leía los pasajes de las Sagradas Escrituras.

Rostro por rostro, los peregrinos palidecían; sus facciones se alargaban a medida que se prolongaba la ceremonia. Casi nadie salía durante el oficio, y menos que nadie aquellos que habían encontrado un lugar en el centro de la iglesia.

Entre las vísperas, dormían o rezaban. La criatura durmió casi toda la noche. Una o dos veces, Cristina tuvo que acunarla y darle leche de la botella de madera que Gunnulf le había conseguido en el convento.

Su encuentro con el hermano de Erlend había conmovido a Cristina.

Cada paso que había dado en Nidaros había reavivado en ella el recuerdo de su marido. Había pensado poco en Erlend aquellos últimos tiempos en Joerungaard; las inquietudes que sentía por sus hijos adolescentes le dejaban poco tiempo para pensar en su propia vida.

Y Erlend había estado siempre en el fondo de todos sus pensamientos. Sólo necesitaba encontrar la ocasión de volverse hacia él.

El alma de Cristina había vivido como se vive en una granja en la época de actividad estival, cuando se abandona la sala grande para instalarse en el cuarto de arriba.

Se pasa todos los días delante de la casa de invierno, pero no se tiene la ocurrencia de entrar, ni siquiera de apoyar la mano en el picaporte. Cuando, por azar, hay que entrar en la sala, nos parece extraña y casi solemne porque se ha impregnado del olor a soledad y a silencio.

Mientras hablaba con el único hombre que quedaba como testigo de las variaciones de siembras y cosechas de su vida con Erlend, le pareció que veía esta vida desde una nueva perspectiva, lo mismo que se descubre el valle natal desde un pico que jamás, hasta ahora, se había escalado. Se reconoce cada caserío, cada cercado, cada pantano, cada torrente; pero uno cree ver por primera vez cómo están todas estas cosas colocadas en relación al suelo que las sostiene.

Y de esta nueva contemplación habían surgido las palabras que la habían liberado de los pensamientos amargos que alimentaba contra Erlend y de su ansiedad por el alma del marido.

«Jamás había deseado mal a nadie, y Dios lo sabía desde siempre».

Por fin Él había visto los pecados, los pesares, el amor y el odio en el corazón de Cristina, así como, desde una elevada cumbre, se ven las ricas mansiones y las pobres chozas, los campos ricos de cosechas y los yermos abandonados. Había bajado hacia sus criaturas y sus pies habían recorrido el país de los hombres. Había franqueado los umbrales de castillos y cabañas, había reunido los pecados de los ricos y de los pobres y se los había llevado con él hasta la cruz.

—No os llevéis mi felicidad y mi dicha, sino mis pecados y mis sufrimientos, ¡oh mi buen Señor! —rezó levantando los ojos hacia el Crucificado alzado a gran altura debajo de la bóveda.

Cuando el sol matutino encendió los cristales del fondo del coro, y deslumbrantes piedras preciosas, rojas, doradas, verdes y azules hicieron palidecer los cirios del altar y el brillo de la custodia de oro, Cristina oyó la última víspera… y la primera misa.

Sabía que la lectura que acompañaba esta celebración tenía relación con las curaciones que Dios había permitido efectuar a su siervo y caballero Olav Haraldssoen.

Cristina levantó la criatura enferma hacia la luz y rezó por ella.

Le castañeaban los dientes después de aquella larga estancia en la iglesia fría, y se sentía agotada por el ayuno. El olor a muchedumbre y el repugnante olor de los enfermos y pobres se mezclaba con el humo de los cirios y convertía en bochornosa e irrespirable la atmósfera que rodeaba a aquella multitud orando sobre la piedra fría en la mañana glacial.

Una campesina gorda, amable y alegre, sentada sobre una piel de oso, con las piernas paralizadas cubiertas por otra piel, y que había podido dormitar un poco apoyada en el pie de una columna, detrás de Cristina, se despertó y atrajo la cabeza abatida de su vecina sobre sus amplias rodillas:

—Descansa, hermana, estoy segura de que lo necesitas.

Cristina se durmió sobre el regazo de aquella mujer desconocida y tuvo un sueño.

Traspasaba el umbral de la sala vieja, la del hogar, de su casa paterna. Era joven y aún no estaba casada. Su gruesa trenza de color castaño le colgaba por la espalda. Erlend la acompañaba. Se erguía después de haberse agachado para pasar bajo el dintel de la puerta y entrar antes que ella.

El padre de Cristina estaba sentado al lado del hogar colocando puntas de flecha. Sobre las rodillas tenía un montón de cuerdas de tripa y, a su lado, sobre el banco, las puntas de flecha y las flechas ya terminadas.

En el momento en que Erlend entraba con Cristina, el padre se inclinaba sobre las brasas y se disponía a coger una pequeña margarita de hierro, de tres pies, que utilizaba siempre para derretir la resina. Pero esta vez retiró vivamente la mano, la sacudió en el aire y se metió los dedos chamuscados en la boca; los chupó mientras dirigía una sonrisa en dirección a Erlend y a Cristina.

Cristina despertó con el rostro bañado en lágrimas.

Permaneció de rodillas durante el oficio que el arzobispo celebraba ante el altar mayor.

Nubes de incienso desplegaban sus volutas bajo la nave llena de gente donde ahora se mezclaban la luz irisada del día y la de los cirios. El humo sano y balsámico del incienso se extendía y dominaba el mal olor de la miseria y la enfermedad.

Pero Cristina se sentía vinculada a esos indigentes, a esos desgraciados cubiertos de llagas, en medio de los cuales Dios la había colocado, y con el corazón rebosante de amor fraternal rezó por aquellos que eran pobres como ella y que sufrían como ella había sufrido.

—Me levantaré e iré hacia mi padre.