Capítulo tercero

LA CRUZ

1

«Todas las llamas acaban por apagarse». Llegó un día en que estas palabras de Simón Darre resonaron de nuevo en el corazón de Cristina.

Era en verano, cuatro años después de la muerte de Erlend Nikulaussoen. De todos los hijos de Cristina, sólo Gaute y Lavrans estaban en casa con la madre.

Dos años antes había ardido la vieja fragua y Gaute había construido una nueva, en el lado norte, hacia el camino. La vieja se elevaba al sur de la casa, cerca del río, en una hondonada entre la colina de Joerungaard y un gran montón de piedras procedentes de antiguas roturaciones.

Casi todos los años, en la época de las crecidas, el agua llegaba hasta la forja.

Ya no quedaba nada de la vieja fragua. Sólo las dos grandes piedras del umbral indicaban aún dónde había estado la entrada, y se reconocía el emplazamiento del hogar. Un césped verde claro, suave y blando, crecía ahora sobre la capa negra del carbón.

Cristina Lavransdatter aquel año había sembrado lino cerca de la antigua forja, porque Gaute había decidido criar trigo en los campos más cercanos a Joerungaard, allí donde, desde tiempo inmemorial, las amas del señorío sembraban su lino y plantaban sus cebollas. Cristina siempre tenía cosas que hacer en aquel viejo rincón, sin hablar de la vigilancia de su campo de lino.

El jueves por la noche, subía cerveza y carne al jornalero que vivía en la colina. En las noches claras del verano, el hogar solitario del prado tomaba el aspecto de un altar pagano de la antigüedad, al surgir de la hierba como una estela gris e impregnada de hollín. Durante la canícula, Cristina iba a mediodía con el cesto en el brazo a recoger las frambuesas, o bien aquellas hojas que sirven para preparar deliciosas bebidas refrescantes contra la fiebre. Las últimas notas del carillón de mediodía, en honor de la Santísima Virgen, surcaban el aire saturado de luz.

Todo el país parecía prepararse para la siesta bajo la blancura ardiente del sol.

Desde la aurora bañada de rocío se oía el canto de las hoces en los prados en flor, el choque del hierro contra el hierro, y las voces que se llamaban, desde lejos y cerca. Ahora, la actividad humana se apagaba: era la hora de la siesta.

Cristina, sentada en la vertiente pedregosa, escuchaba. Sólo se oía el murmullo del río y el susurro de las hojas movidas por la brisa.

Por encima de los prados zumbaban en sordina los moscardones, y por algún lado, lejos, una vaca que no había ido a los pastos de altura hacía sonar su cencerro. Un pájaro, en vuelo rápido y silencioso, llegaba por el bosquecillo de alisos, otro alzaba el vuelo por encima del césped y se dejaba caer chillando sobre una mata de cardos.

El viento empujaba las nubes azules sobre las crestas, nubes de buen tiempo que nacían detrás de las montañas y se esfumaban en el cielo de verano.

El movimiento del Laage detrás de los árboles, las chispas que el sol lanzaba entre las hojas, ¿no eran, acaso, más que una sensación visual, la auténtica voz del silencio perceptible sólo al oído del alma?

Con el pañuelo de cabeza bajado sobre la frente para protegerse del sol, Cristina permanecía sentada observando los juegos de luces y sombras sobre el valle.

«¡Todas las llamas acaban por apagarse!». Entre los alisos, a lo largo del ribazo pantanoso, los charcos de agua brillaban entre las matas de juncos. Los juncos, así como las ciperáceas, crecían en abundancia en aquel rincón, pero sobre todo el cincoenrama extendía la alfombra de sus hojas verde claro de cinco lóbulos y sus flores rojo oscuro. Cristina había cogido un gran ramo de ellas. Durante mucho tiempo se había preguntado si aquella planta no encerraría alguna virtud útil. La había puesto a secar, a hervir, y se la había echado a la cerveza y al hidromiel. Pero no, no servía para nada.

A pesar de mojarse los pies, Cristina se metía en el pantano para coger plantas.

Arrancaba todas las flores de los tallos y trenzaba coronas con aquellos florones oscuros. Su color recordaba a la vez el vino tinto y el hidromiel oscuro.

Debajo de los estambres de color púrpura goteaba un líquido pegajoso como la miel. A veces Cristina hacía una corona para la Virgen que tenía en el cuarto de arriba. Era una costumbre de los países del sur, según explicaba el sacerdote, que había viajado por aquellos parajes. Ahora ya no le quedaban coronas que trenzar. Por aquí, en el valle, los jóvenes no solían llevarlas sobre sus cabellos cuando iban a bailar al terreno de juego.

Aquella costumbre la habían introducido en la región de Trondhjem los hombres que volvían de la corte del rey. Y la madre pensaba que una de aquellas coronas gruesas, de color purpura, sentaría bien a la tez clara de Gaute y a su cabello de lino, o a la melena castaño claro de Lavrans.

Había transcurrido una eternidad desde que había ido con sus niños y la nodriza al cercado verde de Husaby durante el verano. Entonces no conseguía, ni ayudada por Frida, trenzar coronas con la rapidez con que los niños las solicitaban. Cristina recordaba que por aquella época estaba amamantando a Lavrans; Ivar y Skule decían que tenía que hacer también una corona para el chiquitín; pero una corona de flores pequeñitas, añadían los dos chiquillos de cuatro años.

Cristina ahora sólo tenía hijos mayores. Lavrans, el más joven, estaba ya en los dieciséis años. ¡Se le podía considerar un hombre! Había observado que aquel niño era más despegado que los otros. No se alejaba de ella voluntariamente como había hecho Bjoergulf, ni se concentraba en sí mismo como el miope, pero tal vez su naturaleza era aún más reservada. Cuando todos los hermanos estaban en casa, sus silencios pasaban inadvertidos. Tenía las mejillas sonrosadas y era fuerte. Todos querían a aquel niño sonriente, sin reparar en que este permanecía la mayor parte del tiempo solo, sin decir nada. En Joerungaard se le tenía por el más guapo de todos los hermosos hijos de Cristina. Para la madre, aquel en quien pensaba ahora era mucho más guapo, aunque también comprendía que la belleza de Lavrans tenía una calidad luminosa.

Su cabello era castaño claro y sus mejillas como manzanas doradas por el sol; incluso sus grandes ojos grises tenían chispitas doradas. Se parecía a Cristina tal como era ella en su juventud. Tenía la misma tez, clara y lustrada por el sol, que su madre.

Alto y fuerte para sus años, era trabajador y hábil para cuanto se le confiaba. Era sumiso a su madre y hermanos, alegre, simpático y sociable. Pero ¡qué reservado era! En las veladas de invierno, cuando el personal de la casa reunido en la sala de tejer mataba el tiempo con charlas y bromas al realizar algún trabajo, Lavrans soñaba.

En verano, Cristina, una vez terminado el trabajo del día en la granja, iba a sentarse al lado de aquel muchacho que, echado en la hierba, masticaba un pedazo de madera resinosa o mordisqueaba un tallo de acedera.

Mientras le hablaba, miraba fijamente a sus ojos. Parecía como si fuera a buscar muy lejos sus pensamientos. Luego sonreía a su madre y le contestaba con precisión e inteligencia. A veces se quedaban horas sentados, uno al lado del otro, hablando como buenos amigos.

Pero tan pronto Cristina se levantaba para ir a casa, los pensamientos de Lavrans volvían a vagar por el espacio.

Cristina no llegaba a adivinar en qué podía pensar el muchacho con tanta abstracción.

No era torpe en los ejercicios físicos ni en el manejo de las armas, pero se dedicaba a ellos con menos ardor que sus hermanos; jamás se le ocurría ir solo de caza y en cambio parecía feliz cuando Gaute le pedía que le acompañara a cazar.

Hasta entonces no había dado la sensación de advertir las miradas tiernas que las mujeres le dedicaban.

No sentía la menor afición por la ciencia de los libros, y la resolución de sus hermanos mayores de retirarse a un convento no había impresionado, aparentemente, al más joven.

Cristina no intuía que tuviera otros proyectos para el porvenir que el de quedarse en casa con Gaute y seguir ayudando a este, como hasta el momento, en los trabajos de la granja. A veces, pensaba que Lavrans se parecía un poco a su padre en aquella extraña expresión de ausencia. Pero las horas silenciosas de Erlend habían alternado con horas de una locura desbordada, y Lavrans no tenía nada del carácter violento e impetuoso de Erlend. Por otra parte, este no había estado nunca tan ajeno a lo que ocurría a su alrededor.

Sí, Lavrans era ahora el más pequeño. Desde hacía tiempo Munan dormía en la tumba, al lado de su padre y de su hermanito. Había muerto a principios de primavera, al año siguiente del asesinato de Erlend. La viuda, después de la muerte de su marido, parecía no ver ni oír nada. Se sentía helada de cuerpo y de alma y sin fuerza, además de su inmenso sufrimiento. Le parecía que toda ella sangraba hasta la muerte a consecuencia de la herida que había recibido Erlend.

Él había tenido toda su vida en sus manos desde aquel mediodía, bochornoso por la cercana tormenta, en que se había entregado por primera vez a Erlend Nikulaussoen en la granja de Skogen.

Entonces era joven e inexperta, no comprendía nada de lo que le ocurría y por ello trataba de disimularlo. Hubiera querido llorar porque le hacía daño, pero había sonreído porque iba a ofrecer al que amaba su más preciado don.

Y sin importarle el valor de ese don, se había entregado a él, enteramente y para siempre.

Había hecho ofrenda a Erlend de su virginidad, que Dios, en su clemencia, había adornado de belleza y de salud al permitirle crecer en la seguridad y el honor del hogar paterno, donde su padre y su madre ejercían sobre ella la más suave autoridad. Y desde entonces, había quedado prisionera de aquellos brazos.

¡Con cuánta frecuencia, en los años que siguieron, se había rebelado en su corazón contra las muestras de amor de su marido, entregándose, no obstante, con sumisión a la voluntad del esposo, aun cuando se sentía morir de hastío…!

Al contemplar el bello rostro de Erlend y su cuerpo magnífico y robusto, había pensado con salvaje alegría que ni uno ni otro tenían ya poder para ocultarle los defectos de su marido. Seguía igualmente hermoso, igualmente joven, la cubría de caricias tan apasionadas como en el tiempo en que era joven y bella; pero Cristina había envejecido, madurado, y aquel pensamiento la inundaba de orgullo y de victoriosa soberbia.

¡Qué fácil es mantenerse joven para quien no quiere saber nada, quien es incapaz de satisfacer las exigencias de la vida, quien no sabe luchar para someter las circunstancias a su voluntad de hombre!

Y, no obstante, al recibir sus besos de hombre en los labios apretados, incluso cuando toda ella se apartaba de él para no pensar más que en la lucha que tenía que sostener por el porvenir de sus hijos, se entregaba a él… lo sabía de sobra, con el mismo ardor apasionado que antes él había infundido en su sangre.

A veces pensaba que los años la habían enfriado, porque ya no sentía calor en el corazón al ver brillar en los ojos de Erlend la chispa de tiempos pasados, ni cuando la voz de su marido tenía aquellas entonaciones profundas que la obligaban a abandonarse, sin fuerza y sin voluntad, aniquilada por la felicidad, como en los primeros tiempos de su amor.

Pero, lo mismo que antes había necesitado la presencia de Erlend para compensarla de los dolores de la separación, también ahora necesitaba de un modo instintivo, pero con toda su alma, conseguir el fin que se había propuesto. Quería, para cuando fuera una anciana de pelo blanco, ver a todos sus hijos establecidos felices y seguros.

Ahora conocía también el dolor de la espera y de la incertidumbre, pero eran los hijos de Erlend los causantes.

Ardía de un deseo, que se parecía al hambre y a la sed, por ver que sus hijos alcanzaban el éxito.

Así como entonces se había entregado a Erlend, ahora se entregaba a este mundo que había nacido de su unión. Aceptaba con toda su voluntad cualquier esfuerzo que la vida exigiera de ella y se ofrecía a todo trabajo que pudiera asegurarle la prosperidad de los hijos de Erlend.

No lograba separar a Erlend de cuanto ella había hecho en la vida, de cada uno de sus actos: estaba con ella cuando en Husaby, ayudada por su capellán, trataba de poner en orden los papeles de su marido; cuando daba instrucciones a los jornaleros, a los mozos de la granja; cuando, junto con sus sirvientas, se ocupaba de los almacenes de provisiones o la cocina; cuando, sentada en el jardín, en los días veraniegos, tenía a sus hijos y a sus nodrizas consigo. Y no importaba a nadie más que a ella si, tan pronto algo no andaba bien en la casa, o los niños la desobedecían, se dirigía su cólera a su marido; sí, Erlend era para ella el manantial de la alegría que experimentaba cuando se guardaba el heno bien seco en verano, cuando la cosecha era buena, cuando los terneros engordaban, cuando oía a sus niños gimotear o reír en el patio…

La certeza de ser suya quemaba secretamente su corazón cuando, guardada la última prenda de las ropas de fiesta que acababa de coser para sus hijos, se entregaba a la felicidad de contemplar su hermoso y minucioso trabajo de invierno.

Era Erlend quien una noche de primavera estaba cansado y dolorido al regresar ella del río acompañada de sus sirvientas. Habían lavado la lana del esquileo, hecho hervir el agua en un caldero a la orilla del río y aclarado la lana en la corriente. El ama se sentía los riñones deshechos; estaba negra de mugre hasta los hombros, el olor de cordero y de grasa había impregnado sus ropas, le parecía que no conseguiría quedar limpia jamás.

Y ahora que él se había ido, la viuda no encontraba ningún sentido a la actividad infatigable de su vida. Era él el asesinado, y ella moriría como un árbol al que han cortado las raíces.

Los brotes jóvenes que habían germinado en sus entrañas podían ya desarrollarse solos y decidir su propia suerte.

Un pensamiento cruzó entonces por la mente de Cristina. ¿Por qué no había querido comprender todo esto cuando Erlend aún vivía?

Ante sus ojos se deslizaba, fugitiva, la imagen de una existencia con su marido en su señorío de la montaña. Ellos dos, rejuvenecidos, y el pequeño Erlend entre ellos. Pero no sentía ni dolor ni pesar. No habría podido separar su suerte de la de sus hijos. No obstante, la muerte no tardaría en hacerlo, porque sin Erlend ya no tenía fuerzas para vivir. Todo lo ocurrido, todo lo que le ocurriría en adelante, era su destino.

Su cabello encanecía, su tez se arrugaba, ya no se adornaba; solamente se vestía para estar presentable. Durante la noche pensaba en su vida con Erlend, y de día andaba como en sueños, sin hablar a nadie si no le hablaban, sin oír si sus hijos se dirigían a ella.

Aquella mujer activa y que había estado en todo, no hacía nada. El amor había inspirado toda su actividad material. Erlend no se lo había agradecido; no era así como había deseado ser amado.

Pero ella no podía ser de otra manera. Era natural en ella el amar con todo aquel frenesí y toda aquella abnegación.

Parecía ir camino de la tumba. Fue entonces cuando la epidemia se extendió por el país y los hijos de Cristina cayeron enfermos.

La epidemia era mucho más peligrosa para los adultos que para los niños. Atacó tan gravemente a Ivar que nadie esperaba que sobreviviera. La fiebre hacía delirar al muchacho; gritaba que quería levantarse y coger las armas… Sin duda pensaba en la muerte de su padre.

Naakkve y Bjoergulf lo retenían con dificultad en la cama. Luego Bjoergulf también cayó enfermo, y Lavrans estaba acostado con el rostro descompuesto, y los ojos como sin vida entre la rendija estrecha de los párpados; parecía que la fiebre iba a consumirlo.

La madre velaba en la habitación de arriba a los tres enfermos. Naakkve y Gaute habían tenido la enfermedad de pequeños, y Skule estaba menos grave que su hermano. Frida lo cuidaba en la sala de abajo, así como a Munan. Nadie creía que Munan estuviera en peligro, aunque nunca había sido un niño robusto, y una noche, cuando ya todos lo creían repuesto, tuvo un ataque. Frida llamó a la madre. Cristina bajó corriendo y poco después Munan exhalaba el último suspiro en brazos de su madre.

La muerte del niño sacó a Cristina de su apatía. Cuando su pequeño hubo muerto, su desesperación había sido del mismo tono púrpura que los sueños de felicidad destrozados. La tormenta que hacía estragos en su corazón la ayudó a sobrellevar aquel golpe.

Las grandes pruebas que habían terminado con la muerte de Erlend dejaron en el alma de Cristina una terrible indolencia. Estaba segura de sucumbir al dolor, y aquella certidumbre atenuaba el aguijón del sufrimiento. Sentía que las sombras crecían a su alrededor, mientras esperaba a que se abriera la puerta para ella.

Junto al cuerpecito sin vida de Munan, la madre reaccionó y lloró al fin.

Aquel niño tan hermoso había sido su pequeño, el último pequeño que aún podía acariciar, con el que podía reír cuando hubiera debido mostrarse severa y reñirlo por sus pequeñas faltas y travesuras.

Era tan cariñoso con ella, ¡la quería tanto! Se sintió tocada en su carne viva y no estaba dispuesta a morir. Sin duda la muerte no querría a una mujer que había inyectado su propia sangre a tantos corazones jóvenes.

Cristina repartía su lúcida desesperación entre el niño acostado en el lecho mortuorio y sus hijos mayores, enfermos. Habían colocado a Munan en el antiguo almacén de provisiones donde habían estado también el pequeñín muerto y el cuerpo de Erlend… tres cadáveres en Joerungaard en menos de un año. Con el corazón devorado por la angustia, pero muda y rígida, Cristina esperaba que la muerte le robara a alguien más, lo esperaba como hecho inevitable.

No había estimado lo bastante el don que Dios le había hecho al concederle tantos hijos.

Pero, sí, en cierto modo se había dado cuenta de su valor, y era esto lo más grave, porque a pesar de todo había pensado más en los tormentos, en el sufrimiento, en las inquietudes, en la lucha…

Sin embargo, día tras día había ido aprendiendo, por su nostalgia, cuando un niño escapaba de sus brazos, por su alegría, cada vez que un nuevo chiquillo se colgaba de su pecho, que la felicidad era infinitamente superior a la pena y al dolor. Se había quejado de no poder fiarse del padre de sus hijos, y de que se preocupaba muy poco del porvenir de su estirpe. Olvidaba que era el mismo cuando ella había quebrantado el mandamiento de Dios y pisoteado el honor de su familia para seguir a Erlend.

Y resulta que ahora estaba muy lejos de ella y sus hijos iban también a morir uno a uno.

Quizás terminaría por quedarse sola…, una madre sin hijos.

Había observado muchas otras cosas, sin profundizar en ellas, en la época en que veía el mundo a través del velo de su amor.

Advirtió que Naakkve se tomaba en serio su papel de primogénito, que tenía que ser el jefe de sus hermanos. También había visto que amaba mucho a Munan. Sin embargo, la sorprendió el dolor que experimentó aquel por la muerte de su hermanito.

No obstante, los demás enfermos mejoraban, aunque muy despacio. El día de Pascua, Cristina pudo ir a la iglesia con cuatro de sus hijos; Bjoergulf guardaba cama todavía e Ivar estaba demasiado débil para salir de casa.

Lavrans había crecido mucho durante su enfermedad; además, como consecuencia de todo lo ocurrido en los últimos seis meses, poseía una madurez superior a sus años.

Cristina se sentía vieja. Para ella, una mujer es joven mientras tiene niños que duerman en sus brazos durante la noche, jueguen a su alrededor durante el día, y reclamen sus cuidados durante veinticuatro horas seguidas.

Cuando los niños han crecido y se alejan de ella, la madre es ya una vieja.

Su nuevo cuñado, Jammaelt Halvardssoen, decía que los hijos de Erlend eran aún muy jóvenes. La propia Cristina apenas había pasado los cuarenta años; a lo mejor no tardaría en volver a casarse. Necesitaba un marido que pudiera ayudarla a explotar la propiedad y educar a los hijos más pequeños. Jammaelt había hablado a Cristina de varios hombres honorables que, en su opinión, serían buenos partidos para ella. Debería ir a Aelin en otoño y él se las arreglaría para que los conociera; después, podrían hablar con más calma de aquellas cosas.

Cristina había esbozado una pálida sonrisa. Era verdad, tenía poco más de cuarenta años. Si le hubieran hablado de otra mujer, viuda tan pronto, con una pandilla de muchachos que iban haciéndose hombres, hubiera dicho lo mismo que Jammaelt: «Es preciso que se vuelva a casar y busque el apoyo de un nuevo marido. Todavía podrá darle descendencia». Pero ella no quería volver a casarse.

Poco después de las fiestas de Pascua, Jammaelt de Aelin fue a Joerungaard. Era la segunda vez que Cristina veía al marido de su hermana. Ni ella ni sus hijos asistieron a los esponsales de Lyfrin ni a la boda en Aelin.

Ambas ceremonias se habían sucedido en un intervalo corto, en la primavera del año en que esperaba a su último hijo.

Tan pronto Jammaelt se hubo enterado del asesinato de Erlend Nikulaussoen, se apresuró a ir a Sil. Trató de ayudar a la hermana y a los sobrinos de su mujer por todos los medios. Hizo cuanto supo para solucionar lo más urgente después de la muerte del amo, se hizo cargo él mismo de las diligencias para castigar a los asesinos, puesto que ninguno de los hijos de Erlend era mayor de edad.

Pero en aquel entonces, Cristina no se daba cuenta de nada de lo que ocurría a su alrededor. Incluso la condena que se impuso a Godmund Toressoen, reconocido como culpable de la muerte de Erlend, la dejó indiferente.

En la segunda visita de su cuñado, habló con él un poco más. Jammaelt era un hombre simpático. De la misma edad que Simón Darre, había dejado atrás la juventud; era tranquilo y ponderado, agradable de rostro, pero un poco encorvado.

Gaute y él se hicieron buenos amigos desde el primer día. Naakkve y Bjoergulf se habían unido aún más después de la muerte de su padre, y estaban siempre separados de los demás. Ivar y Skule dijeron a su madre que Jammaelt les gustaba, pero añadieron:

—Nos parece que Ramborg podía haber hecho a Simón el honor de seguir viuda un poco más. Este nuevo marido no vale lo que Simón.

Aquellos dos salvajes guardaban un afectuoso recuerdo de Simón. Había sabido llevarlos, ya fuese con bromas, ya con palabras severas, cuando se mostraban indisciplinados y no soportaban la menor reconvención de sus padres sin dirigirles miradas furiosas o apretar los puños.

Durante la estancia de Jammaelt en Joerungaard, fue también Munan Baardssoen a visitar a Cristina. ¿Qué había sido del caballero…? ¿El que antes pasaba por un hombre alto e imponente? Es que entonces llevaba con dignidad su corpachón, lo que le hacía parecer más alto de lo que en realidad era. Hoy la gota retorcía sus miembros, y los pliegues de su piel vacía colgaban sobre el cuerpo enflaquecido. Tenía el cráneo desguarnecido, con una pobre corona de mechones blancos y escasos en la nuca.

Tiempos atrás, una barba color negro azulado había encuadrado su rostro demasiado carnoso; pero ahora unos pelos grises asomaban por entre todas aquellas arrugas fofas del mentón y del cuello, por todos aquellos sitios donde Munan Baardssoen difícilmente podía pasar la navaja. Tenía los ojos legañosos y se le caía la baba… sufría terriblemente del estómago. Su hijo, Inge, al que llamaban Fluga por su madre, le acompañaba. Fluga era un hombre ya mayor. Munan Baardssoen le había hecho contraer un ventajoso matrimonio y había conseguido para él el apoyo del obispo. Munan había estado casado con la hermana mayor del obispo, así que este estuvo dispuesto a ayudar a Inge para que tuviera una posición suficientemente buena para que no le negasen la hija de Dama Katrine.

Al obispo se le había concedido el cargo de Senescal en Hedemarken, y había hecho a Inge Munanssoen su representante, de forma que Inge poseía ahora muchas tierras en Skaun y en Ridabu. Su madre acababa también de adquirir una propiedad en el país; se había vuelto honesta y caritativa y había jurado llevar una vida recta hasta la muerte.

—No está ni vieja ni decrépita —afirmó Micer Munan viendo sonreír a Cristina. Había deseado convencer a Byrnhild para que fuera a dirigir su casa, en la granja de Hamar, pero ella se había negado…

—Tengo tan pocas alegrías en mi vejez —gimoteó Micer Munan—. Mis hijos tienen el humor irritable, los que son de una misma madre no están en buenas relaciones entre sí; y con sus hermanastros y hermanastras no hacen sino pelear y discutir.

Munan había tenido a la más joven de sus hijas de una concubina estando ya casado, así que no podía dejarle ninguna herencia. Pero ella le sacaba al padre todo cuanto podía en vida: era la peor de todos sus hijos. Desde que era viuda vivía en el señorío de Skogheim, patrimonio de Micer Munan.

Este le tenía un miedo atroz, pero cuando trataba de instalarse en casa de tal o cual hijo o hija suyos, se veía atosigado con quejas sobre su avaricia y la falta de honradez del resto de la familia.

Donde se encontraba más a gusto era con una hija suya, legítima, religiosa en Gimsoey, y le gustaba pasar temporadas en la hospedería del convento, tratando de purificar su alma con penitencias y oraciones, guiado por su hija. Desgraciadamente, no se atrevía a quedarse mucho tiempo en Gimsoey.

Cristina no estaba segura de que los hijos de Brynhild fueran mejores para con su padre que sus otros hermanos y hermanas, pero Munan Baardssoen lo aseguraba; los prefería a todos sus hijos.

Por lamentable que fuese este pariente de Cristina, en su compañía el rígido dolor de la viuda pareció ceder un poco por primera vez.

Micer Munan hablaba de Erlend de la mañana a la noche; cuando no gemía sobre sus propios infortunios, evocaba la muerte y alababa las hazañas de Erlend, sobre todo las de su loca juventud. ¡Qué fogosa temeridad cuando, por primera vez, se había lanzado a recorrer mundo! ¡Y Dama Magnhild, que en Husaby se quejaba del padre de Erlend, y el padre, que se quejaba respecto del hijo mayor! Micer Munan volvía también a los recuerdos de Hestnaes y del devoto y grave padrino de Erlend, Micer Baard.

La charla de Micer Munan era, aparentemente, un extraño consuelo para la apenada viuda. Pero, a su modo, el caballero había querido a su joven pariente; siempre había visto en Erlend al hombre más sobresaliente, tanto por su belleza como por su inteligencia… Aparte, claro está, de su incapacidad para servirse de ella, se apresuraba a añadir.

Cristina se decía que la entrada de Erlend, a los dieciséis años, en la corte del rey bajo los auspicios de semejante primo no pudo haberle favorecido en nada; pero no podía evitar sonreír mientras Micer Munan charlaba, y la saliva goteaba en las comisuras de sus labios, y sus ojos de anciano, enrojecidos, lagrimeaban. Sonreía dulcemente, con ternura, ante la deslumbrante alegría de vivir de la primera juventud de Erlend. Entonces no se había comprometido aún para siempre con la aventura de Eline Ormsdatter…

Jammaelt, que hablaba seriamente con Gaute y Naakkve, contemplaba sorprendido a su cuñada.

Estaba sentada en el banco con aquel repugnante viejo y con Ulf Haldorssoen que, en opinión de Jammaelt, tenía un aspecto algo siniestro. Y Cristina sonreía hablando con ellos y les servía de beber. Jammaelt no le había visto nunca aquella sonrisa que la favorecía. Cuando reía con su risa un poco apagada, parecía una jovencita.

Jammaelt consideraba imposible que los seis hijos se quedaran juntos en la granja de la madre. No era de esperar que ningún hombre rico y de linaje semejante al de los hijos de Erlend, quisiera entregar una hija a Nikulaus si sus cinco hermanos vivían con él, y quizá, casados a su vez, pretendían vivir de lo que producía la propiedad.

Y era absolutamente necesario buscar una esposa para aquel muchacho, decía Jammaelt. Contaba veinte años y parecía de robusta complexión. Por aquella razón, Jammaelt pensaba llevarse consigo a Ivar y Skule, a su regreso al sur. Ya se las arreglaría para asegurar su porvenir.

Los grandes señores del país recordaban de pronto, desde la desgraciada muerte de Erlend, que aquel hombre asesinado había sido uno de los suyos por el nacimiento y la sangre y que el destino lo había elegido, a él, tan noble de carácter, para ir en cabeza de la mayoría de ellos como jefe valiente y arriesgado, pero que la suerte no le había sido propicia.

Se había castigado con el máximo rigor a aquellos que habían tomado parte en el asesinato del señor en su propio territorio.

Jammaelt informó que mucha gente había preguntado por los hijos de Erlend.

Por Navidad se había encontrado con los de Sudrheim, que se dijeron parientes de aquellos jóvenes. Micer Jon le había rogado que transmitiera sus saludos a Cristina y le asegurase que recibiría y trataría a los hijos de Erlend Nikulaussoen como parientes, si alguno de ellos quería ir a trabajar en su casa.

Jon Haftorssoen iba a casarse con Eline, la hija mayor de Erling Vidkunssoen, y la joven prometida había preguntado si los hijos se parecían al padre… Se acordaba de una visita de Erlend a Bjoergvin, cuando era niña, y le había parecido el más guapo de los hombres. Su hermano, Bjarne Erlingssoen, había dicho también que haría con gusto todo cuanto pudiera por los hijos de Erlend.

Cristina miraba a sus gemelos, mientras Jammaelt hablaba. Al ir creciendo se parecían cada vez más a su padre: el mismo cabello fino de un negro hollín, liso sobre el cráneo y rizado en la frente y la nuca. La misma cara estrecha de nariz prominente, la misma boca pequeña y bien dibujada. Pero tenían la barbilla más corta y más ancha, los ojos de un tono más oscuro que los de Erlend. Y Cristina pensaba que precisamente lo que daba aquella extraña belleza a Erlend era que en aquel rostro cargado de sombra y bajo su cabello tan negro se levantaba, inesperada, su mirada clara y azul.

Los ojos de los gemelos brillaron con sombría luz cuando Skule contestó a su tío; solía hablar siempre por los dos.

—Os damos las gracias por vuestro ofrecimiento, tío. Pero ya hemos hablado con Micer Munan e Inge y nuestros hermanos mayores nos han aconsejado; así que hemos llegado a un acuerdo con Inge y su padre. Ellos dos son nuestros parientes más próximos por parte de nuestro padre; acompañaremos a Inge y pasaremos este verano en su casa y tal vez más tiempo.

Aquella misma noche los dos muchachos fueron a ver a Cristina en la estancia donde dormía. Acababa de acostarse.

—Creemos que nos comprenderéis, madre —dijo Ivar Erlendssoen.

—No mendigamos la amistad y la ayuda familiar de aquellos que permanecieron mudos ante la injusticia cometida con nuestro padre —añadió Skule.

La madre asintió con la cabeza.

Opinaba que sus hijos tenían razón. Jammaelt era un hombre razonable y de juicio recto; su ofrecimiento estaba hecho con buena intención, pero a ella le gustaba que sus hijos fueran fieles a su padre, aunque antes nunca hubiera imaginado que acabaran sirviendo al hijo de Brynhild Fluga.

Los dos gemelos se marcharon con Inge Fluga tan pronto Ivar estuvo lo bastante fuerte para poder montar a caballo. La casa sin ellos quedó en silencio. La madre pensaba en que el año anterior estaba acostada en la sala de tejer con el recién nacido en brazos. ¿Sería un sueño? Hacía muy poco tiempo aún se sentía joven y todos los deseos y todas las ilusiones de una joven hacían latir su corazón, con esperanza, odio y amor.

Y su rebaño quedaba reducido ahora a cuatro hijos. Sólo le preocupaba la inquietud que sentía por esos muchachos. En el silencio que siguió a la marcha de los gemelos de Joerungaard, la angustia que despertaba en ella el estado de Bjoergulf renació como una viva llamarada.

Durante la estancia de los invitados, este se había instalado con Naakkve en la antigua sala con hogar. De día se levantaba, pero aún no salía de casa. Cristina se daba cuenta, con un temor inconfesado, de que estaba siempre sentado en el mismo lugar, de que jamás atravesaba la habitación y de que, en general, apenas se movía.

Sabía que el estado de sus ojos había empeorado desde esta última enfermedad. Naakkve no decía nada al respecto, pero desde la muerte de su padre se mostraba taciturno y parecía evitar a su madre siempre que podía.

Por fin un día Cristina se armó de valor y preguntó a Naakkve sobre el estado de los ojos de Bjoergulf. Las respuestas del hijo fueron al principio evasivas, pero terminó por decir la verdad a su madre.

—Aún puede distinguir una luz muy fuerte. —El muchacho palideció al hablar; luego agachó la cabeza y salió de la sala.

Bastante más tarde, durante el día, después de que Cristina hubo llorado todas sus lágrimas, se dijo que sería para ella un consuelo hablar tranquilamente con su hijo; se dirigió, pues, a la sala vieja.

Bjoergulf estaba sentado en la cama. Tan pronto Cristina se sentó a su lado vio, por la expresión de su rostro, que estaba enterado de su conversación con Naakkve.

—Madre, no lloréis —suplicó, inquieto.

Hubiera querido echarse sobre él, rodearlo con sus brazos, llorar por él y gemir por la crueldad de su suerte. Pero se conformó con deslizar la mano bajo las mantas y coger la de Bjoergulf.

—¡Dios pone duramente a prueba tu adolescencia, hijo! —dijo con voz ronca.

La expresión del rostro de Bjoergulf cambió, se hizo firme y resuelta.

Pero tuvo que esperar un momento antes de poder contestar:

—Hace tiempo que sabía lo que me estaba reservado. Todo el tiempo que pasamos en Tautra, fray Aslak me decía que si las cosas tenían que ocurrir así para mí… Lo mismo que Nuestro Señor fue tentado en el desierto, decía… Decía que el verdadero desierto, para un cristiano, era perder la vista o uno de los cinco sentidos. Entonces el cristiano sigue las huellas de su Rey por el desierto, aunque su cuerpo permanezca entre sus hermanos y su familia. También me leía, en aquellos días, pasajes de los libros de san Bernardo. Si un alma comprende que Dios la ha llamado especialmente para que sufra tal o cual prueba, no debe temer no poder soportarla. Dios conoce mi alma mejor de lo que mi alma se conoce a sí misma.

Y continuó hablando en este tono, consolando a su madre con una sabiduría y una fortaleza de alma superior a sus años.

Durante la velada, Naakkve quiso hablar en privado con Cristina. Le confió su resolución y la de Bjoergulf de entrar en la comunidad de Hermanos de Cristo y de tomar el hábito en Tautra.

Cristina se quedó como cegada por el rayo, pero Naakkve estaba muy tranquilo. Esperarían a que Gaute alcanzara la mayoría de edad y pudiera ser el apoyo de su madre y de sus hermanos más jóvenes. Pensaban entrar en el convento con tantos bienes como convenía que llevaran los hijos de Erlend de Husaby. Pero estaban dispuestos a renunciar a su herencia en la medida en que fuese necesario a sus hermanos. Los hijos de Erlend no habían heredado de su padre nada que valiera la pena, pero los tres que habían nacido antes de la marcha de Gunnulf al convento poseían algunas tierras en el norte. Al repartir este sus bienes había hecho donación de ellas a sus sobrinos, aunque dejara a su hermano casi todo lo que no regalaba a la iglesia o no empleaba en obras benéficas. Desde el momento en que Naakkve y Bjoergulf se apartaban del mundo sin reclamar toda su parte de la herencia, se simplificaría la tarea de Gaute como jefe y continuador de la estirpe.

Cristina sentía que la cabeza le daba vueltas. Jamás se hubiera imaginado que Naakkve pudiera pensar en la vida monástica. Pero no hizo ninguna objeción, estaba demasiado impresionada y no se atrevía a apartar a sus hijos de una resolución tan hermosa y útil.

—Ya de niños nos habíamos prometido no separarnos nunca —dijo Naakkve.

La madre hizo un movimiento con la cabeza. Para ella aquel juramento había significado que Bjoergulf permanecería al lado de su hermano mayor, incluso si este se casaba.

La viril valentía de Bjoergulf en su desgracia a despecho de su extrema juventud, era un verdadero milagro. Todas las veces que Cristina le habló en el curso de aquella primavera, no escuchó de la boca de su hijo más que palabras piadosas, marcadas por una profunda resignación. La dejaban estupefacta. Sin duda, Bjoergulf había comprendido lo inevitable desde hacía mucho tiempo, y había consagrado su alma a Dios a partir de su estancia entre los monjes.

¡Pero cómo debió sufrir aquella pobre criatura, y qué poco lo había sospechado ella, siempre absorta en sus propias preocupaciones!

Y en la soledad, Cristina se postraba de rodillas ante la imagen de la Virgen, en el cuarto de arriba de Joerungaard, o ante el altar, cuando la iglesia estaba abierta.

Con el corazón lacerado suplicaba, con lágrimas en los ojos, a la madre del Redentor que hiciera de madre para Bjoergulf y le compensara así de la negligencia de su madre en la tierra.

Una noche de verano, Cristina no podía dormir, Naakkve y Bjoergulf volvían a ocupar el cuarto de arriba, pero Gaute dormía abajo con Lavrans porque, según dijo Naakkve, los dos mayores querían dedicarse a velar y a rezar.

Cristina sentía que el sueño iba apoderándose de ella cuando le pareció oír que alguien andaba de puntillas por el piso de arriba y bajaba luego la escalera a tientas.

¿Bjoergulf salía tal vez para una necesidad? De todos modos, la madre se levantó y tomó su ropa.

En aquel momento la puerta de arriba se abrió bruscamente y alguien bajó corriendo la escalera… Cristina se acercó al zaguán y a la puerta de entrada; la niebla era tan densa fuera que casi no se distinguían los pabellones del otro lado del patio.

Junto a la valla, Bjoergulf luchaba desesperadamente para arrancarse de las manos de su hermano.

—¿Qué te faltará —gritaba el ciego— cuando te libres de mí? Entonces te verás libre de todos tus juramentos y ya no querrás morir para el mundo.

Cristina no entendió qué respondía Naakkve; echó a correr descalza sobre la hierba mojada. Bjoergulf había conseguido desprenderse, pero se tambaleó como si le hubieran dado un hachazo y se dejó caer sobre una gran piedra que golpeó con los puños cerrados.

Al ver a su madre, Naakkve corrió hacia ella.

—Volved a casa, madre; es mejor que me las arregle solo. Volved, volved —insistió en voz baja; luego regresó junto a su hermano.

Pero la madre seguía clavada en el suelo, a pocos pasos de ellos. El prado estaba mojado y todas las hierbas goteaban. Había llovido durante todo el día y ahora las nubes cubrían la tierra con una espesa niebla blanca.

Cuando poco después los hijos volvieron a la casa, Naakkve llevaba a Bjoergulf del brazo, guiándolo. Cristina retrocedió hasta la puerta del vestíbulo. Vio que el rostro de Bjoergulf sangraba. El muchacho debió herirse al dar contra la piedra. La madre se metió la mano en la boca e involuntariamente mordió su propia carne.

En la escalera, Bjoergulf intentó huir nuevamente y se echó contra la pared gritando:

—¡Maldito, maldito sea el día en que nací!

Cuando oyó a Naakkve cerrar tras ellos la puerta de su dormitorio, Cristina se deslizó hasta arriba y se quedó junto al granero, aguzando el oído.

Bjoergulf gritaba y profería maldiciones. Pillaba palabras sueltas de aquel diálogo exaltado.

A veces, Naakkve hablaba en voz baja, como en un murmullo. Al final Bjoergulf se echó a llorar de un modo que partía el alma.

Cristina se estremecía de frío y de dolor, ya que sólo llevaba un abrigo encima de su camisa y tenía el cabello empapado por la humedad de la noche; pero siguió allí sin moverse. Por fin todo se calmó en el cuarto de arriba.

De regreso a la planta baja, Cristina se acercó a la cama donde dormían Gaute y Lavrans. No habían oído nada. Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, estiró la mano, tocó los dos rostros tibios de sus hijos y escuchó su respiración regular. ¡Estos dos eran todo lo que le quedaba de su antiguo tesoro!

Volvió a acostarse temblando de frío. Uno de los perros que estaba echado delante de la cama de Gaute saltó a la de Cristina y se enroscó a sus pies. Era una costumbre que había adquirido, y a Cristina le costaba tener que echarlo aunque fuera tan pesado y le aplastara las piernas produciéndole hormigueos. Aquel perro había sido el favorito de Erlend. De pelo tieso, negro como el carbón, había sido adiestrado para la caza del oso.

Aquella noche Cristina encontró delicioso tenerlo allí para que calentase sus pies helados.

A la mañana siguiente no vio a Naakkve antes de desayunar. Cuando este entró se sentó en el extremo de la mesa, su sitio desde la muerte del padre.

Durante la comida no pronunció palabra; tenía los ojos rodeados de grandes ojeras.

Al salir de la sala su madre le siguió:

—¿Cómo está Bjoergulf? —le preguntó en voz baja. Naakkve evitó su mirada, pero contestó, igualmente en voz baja, que Bjoergulf dormía.

—¿Es que… es que ha estado así otras veces? —murmuró Cristina.

Naakkve hizo una señal afirmativa y la dejó para subir junto a su hermano.

Velaba a Bjoergulf a todas horas del día y de la noche, y evitaba cuanto podía que su madre se acercara al ciego.

Pero Cristina adivinaba que los dos muchachos pasaban por momentos terribles.

Nikulaus Erlendssoen tenía que haber sido el dueño de Joerungaard. Desgraciadamente no le quedaba tiempo para ocuparse de la explotación, y tampoco parecía sentir afición o tener capacidad para ello, lo mismo que su padre. Cristina y Gaute lo hacían todo. Ulf Haldorssoen abandonó también a Cristina durante aquel verano. Después de la desgraciada aventura que había terminado con la muerte de Erlend Nikulaussoen, la mujer de Ulf se marchó a casa de sus hermanos. Ulf permaneció en Joerungaard. Quería demostrar a la gente, decía, que no se dejaría impresionar por los chismes y las mentiras, pero dio a entender que tampoco le quedaba mucho tiempo en la granja. Tal vez se iría a su propiedad de Skaun cuando hubiese pasado aquella tormenta y no se le pudiera acusar de huir del qué dirán. Pero el representante del obispo empezó a hacer averiguaciones respecto a si había repudiado ilegalmente a su mujer. Entonces Ulf se preparó para la marcha, fue a buscar a Jartrud y decidió ponerse en camino antes de que las lluvias de otoño hicieran impracticable el camino de las montañas.

Contó a Gaute que pensaba asociarse con el marido de su hermanastra, que era armero en Nidaros. Él viviría en este último lugar, aunque instalaría a Jartrud en Skojelvirktad, que su sobrino se encargaría de explotar para él.

La última noche, Cristina bebió a su salud en el vaso de plata dorada que su padre había heredado de su abuelo, Micer Ketil Svenske. Le rogó que se llevara aquel vaso como recuerdo suyo. Luego le puso en el dedo un anillo de oro que había pertenecido a Erlend. Ulf debía llevarlo después de él.

Ulf la abrazó al darle las gracias: aquello era propio de la amistad entre parientes.

—Cuando me viste por primera vez, a mí, al servidor que debía acompañarte junto a mi señor, ¿pensaste, Cristina, que nos separaríamos así?

Cristina se puso encarnada como una amapola, porque Ulf sonreía con su antigua sonrisa sarcástica, pero leyó en sus ojos que estaba apenado.

—De todos modos, Ulf ¿no deseas volver a Trondhjem, tú que naciste y fuiste criado allí en el norte? Yo misma siento con frecuencia la nostalgia del fiordo donde sólo viví durante breves años.

Ulf volvió a sonreír y ella prosiguió:

—Si en mi juventud pude ofenderte con mi arrogancia o por… yo no sabía entonces que Erlend y tú erais parientes cercanos… ¡Hoy has de perdonarme, Ulf!

—No, tú lo ignorabas. No es que Erlend no quisiera que se conocieran nuestros lazos de parentesco; yo era demasiado orgulloso. Desde el momento en que mi padre me alejó de su familia, no quería mendigar…

Se levantó bruscamente y se acercó a Bjoergulf, que estaba sentado en el banco.

—Has de saber, Bjoergulf, hijo mío, que tu padre y Gunnulf me trataron desde nuestra infancia como un pariente, al revés de como lo hicieron mis hermanos y hermanas de Hestnaes. Desde entonces no presumí de mi parentesco con Erlend sólo porque pensé que, haciéndolo, le servía mejor a él, a su esposa y a vosotros, mis hijos adoptivos. ¿Lo comprendéis? —gritó impetuosamente, y colocó su mano sobre el rostro de Bjoergulf cubriendo sus ojos cerrados.

—Lo comprendo. —La contestación de Bjoergulf quedó medio ahogada por los dedos de Ulf.

—Lo comprendemos, padre adoptivo. —Y Nikulaus apoyó su mano en el hombro de Ulf al decirlo, mientras Gaute se les acercaba.

Una extraña emoción se apoderó de Cristina. ¿Iría a decir algo que ella ignoraba? Se unió, pues, al grupo que formaban los cuatro hombres y dijo:

—Ten la seguridad, Ulf, pariente nuestro, que todos sabemos que Erlend y yo no hemos tenido mejor y más fiel amigo que tú. ¡Dios te bendiga, Ulf!

A la mañana siguiente, Ulf Haldorssoen abandonó Joerungaard.

Durante el invierno siguiente, Bjoergulf encontró la paz, por lo que pudo apreciar Cristina. Acudía otra vez a la mesa con los de la casa, iba con ellos a misa, y aceptaba de buen grado todos los pequeños servicios que su madre y hermanos podían hacerle.

Pasaba el tiempo y Cristina no oía a sus hijos hablar nuevamente del convento; se confesaba que sentía una gran repugnancia ante la idea de entregar a su hijo mayor a la vida monástica.

¿Cómo no reconocer que Bjoergulf estaría más contento en el convento que en cualquier otra parte? Pero ¿iba a resignarse a perder a Naakkve de aquel modo? Sin duda su primogénito estaba más ligado a su corazón que cualquiera de los otros hijos.

Tampoco veía Cristina que Naakkve tuviera las virtudes de un futuro monje. Estaba maravillosamente bien dotado, en verdad, para el estudio; le gustaban los ejercicios piadosos y el recogimiento. A pesar de todo, la madre no le encontraba vocación religiosa. No frecuentaba la iglesia con fervor, faltaba muchas veces a las celebraciones por motivos fútiles y sabía positivamente que ni él ni Bjoergulf iban más allá, en su confesión, de las fórmulas habituales.

El nuevo cura, Sira Dag Rolfssoen, era el hijo de Rolf de Blakarsarv, que se había casado con la prima de Ragnfrid Ivarsdatter, de modo que venía con frecuencia a visitar a su pariente de Joerungaard. Era un hombre de unos treinta años, instruido y buen sacerdote. Pero los dos hijos mayores de Cristina lo mantenían a distancia. Por el contrario, él y Gaute se hicieron muy pronto buenos amigos. Gaute era el único de los hijos de Erlend que tenía amigos en Sil. No obstante, ninguno de los hermanos se integraba menos en el país que Naakkve; jamás se mezclaba con los demás. Si, por casualidad, iba a bailar o a otras reuniones juveniles, se mantenía apartado contemplando los juegos, con una expresión de sentirse demasiado importante para tomar parte en ellos.

Pero si se le ocurría participar, lo hacía sin que fuera requerido, y la gente decía que era sólo para demostrar su superioridad.

Era atrevido, fuerte y ágil, rápido en devolver golpes. Ganó a dos o tres de los más célebres luchadores de la comarca, después de lo cual tuvieron que doblegarse a sus caprichos. Si tenía ganas de bailar con una joven, se la llevaba sin tener en cuenta a sus hermanos o demás parientes. Jamás una mujer se negaba a acompañar a Nikulaus Erlendssoen. Esto no predisponía tampoco a la gente en su favor.

Desde la ceguera de Bjoergulf, Naakkve le dejaba solo pocas veces, pero si salía de noche no se mostraba distinto de como siempre había sido. Por su hermano había abandonado sus grandes excursiones de caza…, a pesar de lo cual había comprado en otoño un halcón blanco de gran valor y seguía entusiasmado con el tiro al arco y demás ejercicios físicos.

Bjoergulf había aprendido a jugar al ajedrez. Ambos hermanos pasaban días enteros jugando; ambos tenían pasión por el juego.

Cristina se enteró un día de que se rumoreaba algo sobre Naakkve y una joven, Tordis Gunnarsdatter, de Skjenne. Tordis subió a las cabañas en verano y Naakkve se ausentó varias veces de noche. La madre supo que había estado con Tordis.

La inquietud corroía a Cristina. Su corazón se inclinaba primero hacia un lado, luego hacia otro, como una hoja de álamo.

Tordis pertenecía a una antigua y honorable familia. Se la tenía por buena e inocente. Naakkve no tendría corazón para deshonrarla. Si los chicos cometían una imprudencia, sería preciso que Naakkve tomara a Tordis por esposa.

Enferma de angustia y de vergüenza, Cristina se veía, no obstante, obligada a reconocer que no se tomaría las cosas demasiado a la tremenda si era así como se desarrollaban. Dos años antes no habría querido ni oír hablar de Tordis Gunnarsdatter para que la sucediera en Joerungaard.

El abuelo de la joven vivía de su propiedad con sus cinco hijos casados. Tordis tenía muchos hermanos y hermanas. Sería una novia pobre. Además, se decía que todas las mujeres de aquella familia tenían, por lo menos, un hijo idiota. Aquella gente era de los que cambiaban a los hijos o se entregaban a prácticas mágicas por ellos. Pero nada de lo que hacían para proteger a sus mujeres en el parto daba resultado, y tampoco se obtenía bautizando a los hijos o encomendándolos a la Virgen o a los santos.

Había dos viejos en Skjenne que Sira Eirik consideraba fruto de un cambio: habían nacido sordomudos.

La «dama del bosque» había hechizado al hermano mayor de Tordis cuando este cumplió los diecisiete años. Aparte de todo esto, la familia de Skjenne estaba bien considerada; entre ellos reinaba el bienestar y la prosperidad, pero era demasiado numerosa para ser rica.

Sólo Dios podía decir si Naakkve cometería un pecado abandonando su resolución, puesto que ya se había consagrado al servicio de la Virgen.

De todos modos, tenía que pasar por un año de noviciado en el convento antes de pronunciar los votos, y era siempre posible retroceder si uno se daba cuenta de que no estaba hecho para servir a Dios de aquel modo.

Cristina había oído decir que una condesa francesa, madre del célebre doctor en teología y fraile predicador, Micer Tomás de Aquino, había encerrado a su hijo con una mujer bella y de costumbres licenciosas para quebrantar su resolución de abandonar el mundo.

¿No era aquella una acción abominable? Y a pesar de ello, aquella mujer había muerto reconciliada con Dios.

Así pues, Cristina no cometía ningún pecado terrible si le agradaba la idea de recibir a Tordis como nuera.

Jammaelt Halvardssoen fue a Formo en otoño y confirmó los rumores que circulaban por el valle sobre el reparto del reino. Micer Magnus, de acuerdo con los primeros dignatarios de la Iglesia y del país, los caballeros y los consejeros de estado de Noruega, había decidido entregar sus estados, a partes iguales, a cada uno de los hijos que había tenido de la reina, Dama Blanca. En la asamblea de Varberg había dado el título de rey de Noruega a su hijo menor, el príncipe Haakon.

Sacerdotes y seglares del reino habían jurado sobre las sagradas reliquias entregar el país en manos del príncipe. Según decían, Haakon era un niño de tres años, simpático y prometedor.

Micer Erling Vidkunssoen y el obispo de Bjoergvin se habían encargado de planear todo aquello y Bjarne Erlingssoen de obtener el consentimiento del rey; el rey prefería a Erling sobre todos sus súbditos noruegos.

Todos veían ventajas y futura prosperidad para el país en el hecho de que el rey volviera a vivir en Noruega. Defendería la ley y el derecho de Noruega, velaría por sus necesidades en lugar de perder el tiempo y dilapidar la fortuna del país en empresas lejanas. Cristina había oído hablar de la elección del rey, así como del descontento de los mercaderes alemanes en Bjoergvin y de la guerra que el rey sostenía en Suecia y Dinamarca. Pero había prestado tan poca atención a esto como al eco del trueno en las montañas cuando la tormenta ruge lejana.

Aunque los hijos de Erlend hubieran hablado entre ellos de todo aquello, lo que les contó Jammaelt les impresionó. Bjoergulf estaba sentado, apoyando la cabeza en la mano que cubría sus ojos muertos. Gaute escuchaba con la boca entreabierta y los dedos crispados sobre el mango de su puñal; Lavrans respiraba de prisa y tan fuerte que se oía el paso del aire; sus ojos iban de su tía a Naakkve, que ocupaba el puesto del amo. El primogénito estaba pálido y los ojos le centelleaban.

—Ocurre muchas veces —dijo— que aquellos que más han combatido a un hombre, mientras este vivía, avancen luego por el camino trazado por él, después de haberlo acostado en su tumba para que fuera pasto de los gusanos. Y cuando su boca está llena de tierra, aquellos que valían menos que él no se niegan a darle la razón.

—Es posible, bizarro sobrino —contestó Jammaelt en tono conciliador—, que haya algo de verdad en lo que dices; tu padre pensó, antes que nadie, en esta solución para salir del atolladero: poner a dos hermanos en el trono, uno en Suecia y otro aquí. Erlend Nikulaussoen era hombre de gran corazón y veía muy lejos. Pero ten cuidado, Nikulaus, no me gustaría que al repetir estas palabras, perjudicaras a Skule.

—Skule no me pidió permiso cuando se fue —interrumpió Naakkve secamente.

—No, sin duda no recordaba que ya eres mayor de edad —volvió a decir Jammaelt en el mismo tono de antes—, y yo tampoco había pensado en ello, de modo que fue ante mi demanda y por mi voluntad por lo que juró fidelidad a Bjarne…

—Yo creo que, por el contrario, el bribón lo recordaba muy bien, pero sabía que yo no hubiera consentido en ello. Al parecer, los de Giske necesitaban ese bálsamo sobre sus conciencias doloridas…

Skule era, por tanto, el hombre de confianza de Bjarne Erlingssoen. Había conocido al joven señor por Navidad, durante la visita que había hecho a su tía de Aelin. Bjarne le había insinuado que Erlend había salvado la vida gracias a la petición de Micer Erling y los suyos.

Jamás Simón Darre, sin su ayuda, hubiera obtenido nada del rey Magnus.

Ivar seguía aún en casa de Inge Fluga. Cristina sabía que lo que había dicho Bjarne no era del todo falso y concordaba perfectamente con lo que Simón le había contado de su viaje a Tunsberg.

No obstante, durante años había odiado profundamente a Erling Vidkunssoen. ¿No podía haber obtenido mejores condiciones para Erlend?

En aquella época Bjarne contaba poco, era demasiado joven, pero Cristina veía sin placer que Skule se ligaba a aquel hombre y perdía un poco el aliento al pensar que los gemelos fueran solos por el mundo. Por la edad eran todavía verdaderos niños.

Después de aquella visita a Jammaelt, Cristina se sintió presa de tal desazón que casi no se atrevía a pensar.

Si era cierto, como se decía, que el hecho de sentar al niño de Tunsberg en el trono de Noruega había de ser causa de gran prosperidad y seguridad para el país, el pueblo hubiera podido beneficiarse de aquellas ventajas desde seis años antes…, si Erlend no hubiera… No, no quería pensar en aquello. Pero no podía evitarlo, precisamente porque se daba cuenta de la admiración de sus hijos por su padre.

Veían en él al perfecto modelo del héroe, del caballero sin tacha y sin miedo.

Cristina había creído siempre que Erlend había sido traicionado por sus padres y su opulenta familia. Habían obrado injustamente con su marido. Pero Naakkve iba demasiado lejos al afirmar que se lo habían dado a los gusanos.

Ella tenía en todo aquello gran parte de responsabilidad. No obstante, era la falta de sentido común de Erlend, y su desesperada obstinación lo que le había ocasionado aquella muerte espantosa. ¡Ah, qué poco le gustaba que Skule sirviera a Bjarne Erlingssoen! ¿Vería el día en que no la atormentarían aquellas eternas inquietudes?

—¡Jesús, recuerda las angustias y los dolores que tu Santa Madre sufrió por ti, ten piedad de mí, que soy también madre, y consuélame!

Cristina sentía miedo incluso por Gaute. Tenía este madera de jefe, pero tenía prisa por restablecer una situación desahogada en la familia. Naakkve le daba libertad y Gaute llevaba entre manos empresas de toda índole. Con otros de la región había vuelto a empezar la explotación de las antiguas minas de hierro de la montaña. Vendía demasiadas cosas, no sólo lo que tenía que vender para pagar sus impuestos, sino las reservas de la granja. Cristina estaba acostumbrada a ver sus graneros repletos, así como sus bodegas, y se enfadó al ver a su hijo arrugando la nariz ante la mantequilla rancia y despreciando el tocino, viejo de diez años, que colgaba del techo.

Ella no quería que la carne faltara nunca en su casa; ningún pobre había de marcharse de allí sin haber sido socorrido cuando la miseria reinaba en el país. Y no era cuestión de hacerlo sólo cuando en el viejo señorío volvieran a celebrarse bodas, bautizos y festines.

La ambiciosa esperanza que Cristina alimentaba referente al porvenir de sus hijos se desvanecía. Podía darse por satisfecha si se establecían en el país. Podía, permutando ciertas tierras y ensanchando otras, distribuir sus bienes de tal modo que tres de sus hijos vivieran cada uno en su propiedad; y Joerungaard, más la parte de Laugarbru situada más allá del río, podía alimentar a tres familias.

No era aquella la vida de un hombre de prestigio, pero sus hijos tampoco serían unos pobres. En el valle se vivía en paz. La agitación que reinaba en Noruega entre los dirigentes allí se dejaba sentir poco.

¿Sería aquello un indicio del ocaso de la fuerza y renombre de la raza?

Dios tenía poder para dar a sus descendientes una situación más preponderante si juzgaba que iba a ser en bien de ellos.

Pero ella, ¿no trataba en vano de agruparlos a su alrededor? Aquellos hijos no eran fáciles de mantener a raya; eran, efectivamente, hijos de Erlend.

Fue por aquel tiempo cuando encontró paz y alivio en su alma entreteniéndose, con la imaginación, con los dos pequeños que reposaban en el cementerio.

Había pensado en ellos todos los días de aquellos años. Cuando veía a niños de su edad creciendo y prosperando, se preguntaba cómo habrían sido los suyos. Pero ahora, mientras se ocupaba en sus obligaciones cotidianas con la misma actividad e inteligencia, aunque con expresión ausente y cerrada, el recuerdo de los niños muertos no la abandonaba un instante. En sus sueños, crecían, evolucionaban, se volvían todo lo que ella había deseado que fuesen.

Munan estaba tan pendiente de la familia como Naakkve, pero con su madre se mostraba más alegre y comunicativo que Gaute.

No molestaba jamás a Cristina con invenciones llenas de riesgos, era cariñoso y reflexivo como otro Lavrans que, no obstante, confiara todos sus pensamientos a su madre.

Era inteligente como Bjoergulf, pero ninguna desgracia proyectaba su sombra en su camino, de modo que su inteligencia brillaba sin amargura. Despabilado, fuerte y atrevido como los gemelos, se mostraba menos indisciplinado y seguro de sí que ellos.

Los tiernos recuerdos que había guardado de la gracia infantil de sus hijos volvían a la memoria de Cristina cuando por último pensaba en Erlend. Estaba de pie sobre sus rodillas porque se disponía a vestirlo y rodeaba con sus dos manos su barriguita desnuda. Él se defendía, moviendo sus manitas, apartando su cara menuda y todo su cuerpecito de las caricias de la madre.

Le enseñaba a andar pasando debajo de los brazos del pequeño y sobre su pecho una servilleta doblada. Quedaba sujeto por esta tira y pesaba como un saco de plomo, mientras apoyaba los piececitos de cualquier modo. Incluso él mismo reía retorciéndose como un gusano.

Más tarde Cristina se lo llevaba en brazos hacia el cercado donde pacían los terneros y los corderos; lanzaba gritos de alegría al ver a la cerda con todos sus gorrinos, y echaba la cabeza hacia atrás admirando boquiabierto los plomos en el tejado…

Después corría hacia ella por entre las hierbas altas, la llamaba a cada baya que encontraba y la comía en la mano de su madre con tal glotonería que mojaba las manos de Cristina con su boquita ávida.

Recordaba todas sus alegrías maternales y las revivía en aquella vida de ensueño con los dos pequeños, olvidando penas y preocupaciones.

Volvió por tercera vez la primavera desde que acostaron a Erlend en la tumba. Cristina dejó de oír hablar de Tordis y de Naakkve.

Pero tampoco oía hablar del convento. Y su esperanza iba en aumento: era más fuerte que ella, ¡le repugnaba tanto ver a su hijo mayor abrazar la vida monástica!

Poco antes de San Juan, Ivar Erlendssoen regresó a Joerungaard. Al abandonar la casa paterna, los gemelos eran adolescentes de dieciséis años. Hoy, Ivar parecía ya todo un hombre. Tenía cerca de dieciocho años y su madre lo encontraba tan guapo, tan viril, que no podía dejar de contemplarlo.

El primer día le sirvió el desayuno en la cama. Pan de centeno con miel, galletas planas y cerveza que había tirado del último barril de Navidad. Luego se sentó al borde de la cama mientras él comía y bebía, sonriendo a todo lo que le contaba. Más tarde fue a mirar sus ropas, dando vueltas y más vueltas a las prendas; revolvió en su saco de viaje, sopesó en su mano fina y morena la nueva hebilla de Ivar y sacó el puñal de la vaina, elogiando lo buen puñal que era.

Después de lo cual volvió a sentarse en la cama. Ivar le dijo:

—Es mejor que os diga en seguida, madre, a lo que he venido. Quiero el consentimiento de Naakkve para casarme.

Cristina levantó los brazos al cielo, estupefacta:

—Pero, hijo mío, si eres muy joven todavía. ¿No irás a hacer una tontería?

Ivar le pidió que lo escuchara. En Fauksar había una viuda joven, Signe Gamalsdatter, de Rognheim. La propiedad era de seis jornales y la mayor parte pertenecía por derecho propio a la joven, ya que correspondía en herencia a su único hijo. Pero estaba en pleito con la familia de su marido y resulta que Inge Fluga había tratado de sacar toda clase de beneficios de forma ilegal al ofrecerse a ayudar a la viuda para que se reconocieran sus derechos.

Ivar se había enfadado y ayudado a Signe, acompañándola a casa del obispo, porque Monseñor Halvard siempre había tratado a Ivar con una benevolencia realmente paternal. La parte que Inge Munanssoen había tomado en aquel asunto no soportaba un estudio demasiado profundo, pero había conseguido hacerse amigos entre los personajes de la región y ser temido por los humildes. Con mucha habilidad había, igualmente, conseguido echar tierra a los ojos del obispo. Monseñor Halvard no quería mostrarse demasiado severo a causa de Micer Munan…

En resumen, los primos se habían separado en malas relaciones cuando Ivar salió a caballo de la propiedad de Inge Fluga. Se le ocurrió entonces parar en Rognheim para saludar a Signe antes de abandonar el país. Era en fechas cercanas a la Pascua. Desde entonces había vivido en casa de Signe ayudándola en las tareas de primavera. Ahora estaban decididos a casarse. Ella no juzgaba que Ivar Erlendssoen fuera demasiado joven para defender sus intereses. Y el obispo, tal como acababa de decirle, le tenía afecto. Naturalmente no tenía edad ni conocimientos suficientes para que Monseñor Halvard pudiera confiarle cargo alguno, pero sabría salir adelante, pensaba, si se casaba en Rognheim.

Cristina jugaba con su llavero. Todo lo anterior había sido dicho de un modo razonable, e Inge Fluga no le merecía consideración alguna. Pero se preguntaba lo que el pobre y viejo Munan Baardssoen diría de todo aquello. En cuanto a la novia, Signe tenía treinta años y procedía de una familia modesta y pobre. No obstante, su primer marido había logrado cierta holgura, de modo que su situación como viuda era buena. Signe era una mujer honrada, capacitada y simpática.

Nikulaus y Gaute acompañaron a Ivar cuando emprendió el camino del sur, pero Cristina no quiso abandonar a Bjoergulf. Cuando los hijos regresaron a Joerungaard, Naakkve anunció a su madre que el compromiso de Ivar y Signe era cosa hecha. La boda tendría lugar en otoño, en Rognheim.

Poco después de su regreso, Naakkve fue a hablar con Cristina, que cosía en la habitación de tejer. Cerró la puerta con la barra y dijo que puesto que Gaute tenía ya veinte años y que Ivar iba a ser mayor de edad por matrimonio, él y Bjoergulf tenían la intención de ingresar en el convento, donde efectuarían el noviciado, pasado el verano. Cristina no dijo gran cosa, y sólo hablaron de las decisiones que había que adoptar como consecuencia de la iniciativa de los dos mayores.

Unos días después, unos enviados de Aasmund de Skjenne fueron a invitar a la familia de Joerungaard al convite de compromiso de Tordis con un buen muchacho, hijo de un campesino de los Dofrines. Naakkve fue también aquella noche a reunirse con su madre en la sala de tejer, y aquella noche también puso la barra en la puerta. Se sentó al lado del fuego y se entretuvo atizando las brasas con una rama. Cristina había encendido un pequeño fuego porque aquel verano las noches eran frescas.

—Sólo fiestas y placeres, querida madre —dijo con una sonrisita— convite de compromiso en Rognheim, convite de compromiso en Skjenne; luego vendrá la boda de Ivar. Cuando Tordis monte a caballo con sus galas de novia yo no iré en el cortejo; sin duda, vestiré ya el hábito.

La respuesta de Cristina tardó mucho en llegar. Sin alzar la vista de la labor —una cota de ceremonia para Ivar—, dijo:

—Mucha gente cree que Tordis se llevará un disgusto si te haces monje.

—Durante cierto tiempo también lo creí yo —murmuró Naakkve.

Cristina dejó el trabajo sobre las rodillas y miró a su hijo, cuyo rostro tenía una expresión tranquila y grave. ¡Qué hermoso era!

Su cabello rizado, echado hacia atrás, sobre su frente blanca, caía en rizos sedosos detrás de las orejas y sobre el cuello esbelto y moreno.

De facciones más regulares que las de su padre, tenía el rostro más ancho y más firme, la nariz más pequeña y la boca mayor.

Sus ojos azules eran bellísimos bajo las cejas de dibujo perfecto.

Pero Erlend había sido más guapo. Tenía los movimientos flexibles y la gracia contenida de un animal y aquella persistente expresión juvenil que faltaba a Naakkve.

La madre volvió a coger el trabajo, pero sin dar ninguna puntada. De pronto, dijo con los ojos fijos en una costura que perfilaba con la aguja:

—Recuerda, Naakkve, que no te he dicho ni una palabra en contra de vuestra piadosa resolución. No me atrevería. Pero eres joven y tú, que eres más instruido que yo, debes saberlo bien: está escrito en las Sagradas Escrituras «que no conviene que uno mire hacia atrás una vez que ha puesto la mano en el arado».

El rostro de Naakkve era impenetrable.

—Sé que lo tenéis pensado desde hace mucho tiempo —prosiguió la madre—, desde vuestra infancia… Entonces ignorabais a lo que tendríais que renunciar. Ahora que habéis alcanzado la mayoría de edad, ¿no crees que sería prudente poner un poco a prueba vuestra vocación? Tú, por tu nacimiento, estás destinado a dirigir el señorío y a ser el cabeza de familia.

—¡Ahora os atrevéis a darme consejos!

Naakkve se puso en pie con esfuerzo. De pronto se llevó la mano al pecho y, entreabriendo la cota, descubrió sobre la piel las cinco pequeñas marcas de fuego que brillaban bajo el oscuro vello.

—Pensabais que era demasiado niño para comprender por qué gemíais y suspirabais cuando me besabais estas marcas en la época en que era niño. Efectivamente, no lo comprendía; pero jamás he podido olvidar las palabras que decíais llorando.

»¡Madre, madre!, ¿habéis olvidado, vos, que mi padre murió del modo más miserable, sin confesión ni sacramento? ¿Y os atrevéis a apartarme de mi resolución?

»Creo que lo mismo yo que mi hermano sabemos perfectamente lo que dejamos. Para mí no es un gran sacrificio renunciar a la propiedad y al matrimonio, ni a una felicidad y a una paz parecidas a la felicidad y la paz de que mi padre y vos habéis disfrutado, por lo que puedo recordar.

La labor cayó de las manos de Cristina. Los recuerdos de su vida con Erlend en los días buenos como en los malos la invadieron con toda su intensidad. ¿Qué podía saber aquel niño de las renuncias que iba a imponerse?

Naakkve se dio cuenta de que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas. Exclamó:

¡Quid mihi et tibi est mulier!

Cristina se estremeció, pero el hijo prosiguió conmovido:

—El Señor no dijo esas palabras porque despreciara a su Madre, pero la riñó, a ella, la perla más pura, sin mancha ni defecto, cuando quiso darle consejos sobre cómo debía servirse del poder que había recibido de su Padre celestial y no de su Madre terrenal. Madre, vos no podéis darme consejos sobre esto, no lo intentéis.

Cristina bajó la cabeza. Poco después, Naakkve continuó con más suavidad:

—¿Habéis olvidado, madre, que me echasteis de vuestro lado…? —y calló como si no estuviera seguro de su voz—. Quería arrodillarme a vuestro lado ante el lecho de muerte de mi padre, pero me dijisteis que me marchase. ¿No comprendéis que el corazón me sangra en el pecho todas las veces que lo recuerdo?

Cristina murmuró con voz apenas perceptible:

—¿Es por eso por lo que te has mostrado tan frío conmigo desde que soy vieja?

El joven guardó silencio.

—¿No me lo has perdonado nunca, Naakkve?

Y él contestó en voz muy baja y apartando la vista:

A veces te he perdonado.

—Pero pocas veces, ¿verdad, Naakkve? Naakkve —gimió—, ¿crees que amo menos a Bjoergulf de lo que tú le amas? Soy su madre, soy la madre de los dos. ¡Qué cruel has sido cerrando la puerta entre él y yo!

El pálido semblante de Naakkve palideció aún más.

—Es verdad que he cerrado la puerta. ¿Dices que he sido cruel? Que Dios te ayude, ¿es que no lo sabes…? —su voz se perdió en un murmullo, como si estuviera al límite de sus fuerzas—. Pensé que no debías… Quería evitarte…

Dio media vuelta, se dirigió a la puerta y quitó la barra de hierro. Pero permaneció en el umbral, indeciso, de espaldas a Cristina. Finalmente, ella le llamó en voz baja, por su nombre; volvió sobre sus pasos y, de pie ante ella, bajó la cabeza.

—Madre, comprendo que esto no es fácil para vos.

Cristina apoyó ambas manos sobre los hombros de su hijo, que trató de hurtarle el rostro inclinándose sobre la mano de Cristina para besar su muñeca. Su padre, un día, había hecho lo mismo pero no recordaba cuándo. Cristina acariciaba las mangas de Naakkve. Entonces él levantó la mano y le acarició la mejilla y, en silencio, se sentaron uno al lado del otro.

—Madre —dijo Naakkve pasado un momento y hablando en tono tranquilo—, ¿guardáis todavía el crucifijo que heredasteis de mi hermano Orm?

—Sí —contestó Cristina—; me hizo prometer que no me separaría nunca de él.

—Creo que si Orm hubiera conocido mi resolución habría consentido en que llevara yo el crucifijo. Yo también voy a verme sin familia ni bienes…

Cristina sacó de debajo de su camisa la pequeña cruz de plata y Naakkve la recibió de sus manos, tibia aún por haber reposado sobre el pecho de su madre. Besó con respeto el relicario del centro de la cruz y, pasando la fina cadena alrededor de su cuello, escondió la joya bajo sus ropas.

—¿Te acuerdas de tu hermano Orm? —preguntó la madre.

—No lo sé; a veces me parece que sí, pero quizás es sólo por lo mucho que me hablabais de él cuando era pequeño.

Naakkve se quedó un momento más junto a su madre, y luego se levantó:

—Buenas noches, madre.

—Que Dios te bendiga, Naakkve, buenas noches.

Y se fue. Cristina dobló el traje de bodas de Ivar, guardó sus cosas de costura y cubrió el fuego.

—¡Que Dios te bendiga, que Dios te bendiga, hijo mío!

Luego apagó la vela y salió de la casa vieja.

Unos días más tarde, Cristina se encontró con Tordis en una granja del valle, cuyos habitantes estaban enfermos y no había podido recoger el heno. Los hermanos y hermanas de la cofradía de San Olav fueron a trabajar por ellos. Por la noche, Cristina y la joven hicieron juntas parte del camino. Cristina andaba despacio, como las viejas, y llevaba su conversación de un tema a otro. Poco a poco indujo a Tordis a que le contara espontáneamente lo ocurrido entre ella y Naakkve. En efecto, el año pasado se vieron algunas veces. Cuando subió a las cabañas, Naakkve había ido a visitarla, de noche, pero jamás había sido descortés con ella. Sabía lo que la gente decía de Naakkve: ella no lo había herido nunca, ni con palabras ni con hechos… Alguna vez se había acostado a su lado sobre la cama y habían hablado. Un día, ella le había preguntado si entraba en sus intenciones hacerle una petición de matrimonio, y él le había contestado que no podía porque se había consagrado al servicio de la Virgen María. En primavera había vuelto a decirle lo mismo y entonces ella decidió no oponerse más a la voluntad de su padre y de su abuelo…

—Habríais atraído la desgracia sobre vuestras cabezas, si él hubiese traicionado su juramento y tú te hubieses resistido a la voluntad de tu familia —dijo Cristina.

Andaba apoyada en un bastón, mirando de soslayo a su compañera. Aquella criatura tenía un rostro hermoso y sereno; llevaba una gruesa trenza de magnífico cabello rubio.

—Dios te dará la felicidad, pequeña Tordis. Tu prometido tiene aspecto de chico bueno y trabajador.

—Sí, me gusta —contestó la muchacha, y rompió a llorar desconsoladamente.

Cristina la animó con palabras de consuelo. Pero su corazón se contraía de pena. ¡Cuánto le hubiera gustado llamar hija a aquella criatura buena y sencilla!

Después de la boda de Ivar, Cristina se quedó un tiempo en Rognheim. Signe Gamalsdatter no era hermosa y parecía vieja y ajada, pero tenía el carácter agradable y cariñoso. Parecía querer a su joven marido con todo su corazón, y trató a la madre y hermanos de Ivar con gran deferencia, como si todo le pareciera poco para ellos, ¡tan superiores!

Ver a alguien que se deshacía por satisfacer sus deseos y complacerla, era, para Cristina, una experiencia nueva. Incluso cuando era la poderosa señora de Husaby, donde mandaba sobre un número ilimitado de servidores, ni uno de ellos la había servido jamás de aquel modo. Nadie pensaba en la comodidad y bienestar del ama, ella no regateaba esfuerzos en la dirección del trabajo de todos, en beneficio común.

La solicitud bondadosa de Signe hizo mucho bien a Cristina. Sintió un gran afecto por su nuera. Cuando rezaba a Dios que diera la felicidad a Ivar, también rezaba porque Signe no lamentara jamás haberse entregado, así como todos sus bienes, a un marido tan joven.

Poco después de San Miguel, Naakkve y Bjoergulf se marcharon a Trondhjem. Cristina supo que habían llegado bien a Nidaros y que habían ingresado como novicios en el convento de Tautra; luego no tuvo más noticias. Y ahora hacía un año que la madre vivía sola con Gaute y Lavrans en Joerungaard. Pero le parecía extraño que no hubiera transcurrido más tiempo desde aquel día del otoño precedente cuando, pasando a caballo delante de la iglesia, había visto la niebla helada cubrir los campos, e incluso las casas de Joerungaard, como una espesa alfombra. Regresaba después de haber acompañado a los dos mayores a los Dofrines, y su estado de ánimo era como el de un viajero que regresa a su hogar y sabe que sólo encontrará cenizas y brasas consumidas.

Al enfilar el viejo sendero de la propiedad y pasar ante los restos de la antigua fragua —aquel año las matas de campanillas, de arvejas y ranúnculos recubrían todo el prado—, Cristina creyó ver en las ruinas la imagen de su propia vida: ya no volvería a encenderse el fuego ante las piedras manchadas de hollín.

No obstante, sobre el suelo cubierto de restos de carbón nacía y crecía un fino césped, brillante, victorioso, por entre la capa de ceniza. Y en las grietas del hogar, la madreselva, que medra en todas partes, resplandecía con sus grandes ramos rosados.