3

Cristina reconocía espontáneamente que Jofrid tenía muy buenas manos. Si las cosas se solucionaban, Gaute podría decir que había tenido suerte; tendría una mujer tan activa y capaz, como bonita y rica. Ni la propia Cristina hubiera podido encontrar una mejor y más hacendosa para sucederla en Joerungaard, aunque hubiera buscado por toda Noruega.

Un día manifestó su determinación —y más tarde no podía explicarse cómo había salido de su boca algo así— de instalarse con Lavrans en la casa de los viejos y entregar las llaves a Jofrid Helgesdatter tan pronto esta fuera la esposa legítima de Gaute.

Posteriormente pensó que debería haber medido más sus palabras. Más de una vez, había hablado a Jofrid con precipitación.

Jofrid por otra parte no se encontraba bien. Cristina lo había sospechado desde que la muchacha llegó a Joerungaard. La madre recordaba su primer invierno en Husaby. Estaba casada, su padre y su marido estaban ya unidos por lazos de familia… y ¿cuál iba a ser la repercusión del golpe que asestaría a aquella amistad el descubrimiento del desliz? La vergüenza y el resentimiento la habían hecho sufrir, y en su corazón, había odiado a Erlend.

En aquella época tenía diecinueve años cumplidos. Jofrid contaba a penas diecisiete; arrancada de su casa por la violencia, vivía en Joerungaard entre extraños, con un hijo de Gaute en sus entrañas. Cristina se veía obligada a reconocer que Jofrid se mostraba más enérgica y valiente que ella. Pero Jofrid no había ofendido la santidad del claustro, ni había hecho traición a una promesa, ni roto un compromiso; no había engañado, ni robado el honor de sus padres a espaldas suyas. Aquellos jóvenes no tenían la conciencia tan negra como Cristina, aunque hubieran pecado contra la ley del país, la obediencia y las buenas costumbres.

Cristina rezaba mucho por el feliz desenlace de la loca aventura de Gaute y se tranquilizaba diciéndose que Dios no podía enviar a Gaute y a Jofrid un castigo más cruel que el que había afligido a ella y su marido. Ellos se habían casado, y el hijo de su pecado nació heredero legítimo de todo.

Ni Gaute ni Jofrid mencionaban jamás el estado de la joven, y Cristina no quería abordar el tema, a pesar de que sentía grandes deseos de hablar con aquella criatura inexperta. Jofrid hubiera debido cuidarse, descansar por la mañana en lugar de levantarse antes que nadie en la granja. Cristina se daba cuenta de que su nuera deseaba trabajar más que la propia ama.

Como Jofrid era de ese tipo de personas a quienes gustaba inspirar lástima a los demás, lo que Cristina procuraba hacer era evitarle, en secreto, el trabajo más penoso y tratarla cuando estaban juntas, y también delante del servicio, como si fuera legalmente la joven señora de la propiedad.

Frida estaba furiosa por tener que ceder el sitio al lado de Cristina a la «amancebada» de Gaute. Calificó a Jofrid con este calificativo despectivo un día en que estaba con Cristina en la cocina. Por primera vez, Cristina pegó a su sirvienta.

—¡Cómo puedes hablar así precisamente tú, perra vieja, que persigues a los hombres!

Frida se secó la sangre que salía de su nariz y de su boca y dijo:

—¿No tendríais que ser mejores, vosotras, hijas de señores, que nosotras, hijas de pobres? Sabéis que os han dispuesto un lecho nupcial adornado con cobertores de seda. Y sois vosotras las que andáis detrás de los hombres cuando, sin poder esperar, os metéis por el bosque con jovenzuelos y traéis bastardos al mundo. Vaya, vaya…

—Cállate, ve a lavarte; la sangre cae en la mesa —observó plácidamente el ama.

En la puerta, Frida tropezó con Jofrid. Cristina vio por la expresión de la joven que esta había oído cómo la había llamado la sirvienta.

—La pobre no sabe lo que dice —la disculpó Cristina— y no puedo despedirla; no tiene a dónde ir.

Jofrid sonrió con sorna y Cristina se apresuró a añadir:

—Crio a dos de mis hijos.

—Pero no a Gaute —replicó a Jofrid—. Y bien nos lo hace sentir a los dos. ¿No podrías casarla?

Cristina no pudo contener la risa.

—No creas que no lo he intentado. Pero las cosas iban bien hasta el momento en que el hombre venía a hablar con la que iba a ser su esposa…

Cristina deseaba aprovechar esta ocasión para hablar con Jofrid y darle a entender que en Joerungaard sólo encontraría una acogida maternal. Pero Jofrid parecía estar de mal humor.

Todos empezaban a notar que soportaba algo más que su propio peso. Una noche en que había que limpiar las plumas para unos nuevos colchones, Cristina le aconsejó que se anudara un pañuelo sobre el cabello para evitar que se le llenara de plumón. Jofrid cogió un pañuelo.

—Esto es más propio para mí que ir con el cabello descubierto —observó sonriendo.

—¡Quizás! —contestó Cristina secamente.

No comprendía cómo Jofrid podía tomar a broma una cosa así. Unos días más tarde, al entrar en la cocina, vio que Jofrid limpiaba unos gallos salvajes. Tenía los brazos manchados de sangre. Asustada, Cristina se la llevó aparte:

—Pequeña, no debes tocar sangre en tus circunstancias, ¿es que no lo sabes…?

—Oh, ¿hacéis caso a todo lo que cuentan las viejas? —preguntó Jofrid con extrañeza.

Entonces Cristina le contó lo de las marcas de fuego que Naakkve tenía en el pecho. Lo hizo a propósito para que Jofrid comprendiera que aún no estaba casada cuando vio arder la iglesia.

—¿Lo esperabas de mí? —le preguntó en voz baja.

—Sí, Gaute me lo ha contado todo. Vuestro padre os había prometido a Simón Andressoen, pero os escapasteis con Erlend Nikulaussoen a casa de su tía, y Lavrans no tuvo más remedio que consentir en vuestro matrimonio.

—No es precisamente así: no nos escapamos. Simón me liberó del juramento tan pronto le dije que prefería a Erlend, y entonces mi padre dijo que sí, aunque de mala gana. Puso mi mano en la de Erlend. Estuve prometida un año. ¿No crees, pues, que es peor que lo que tú creías? —añadió al ver la cara asustada de Jofrid.

Jofrid quitó con el cuchillo la sangre que manchaba su brazo blanco.

—Sí —dijo con voz firme y baja—; yo no hubiera arriesgado mi reputación y mi honor de no haber sido absolutamente necesario. No se lo diré a Gaute. Cree que su padre os raptó, ya que no podía conseguiros de otro modo.

«Tiene razón», pensó Cristina.

Como Cristina pensaba siempre en el porvenir de Gaute, creyó que lo más honrado sería que Gaute enviara un mensaje a Helge de Hovland, poniendo su suerte en sus manos y rogándole que le diera a Jofrid por esposa, en las condiciones que Helge quisiera imponer. Cuando habló de ello con Gaute, este pareció asombrado y rehusó contestar. Más tarde preguntó airado a su madre si se encargaría ella de mandar una carta en pleno invierno y por la montaña.

—No, pero Sira Dag podría enviar una carta a Neset; al otro lado de la costa los sacerdotes consiguen siempre asegurar el envío de cartas, hasta en invierno.

Gaute objetó que resultaría muy caro.

—¿Es que no es tu mujer la que te va a dar un hijo en primavera? —exclamó Cristina indignada.

—En todo caso las cosas no se arreglan tan de prisa como creéis —contestó Gaute, furioso.

A medida que pasaban los días, Cristina se sentía más oprimida por una sombría y cruel angustia. No dejaba de advertir que el primer entusiasmo de su hijo por Jofrid había decaído ya. Gaute estaba constantemente de mal humor. Desde un principio el asunto había desagradado a Cristina, pero se decía que las cosas eran peores si el hombre se arrepentía de su acto después de haberlo cometido.

—Si estos dos muchachos se arrepienten de su pecado, mejor, pero ¡qué horror si Gaute se arrepiente menos de haber ofendido a Dios que del miedo cobarde al hombre a quien ha ofendido!

Gaute, aquel hijo que siempre había tenido por el mejor de todos…, no, no podía ser cierto lo que la gente decía de él: que era ligero e inconstante en su trato con las mujeres… ¿Estaría ya cansado de Jofrid, ahora que ella andaba pesada y estaba ajada y que se acercaba el día en que él habría de responder de su acto de violencia ante la familia de su amante? Cristina disculpaba a su hijo, porque ella también se había dejado fácilmente arrastrar, ella que sólo tuvo desde la infancia los mejores ejemplos de piedad y de pureza. Sus hijos, en cambio, habían sabido desde la infancia que su madre se había apartado del camino recto; que su padre había tenido hijos de la mujer de otro en su juventud, que había pecado con una mujer casada, cuando ellos eran ya muchachos creciditos. ¡Y la vida de Ulf Haldorssoen, su padre adoptivo, y las charlas desvergonzadas de Frida…!

Ah, no era sorprendente que se sintieran débiles ante la tentación.

Gaute tenía que casarse con Jofrid si podía conseguir el consentimiento de su familia, y agradecerlo además. Pero ¡qué lástima si Jofrid se daba cuenta de que Gaute lo hacía obligado, a la fuerza!

Durante la Cuaresma, Cristina y Jofrid estaban preparando los sacos de provisiones para los leñadores. Golpeaban el pescado seco para aplastarlo, llenaban cajas con mantequilla y jarras de madera con cerveza y leche. Cristina veía que Jofrid se cansaba con exceso estando de pie, pero Jofrid se sintió ofendida cuando su suegra quiso que se sentara y descansara.

Para devolverle el buen humor, Cristina tuvo la idea de preguntarle:

—Oye, Jofrid, ¿era tuya la cinta de la que Gaute se sirvió para domar el caballo?

—No —contestó Jofrid enfadada y ruborizada—; era la de Aasa, mi hermana. Fue a ella a quien Gaute cortejó antes que a mí, pero cuando llegué yo a casa no supo a cuál de las dos prefería. Esperaba encontrarse con Aasa en casa de Dagrum, este verano, en Sogn. Se enfadó cuando bromeé acerca de mi hermana y juró por Dios y por los santos que no era de aquellos que se acercan demasiado a las hijas de la gente importante. Me dijo que no había habido nada entre Aasa y él que pudiera impedirle dormir, sin pecar, en mis brazos aquella noche. Yo lo creí.

Y Jofrid se echó a reír. Cuando miró el rostro de Cristina, sacudió la cabeza, desafiante.

—Pero yo quería que Gaute fuera mi marido, y ya falta poco, madre, para que lo consiga. En general, suelo conseguir lo que quiero.

Cristina despertó en mitad de la noche. Sentía en las mejillas y la nariz el cosquilleo del frío. Al querer envolverse mejor en la manta observó que esta estaba helada por su aliento. La mañana no debía de andar lejos, pero Cristina dudó en levantarse para mirar las estrellas. Se enroscó en la cama para calentarse un poco. Al instante se acordó del sueño que había tenido: estaba en la sala pequeña de Husaby y acababa de dar a luz un niño. El pequeño, en sus brazos, estaba envuelto en una piel de cordero que había resbalado, dejando al descubierto el cuerpecito morado. Apoyaba sus minúsculas manos en su carita y hundía las rodillas en el vientre de Cristina. A veces se movía un poco. A Cristina no se le ocurría preguntarse por qué el niño no llevaba pañales ni por qué no había nadie en el cuarto. Transmitía su calor al pequeñín acostado a su lado. A través de su brazo le llegaban, hasta las mismas raíces del corazón, los menores movimientos del pequeño. El cansancio y los dolores del parto subsistían todavía, pero como una sombra que se disipa, mientras que echada en su cama contemplaba a su hijo, y sentía la alegría y el amor maternal crecer en ella como la luz del día se levanta poco a poco detrás de las montañas.

Al mismo tiempo que estaba acostada en su cama, estaba también fuera, apoyada contra el muro de la sala. El valle brillaba a sus pies bajo el sol matinal. Empezaba la primavera. El viento soplaba glacial, pero en el aire flotaba el olor lejano del mar y del deshielo. Las montañas estaban bañadas de sol. La nieve se había fundido alrededor de las casas, pero brillaba aún, blanca como la plata, en todos los claros del bosque verde oscuro. El cielo, amarillo pálido y azul como el acero, estaba barrido por algunas nubes negras que flotaban llevadas por el viento. Hacía frío. A los pies de Cristina, la nieve amontonada se había endurecido como una piedra bajo el cielo de la noche, y entre las casas la sombra era helada porque el sol apenas rebasaba los picos al este del señorío. Ante Cristina, allí donde terminaban las sombras, el viento matinal agitaba y hacía brillar a la luz los tallos marchitos de la hierba del año anterior, mientras una espesa capa de escarcha de reflejos metálicos aprisionaba todavía las raíces.

Un gemido involuntario escapó de los labios de Cristina. Lavrans dormía todavía con ella. Oía su respiración regular desde la otra cama. ¿Y Gaute? Gaute estaba en el cuarto de arriba con su concubina…

La madre volvió a suspirar y se movió. El perro de Erlend se apretó contra sus piernas encogidas debajo de las mantas.

Cristina oyó entonces a Jofrid que iba y venía por arriba. Saltó de la cama, calzó sus botas forradas de piel y vistió su traje de estameña y su chaqueta de cuero.

Llegó a tientas hasta el hogar, se agachó, sopló y revolvió las cenizas; ni una chispa, el fuego se había apagado durante la noche.

Buscó la yesca en la bolsa de cuero de su cinturón, pero estaba húmeda o helada. Por fin se cansó de esforzarse tanto y, cogiendo la pala, subió al cuarto de Jofrid para que le diera unas cuantas brasas.

El pequeño hogar tiraba de maravilla e iluminaba la estancia. Con aquella luz Jofrid cosía la hebilla de cobre a la chaqueta de piel de reno de Gaute. En la sombra de la cama, se veía el torso desnudo del marido… Gaute dormía sin camisa, aunque hiciera un frío glacial. Estaba sentado y desayunaba en la cama.

Jofrid se levantó pesadamente y, con un aire de pequeña ama de casa, ofreció:

—¿Queréis un poco de cerveza caliente, madre? La he hecho calentar para Gaute. Bajaba también un poco a Lavrans; esta mañana tiene que ir al bosque con Gaute; hace frío para los hombres.

Cristina hizo un gesto de mal humor cuando volvió a encontrarse en su estancia y reanimó el fuego. ¡Qué bien parecía estar Jofrid allá arriba! ¡Y Gaute haciéndose servir abiertamente por su concubina, y la solicitud de esta por su esposo ilegítimo! ¡Qué repugnante e indecente era todo aquello!

Lavrans se quedó en el bosque, pero Gaute, cansado y hambriento, volvió a casa a la caída de la tarde. Las dos mujeres permanecieron un momento a su lado, después de que los criados se hubieron retirado, para hacer compañía al amo mientras bebía.

Cristina advirtió que Jofrid no se encontraba bien. Había dejado caer el trabajo sobre sus rodillas y el dolor contraía sus facciones.

—¿Te duele algo, Jofrid? —preguntó Cristina con ternura.

—¡Oh, un poco los pies y las piernas!

Jofrid había trabajado durante todo el día, como de costumbre, sin querer descansar. Ahora le dolía el costado y se le habían hinchado las piernas.

De pronto las lágrimas asomaron al borde de sus pestañas. Cristina no había visto nunca a una mujer llorar de aquel modo tan raro. Jofrid seguía sentada, silenciosa, con los dientes apretados, y unos lagrimones redondos y transparentes —a Cristina le parecían duros como perlas— resbalaban por el rostro contraído y cubierto de manchas oscuras. Parecía disgustada por no haber sabido contenerse, y con evidente contrariedad se dejó sostener por Cristina para ir a la cama.

Gaute siguió a las dos mujeres.

—¿Te encuentras mal, Jofrid mía? —preguntó torpemente. Su rostro, enrojecido por el frío, tenía una expresión completamente desolada. Miraba cómo su madre hacía acostarse a Jofrid, le quitaba los zapatos y medias y se ocupaba en aliviar sus pies y piernas hinchados.

Repitió:

—Jofrid, ¿te encuentras mal?

—Sí —contestó Jofrid en voz baja y tono de ira contenida—. ¿Crees, si no, que me portaría así?

—¿Te encuentras muy mal, Jofrid? —volvió a preguntar—. Ya lo ves. ¡No te quedes ahí como un imbécil…! —Cristina se volvió a su hijo: sus ojos echaban chispas. La tremenda inquietud que le inspiraba el desenlace de la aventura, la impaciencia por tener que soportar la vida irregular de la joven pareja en su propia casa, la duda angustiosa que sentía por el valor de su hijo, todo aquello que la agobiaba desde hacía tiempo, estalló en un acceso de ira loca:

—¿Eres tan idiota que la crees feliz…? ¡Ella se da cuenta de que no eres un hombre, puesto que no te atreves a cruzar la montaña por temor al viento y a la nieve! Sabes que no tardará en retorcerse por los dolores del parto y que su hijo será llamado bastardo, porque no te atreves a ir a ver a su padre, tú, que permaneces sentado calentando el banco de la sala, y no mueves un dedo para defender a la mujer que tienes y al niño que vas a tener. Tu padre no tenía tanto miedo al mío que no se atreviera a ir a hablarle, y no era tan friolero que se negara a pasar la montaña en invierno, calzando esquíes. Es una vergüenza para ti, Gaute, y una desgracia para mí que tenga que ver el día en que llame cobarde a uno de los hijos que he tenido con Erlend.

Gaute levantó con ambas manos el escabel, hecho con un tronco, donde se sentaba, y lo tiró al otro extremo de la sala. Corrió a la mesa y de un manotazo hizo volar por los aires todo lo que estaba encima. Luego se dirigió a la puerta, no sin dar un último puntapié al escabel. Cristina y Jofrid le oyeron proferir juramentos en la escalera.

—Madre, sois demasiado dura con Gaute —dijo Jofrid incorporándose sobre un codo—. No podéis pretender de él que arriesgue su vida en la montaña, en invierno, para ir al encuentro de mi padre y enterarse allí de que o bien puede casarse con la novia seducida con sólo la camisa que llevaba puesta el día en que me trajo a su casa…, o bien será desterrado.

La cólera agitaba todavía a Cristina. Contestó orgullosamente:

—Y, no obstante, no creo que mi hijo acepte de buen grado estarse quieto.

—No —contestó Jofrid—, si no me hubiera tenido para pensar por él.

Al ver la expresión asustada de Cristina, la risa hizo temblar su voz:

—Querida señora, me ha costado mucho retener a Gaute, y no quiero que cometa más tonterías por mi culpa; no quiero privar a mis hijos del bienestar que puedo esperar de mi familia, si Gaute consigue un arreglo, lo que sería preferible y más honroso para todos.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que cuando mis parientes salgan en busca de Gaute, Micer Sigurd les saldrá al encuentro para hacerles comprender que a Gaute no le faltan aliados. Por supuesto tendrá que pagar un buen rescate; pero después de esto, mi padre se verá forzado a prometerme con Gaute, y así podré tener de nuevo el mismo derecho a la herencia paterna que mis hermanas.

—Entonces, ¿si no te casas antes del nacimiento de tu hijo es porque tú misma lo quieres así?

—Desde el momento en que he huido de casa con Gaute… ¿quién va a creer que ha colocado una espada desnuda entre nosotros durante la noche?

—¿No habló nunca a tu familia de sus intenciones para contigo? —preguntó Cristina.

—No; sabíamos que iba a ser inútil, aunque Gaute hubiera sido un hombre mucho más rico de lo que es. —Jofrid volvió a echarse a reír—. Veréis, madre: mi padre cree que entiende más que nadie en el negocio de caballos. Pero tendría que ser más listo que mi padre quien quisiera engañar a Gaute Erlendssoen cuando se trata de hacer negocios con caballos.

Cristina no pudo evitar sonreír a pesar del descontento que experimentaba.

—No conozco exactamente la ley en estos asuntos; pero no estoy segura, Jofrid, de que Gaute obtenga fácilmente el arreglo que pretendes. Si Gaute es condenado al destierro, puede ocurrir que tu padre te lleve a casa y te haga sentir su indignación, o que exija de ti que vayas a un convento a expiar tus pecados…

—No puede meterme en un convento, a menos que me conceda una dote tan grande que le resulte más barato y honorable un arreglo con Gaute, con lo que obtendría un rescate. Cuando me haya casado, no tendrá que desprenderse de sus bienes, ¿comprendéis? En cuanto al derecho mío y de mis hermanas a la herencia, creo que mi padre opinará que estará bien por mi cuñado Olav. Mi padre se lo pensará mucho, antes de arriesgarse a llevarme con él (para hacerme sentir su cólera) a Hovland, con un bastardo. Tampoco yo sé gran cosa de la ley, pero conozco a mi padre y conozco a Gaute. Han pasado tantos días que ya no volverá a plantear la cuestión hasta que yo esté completamente bien y otra vez ágil. Entonces, madre, no me veréis llorar. Gaute conseguirá su arreglo, y de tal forma que… Oíd, madre, Gaute desciende de gente de alto linaje e incluso de reyes, y vos estáis emparentada con las mejores familias del reino; si os habéis visto obligada a aceptar que vuestros hijos no estuvieran en el lugar que les correspondía por su nacimiento aún veréis a vuestros descendientes, los hijos de Gaute y míos, elevarse hasta los primeros puestos.

Cristina permanecía muda. Quizá las cosas se arreglarían según la voluntad de Jofrid, tal vez ella se había disgustado sin razón por aquella pequeña. Jofrid había desmejorado mucho. La tierna redondez de sus mejillas había desaparecido y se le notaba más la mandíbula fuerte y autoritaria. Jofrid bostezó, volvió a sentarse y buscó con la mirada los zapatos y las medias. Cristina se los alcanzó y Jofrid le dio las gracias.

—Y no riñáis más a Gaute, madre. Ya está disgustado porque aún no nos hemos casado… pero yo, yo no quiero que mi hijo sea pobre antes de haber nacido.

Quince días después Jofrid dio a luz un niño hermoso y robusto, y Gaute mandó un aviso a Sundbu el mismo día. Micer Sigurd llegó inmediatamente a Joerungaard para ser el padrino de Erlend Gautessoen.

Aunque Cristina se alegraba del nacimiento de aquel nieto, sufría pensando en que Erlend reviviría por primera vez en un bastardo.

—Tu padre se arriesgó a mucho más para asegurar los derechos de su hijo —dijo a Gaute una noche en que estaban sentados en la sala de tejer y este miraba cómo preparaba al niño para acostarlo. Jofrid dormía apaciblemente en su cama—. Su afecto por el viejo Nikulaus era muy tibio, pero jamás honró tan poco a su padre que quisiera dar su nombre a su hijo ilegítimo.

—¿Y a Orm, no le bautizaron con el nombre del abuelo materno? —preguntó Gaute—. Es cierto, madre, que tal vez no obro como un buen hijo, pero tened en cuenta que en la época en que vivía nuestro padre nos dábamos cuenta de que vos no lo considerabais como un ejemplo a seguir… Ahora habláis de él continuamente como si hubiera sido un santo o poco menos. Sabemos que fue todo lo contrario, madre. Estaríamos orgullosos de estar cortados por el mismo patrón que nuestro padre… de principio a fin; sabemos que era noble y valiente, superior a todos por los dones que tanto gustan en un hombre, pero no vayáis ahora a presentárnoslo como el hombre más sensato y virtuoso que jamás pisara una alcoba de mujer. Tampoco era un buen campesino… Y, sin embargo, ¿qué puedo desearte, pequeño Erlend, sino que te parezcas a él?

Gaute cogió al niño, ya listo para la noche, y apoyó su barbilla en la carita roja bajo el gorro de lana blanca.

—Erlend Gautessoen de Joerungaard, tú que estás tan bien dotado y que prometes tanto, dile a tu abuela que no tienes miedo de que tu padre reniegue de ti. —Hizo la señal de la cruz sobre el pequeño y lo dejó sobre las rodillas de Cristina. Luego fue a contemplar a la joven dormida.

—Decís que, dentro de lo que cabe, Jofrid está bien, madre. Pero la veo muy pálida… Claro que de eso entendéis vos más que yo. Descansad todos en la paz del Señor.

Un mes después del nacimiento de su hijo, Gaute dio una gran fiesta por el bautizo de Erlend, al que asistieron todos los parientes, próximos o lejanos. Cristina adivinó que había invitado a todos sus aliados para discutir la situación. Era ya primavera y no podía tardar en recibir noticias de la familia de Jofrid.

Cristina tuvo la alegría de ver llegar a Ivar y a Skule juntos a Joerungaard. También vio a su primo Sigurd Kyring, que estaba casado con la hija de su tío materno de Skog; luego, Ivar Gjesling de Ringheim y Halvard Trondssoen. No había vuelto a ver a los hijos de Trond desde que Erlend había arrastrado a los de Sundbu a la ruina. Ahora eran ya hombres de edad. Despreocupados, pero valientes y de gran corazón en su juventud, casi no habían cambiado; demostraban una actitud de franqueza y amistad hacia los hijos de Erlend y hacia su pariente y sucesor en Sundbu, Micer Sigurd.

La cerveza y el hidromiel circulaban en abundancia en honor del niño. Gaute y Jofrid atendían a sus invitados con tanta naturalidad que uno hubiera podido creer que estaban casados por voluntad del rey. Todo el mundo estaba contento, y nadie parecía recordar que estuvieran aún en juego el honor y la prosperidad de la joven pareja.

No obstante, Cristina no dejó de observar que Jofrid sí lo recordaba.

—Cuanto más orgullosos y valientes se muestren en su entrevista con mi padre, más dispuesto estará a ceder —le dijo la joven—. Olav Piper nunca ha sabido disimular que le gusta sentarse entre la gente perteneciente a las antiguas familias del país.

El único que parecía no encontrarse a gusto en aquella reunión era Jammaelt Halvardssoen. En Navidad el rey lo había nombrado caballero. Ramborg Lavransdatter era ahora Dama Ramborg.

Esta vez Jammaelt había traído al mayor de sus hijastros, Simón Simonssoen, el que se establecería en Formo. Cristina había oído decir que Andrés era un poco raro, y eso la tenía inquieta. ¿Habría repercutido en su cuerpo y en su espíritu aquello que ella se había atrevido a hacer cuando era niño? Pero el padrastro, por el contrario, había descrito a Andrés como un chico sano y fuerte. Tenía un corazón de oro… quizás era más inteligente que la mayoría de la gente. Pero estaba sujeto a visiones. A veces su espíritu parecía ausente, y también hacía cosas raras. Por ejemplo, el año anterior había cogido un día la cuchara de plata, la que Cristina le había regalado cuando su nacimiento, y un broche de camisa que había heredado de su padre. Salió de la casa y bajó al puente que cruza el río en la carretera de Aelin; allí estuvo esperando varias horas. Por fin pasaron un viejo mendigo y una joven que llevaba un niño en brazos. Andrés, dirigiéndose a ellos, les había entregado sus tesoros y les había pedido que le dejaran llevar al niño.

En su casa estaban todos intranquilos al no ver regresar a Andrés ni para la comida ni para la cena. Todos habían salido en su busca y Jammaelt pudo, por fin, saber que alguien había visto a Andrés muy lejos, en dirección norte, en compañía de unos vagabundos a quienes la gente llamaban Krepp y Kraaka. Llevaba en brazos al hijo de estos.

Al día siguiente, cuando Jammaelt pudo alcanzar a Andrés, este le dijo que había oído una voz, el domingo en la iglesia, mientras contemplaba la imagen del retablo del altar. Representaba la huida de la Sagrada Familia a Egipto.

Andrés sentía un gran pesar por no haber nacido en aquella época, porque hubiera podido seguir a la Sagrada Familia y llevar al Niño para que la Virgen María descansase. Entonces había oído una voz, la más suave del mundo, y aquella voz le había prometido una señal si iba al puente de Bjerkheim un día determinado. Pero Andrés no quería hablar de sus visiones, porque el cura de la parroquia decía que eran en parte invenciones y en parte enfermedad del espíritu, y la extraña forma de ser de Andrés asustaba a Ramborg. Pero el muchacho hablaba de buen grado con una vieja sirvienta, mujer muy devota, y con un fraile predicador que recorría la región en Cuaresma. Sin duda Andrés acabaría por elegir la vida espiritual, y entonces sería Simonssoen el que se establecería en Formo. Simón era un niño robusto, rebosante de vida, muy parecido a su padre y el preferido de Ramborg.

Ramborg y Jammaelt no habían tenido hijos. Cristina había oído decir, por la gente que había visto a Ramborg, que esta había engordado mucho y se había vuelto muy holgazana. Frecuentaba a las personas más ricas y encumbradas de la región, y no quería volver a su país natal. Cristina no había vuelto a ver a su única hermana desde el día en que se habían separado en Formo. Sin embargo, estaba segura de que todavía la odiaba.

Ramborg se llevaba bien con Jammaelt, que se ocupaba de los hijos de su esposa con gran solicitud. Había decidido que el mayor de sus sobrinos, el que iba a heredar sus bienes si él moría sin hijos, se casaría con Ulvhild Simonsdatter. Sería, por lo menos, la hija de Simón Darre la que disfrutaría de sus bienes a su muerte.

Arngjerd se había casado con Grunde de Eiken al año siguiente a la muerte de su madre. Gyrd Darre y Jammaelt le habían dado una dote magnífica, tal como su padre —lo sabían— tenía intención de dar a la niña. Según Jammaelt, era feliz. Grunde dejaba que su mujer lo llevara de la mano y tenía ya dos hijos preciosos.

Cristina se emocionó al ver al hijo mayor de Simón y de Ramborg. Era el vivo retrato de Lavrans Bjoergulfssoen, mucho más que Gaute. En los últimos años, Cristina había perdido la esperanza que Gaute llegase a tener el carácter de su abuelo materno.

Andrés Darre tenía apenas doce años. Alto, esbelto, rubio y guapo, era de carácter reservado, aunque pareciera sano y alegre. Tenía los miembros robustos y gran apetito, pero no quería comer carne. Algo lo hacía distinto a los demás niños; Cristina no sabía decir en qué consistía la diferencia aunque lo observara atentamente. Andrés y su tía se hicieron buenos amigos; pero nunca dijo una palabra de sus visiones, ni cayó en éxtasis durante su estancia en Sil.

Los cuatro hijos de Erlend parecían disfrutar de su reunión en casa de su madre, pero Cristina no pudo hablar mucho con ellos. Cuando hablaban entre ellos, percibía que sus vidas y su felicidad quedaban ya fuera de los límites de su campo visual.

Los dos hijos que llegaban de fuera se habían separado del hogar, y los dos que permanecían en él se disponían a arrebatarle el mando.

La reunión coincidía con la sequía de primavera. Cristina sabía que desde hacía tiempo Gaute se había preparado para hacer frente a la escasez economizando forraje durante el invierno. También lo había pedido prestado a Micer Sigurd. Pero lo había arreglado todo sin consultarla. Y las discusiones sobre el asunto de Gaute pesaban sobre su cabeza, incluso cuando estaba sentada en la sala con los hombres.

No se sorprendió cuando un día Ivar vino a decirle que Lavrans le acompañaría a su regreso a Rognheim. Ivar insistió para que su madre se instalara en su casa después del matrimonio de Gaute:

—Creo que Signe es una nuera más dócil para vivir con ella; y en todo caso va a ser difícil para vos abandonar la dirección de Joerungaard, donde estabais acostumbrada a reinar.

Jofrid parecía gustar a Ivar, como gustaba a todos los hombres. Sólo Micer Jammaelt le demostraba cierta indiferencia.

Cristina, con el nieto sobre las rodillas, se decía que ni en Joerungaard, ni en Rognheim, le resultaría fácil vivir. No le era agradable envejecer. Parecía ayer cuando era ella la joven por la que los hombres se peleaban con fiereza. Ahora pasaba a segundo plano. Hacía poco que sus hijos eran como aquel niño… y pensó en el niño recién nacido de su sueño. Luego le vino el recuerdo de su propia madre; no la recordaba más que como una mujer envejecida y melancólica. Pero también había sido joven cuando calentaba con su calor el cuerpo de Cristina. El destino de su madre había sido, como el suyo, dar vida a sus hijos, y lo mismo que Cristina no había pensado, cuando un pequeño ser chupaba de su seno, que el niño se alejaría más y más de ella al correr el tiempo.

—Cuando tú misma tengas hijos, Cristina, lo comprenderás —le había dicho su madre un día.

Ahora Cristina comprendía que el espíritu de su madre había habitado en ella. Ragnfrid recordaba los pensamientos que había tenido antes del nacimiento de su hija, recordaba los años que Cristina aún ignoraba, años de esperanza, angustias y sueños… Una criatura no sabe nada de estas cosas hasta que llega el momento de esperar, de temer, de soñar…

¡Qué misterioso era todo!

Los invitados fueron dispersándose poco a poco: unos se iban de visita a Formo con Jammaelt; otros acompañaban a Sigurd a Vaage…

Y por fin, una buena mañana, dos colonos de Gaute que vivían en el lado sur del valle llegaron a galope tendido a Joerungaard. El senescal estaba en camino para prender a Gaute en su domicilio, y el padre de Jofrid, en compañía de parientes y aliados, le seguía de cerca.

El joven Lavrans corrió a la cuadra.

Al día siguiente, por la noche, Joerungaard parecía un campamento militar. Los parientes de Gaute estaban todos con sus servidores armados, y los amigos habían acudido también de todas partes. Entonces llegó Helge de Hovland, con numerosa escolta, reclamando sus derechos por el rapto de su hija. Durante un fugaz momento Cristina pudo ver a Helge Duk, que entraba en el patio al mismo tiempo que Micer Paal Soerkvessoen, el Senescal. El padre de Jofrid era un hombre mayor y de aspecto enfermizo. Alto y encorvado, cojeaba al bajar del caballo. Su yerno, Olav Piper, era bajito, ancho y pesado, rojo de cabello y de tez.

Gaute salió a su encuentro con la cabeza erguida. Tras él la tropa de amigos y parientes formaba un semicírculo ante la escalera de la casa. Los dos viejos representantes de la orden de la caballería, Micer Sigurd y Micer Jammaelt, estaban en el centro.

Cristina y Jofrid, desde la ventana del comedor, observaban el encuentro, pero no podían oír las palabras que se cruzaban.

Los hombres subieron a la sala de arriba y las dos mujeres volvieron a la sala de tejer. No se atrevían a hablar. Cristina se sentó cerca del hogar. Jofrid iba y venía con el niño en brazos. Pasó un buen rato; entonces Jofrid abrigó a su hijo con una manta y salió. Poco después Jammaelt Halvardssoen vino a contar a su cuñada lo que había ocurrido. Gaute había ofrecido a Helge Duk seis marcos de oro como pago por el honor de Jofrid y por su rapto; era un rescate igual al que el hermano de Helge había obtenido por la vida de su hijo.

Gaute, al recibir a Jofrid de la mano de su padre, entregaría, además, los regalos de boda apropiados, y Helge, por su parte, se reconciliaría con Gaute y su hija y entregaría a esta la misma dote que a sus hermanas y le devolvería sus derechos a la herencia paterna.

Micer Sigurd había garantizado, en nombre de la familia de Gaute, el cumplimiento estricto del acuerdo.

Helge Duk había parecido inmediatamente dispuesto a aceptar la oferta, pero su yerno Olav Piper y Nerid Kaaressoen, prometido de Aasa, habían hablado en contra de la reconciliación y habían dicho que era preciso que Gaute fuese el más descarado de los hombres para que se atreviese a poner él las condiciones de su boda con una mujer a la que había deshonrado mientras vivía en casa de su cuñado… Era inadmisible que Gaute exigiera que heredara lo mismo que sus hermanas a la muerte de su padre.

—Se veía muy bien —dijo Jammaelt— que Gaute no fijaba al azar el precio de su matrimonio con una hija de una gran familia, a la que había seducido y de la que había tenido un hijo, pero también se veía que la lección y el discursito se los habían enseñado y que se los sabía de memoria.

Mientras se debatía el asunto y los amigos de ambas partes, regateaban y discutían, Jofrid había entrado con el niño en brazos.

Entonces Helge Duk se había echado a llorar, y todo se había hecho como ella había deseado.

Evidentemente, Gaute jamás habría podido pagar semejante rescate si Jofrid no hubiera tenido una dote tal que las dos cantidades se compensaban. Al final, Gaute obtenía a Jofrid, que no le aportaba más que el contenido de los sacos que había traído consigo al venir a Joerungaard, pero él cedía a su mujer, como regalo de bodas, la mayor parte de sus bienes particulares, y sus hermanos lo consentían. Sin embargo, algún día tendría por parte de ella grandes riquezas… si su unión no era estéril.

Al oír esto, Ivar Gjesling se había reído, y con él todos los hombres.

El rubor subió al rostro de Cristina, porque Jammaelt había oído las bromas groseras que siguieron a esto.

A la mañana siguiente, Gaute Erlendssoen se prometió con Jofrid Helgesdatter, y esta se presentó en la iglesia para su purificación con tanta pompa como si hubiera sido una esposa legítima. Sira Dag dijo que ahora tenía derecho a ello. Jofrid fue luego con su hijo a Sundbu, y permaneció en casa de Micer Sigurd hasta su boda, que tuvo lugar un mes después, pasado San Juan. La ceremonia fue a la vez, hermosa y rica. Al otro día, Cristina entregó solemnemente las llaves a su hijo, y Gaute colgó el llavero del cinturón de su esposa.

Micer Sigurd Erldjarn dio también una gran fiesta en Sundbu. Con esta ocasión se selló un pacto de amistad entre él y sus primos, los antiguos habitantes del señorío.

Micer Sigurd distribuyó generosamente gran cantidad de objetos preciosos a los Gjesling y a todos sus invitados, según el grado de parentesco y amistad: cuernos, vajilla, joyas, armas, pieles, caballos… Y todos decidieron que Gaute Erlendssoen había llevado su caso de rapto a un final que no podía ser más honroso.