4

Una mañana de verano del año siguiente, Cristina se encontraba en la galería de la vieja casa de Lavrans, ocupada en poner en orden sus arcas, cuando oyó ruido de cascos en el patio. Se asomó a través de los delgados barrotes de la galería para ver lo que ocurría. Uno de los mozos traía dos caballos, y Gaute apareció en la puerta con su hijo sentado sobre los hombros. La carita clara se alzaba sobre la cabellera dorada del padre y Gaute sujetaba al niño por las manitas cruzadas bajo su barbilla.

Luego entregó el niño a una sirvienta que atravesaba el patio y montó a caballo. Pero al ver que Erlend gritaba y alargaba los brazos a su padre, Gaute lo cogió y lo sentó ante él en el arzón de la silla. En el mismo instante, Jofrid salió de la casa principal.

—¿Te llevas a Erlend, Gaute? ¿A dónde vas?

Gaute contestó que iba al molino, porque la crecida del río lo podría arrastrar.

—¡Estás loco! —y le quitó el niño; Gaute se echó a reír.

—Sí —contestó riendo la joven—. Te llevas al pobrecito a dondequiera que vas. Te falta poco para que imites al lince: te comerías a tu pequeño antes de dejárselo a nadie.

Con la manita de Erlend en la suya, Jofrid le hizo decir adiós a su padre, que salía del patio; luego, dejó al niño sobre la hierba y se inclinó un momento sobre él para hablarle antes de entrar de nuevo en el almacén de provisiones.

Cristina se quedó contemplando a su nieto, tan precioso con su traje rojo bajo el sol de la mañana.

El chiquillo bailoteaba, con los ojos bajos. De pronto vio un montón de virutas y no tardó en tirarlas al aire. Cristina se echó a reír.

Tenía un año y tres meses y, según opinión de sus padres, era más listo que otros de su edad. Todo porque sabía andar y correr y decía alguna palabra. El niño se fue hacia el arroyo que corría por un extremo del patio. Este arroyuelo crecía cuando había llovido en la montaña. Cristina corrió hacia el niño y lo cogió en brazos.

—No, no; eso, no. Tu madre se enfadará si te mojas.

El niño hizo una mueca. Se preguntaba si debía ponerse a gritar porque no le dejaban chapotear en el arroyo, o resignarse. Mojarse equivalía para él a un pecado mortal. Jofrid era severa en ese aspecto…

¡Qué bueno parecía! Cristina lo besó, volvió a dejarlo en el suelo y regresó a la galería. Pero su trabajo no avanzaba, no hacía sino mirar lo que ocurría en el patio.

El sol de la mañana volcaba su luz sobre los tres pabellones que Cristina tenía delante. Le parecía que jamás se había fijado en aquellas hermosas casas con sus galerías de balaustres y sus ricas esculturas. La veleta dorada del tejado de la granja nueva se destacaba sobre la niebla azul de las montañas del fondo.

Aquel año, después de un principio de verano húmedo, la hierba de los tejados deslumbraba por su frescura.

Cristina suspiró y, tras una ojeada al pequeño Erlend, volvió a sus arcas.

De pronto un grito de niño rasgó el silencio. La abuela tiró todo lo que tenía en la mano y corrió hacia fuera.

Erlend gritaba, mientras sus ojos iban de su dedito a una avispa medio muerta tirada en el suelo, y volvían a mirar el dedo.

Cuando Cristina lo levantó y lo consoló, se echó a llorar con más fuerza. Y cuando, entre exclamaciones de compasión y de ternura, le puso tierra mojada y una hoja verde y jugosa sobre la picadura, la desesperación del pequeño fue espantosa.

Mientras lo mecía y lo calmaba se lo llevó a la sala, pero él siguió gritando como si lo degollasen. De pronto paró en seco sus berridos al reconocer la caja y la cuchara de cuerno que su abuela había cogido de la estantería. Cristina mojó dos trocitos de pan en miel y dio uno a Erlend sin dejar de hablarle y frotar su mejilla contra la nuca rubia donde los cabellos se rizaban ligeramente. El niño se había estropeado el cabello restregándose contra las almohadas de la cuna…

Erlend olvidó su pena; levantó su carita hacia Cristina, a la que intentó acariciar con sus manos pegajosas.

Cuando estaban en pleno juego, entró Jofrid:

—¿Habéis cogido al niño? No valía la pena, sólo había ido al granero.

Cristina le contó lo ocurrido.

—¿No le has oído gritar?

Jofrid dio las gracias a su suegra.

—No queremos molestaros más —y cogiendo al niño, que ahora le tendía los brazos para irse con ella, salió.

Después de guardar el bote de la miel, Cristina permaneció sentada sin hacer nada. Las arcas de la galería podían esperar a que Ingrid tuviera tiempo de ocuparse de ellas.

Se había convenido que Cristina se llevaría a Frida Stykaarsdatter para servirla cuando ella se instalara en la casa de los viejos. Pero Frida se casó con uno de los criados que habían acompañado a Helge Duk…, un muchacho que podía haber sido su hijo.

—En nuestro país estamos acostumbrados a que nuestros inferiores obedezcan a los amos, cuando estos les piden algo —había explicado Jofrid a Cristina, a la que sorprendía este matrimonio.

—Y aquí —contestóle Cristina—, los humildes no están acostumbrados a escucharnos más que cuando nos mostramos razonables; siguen nuestros criterios cuando les favorecen a ellos, así como a nosotros; ¡es un consejo que te doy, Jofrid; trata de recordarlo!

—Lo que dice mi madre es cierto, Jofrid —añadió Gaute con expresión indecisa.

Mucho antes de que se hubiesen casado, Cristina se había dado cuenta de que Gaute temía llevar la contraria a Jofrid, y ahora era el marido más sumiso de la tierra. La suegra reconocía que en muchos aspectos Gaute tenía razón escuchando a su mujer. Jofrid poseía buen sentido, era capaz y activa, mucho más que la mayoría de las recién casadas. No se había mostrado más ligera que Cristina en su tiempo; Cristina también había pisoteado su deber filial y tenido en poco su honor, puesto que de otro modo no hubiera podido conseguir al hombre que deseaba.

Tan pronto hubo logrado hacer triunfar su voluntad, se había vuelto una mujer perfectamente honrada y fiel.

Que Jofrid amaba a su marido con todo su corazón era evidente; estaba orgullosa de la belleza de Gaute y de su noble estirpe. Las hermanas de Jofrid, casadas con hombres ricos, no podían mirar a sus maridos más que de noche, y aún si no había luna… ¡En cuanto a hablar de los antepasados de sus maridos…!

La joven velaba celosamente por el honor y la prosperidad de su esposo; en casa lo mimaba cuanto podía. Pero si Gaute se permitía una opinión distinta de la de su mujer, incluso en las cosas pequeñas, el rostro de Jofrid tomaba una expresión tal que Gaute se turbaba, titubeaba… Luego le reñía secamente.

No obstante, al ver el aspecto feliz de Gaute, era indudable que el matrimonio vivía en armonía. Gaute amaba a su mujer. Ambos estaban orgullosos de su hijo, al que adoraban.

Todo habría sido perfecto si Jofrid Helgesdatter no hubiera sido…, pues sí, tan tacaña. Era imposible no darse cuenta. Cristina no se quejaba de su despotismo; desde la siega del primer otoño después de su boda, Cristina había adivinado que la gente estaba descontenta. Aunque nadie había dicho nada, la antigua ama lo sabía perfectamente.

En tiempos de Cristina, ocurría que a veces el servicio tenía que comer arenques rancios, tocino amarillento y estropajoso como madera resinosa, o bien carne pasada. Pero todos sabían que el ama les compensaría por todo aquello con algo delicioso en cualquier otra comida. Por ejemplo, les daba gachas con tocino, queso fresco y buena cerveza como suplemento.

Y cuando salían a la mesa alimentos que sabían mal, todos comprendían que eran las sobras de las bodegas desbordantes de Cristina; la abundancia de Joerungaard se volcaba en todo el país cuando la gente estaba necesitada.

Ahora, nadie podía estar seguro de la rapidez con que Jofrid distribuiría sus provisiones a los pobres en caso de hambre. Esto era lo que entristecía a la suegra; el honor del señorío y del amo quedaba disminuido a sus ojos.

Tuvo que notar también que su nuera sólo se preocupaba del bienestar de los suyos. A partir de San Bartolomé sólo se entregaron a Cristina dos carneros de los cuatro que se le debían.

El verano anterior, la peste había diezmado el ganado lanar que poseía en la montaña… No obstante, Cristina encontraba vergonzoso regatear dos corderos en una finca tan importante; pero se calló. Ocurrió lo mismo con la parte de Cristina en todo, tanto en la matanza de otoño como con el trigo, la harina, o el forraje de sus cuatro vacas y sus dos caballos de silla. O bien le daban poco, o bien mercancías de baja calidad.

Gaute lo lamentaba, estaba avergonzado de lo que veía muy bien; pero no se atrevía a intervenir y simulaba no darse cuenta de nada.

Él había tenido siempre la mano abierta, como todos los hijos de Erlend Nikulaussoen. La madre había calificado esto de prodigalidad en todos sus hijos menos en Gaute, porque era muy trabajador y tenía pocas necesidades personales. Con tal de poseer caballos excelentes, perros y algunos halcones, era feliz; no deseaba otra vida que la de los pequeños campesinos del valle.

En cambio, ofrecía generosa hospitalidad a todos los que venían a Joerungaard, y se mostraba generoso con los mendigos. En esto era un buen amo, según Cristina. Así debían ser, se decía, las personas de prestigio que viven de sus tierras en su país natal. Había que hacer fructificar los bienes, no malgastar; pero no había que escatimar economías cuando el amor de Dios y los pobres, o bien el deber de mantener el honor de su raza, exigían que se gastara la fortuna.

Jofrid tenía una marcada predilección por los amigos ricos y los parientes bien situados de Gaute. Y también era cierto que Gaute se mostraba menos dispuesto a doblegarse ante los deseos de su esposa en este punto que en los demás. Según decía Jofrid, Gaute trataba de permanecer fiel a sus antiguos compañeros de juventud, sus hermanos de libertinaje. Sobre este punto, Cristina se enteró de que su hijo había llevado una vida más desordenada de lo que se había imaginado. Después del matrimonio de Gaute, esos amigos no volvieron a Joerungaard sin ser invitados.

Hasta entonces, ningún pobre había implorado en vano la ayuda del amo, pero Gaute daba menos cuando Jofrid lo veía. A espaldas suyas hacía mucho más…, aunque, claro, nadie podía hacer gran cosa a espaldas de Jofrid. Cristina adivinaba también que Jofrid estaba celosa de ella. En la madre se había depositado la total confianza de su hijo desde el tiempo en que era su pobre «patito feo», que no conseguía ni vivir ni morir. Ahora veía la mala cara de Jofrid cuando Gaute iba a sentarse junto a su madre para pedirle consejo o rogarle que le contara historias del pasado.

Si el marido se quedaba demasiado rato con Cristina en la casa de los viejos, a Jofrid le faltaba tiempo para buscar algún pretexto con tal de ir ella también. Y sus celos no eran menos vivos cuando la abuela se ocupaba demasiado del pequeño Erlend…

En medio de la hierba corta y aplastada del patio crecían algunas plantas coriáceas de hojas oscuras. Y resulta que en los días soleados del verano, un tallo coronado de florecillas azul pálido había surgido de cada una de aquellas estrellas de hojas aplastadas sobre el suelo.

Cristina se decía que aquellas hojas viejas, heridas, aplastadas por los pies de personas y animales debían amar la tierna y clara flor nacida de su corazón como ella amaba también al hijo de su hijo.

El niño era para ella la vida de su vida y la carne de su carne, tanto como sus propios hijos, pero el sentimiento era aún más delicioso. Cuando lo sentaba sobre sus rodillas y cuando la madre la miraba con ojos de envidia y se lo arrebataba tan pronto como podía hacerlo, segura de su derecho, Cristina pensaba: «Tienen razón aquellos que explican la palabra de Dios, cuando nos dicen que la vida material está irremediablemente marcada por las desavenencias».

En este mundo, donde los seres sólo se unen y engendran nuevas generaciones bajo la atracción de las pasiones de la carne, el dolor y las decepciones son tan inevitables como las heladas otoñales. La vida y la muerte separan a los amigos, lo mismo que el invierno hace caer las hojas de los árboles.

Una noche, quince días antes de San Olav, un grupo de mendigos se presentó en Joerungaard pidiendo alojamiento por una noche. Cristina se hallaba en el pórtico de la casa de los viejos… su hogar ahora.

Oyó a Jofrid, que se adelantaba hacia los desgraciados y les decía que les daría comida, pero no albergue:

—Somos muchos, y mi suegra vive también en la granja: dispone de la mitad de la casa.

Entonces despertó la cólera en el corazón de la antigua señora. En Joerungaard nunca se había negado alojamiento a quienes lo solicitaban por una noche.

El sol poniente doraba ya las cimas. Cristina bajó corriendo a reunirse con Jofrid y los mendigos.

—Pueden dormir en mi cuarto, Jofrid, y también puedo darles de comer. En casa jamás hemos negado albergue a un hermano en Cristo cuando nos lo pide por el amor de Dios.

—Haced como queráis, madre —contestó Jofrid, que había enrojecido hasta la raíz del cabello.

Cuando Cristina se fijó en los mendigos estuvo a punto de arrepentirse de su proposición. No carecía de razón la joven al negar alojamiento a aquella gente.

Gaute y sus hombres estaban en los prados lejanos, en la zona del lago de Sil, y aquella noche no iban a regresar. Jofrid estaba sola en casa, con dos pobres siervos de mucha edad y unas criaturas, más Cristina y su sirvienta en la casa de los viejos. Cristina había visto a toda clase de gente entre los mendigos vagabundos, pero estos no le gustaban nada. Cuatro eran jóvenes y robustos, tres de ellos pelirrojos, con unos ojos de brillo salvaje; parecían hermanos. El cuarto de ellos, de nariz destrozada y desorejado, hablaba con acento extranjero.

También iban con ellos dos viejos: un hombre bajito y retorcido, con el rostro, el cabello y la barba verdosos de porquería y vejez, y el vientre indudablemente hinchado por alguna enfermedad. Andaba con muletas. Y una vieja con un pañuelo de cabeza mojado de sangre y de pus, cubierta de llagas en el cuello y las manos. Cristina se estremeció al pensar que aquella desgraciada podría acercarse a Erlend.

No obstante, a causa de los dos viejos, era una suerte que el grupo no se viera obligado a ir aquella noche hasta Hammeraas.

Los vagabundos se mostraban bastante tranquilos. El hombre desorejado intentó, es cierto, atrapar a Ingrid cuando esta ponía la mesa, pero Bjoern se levantó gruñendo. De cualquier forma todos ellos parecían agotados y sin ánimos. A las preguntas del ama contestaron que tenían mucha necesidad y que habían recibido pocas limosnas; tal vez tendrían más suerte en Nidaros. La mujer pareció contenta cuando Cristina le dio un cuerno de carnero lleno de un buen ungüento, hecho con la más pura grasa de cordero joven y orina de recién nacido, pero rechazó el ofrecimiento de Cristina de quitarle el pañuelo de la cabeza con ayuda de agua caliente y ponerle otro pañuelo limpio. Aceptó el lienzo. A pesar de todo, Cristina hizo que Ingrid, la joven sirvienta, se acostara con ella en su cama. Varias veces se oyó gruñir a Bjoern durante la noche, pero por lo demás hubo tranquilidad. Poco después de medianoche, el perro corrió hacia la puerta y ladró varias veces. Cristina oyó rumor de caballos en el patio. Era Gaute, que regresaba. Adivinó que Jofrid lo había mandado llamar.

Por la mañana, Cristina llenó generosamente las alforjas de los vagabundos. No bien estos hubieron traspasado la valla, vio a Gaute y Jofrid dirigirse hacia la casa.

Se sentó y tomó el huso; cuando sus hijos entraron los saludó amablemente y preguntó a Gaute qué tal estaba el heno. Jofrid hizo como si olfateara la atmósfera de la estancia; los huéspedes habían dejado tras ellos un olor acre y fuerte. Simuló no darse cuenta de nada. Gaute se agitaba y parecía que le costaba empezar a decir aquello por lo que habían venido. Entonces, Jofrid tomó la palabra:

—Hay una cosa, madre, sobre la que creo hemos de hablar. Ya veo que creéis que soy más avara de lo que convendría a la dueña de Joerungaard. Sé que lo pensáis así y que pensáis, también, que con ello menguo el honor de Gaute. No voy a hablar del miedo que sentí anoche ante la idea de hacer entrar a aquella banda de miserables estando sola en la granja, con el niño y algún criado… porque vi que vos misma compartíais mi miedo tan pronto visteis de cerca a esa gente. Pero hace tiempo que me doy cuenta de que me juzgáis tacaña respecto a la comida y para con los pobres. No lo soy, madre. Joerungaard ya no es el señorío de un guerrero del rey, de un hombre rico, como en tiempos de vuestros padres. Erais hija de personas acaudaladas, frecuentabais amigos ricos y poderosos, os casasteis con un hombre de fortuna y vuestro marido os introdujo en un mundo aún más poderoso y magnífico que aquel en que habíais sido educada. Nadie puede esperar de vos que, a vuestra edad, os deis cuenta de lo distinta que es la situación de Gaute. Carecía de herencia de su padre y se ve obligado a compartir con todos sus hermanos las riquezas heredadas del vuestro.

»Y no es que olvide que yo no traje gran cosa, excepto el niño y una deuda para con los míos… Las cosas pueden mejorar con el tiempo, pero debo rezar al Señor para que conceda a mi padre muchos días de vida…

»Gaute y yo somos jóvenes y no sabemos aún el número de hijos que traeremos al mundo… Creed, madre, que yo sólo obro en bien de mi marido y de mis hijos…

—Así lo creo, Jofrid. —La mirada que Cristina dirigió al rostro enrojecido de la joven era muy grave—. Nunca he dicho que no fueras una mujer capaz y una esposa buena y fiel para mi hijo. Pero es preciso que me dejes disponer de lo que es mío, según estoy acostumbrada. Lo has dicho tú: soy una mujer mayor y ya no voy a asimilar las nuevas ideas.

Los dos jóvenes vieron que la madre no tenía nada más que decirles y se despidieron rápidamente de ella.

Como siempre, en un primer momento Cristina se creyó obligada a dar la razón a Jofrid. Pero al recapacitar se dijo: «Realmente no se pueden comparar las limosnas de Gaute a las que hacía mi padre. Lavrans Bjoergulfssoen hacía ofrendas a la Iglesia por el descanso del alma de los pobres y forasteros que morían en el país, entregaba una dote a las jóvenes sin fortuna para que pudieran casarse, daba fiestas en Joerungaard en los aniversarios de sus santos preferidos y pagaba el viaje a los enfermos y pecadores que se iban en peregrinación a San Olav».

Aunque Gaute hubiera sido más rico de lo que era, no se habría impuesto semejantes obligaciones y gastos.

Gaute no pensaba más de lo necesario en sus cofres: su carácter era generoso y tenía buen corazón. Pero el padre de Cristina, lo sabía de siempre, respetaba a los pobres, a quienes ayudaba porque Jesucristo, al encarnarse en un cuerpo mortal, lo había hecho eligiendo la condición de pobre.

El padre había amado los trabajos pesados, estimaba que todo trabajo manual estaba ennoblecido por el hecho de que la Madre de Dios había querido ser mujer de un artesano e hilar ella misma para vivir y mantener a los suyos, aunque fuera hija de familia rica y descendiera de reyes y grandes sacerdotes del país de Judea.

Dos días más tarde, muy de mañana, Cristina entró en casa de sus hijos. Jofrid estaba a medio vestir y Gaute estaba aún acostado. Cristina iba vestida con un traje y un manto de estameña gris. Había colocado un sombrero de fieltro negro de ala ancha sobre su toca de lino y calzaba gruesos zapatos. Gaute enrojeció violentamente al ver a su madre con aquella ropa. Cristina le dijo que deseaba ir a Nidaros por la fiesta de San Olav y pidió a su hijo que cuidara de sus cosas durante su ausencia.

Gaute se apresuró a contestar que quería que se llevara sus caballos, así como un criado y una sirvienta. Pero hablaba como un hombre que está completamente desnudo en la cama, ante su madre, y, por consiguiente, que no tiene gran autoridad.

Cristina se compadeció por su turbación y se le ocurrió la idea de decir que había tenido un sueño:

—Y también quiero ver a tus hermanos. —Pero al decir aquellas palabras tuvo que volverse; hasta entonces no se había confesado que necesitaba un gran valor para ello y que temía ver a sus dos hijos mayores.

Gaute se empeñó en acompañar a su madre parte del camino. Mientras se vestía y comía algo, Cristina se sentó y se puso a hablar y reír con el pequeño Erlend. Parloteaba, recién despierto y juguetón.

Al marcharse abrazó a Jofrid, lo que hasta entonces no había hecho nunca. Todo el servicio de la casa estaba reunido en el patio. Ingrid había propagado la noticia de que el ama iba a Nidaros en peregrinación.

Cristina cogió el pesado bastón de punta de hierro, y como no quería ir a caballo, Gaute hizo pasar el caballo ante ellos y lo cargó con el saco.

Una vez llegaron a lo alto de la colina de la iglesia, Cristina se volvió para ver el señorío a sus pies. ¡Qué hermoso era en aquella mañana de sol, húmedo aún de rocío! El río brillaba, blanco. La gente todavía andaba por el patio; reconoció el traje claro y el pañuelo de Jofrid y al niño en sus brazos como una mancha roja.

Gaute vio cómo el rostro de su madre palidecía de emoción.

El camino subía hacia el bosque a la sombra de las montañas de Hamar; Cristina andaba ligera como una jovencita. Ni ella ni su hijo hablaron gran cosa. Cuando llevaban dos horas de marcha, llegaron al lugar en que el camino, girando hacia el norte, pasa por encima de Rosskampen. Todo el valle de los Dofrines se extendía a sus pies.

Entonces Cristina rogó a Gaute que no siguiera avanzando. Antes de separarse de él, quería descansar.

Allí abajo se veía el valle con la cinta clara del río y las propiedades como manchas verdes en el lindero del bosque. Más arriba, las turberas azuladas o amarillas por el liquen se destacaban sobre el gris de las peñas, entre las que resplandecían los glaciares.

La sombra de las nubes resbalaba sobre los grandes espacios, al norte; pero sobre las cumbres el cielo estaba despejado. Las cumbres, desprovistas de su capa de brumas, eran una sucesión de azules.

La nostalgia de Cristina iba tras las nubes blancas por el largo camino que la esperaba; pasaba rápida por encima de los valles, se internaba por los desfiladeros encerrados entre altas montañas y escalaba senderos abruptos que dominaban abismos.

Unos días más y se encontraría cruzando los bellos valles verdes de Trondhjem y seguiría el curso del río hasta el fiordo.

Estaba excitada por el recuerdo de aquel país tan familiar, a la orilla del mar, donde había vivido en los días de su juventud. Volvía a ver la noble figura de Erlend. Cambiando sin cesar de actitud y de aspecto, permanecía borrosa como una imagen que se refleja en las aguas.

Su última etapa sería Feginsbrekka y la cruz de mármol. Vería la ciudad en la desembocadura del río, entre el fiordo y el verde Strind, y sobre la pendiente la majestuosa iglesia blanca con sus altísimas torres, sus veletas doradas y la llama del ocaso iluminando el rosetón del centro de la fachada. Al fondo del fiordo, bajo las montañas azules de Frosta, el convento de Tautra, bajo y sombrío, parecía un lomo de ballena, y el campanario de su iglesia tenía el aspecto de un timón.

—¡Oh, mi Bjoergulf! ¡Oh, mi Naakkve!

Mirando a su espalda, Cristina veía todavía un poco de sus montañas natales. Estaban en la sombra, pero los ojos sagaces de Cristina reconocían el sendero de la cabaña, que se perdía hacia abajo. Distinguía también las cumbres grises; por encima del manto verde del bosque se encontraban los viejos pastos de altura de la gente de Sil.

Se oían los cuernos de caza en la montaña. El sonido moría, renacía, como si fueran niños entreteniéndose en soplar.

A lo lejos, unas vacas hacían tintinear sus cencerros; el río susurraba en sordina, y del bosque subía como un suspiro en el aire tibio de la mañana. En medio de aquel silencio, Cristina temblaba de emoción. Su deseo la empujaba hacia adelante, sus nostalgias la echaban para atrás. La acosaban unas imágenes confusas: sus ocupaciones diarias; se veía saltando con los pastores por el sendero que llevaba a la cabaña a través de los claros del bosque: una vaca se había perdido en la turbera. El sol brillaba… Una vez que permaneció inmóvil un instante, aguzando el oído, el propio sudor le quemó la piel.

Luego vio el patio, en un día de mal tiempo, preludio de la noche de invierno. Había abierto la puerta y el viento casi la derribó bajo el pórtico, dejándola sin aliento. De repente, surgían de la sombra dos masas informes, cubiertas de nieve, con abrigos de piel: Ivar y Skule regresaban a casa. Sus esquíes se hundían profundamente en la nieve que se solía amontonar en medio del patio cuando soplaba viento del norte. Entonces se formaban dos grandes placas resbaladizas, y de pronto Cristina no pudo evitar recordar con nostalgia y emoción aquellas manchas resbaladizas que ella y todos los de la granja habían maldecido cada invierno. Tenía la impresión de estar condenada a no verlas más.

Nostalgias y deseos desgarraban su corazón… iban de un lado a otro como oleadas de sangre, buscando su camino por todo el país donde había vivido, reuniéndose con sus hijos desperdigados por el mundo y con sus muertos bajo tierra.

Se preguntaba si no era que perdía el valor. Nunca se había sentido así. Entonces vio que Gaute la miraba fijamente. Sonrió al momento como para disculparse: era hora de que se despidieran y siguiera adelante. Sola.

Gaute llamó al caballo que había ido a pastar más allá, en el verde prado. Corrió tras el animal, y cuando volvió, se despidieron. Cristina llevaba ya su saco sobre el hombro. Su hijo había puesto el pie en el estribo. Pero aún se volvió y dio un paso hacia su madre:

—¡Madre…! —por un instante ella miró al fondo de sus ojos perplejos y avergonzados—. Madre, no habéis sido…, no habéis tenido ninguna satisfacción en este último año, madre. Jofrid tiene buena voluntad y siente gran respeto por vos. No obstante, debí haberle explicado mejor de lo que lo he hecho qué mujer sois y habéis sido siempre.

—¿Cómo se te ocurren esas cosas, Gaute, hijo mío? —la madre hablaba en tono tiernamente sorprendido—. Sé que yo no soy joven y se dice que los viejos no están nunca contentos con nada; pero tampoco he llegado a una edad en que no pueda comprenderos a ti y a tu mujer. Sentiría que Jofrid creyera que ha sido inútil todo lo que ha hecho por evitarme trabajos y preocupaciones.

»No pienses, hijo, que no sé apreciar las grandes cualidades de tu esposa y tu fiel amor filial; si no os lo he demostrado tanto como habría sido necesario, sé indulgente conmigo y recuerda que los viejos son así».

Gaute se quedó mirando a su madre con la boca abierta. De pronto se echó a llorar; sacudido por los sollozos, se apoyó en el caballo.

Pero Cristina se mantuvo firme, su voz no traicionó nada de lo que sentía: sólo expresó sorpresa y cariño maternal.

—Gaute, tú eres joven y siempre has sido mi niño mimado, como decía tu padre. Pero no has de tomarte las cosas así, ahora que eres todo un hombre y el amo de la casa… ¡Claro que si me fuese a Romaborg o a Jorsal…!, pero al hacer este viaje no corro ningún riesgo. Ten la seguridad de que encontraré compañeros de camino cuando llegue a Toftar, si no es mucho antes. Todas las mañanas, por esta época, pasan grupos de peregrinos.

—¡Madre, madre, perdonadnos que hayamos arrancado de vuestras manos toda autoridad, toda independencia, que os hayamos relegado a un rincón…!

Cristina inclinó la cabeza, sonriendo:

—Me temo que mis hijos creen que soy una mujer demasiado celosa de su poder.

Gaute se volvió hacia ella. Entonces ella tomó la mano de su hijo y apoyó la suya sobre el hombro del joven, suplicándole que no creyera que no les estaba agradecida a él y a Jofrid.

—¡Que Dios te acompañe, Gaute! —Luego le empujó hacia el caballo y le pegó, riendo, entre los hombros para que le trajera suerte.

Se le quedó mirando hasta que hubo desaparecido bajo las peñas. ¡Qué hermoso estaba sobre su caballo tordo!

Cristina experimentaba una rara sensación; veía los objetos exteriores con una claridad extraordinaria: el aire vibrante de luz, el perfume cálido del bosque de pinos, el roce de los pajaritos por entre las matas. Al mismo tiempo veía lo que ocurría en el fondo de su ser, como ocurre a veces cuando se es presa de fuerte calentura.

Veía una casa vacía, silenciosa, oscura y que olía a soledad. Veía una costa de la que el mar se había retirado muy lejos; sólo quedaban en la playa unas piedrecitas blancas, montones de algas oscuras, sin vida, y toda clase de restos arrojados por las olas…

Cristina se acomodó el saco con más comodidad, agarró el bastón e inició el descenso hacia el valle. Si no estaba destinada a ver de nuevo aquellos lugares, sería voluntad del Señor. No tenía nada que temer. Se santiguó y aceleró el paso, porque deseaba haber llegado al pie de la cuesta, donde el camino pasa ante las granjas.

Las casas de Haugen, encaramadas en el repecho de la montaña, sólo se veían desde ese punto del camino… El corazón de Cristina latió al recordarlo.

Tal como suponía, encontró gran número de peregrinos cuando al atardecer llegó a Toftar. Al día siguiente se unió a un pequeño grupo que se dirigía hacia la montaña.

Un sacerdote, su criado y dos mujeres: su madre y su hermana, todos ellos a caballo, no tardaron en adelantar al resto del grupo. A Cristina se le encogió el corazón al ver esa madre que cabalgaba entre sus dos hijos.

Entre sus compañeros había dos aldeanos viejos de la región de los Dofrines y dos hombres bastante jóvenes, obreros en Oslo; otro campesino con su hijo y su nuera, jovencísimos ambos.

Llevaban a Nidaros a la hija del matrimonio, una pequeña de unos dieciocho meses, y poseían un caballo, en el que montaban por turno. Estos tres procedían de una región, al sur del país, llamada Andabu. Cristina ignoraba su situación exacta. La primera noche pidió que le dejaran ver la niña, que lloraba y gemía sin parar. ¡Qué pena daba la pobrecilla, con su gran cabeza sin pelo y su cuerpecito desarticulado! No podía hablar ni mantenerse sentada. La madre hasta parecía avergonzarse de ella; cuando Cristina le pidió que le permitiera llevar un rato a la niña, se la entregaron en seguida.

La madre se alejó delante…, era una madre desnaturalizada. La verdad es que eran muy jóvenes ella y su marido… no tendrían aún dieciocho años. A lo mejor, estaba cansada de llevar en brazos a aquella criatura llorona.

El abuelo, hombre de edad indeterminada, feo, poco simpático y seco, se había empeñado en ir a Nidaros con la nietecita; debía de estar encariñado con ella.

Él, Cristina y dos franciscanos, cerraban la marcha. Estaba enfadada porque aquella gente de Andabu no ofrecía su caballo a los frailes para que montaran en él, pese a que era fácil ver que el más joven de los franciscanos estaba muy enfermo.

El otro, fray Arngrim, era un hombrecillo rechoncho, con una cara de luna llena, rojo y pecoso, ojos oscuros y vivos y una corona de cabello rojizo alrededor de la tonsura. Hablaba sin descanso de la pobreza en que vivían los hermanos descalzos de Skidan. La Orden acababa de adquirir una casa en aquella ciudad, pero por lo demás vivían en la máxima indigencia: apenas se podía atender a los gastos de los servicios divinos, y en cuanto a la iglesia, que debía ser construida por los frailes, no lo sería nunca. Fray Arngrim echaba la culpa de todo a las ricas monjas Gimsoey, que perseguían a los pobres frailes mendicantes con sus celos y animosidad, hasta el punto de haber intentado un proceso contra ellos. Se deshacía en invectivas contra las monjas.

A Cristina no le gustaba oír al fraile hablando de aquel modo, y sus comentarios sobre las elecciones no canónicas de la abadesa, y el sueño de las religiosas en sus rezos, sus conversaciones licenciosas en el refectorio, le parecían relatos poco dignos de crédito. Incluso llegó a decir abiertamente que a una de las monjas no se la tenía por casta…

Aparte de todo esto, el hermano Arngrim era un hombre bueno y servicial. Llevaba muchas veces a la niña enferma cuando pensaba que Cristina podía estar cansada, y cuando la pequeña lloraba muy fuerte corría con el hábito remangado, a través de los brezales; los enebros le arañaban las piernas desnudas y cubiertas de pelo, el barro de los charcos le salpicaba, pero él seguía corriendo, llamando a la madre, gritándole que la niña tenía sed. Luego volvía a toda prisa junto al hermano Torgils. Con él se mostraba tan afectuoso y lleno de atenciones como el mejor de los padres.

Era inútil pensar, llevando al fraile enfermo, en llegar a Hjerdkinn para pasar la noche. Los hombres de los Dofrines conocían una cabaña de piedra junto a un arroyo, un poco más al sur, en pleno campo, y los peregrinos decidieron ir.

La noche había refrescado. Cerca del agua el suelo era pantanoso, una niebla blanca se alzaba por encima de las turberas y los bosques de abedules chorreaban humedad. Al oeste de las vertientes rocosas flotaba una fina media luna, casi tan pálida y opaca como la misma atmósfera.

Torgils se detenía cada vez con más frecuencia. Tosía de un modo que daba pena oírlo. El hermano Arngrim lo sostenía durante los ataques de tos y le secaba el rostro y los labios con sus propias manos, que luego enseñaba a Cristina moviendo la cabeza: estaban rojas por la sangre que el otro escupía.

Encontraron la cabaña, pero en ruinas, y tuvieron que buscar un rincón abrigado para encender un fuego. Aquella pobre gente del sur ignoraba que la noche de la montaña fuera tan glacial. Cristina sacó de su saco el abrigo que Gaute la había obligado a llevarse porque era ligero y daba mucho calor: era de paño y estaba forrado de castor y había sido comprado a unos mercaderes. Cuando cubrió con él a fray Torgils, este murmuró en voz tan apagada, que apenas se le oía:

—La pequeña podría dormir conmigo.

Se la pusieron en brazos. La niña gemía, el fraile tosía, pero a intervalos conseguían dormir los dos.

Cristina veló una parte de la noche con uno de los hombres de los Dofrines y fray Arngrim para cuidar del fuego. La luz lívida se iba borrando del cielo. Muy cerca, se veía un lago de montaña, blanco y liso, apenas rizado de vez en cuando por los círculos que hacía un pez al despertarse. Bajo las rocas, el agua reflejaba grandes sombras negras. Bruscamente oyeron un grito estridente en aquel rincón oscuro. El fraile se estremeció y agarró a sus dos compañeros por los brazos. Cristina y el campesino supusieron que se trataba de algún animal; pero se desprendió una piedra que bajó rodando como si alguien anduviera por la cuesta pedregosa, y oyeron un nuevo grito. ¿No sería la llamada de una voz humana? El fraile recitó en voz alta: Jesus Kristus Soter, y Vicit leo de tribu Juda.

Entonces oyeron en la montaña el ruido de una puerta que se cerraba.

Despuntaba el alba, la vertiente opuesta y el bosquecillo de abedules salían de la sombra, cuando el otro aldeano de los Dofrines y los hombres de Oslo vinieron a relevarlos.

El último pensamiento de Cristina antes de dormirse fue que si hacían el viaje por pequeñas etapas, se vería obligada a mendigar su pan en las granjas tan pronto llegaran al valle de Gaul… porque, claro, no tenía más remedio que hacer un donativo a los frailes mendicantes al separarse de ellos.

Cuando los peregrinos, helados, se reunieron con fray Arngrim, que rezaba las oraciones matutinas, el sol estaba ya alto en el cielo y el viento de la mañana oscurecía el lago, rizándolo. Fray Torgils, sentado pero encogido y castañeteándole los dientes, intentaba contener la tos mientras murmuraba las oraciones al tiempo que su compañero.

A la vista de los dos hábitos iluminados por el sol, Cristina se acordó de que había soñado con fray Edvin; lo que no podía recordar era qué era lo que había soñado. Se arrodilló ante los frailes, les besó las manos y les rogó que dieran su bendición al grupo de viajeros.

Los demás habían adivinado, al ver el abrigo forrado de castor, que Cristina no era de condición humilde. Y cuando les contó que había cruzado dos veces el camino real para atravesar las montañas Dofrines pasó a ser, para ellos, como una guía. A lo más que habían llegado los aldeanos de la región era a Hjerdkinn, y los habitantes de Vik no conocían nada de aquellos andurriales.

Llegaron a Hjerdkinn para las vísperas y, después de la celebración en la capilla, Cristina fue a pasear sola por la montaña. Quería ver si daba con el sendero que había seguido con su padre y el arroyo junto al que se habían detenido. No los encontró, pero creyó reconocer el pico sobre el que se había subido cuando él emprendió el regreso para seguirlo con la vista. Por lo menos las dos crestas, pasado el valle, tenían un aspecto muy parecido…

Se arrodilló en medio de los arándanos. Caía la noche de principio de invierno, las colinas de flancos cubiertos de abedules, las rocas grises y las turberas oscuras se fundían en un gris uniforme, pero por encima de la amplia extensión de las montañas, el cielo vespertino extendía sus claras profundidades. Su reflejo decoloraba los charcos de agua oscura y el último destello del día se quebraba, palidecía en un arroyo de la montaña que discurría con un murmullo inquieto sobre las piedras, hasta perderse en la arena clara de un pantano.

Nuevamente, Cristina se sintió presa de aquellas visiones que parecían provocadas por el delirio de la fiebre. El arroyo no era sino una imagen de su propia vida. También ella había corrido sin tregua ni descanso a través de los espacios desiertos de aquel mundo; se había rebelado contra todos los obstáculos que se cruzaban en su camino; la claridad divina sólo se reflejaba, pálida y hecha pedazos, en su vida. No obstante, sentía oscuramente que por sus angustias, sus preocupaciones, su amor…, todas las veces que el fruto del pecado se trocaba en dolor, su alma obstinada y ligada a la tierra conseguía coger un rayo de luz celeste.

—Dios te salve, María, llena de gracia, bendita entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús, que derramó su sangre por nuestros pecados…

Mientras repetía las cinco aves en conmemoración del misterio doloroso de la salvación, adivinó que era su pena la que la conducía a buscar un refugio bajo el manto de la Madre de Dios. Sí, su dolor por los hijos que había perdido…, su dolor cada vez más pesado a medida que la desgracia se cebaba en sus hijos, sin que ella pudiera hacer nada por protegerlos. Y María, la pureza perfecta, la humildad perfecta, la obediencia perfecta a la voluntad del Padre, había sufrido más que todas las demás madres. Y su caridad la hacía inclinarse sobre el pálido y débil reflejo de sus dolores en el corazón de una pecadora, un corazón consumido por la pasión devastadora y por todos los pecados que forman parte de la naturaleza del amor: la obstinación, la desobediencia, el rencor, el amor propio, el orgullo…, pero, a pesar de todo, un corazón de madre. Cristina hundió el rostro en sus manos. Por un instante creyó que no iba a poder soportar separarse de todos sus hijos.

Entonces dijo un padrenuestro. Se acordó de su despedida de su padre en aquel mismo lugar —¡hacía tantos años de aquello!—. Y de su despedida de Gaute, dos días antes.

Sus hijos la habían ofendido con ligereza infantil; pero aunque lo hubieran hecho a sabiendas, tal como ella había ofendido a su padre, nada habría cambiado en su corazón con respecto a ellos. ¡Es tan fácil perdonar a los hijos!

Gloria Patri et Filii et Spiritu Sancto —recitó besando el crucifijo que años atrás le había regalado su padre. Lo besaba con humildad y agradecimiento. A pesar de todo, a pesar de su tremenda obstinación, su corazón inquieto había terminado por distinguir una tenue luz del amor que en el alma de su padre había visto resplandeciendo claro y plácido, como el cielo luminoso que se reflejaba, a lo lejos, sobre el gran lago.

A la mañana siguiente amaneció un día gris, soplaba un viento frío y todo se perdía en la bruma y los chubascos. Cristina no se atrevía a avanzar más lejos llevando a la niña enferma y al hermano Torgils. Pero el fraile era el más impaciente de todos. ¿Temía, acaso morir antes de llegar a Nidaros? Volvieron, pues, a emprender la marcha; por momentos la niebla estaba tan espesa que Cristina tuvo miedo de ir por el camino del precipicio adosado a la vertiente rocosa que, según recordaba, bajaba hacia la posada de Drivdalen. Llegados a lo alto de la cuesta, encendieron una hoguera y se instalaron para pasar allí la noche.

Después de las oraciones de la noche, fray Arngrim contó la hermosa leyenda de una embarcación que se había salvado en el mar gracias a las oraciones que una abadesa dirigió a la Virgen María. La Virgen hizo que saliera la estrella matutina sobre el mar.

El fraile parecía sentir simpatía por Cristina. Mientras sentada junto al fuego mecía a la niña para que los demás pudieran dormir, se le acercó y empezó a hablarle en voz baja. Le contó que él era hijo de un pobre pescador. Tenía catorce años cuando, en una noche de diciembre, el mar le había arrebatado a su padre y a un hermano; a él lo había salvado otra barca.

Creyó ver en aquel desastre una señal del cielo. Desde entonces tomó miedo a las olas. Así fue como se le ocurrió hacerse fraile. Pero había tenido que permanecer aún tres años junto a su madre; conocieron la miseria y el hambre y siguió teniéndole miedo al mar.

En aquel entonces su hermana se había casado y el marido compró su parte en el negocio de la pesca. Así le fue posible poder entrar en el convento de frailes menores de Tunsberg.

Al principio se burlaron de su modesta condición, pero el superior era un hombre bueno y lo tomó bajo su protección. Y desde que el hermano Torgils Olavssoen había llegado al convento, los frailes mostraban mayor piedad y se entendían mejor entre ellos, porque Torgils era muy piadoso y muy paciente, a pesar de proceder de mejor familia que los demás. Procedía, en efecto, de una familia rica, campesinos en Skidan, y desde la enfermedad de fray Torgils, todo volvía a andar mal. El hermano Arngrim dio a entender a Cristina que le sorprendía que Jesucristo y la Virgen hicieran andar a sus frailes por un camino tan pedregoso.

—Ellos eligieron también la pobreza para su vida terrena —contestó Cristina.

—Es fácil para ti decir algo así, tú seguramente eres una mujer rica —exclamó el fraile, enfadado—. Sin duda, no has sabido en tu vida lo que es pasar hambre.

Y Cristina se vio obligada a reconocer que aquello era cierto.

Fray Torgils pudo hacer la mayor parte del trayecto a caballo o en carro cuando atravesaron los valles de Up y de Skona, pero su estado iba empeorando y cada vez estaba más débil. Los compañeros de Cristina cambiaban sin cesar; mientras unos se despedían, nuevos peregrinos los remplazaban. Cuando llegaron cerca de Staurin, ninguno de los que había cruzado con ella la montaña estaba allí, excepto los dos frailes.

Por la mañana, fray Arngrim fue a buscarla llorando. El hermano Torgils había tenido un fuerte vómito de sangre durante la noche y no iba a poder continuar el camino. Llegarían demasiado tarde a Nidaros y no verían la fiesta.

Cristina dio las gracias a los frailes por su compañía, por su dirección espiritual y su ayuda durante el viaje. Fray Arngrim pareció sorprendido por la riqueza del donativo de despedida de Cristina, pues su rostro se iluminó. También ella iba a recibir un regalo. El fraile sacó de su bolsa una hermosa oración escrita sobre pergamino. Al final habían añadido todos los nombres de Dios; un espacio en blanco estaba destinado a que se escribiera en él el nombre del penitente. Cristina pensó que no era probable que el fraile conociera su vida, ni con quién había estado casada, cómo era su marido, si le daba su nombre de soltera; sin embargo, le rogó que escribiera sencillamente: Cristina, viuda.

Al bajar hacia el valle del Gaul, tomó el sendero que discurría apartado de los lugares habitados; se decía que si encontraba a la gente de las grandes granjas podría ser que alguien reconociera en ella a la antigua señora de Husaby, y no sabía explicarse por qué razón quería, a cualquier precio, evitar ser reconocida. A la mañana siguiente pasó a través del bosque, cruzando colinas, para ir a la pequeña iglesia de Vatsfjeld, dedicada a San Juan Bautista, pero que los jóvenes del país llamaban de san Edvin.

La capilla se alzaba en un claro, en mitad del espeso bosque. Se reflejaba, lo mismo que la montaña que le servía de fondo, en un estanque donde nacía un agua milagrosa. Una gran cruz de madera se alzaba al lado del manantial y a su alrededor se veían gran cantidad de bastones y muletas y, entre las matas, restos de viejos vendajes.

La iglesia estaba rodeada por un pequeño cercado cuya puerta estaba cerrada. Cristina se arrodilló en la parte exterior de la cerca y pensó en la época en que, vestida de seda y rodeada de hombres y mujeres en traje de ceremonia, había estado sentada en aquella capilla sosteniendo a Gaute sobre sus rodillas. Sira Eiliv, de pie a su lado, daba la mano a Bjoergulf y a Naakkve. Los criados y sirvientas estaban mezclados con la multitud que permanecía fuera.

Entonces había rezado devotamente para que aquel niño miserable fuera dotado de inteligencia y salud. No pedía nada más a Nuestro Señor, ni siquiera que se dignara aliviarle aquellos dolores en la espalda que tanto la hacían sufrir desde el nacimiento de los gemelos.

Y volvía a ver a Gaute tan guapo y arrogante sobre su caballo tordo. Y ella, ¿qué? Pocas mujeres de su edad, tan cerca de los cincuenta, disfrutaban de una salud como la suya…, bien lo había comprobado durante el viaje a través de las montañas.

—Señor, dame solamente esto y aquello, aquello otro también, y te daré las gracias y no volveré a pedirte nada más.

Sin duda, no había pedido nunca a Dios otra cosa sino que la dejara hacer su voluntad y había obtenido siempre, o casi siempre, lo que quería.

Y allí estaba, con el corazón destrozado, no porque hubiera pecado contra Nuestro Señor, sino porque estaba disgustada por no haber podido salirse con la suya al final.

No había acudido a Dios con su corona, ni con su pecado, ni con su pena; no se había acercado a Él mientras el mundo podía ofrecerle todavía un poco de dulzura para mezclar a su copa de hiel.

Pero ahora estaba allí; ahora sabía que el mundo es como una taberna: aquel que no tiene nada más para gastar, es arrojado a la calle. Su resolución no le proporcionaba ninguna alegría, sino que le parecía que no la había tomado ella. Los pobres que habían ido a su casa, llegaron para echarla. Una voluntad ajena a la suya la había colocado en medio de los pobres y de los enfermos, ordenándole que los siguiera lejos del hogar donde ella había reinado como dueña y señora.

Se había doblegado a las circunstancias y estas a su voluntad, había tenido la suerte que había elegido, pero sus hijos no podían ser según sus deseos: eran tal como Dios los había hecho. Su carácter determinaba sus actos. Contra aquel carácter, Cristina no se veía con fuerzas para luchar.

Gaute se mostraba buen amo, buen marido, padre abnegado, capaz y hombre de honor como la mayoría de las personas. Pero no poseía las cualidades propias de un jefe; ni siguiera estaba en su naturaleza aspirar a las cosas que su madre había deseado para él. No obstante, quería lo bastante a Cristina para entristecerse pensando que ella había esperado que fuera distinto de lo que era.

Por ello, Cristina quería mendigar, a partir de ahora, su alojamiento y alimentos, aunque sufriera en su orgullo porque su pobreza no le permitía tener ya nada que ofrecer. Era necesario llegar a aquello.

El bosque de abetos, que parecía absorber la luz del sol, susurraba. La pequeña iglesia silenciosa y cerrada olía a alquitrán. Cristina hubiera querido encontrarse cerca de aquel fraile, muerto ya, que la había tomado de la mano para conducirla a la luz del amor de Dios, cuando era aún una niña inconsciente. Siempre le había dado la mano cuando la veía perderse por los senderos del error. La había ayudado mientras vivía en la tierra… desde entonces…

De pronto recordó, como si cobrara vida, el sueño que había tenido en la montaña, dos días atrás.

Estaba en el patio bañado de sol de una gran mansión. El hermano Edvin salía de la sala y se acercaba a ella. Venía con las manos llenas de pan. Y cuando llegó a la altura de Cristina cortó un gran pedazo y se lo dio. Ella comprendió que hubiera tenido que pedir limosna, tal y como lo habían pensado, al llegar al país; pero resulta que el hermano Edvin quería acompañarla y ambos se iban juntos a pedir que les hicieran caridad.

Al mismo tiempo, Cristina sabía que su sueño tenía un doble sentido: la mansión no era sólo parte de un gran señorío, sino que era también un lugar sagrado, y fray Edvin estaba entre sus habitantes. El pan que acababa de darle, no era verdaderamente pan sin levadura, como parecía. Era la sagrada hostia… panis angelorum. Había recibido de manos del fraile el alimento de los ángeles, y él había recibido su juramento.