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Una noche, a Cristina le despertó la entrada en el patio de gente a caballo. Llamaron con fuerza a la puerta del granero y Cristina oyó cómo Gaute recibía con una bienvenida cordial.
El servicio tuvo que levantarse. Arriba había movimiento y ruido de pasos. Cristina distinguió la voz airada de Ingrid, la sirvienta.
Aquella chiquilla era una buena muchacha, no les permitía acercarse más de la cuenta.
Una tempestad de risas alegres y juveniles respondió a las palabras vivas y furiosas de Ingrid, y en medio del estruendo se oyó la voz aguda de Frida. La pobre no se volvía más sensata con los años; sólo contaba pocos menos que Cristina y era preciso aún que el ama la vigilara…
Cristina se dio la vuelta en la cama y se durmió.
Al día siguiente Gaute se levantó al amanecer, según su costumbre. Por la mañana no podía dormir aunque hubiera bebido cerveza la víspera por la noche.
Pero sus invitados no aparecían hasta la hora del almuerzo y permanecían en la granja durante ese día. A veces venían para cerrar tratos, otras veces era una simple reunión de amigos. Gaute era muy hospitalario.
Cristina se esforzaba porque los invitados de Gaute se encontraran a gusto. No se daba cuenta de que sonreía a aquella efervescencia de juventud, a la alegre vida que de nuevo animaba la casa de sus padres. Hablaba poco con los amigos de su hijo; lo que más le motivaba era ver a Gaute tan contento y tan sociable.
La actitud de Gaute Erlendssoen no variaba, lo mismo si trataba con gente humilde como con los ricos propietarios de los señoríos vecinos.
Aunque las represalias llevadas a cabo contra los asesinos de Erlend hubieran provocado grandes desgracias en los alrededores y en muchas casas y en muchas familias se evitara voluntariamente todo encuentro con los hijos de Erlend, Gaute, de por sí, no tenía ni un solo enemigo.
Micer Sigurd de Sundbu había tomado gran afecto a su joven pariente.
Cristina no había visto a Micer Sigurd antes de que el destino lo trajera al lecho de muerte de Erlend, donde había dado pruebas del más vivo espíritu de familia. Se había quedado en Joerungaard casi hasta Navidad y había hecho lo posible para ayudar a la viuda y a los huérfanos.
Todos los hijos de Erlend le demostraron su agradecimiento sincero y lleno de deferencia, pero el único que se encariñó con él fue Gaute, que, a partir de entonces fue con frecuencia a Sundbu.
El señorío de Sundbu dejaría de pertenecer a la familia a la muerte del nieto de Ivar Gjesling, que no tenía hijos. Los hijos de Halfssoen eran sus únicos herederos.
Micer Sigurd era bastante viejo; había pasado por el dolor de ver a su joven esposa perder la razón al nacer muerto su primer hijo. Llevaba cuarenta años viviendo con la loca. Casi todos los días entraba en sus habitaciones y se informaba de su estado. Estaba alojada en uno de los mejores pabellones de Sundbu; numerosos criados la servían y se preocupaban de su bienestar.
—¿Me reconoces hoy, Gyrid? —preguntaba el marido. A veces no le contestaba, pero otras decía—. Ya lo creo, eres Esaie y vives en Brotveit, al pie de la colina.
Tenía siempre un huso en la mano. En sus buenos tiempos hilaba una hebra fina y regular, pero cuando se encontraba mal arrancaba la lana del huso y la esparcía por todo el cuarto. Cristina supo todos estos detalles por Gaute y, a partir de entonces, recibía a su primo con más cordialidad cuando venía a Joerungaard. Pero ella rehusaba ir a Sundbu…; no había ido desde su matrimonio.
Gaute Erlendssoen era menos alto que los demás hijos de Cristina. Al lado de su madre y de sus hermanos, tan altos, casi parecía pequeño, pero era de estatura normal. Verdaderamente Gaute iba adquiriendo peso y autoridad desde la marcha de los dos mayores y de los gemelos. Entre todos ellos no se había sentido seguro de sí.
La gente de la comarca decía de él que estaba muy bien formado y que era muy guapo. Se parecía a su abuelo materno con su cabello de color de lino, sus ojos grises y hundidos, su rostro ovalado de mejillas redondas, su tez fresca y su boca de delicado trazo.
El porte de la cabeza era noble, y sus manos, algo grandes pero bien formadas, tenían una fuerza poco común. Ligera mente corto de piernas, llevaba siempre prendas largas cuando el trabajo no le obligaba a ir con calza corta… y lo hacía aunque la moda en aquellos últimos tiempos estableciera, para los elegantes, que las ropas de ceremonia fueran menos largas que antes. En el valle lo deducían por el modo de vestir de los viajeros importantes que pasaban de vez en cuando.
Cuando Gaute Erlendssoen iba a la iglesia o a una fiesta con su túnica bordada de seda verde que caía hasta sus pies, con el cinturón de plata en su esbelta cintura y el gran manto de petitaris echado hacia atrás, todo el mundo miraba con simpatía y complacencia al joven señor de Joerungaard. Gaute llevaba en la mano la magnífica hacha incrustada de plata que Lavrans Bjoergulfssoen había heredado de su cuñado Ivar Gjesling, y en todas partes se decía que era magnífico ver que Gaute Erlendssoen era digno sucesor de sus espléndidos antepasados.
Él, tan joven, conservaba las buenas costumbres campesinas, lo mismo en el modo de vestir, que en su forma de vida y en su carácter.
A caballo, Gaute ganaba a todos los hombres de los contornos. Era un jinete consumado. Sus vecinos pretendían que no había un caballo en todo el país que Gaute no fuera capaz de domar. Se rumoreaba que estando en Bjoergvin, el año anterior, había domado un joven semental que nadie había conseguido montar. El animal se había vuelto tan manso en las manos de Gaute que este había podido montarlo sin silla, sirviéndose como riendas del pañuelo de cabeza de una joven.
Pero cuando Cristina preguntó a su hijo sobre esta hazaña, este se limitó a reír y no quiso hablar de ello.
Cristina no ignoraba que su hijo era despreocupado en su trato con las mujeres, y se lo reprochaba. Pero ella atribuía este defecto a la acogida, demasiado amable, que el bello sexo reservaba a aquel muchacho guapo, franco y risueño.
La mayor parte de las veces, todo ello no pasaba de ser un juego o un pasatiempo. Gaute no se tomaba las cosas a pecho, como había hecho Naakkve, ni hacía nada a escondidas.
Él mismo había venido a decir a su madre que había tenido un hijo de una joven de la región de Sundbu; hacía dos años de aquello.
Gaute había recompensado generosamente a la madre, ofreciéndole una dote de acuerdo con su condición. En cuanto a la criatura, Micer Sigurd contó a Cristina que el padre deseaba educarla en su casa cuando estuviera destetada. Gaute quería mucho a su hijita. Iba a verla todas las veces que pasaba por Vaage. Decía con orgullo que era la niña más bonita del mundo.
La había hecho bautizar con el nombre de Magnhild.
Puesto que este chico ha cometido una tontería, se decía Cristina, era mejor que se trajera a la pequeña a Joerungaard y fuera un buen padre para ella.
Y Cristina disfrutaba ante la idea de ver llegar a la pequeña Magnhild. Pero la niña murió a la edad de un año. Gaute lo sintió mucho y Cristina lamentó no haber podido conocer a su nietecita.
Siempre había experimentado una gran resistencia a castigar o reprender a Gaute, tan delicado desde la infancia. Se había encariñado con su madre mucho más que los demás hijos y se parecía al padre de Cristina: desde niño podía uno fiarse de él. Serio y reflexivo, seguía a su madre por todas partes y le hacía mil pequeños obsequios que, en su infantil inocencia, juzgaba de gran utilidad para Cristina.
¡Oh, no! Jamás había tenido corazón para mostrarse dura con Gaute, aunque cometiera alguna tontería por revancha o falta de juicio, natural a sus años, si bien en general era inteligente y sensato. Era necesario conducirlo a fuerza de cariñosos consejos y advertencias.
El capellán de Husaby, que entendía mucho de enfermedades infantiles, había aconsejado que Gaute volviera a mamar, aunque ya contara dos años, ya que ningún otro remedio parecía apropiado para su caso.
Acababan de nacer los gemelos y Frida, que criaba a Skule, tenía mucha más leche de la que el niño podía tragar, pero la sirvienta no quería dar el pecho a Gaute. Le daba asco con su enorme cabeza y su cuerpo flaco y endeble. No sabía hablar ni podía sostenerse sobre las piernas.
Frida temía que fuera un niño cambiado, y, sin embargo, el niño había sido hermoso y sano antes de la enfermedad que había contraído a los once meses. Ante la obstinación de la sirvienta, Cristina tuvo que decidirse a criar a Gaute, al que amamantó hasta los cuatro años. Frida, por su parte, había continuado sin poder soportar a Gaute. Siempre tenía pretexto para ello. Iba a contarle a Cristina todo el mal que podía esperar de Gaute.
Frida ocupaba el primer puesto al lado del ama, en el banco de las mujeres; en ausencia de Cristina llevaba sus llaves. Contaba al servicio todo tipo de chismes. Cristina la soportaba e incluso le divertía, aunque a veces le cansaba su charla; de todos modos trataba de evitar que ejerciera mala influencia.
Frida estaba furiosa porque Gaute se sentaba en el extremo de la mesa y pasaría a ser el amo de Joerungaard. Sólo quería ver en él a un bribón, y alababa a sus hermanos, sobre todo a Bjoergulf y Skule, a quienes había criado. Se burlaba de la pequeña estatura de Gaute y de sus piernas torcidas, Gaute replicaba con sencillez:
—Si tú me hubieras querido criar, Frida, yo también sería un chicarrón hermoso como mis hermanos. Pero ya ves, ¡tuve que resignarme a mamar de mi madre! —y sonreía a Cristina.
Con frecuencia, madre e hijo salían juntos por la noche. El angosto sendero obligaba a Cristina a andar detrás de Gaute. Él le precedía llevando el hacha de mango largo, como un hombre hecho y derecho. La madre se veía a espaldas suyas y le entraban unas ganas locas de correr tras él y cogerlo y estrecharlo en sus brazos y reír y decir tonterías con su Gaute, como hacía cuando era pequeño.
A veces iban hasta el lavadero, a la orilla del río, y se sentaban para oír el rumor del agua que pasaba clara y rápida en la penumbra. Otras veces ni se hablaban, pero en alguna ocasión Gaute preguntaba a su madre sobre el pasado del país y de su propia estirpe. Cristina le contaba lo que había visto y oído en la infancia. Jamás, en aquellas noches, los labios de Cristina pronunciaron el nombre de su marido y siempre guardaba silencio sobre los años que había pasado en Husaby.
—Madre, estoy seguro de que estáis helada —le decía Gaute—. Esta noche hace frío.
—Sí, es cierto, me he quedado tiesa como un palo sentada en esta piedra tanto rato —y Cristina se levantaba—. Empiezo a ser vieja, Gaute.
Subía la cuesta apoyándose con una mano en el hombro de su hijo. Lavrans dormía como un tronco en su cama. Cristina encendía el candil porque le gustaba quedarse un rato levantada y gozar tranquilamente con sus pensamientos.
Siempre había algo en qué ocupar sus dedos. En el piso de arriba, Gaute movía algo, no sabía qué, y luego le oía subir a la cama. La madre se erguía un instante y sonreía a la llamita del candil. Movía levemente los labios, se santiguaba y volvía a coger su labor.
Bjoern, el viejo perro, se levantaba, se sacudía bostezando y acudía junto a su ama. Tan pronto lo acariciaba, apoyaba las patas sobre las rodillas de Cristina y contestaba a sus palabras cariñosas lamiéndole concienzudamente la cara y las manos sin dejar de mover el rabo. Cuando Bjoern se volvía al lugar de donde había venido, contemplaba a su ama como si estuviera apesadumbrado; sus ojillos brillantes, su cuerpo pesado y peludo hasta los ricitos de su cola, parecían delatar sus malas intenciones. Cristina sonreía plácidamente y hacía como quien no se da cuenta de nada. Entonces el perro saltaba sobre la cama y se enroscaba a los pies.
Poco después, Cristina soplaba el candil, despabilaba la mecha y la metía dentro del aceite.
La clara noche de verano dejaba ver su palidez tras los cristales. Cristina rezaba sus últimas oraciones del día, se desnudaba en silencio y se metía en la cama. Arreglaba las almohadas, el perro se colocaba contra su espalda, y Cristina se dormía.
El obispo Halvard había nombrado a Sira Dag como representante suyo en el país. Era a Sira Dag a quien Gaute había comprado los diezmos episcopales de tres años sucesivos. Gaute comerciaba también con provisiones de alimentos y pieles; enviaba por la pista de invierno las mercancías a Raumsdal y en primavera incluso los enviaba más lejos por barco.
Aquellos negocios disgustaban a Cristina. Toda su vida había visto vender en Hamar los productos de la finca, porque así lo habían hecho su padre y Simón Andressoen, pero Gaute se había asociado en cierto modo con su cuñado Gerlak Paus, y Gerlak era un excelente comerciante, íntimamente relacionado con los más ricos mercaderes alemanes de Bjoergvin.
Margret, la hija de Erlend, y su marido, habían estado de visita en Joerungaard al año siguiente de su padre. Hicieron dones importantes a la iglesia para el descanso de su alma. Cuando Margret, de jovencita, iba a Husaby, las relaciones entre ella y su madrastra no iban más allá de los límites convencionales, y a Margret le tenían sin cuidado sus hermanastros. Ahora que llegaba a la treintena sin haber tenido hijos de Gerlak sintió gran afecto por los magníficos muchachos de Cristina y fue quien llevó a cabo la asociación de Gaute y su marido.
Margret seguía siendo hermosa. ¡Pero qué alta y gorda era! Cristina no había visto nunca nada igual. Numerosas chapas de plata cabían en el ruedo de su cintura; una hebilla tan grande como una pequeña adarga brillaba entre sus senos voluminosos. Su cuerpo macizo estaba adornado, como un altar, con telas preciosas y metal dorado.
Gerlak Tiedekenssoen sentía hacia su esposa un amor más allá de toda expresión.
El año anterior, en primavera, Gaute había vivido en casa de su hermana y cuñado durante la sesión del tribunal, y en otoño pasó la montaña con una manada de caballos que fue a vender a Bjoergvin. El negocio había sido tan provechoso que Gaute había jurado repetirlo en el otoño siguiente y, según suponía Cristina, acabaría haciendo lo que se proponía. Tal vez llevaba en la sangre algo del nomadismo de su padre. Al envejecer se calmaría. Cuando la madre supo que se preparaba para abandonar Joerungaard, ayudó también para apresurar la marcha de su hijo.
El año anterior había tenido que volver por la montaña en medio de las borrascas de invierno.
Salió, pues, una hermosa mañana soleada, poco después de San Bartolomé. Era la época en que se matan los corderos y toda la casa olía a cordero cocido. El servicio estaba ahíto de comida y satisfecho. Durante todo el verano los criados no habían probado la carne fresca, pero ahora se les daba aquella carne tan alimenticia y se les servía caldo de carne a mediodía durante varios días consecutivos.
Cristina, agotada, pero feliz, después de aquella última gran matanza del año y de la confección de salchichas y embutidos, había llegado hasta el camino, desde donde despidió a su hijo.
Su marcha era digna de verse. El puente resonaba al paso de los caballos de arneses tintineantes, montados por jóvenes robustos y portadores de armas resplandecientes. Gaute se volvió sobre la silla y saludó a su madre con el sombrero; Cristina le devolvió el saludo con un grito alegre y orgulloso.
Un poco después del solsticio de invierno, el tiempo empeoró y empezó la lluvia, el viento y la nieve. Cristina empezó a preocuparse un poco porque Gaute no regresaba. Pero en otras ocasiones había temblado mucho más por los otros. Tenía confianza en la suerte de Gaute.
Una semana más tarde, al regresar del establo una noche, creyó distinguir un grupo de jinetes en la valla de Joerungaard. Jirones de niebla, parecidos a humo, envolvían su linterna sorda. Cruzó el patio oscuro para ir junto a los hombres vestidos de pieles y a quienes confundía con Gaute y su séquito; no era costumbre recibir invitados tan tarde. Pero reconoció en el caballero que iba en cabeza a Micer Sigurd de Sundbu. Bajó del caballo pesadamente, como un viejo.
—Os traigo noticias de Gaute, Cristina —dijo el caballero cuando hubieron terminado de saludarse—. Vino ayer a Sundbu.
La noche era demasiado oscura para que Cristina pudiera ver la expresión de su rostro. Pero hablaba en un tono raro. Y cuando se dirigió a la puerta de la sala, ordenó a sus hombres que siguieran al palafrenero de Cristina hasta la sala de servicio.
Ya no dijo nada más, y Cristina sintió miedo; no obstante, con voz tranquila le preguntó, una vez estuvieron solos:
—¿Cuáles son las noticias, primo? ¿Está Gaute enfermo, puesto que no te acompaña hasta su casa?
—No, nunca he visto a Gaute con mejor aspecto: era su séquito el que necesitaba descanso.
Sopló sobre la espuma de la jarra de cerveza que Cristina le ofrecía y la felicitó por la bebida.
—¡Que beba cuanto quiera quien trae buenas noticias! —dijo sonriendo la señora de Joerungaard.
—Juzgarás si son buenas cuando haya llegado al final —observó Micer Sigurd con cierta duda—. Esta vez Gaute no ha venido solo.
Cristina, de pie, esperaba el final.
—Se ha traído… bueno, se trata de la hija de Helge de Hovland… la ha raptado… ¡qué juventud…! Se la ha llevado de casa de su padre.
Cristina seguía callada, pero se sentó en el banco frente a Micer Sigurd. Apretaba fuertemente los labios.
—Gaute me ha rogado que viniera. Temía que te enojases. Me pidió que te lo dijera, y ya está hecho. —Micer Sigurd estaba casi sin aliento.
—Dime todo lo que sepas, Sigurd —rogó Cristina.
Micer Sigurd empezó su relato: un relato confuso, embrollado, con infinidad de disgresiones. Él mismo estaba asustado de lo que Gaute había hecho.
Pero Cristina consiguió saber que Gaute había conocido a la muchacha el año anterior en Bjoergvin. Se llamaba Jofrid…, no, no, no estaba prometida con nadie. Pero Gaute se había dicho que sería inútil hablar de compromiso con la familia de ella. Helge de Hovland era rica y de buen linaje, y sus principales posesiones estaban situadas del lado de Voss. El espíritu maligno había tentado a los dos jóvenes.
Micer Sigurd se sacudía las ropas y se rascaba la cabeza como si los piojos lo estuvieran devorando.
Fue, pues, en verano. Cuando Cristina creía que Gaute estaba en Sundbu cazando osos con Micer Sigurd, para evitar que destrozaran los pastos de altura, ambos habían bajado a Sogn pasando por la montaña. Jofrid tenía allí una hermana casada. Helge no tenía más que tres hijas y ningún hijo.
Sigurd lanzó un gemido de abatimiento. En aquel tiempo había prometido a Gaute que guardaría el secreto; sabía que el muchacho iba a casa de una jovencita, pero de aquello a imaginar que Gaute iba a embarcarse en tan loca aventura…
—Sin duda, va a tener que pagarlo muy caro —exclamó Cristina, sin que se moviera un solo músculo de su rostro.
—Tenemos el invierno encima y los caminos son poco practicables —prosiguió Sigurd—. Si los de Hovland lo piensan detenidamente, tal vez se digan: «Es mejor que Gaute se quede con Jofrid con el consentimiento de los padres… puesto que ya es suya».
—Pero ¿y si no llegan a esa conclusión, si reclaman venganza por el hecho del rapto?
Micer Sigurd se agitaba y cada vez se rascaba con más frenesí. Contestó a media voz:
—No sé si el asunto podrá arreglarse con dinero…
Cristina guardó silencio y él prosiguió:
—Gaute decía…, esperaba que los recibieras con afecto… Decía que no eras tan vieja como para haber olvidado… en fin, pensaba que tú misma te habías casado con el hombre a quien querías… ¿comprendes?
Cristina asintió.
—Es la muchacha más bonita que he visto en mi vida, Cristina —siguió diciendo Sigurd, y sus ojos se empañaron por la emoción—. Es una pena que el diablo haya empujado a Gaute a esta mala acción; pero, de todos modos, debes recibir cariñosamente a estas pobres criaturas…
Cristina inclinó nuevamente la cabeza.
Todo el país estaba oscuro y opaco bajo la lluvia, cuando Gaute entró en el patio al día siguiente, hacia la hora de nona.
Un sudor frío mojaba la frente de Cristina. De pie en la puerta se inclinaba hacia delante para ver mejor a Gaute, que ayudaba a descender del caballo a una mujer envuelta en un manto negro con capuchón.
Era menuda y llegaba apenas al hombro del muchacho. Gaute quiso llevarla él mismo hasta la casa, pero ella le rechazó.
Gaute, muy animado, fue a saludar a la gente de Joerungaard y dio órdenes a los criados que le acompañaban. Cuando se volvió hacia donde estaban las dos mujeres, ante la puerta, Cristina tenía entre sus manos las de la forastera. Él corrió hacia ellas con una alegre exclamación. En la sala, Micer Sigurd, tosiendo y resoplando después de todas aquellas emociones, le cogió por los hombros y le dio unas palmadas amistosas.
Cristina se había llenado de estupor, cuando la joven alzó hacia ella su carita dulce y pálida bajo el capuchón empapado. Era muy joven, casi una niña.
Jofrid le dijo:
—Sé que no tengo derecho a ser bienvenida en vuestra casa, madre de Gaute. Pero todas las puertas se han cerrado para mí, excepto esta. ¿Queréis aceptarme en la granja, señora? No me olvido de que he llegado sin fortuna y sin honor, pero tengo el firme deseo de serviros y de servir a Gaute, mi señor.
Entonces Cristina cogió entre las suyas las manitas de la muchacha y, sin reflexionar, exclamó:
—Dios quiera perdonar a mi hijo el mal que te ha hecho, pequeña. Entra, Jofrid. Que Dios nos preste su ayuda; yo te ayudaré en lo que pueda.
Una vez hubo pronunciado aquellas palabras, Cristina tuvo la impresión de haber dado una acogida demasiado afectuosa a aquella mujer que le era desconocida.
Sin embargo, Jofrid empezó a despojarse de su ropa de abrigo. Su pesado traje de estameña azul pálido, tejida en casa, chorreaba por el dobladillo y la lluvia había atravesado el manto mojándose los hombros. El porte de aquella jovencita estaba marcado por una triste y humilde dignidad. De su cabecita morena, graciosamente inclinada, colgaban dos trenzas oscuras que le llegaban hasta la cintura.
Cristina tomó cordialmente a Jofrid de la mano y la hizo sentarse en el banco, en el sitio más próximo al fuego.
—Debes de estar helada, criatura.
Gaute estrechó a su madre contra su pecho.
—Madre…, somos víctimas del destino. ¿Habéis visto nunca una joven más encantadora que mi Jofrid? La necesitaba, la quería para mí, costara lo que costara, y seréis bondadosa con ella, ¿verdad, madre?
¿Encantadora? Sí. Jofrid Helgesdatter era encantadora. Cristina no se cansaba de mirarla. Era menuda, de hombros anchos y caderas redondas, pero llenita y bien formada. Su piel suave y clara la embellecía aunque tuviera el rostro pálido. Tenía las facciones pequeñas, pero sus mejillas y la línea enérgica de la barbilla resultaban agradables a la vista, así como su boca menuda de labios encarnados y dientes regulares y blancos.
Cuando levantaba los párpados, sus ojos verdes y luminosos brillaban como estrellas bajo sus largas pestañas. ¡Cabellos negros, ojos luminosos! Cristina no había visto nada tan bello desde cuando, por primera vez, había visto a Erlend… y aquello era lo que habían heredado casi todos sus hijos.
Cristina hizo sentar a Jofrid a su lado en la mesa, en el banco de las mujeres. Permaneció tímida y reservada en medio de las sirvientas, ruborizándose delicadamente todas las veces que Gaute levantaba su vaso para beber a su salud.
Él, en el puesto del amo, resplandecía de orgullo y felicidad.
Para celebrar dignamente el regreso del hijo, Cristina había mandado poner mantel y dos cirios de cera en candelabros de bronce dorado. Gaute y Micer Sigurd no terminaban de brindar uno por otro, y la emoción del anciano iba en aumento. Rodeó los hombros de Gaute con el brazo y juró hacerse cargo del asunto; lo defendería ante sus poderosos parientes y el propio rey Magnus. Seguro que conseguiría un acuerdo con la ofendida familia de la joven.
Él, Sigurd Eldjarn, no tenía enemigos; era el humor agresivo de su padre y la desgracia de su mujer los que habían creado aquel vacío a su alrededor.
Por fin, Gaute se levantó con el cuerno en la mano. «¡Qué hermoso es —pensó Cristina—, y cuánto se parece a mi padre!». Cuando bebía un poco, Gaute se parecía a Lavrans: desbordante de alegría de vivir, lleno de entusiasmo.
—Bueno: esta mujer, Jofrid Helgesdatter, y yo, bebemos esta noche por nuestra llegada a casa. Si Dios quiere concedernos esa felicidad, beberemos más adelante por nuestra boda. Gracias a ti, Sigurd, por tu fiel espíritu de familia, y gracias a vos, madre, por habernos recibido como yo esperaba de vuestro corazón maternal. Mis hermanos y yo hemos dicho muchas veces entre nosotros que sois la mujer más noble y la madre más abnegada que ha habido en esta tierra. Por ello os ruego que queráis concedernos el honor de arreglar vos misma nuestro lecho nupcial de modo tan hermoso y tan rico que yo pueda, sin avergonzarme, pedir a Jofrid que lo comparta conmigo. También quiero rogaros que acompañéis a Jofrid al cuarto de arriba, para que se acueste con tanto honor como las circunstancias lo permitan, puesto que su madre ya no está en el mundo ni sus parientes aquí.
Micer Sigurd estaba completamente ebrio; se echó a reír.
—Habéis dormido juntos en mi casa, en el cuarto de arriba. Yo no pensaba que debiera hacerlo de otro modo; estaba convencido de que ya habíais compartido la cama en otras ocasiones…
—Sí, primo —dijo Gaute sacudiendo orgullosamente sus rizos dorados—, pero esta es la primera noche que Jofrid pasará entre mis brazos aquí, en este señorío que será suyo, si Dios quiere. Vosotros, bebed y alegraos esta noche. Ya conocéis a la que será mi esposa en Joerungaard. Espero de todos que la honréis, lo mismo hombres que mujeres, y cuento con vosotros para que me ayudéis a cuidarla y defenderla como es debido.
Mientras escuchaban este discurso y lo acogían con ruidosas exclamaciones, Cristina se levantó discretamente de la mesa e indicó a Ingrid que la siguiera.
El magnífico cuarto de arriba de Lavrans Bjoergulfssoen acusaba el haber albergado durante años a los hijos de Erlend. Cristina no había dado a aquellos muchachos, olvidadizos y desordenados, más que lo estrictamente necesario y lo más sencillo en cuanto a ropas y muebles. Mandaba limpiar la habitación raras veces, porque era trabajo perdido.
Gaute y sus amigos la llenaban inmediatamente de suciedad y polvo tan pronto acababan de barrerla.
Las paredes y el suelo estaban impregnados de olor a hombres que se echaban sobre la cama empapados por la lluvia o el sudor, y sucios después de sus correrías por los bosques, o del trabajo en el campo; hombres impregnados asimismo de un relente de cuadra, de prendas de cuero y de perro mojado.
Ahora Cristina y sus sirvientas limpiaban lo mejor que podían. El ama trajo sábanas finas, cobertores y almohadas, hizo quemar bayas de enebro y sobre una mesita puso un vaso de plata lleno con el último vino que había en la casa, pan blanco y una vela de cera en un candelabro de bronce. Luego acercó la mesa a la cama. La habitación no podía quedar mejor en tan poco tiempo.
Sobre el tabique de madera que la separaba del granero, habían colgado armas: la espada de combate de Erlend y la pequeña espada que solía llevar, diferentes herramientas, hachas de leñador, hachas finas de Bjoergulf y de Naakkve, así como dos destrales de las que los muchachos pocas veces utilizaban por encontrarlas demasiado ligeras.
Sin embargo, era con aquellas destrales con las que su padre había tallado toda clase de objetos. Era tan hábil y tenía tal seguridad en la mano que pocas veces utilizaba un taladro o un cuchillo para perfilar su obra.
Cristina se llevó las destrales al granero y las guardó en el cofre de Erlend, donde estaban también la camisa ensangrentada y el hacha que tenía en la mano cuando recibió la herida mortal.
Gaute propuso a Lavrans, riendo, que precediera a la desposada con la vela hasta el dormitorio. El niño experimentó a la vez embarazo y orgullo. Cristina vio que Lavrans comprendía la gravedad de aquel matrimonio ilegal de su hermano, pero estaba contento y excitado por la extraordinaria aventura; fijaba sus ojos brillantes sobre Gaute y su encantadora mujercita.
En la escalera se apagó la vela. Jofrid dijo a Cristina:
—Gaute no hubiera debido pediros esto ni siquiera ebrio. No me acompañéis más, señora. No temáis que olvide que soy una mujer seducida y separada de su familia.
—No me considero tan superior que no pueda servirte —contestó Cristina— antes de que mi hijo haya reparado sus faltas hacia ti y puedas llamarme madre con todo derecho. Siéntate para que peine tus cabellos. ¡Qué hermoso pelo tienes!
Después de que el servicio se hubo acostado en su cama, volvió a sentir cierta inquietud. Había dicho a Jofrid mucho más de lo que pensaba decirle.
¡Pero Jofrid era tan joven! ¡Dejaba ver con tal sinceridad que no pretendía que se la juzgara mejor de lo que era…! Era una criatura que se había reído del honor y de la obediencia.
Así era, pues, como ocurrían las cosas cuando se traía a la esposa a casa antes de la boda. Cristina suspiró.
Hubo un día en que ella había estado dispuesta a arriesgarlo todo por Erlend. Pero no estaba segura de haberlo hecho si la madre de Erlend hubiera vivido en Husaby…
Todavía se oía el paso renqueante de Micer Sigurd en la sala donde debía dormir con Lavrans. El anciano hablaba de los dos jóvenes con sincera bondad. No escatimaría nada de lo que pudiera hacer para que la aventura tuviera un final feliz…
A la mañana siguiente, Jofrid enseñó a la madre de Gaute lo que había traído a Joerungaard: dos sacos de cuero llenos de ropa y un cofrecillo hecho con el diente de una morsa esculpido, donde guardaba sus joyas.
Como si hubiera leído los pensamientos de Cristina, Jofrid explicó que todos aquellos objetos le pertenecían; los había recibido para su uso personal, algunos como regalos y los más como herencia de su madre. No había cogido nada que perteneciera a su padre.
Cristina estaba sentada con la barbilla apoyada en la mano, preocupada. Parecía revivir la noche en que salió de su hogar; hacía de ello una eternidad…, cuando también guardó sus tesoros en una cajita. Lo que se llevaba le había sido regalado por sus padres, a quienes ya había deshonrado en secreto, y a los que, públicamente, había ofendido y entristecido.
A juzgar por los objetos personales y por las joyas heredadas de su madre, Jofrid procedía de una casa excepcionalmente rica. Cristina valoraba en más de treinta marcos de plata las ropas que tenía ante sus ojos. Sólo la casaca escarlata guarnecida de piel blanca, con la hebilla de plata y el capuchón forrado de seda, debió de haber costado unos diez o doce marcos. Si el padre de la joven quería consentir en un acuerdo con Gaute, todo iría bien. Pero ¿consideraría a Gaute un partido aceptable para aquella mujer?
Y si Helge decidía atacar a Gaute con la dureza que el derecho le confería, el porvenir se presentaba de lo más sombrío.
—Mi madre llevaba siempre esta sortija —explicó Jofrid—. ¿Queréis aceptarla, señora? Así me convenceré de que no me juzgáis tan severamente como podría esperarse de una mujer honrada y de noble linaje.
—¿Me invitas, pues, a ocupar el lugar de tu madre? —contestó Cristina sonriendo; y se puso el anillo en un dedo. Era una pequeña sortija de plata adornada por una ágata blanca. Cristina se decía que aquella sortija debía de tener gran valor para la pequeña, puesto que le recordaba a su madre.
—Me siento obligada a hacerte también un regalo —dijo. Y sacó de su cofre una sortija de oro con un zafiro—. Mi marido la puso sobre mi cama cuando nació Gaute.
—Yo había pensado mendigar otro regalo, madre —y sonrió de modo encantador—. No temáis que Gaute haya traído a su casa a una mujer holgazana y torpe…, sólo que no tengo ningún traje que convenga para trabajar. Dadme uno de vuestros vestidos viejos y aceptad que os ayude en la casa; tal vez no tardéis en amarme un poco más de lo que podéis amarme ahora.
Había llegado el momento, para la mayor de las dos mujeres, de enseñar a la más joven el contenido de sus arcas. Jofrid tuvo palabras de alabanza para los bellos trabajos de Cristina. Esta le iba mostrando diversos objetos. Tan pronto dos sábanas de hilo con entredós, como una toalla bordada en azul, o un cobertor de tejido cruzado, y, para terminar, el gran tapiz natural que representaba la caza con halcón.
—No quiero que estas cosas salgan de aquí y, con la ayuda de Dios, Joerungaard será algún día tu casa.
Las dos mujeres visitaron después los graneros y almacenes de provisiones, lo que duró varias horas.
Cristina quiso dar a Jofrid un traje de estameña verde con lunares negros, pero Jofrid lo encontró demasiado bueno para usarlo para trabajar.
«¡Pobrecilla! Trata de serme agradable», se decía Cristina simulando una sonrisa. Por fin descubrieron un traje pardo y viejo «que iría muy bien», aseguró Jofrid, si lo cortaba por abajo y reforzaba las mangas. Fue preciso prestarle en seguida las tijeras y útiles de costura, y puso manos a la obra. Cristina cogió también su trabajo, y así fue como Gaute y Micer Sigurd las encontraron cuando volvieron a casa por la noche.