8

El caballo babeaba, tan rápida fue la carrera, cuando Lavrans llegó a un lugar donde sabía de la existencia de un sendero que subía por vertientes pedregosas y pasaba entre las paredes escarpadas que se alzaban sobre el valle de Silsaa. Tenía que alcanzar la meseta antes de que cayera la noche. No conocía aquella montaña entre Vaage, Sil y los Dofrines, pero el caballo había pasado por allí varias veces llevando a Gaute a Haugen, donde había estado todo un verano, aunque tal vez habría ido por otro camino. El muchacho se echó hacia delante y acarició el cuello del animal.

—Debes encontrar el camino de Haugen, Raud, amigo mío. Es preciso que me lleves esta noche junto a mi padre, querido caballo.

Tan pronto llegó a la cima se levantó de la silla. La oscuridad aumentaba rápidamente. Atravesó un valle pantanoso; pequeñas cuestas escarpadas se perfilaban hasta lo infinito adosadas al horizonte, que cada vez estaba más oscuro. En la vertiente de los valles crecían bosquecillos de abedules, cuyos troncos blancos a veces brillaban; las ramas mojadas azotaban el pecho del caballo y la cara del niño. Bajo los cascos se desprendían piedras que rodaban hasta el fondo del desfiladero; luego las patas del caballo chapoteaban en el agua. Raud encontró el camino en las sombras; el susurro del arroyo se acercaba o se alejaba según subiera o bajara por las cuestas. Se oyó un grito en la montaña, pero Lavrans no supo adivinar a qué animal pertenecía. El viento soplaba y cantaba…, más fuerte…, menos fuerte…

El muchacho apoyaba su jabalina en el cuello del caballo, y la punta salía por entre las orejas del animal. Aquella era precisamente una montaña donde había osos. Se preguntaba cuándo tocaría a su fin aquel desfiladero, y para darse ánimos se puso a cantar:

Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison

Raud vadeó el río poco profundo chapoteando en el agua. El cielo, sobre su cabeza, estaba cada vez más tachonado de estrellas. Los picos se borraban en la oscuridad de la noche, y el viento, en los espacios descubiertos, cantaba en otro tono. El niño dejó las riendas al cuello del caballo y canturreó todo lo que pudo recordar del himno Jesus Redemptor omnius… Tu lumen et splendor patris, intercalando Kyries. Ahora cabalgaba directamente hacia el sur: tenía que fiarse del caballo. Atravesaron rocas planas donde el liquen cubría las piedras como una alfombra gris. Raud disminuyó la marcha, se detuvo, escrutó la noche y olfateó el viento. Lavrans vio que el cielo palidecía hacia el este y aparecían nubes cuyos bordes estaban ribeteados de plata. El caballo se puso en marcha otra vez, dirigiéndose hacia donde nacía la luna. Debía de faltar una hora para medianoche.

Cuando la luna quedó completamente despejada sobre las montañas y apareció redonda y luminosa en pleno cielo, hizo brillar la nieve fresca de las cimas y lomas y blanqueó los jirones de niebla que flotaban en los desfiladeros. Lavrans reconoció entonces el lugar: se hallaba en las turberas, bajo los picos de Blaahoe.

Pronto encontró un sendero que bajaba al valle. Y tres horas más tarde, Raud entraba cojeando, a la blanca luz de la luna, en el cercado de Haugen.

Cuando Erlend abrió la puerta, el niño cayó sin sentido sobre el suelo de la galería.

Pronto despertó en una cama, echado entre pieles sucias que exhalaban un olor fuerte. Su padre, inclinado sobre él, le humedecía el rostro con algo. Erlend iba medio vestido, y el niño vio, a la luz vacilante, que tenía el cabello completamente gris.

—Madre —gimió Lavrans abriendo los ojos.

Erlend hurtó el rostro a las miradas de su hijo. Pasado un momento, preguntó con voz imperceptible:

—Tu madre ¿Es que ha…, está enferma tu madre…?

—Habéis de regresar en seguida, padre, para salvarla. La acusan de cosas espantosas… Padre, la tienen retenida, a ella y a mis hermanos…

Erlend tocó el rostro de su hijo y sus manos ardientes: había subido la fiebre.

—¿Qué estás diciendo?

Lavrans se incorporó y explicó de un modo bastante coherente los acontecimientos de la víspera. El padre lo escuchó en silencio. Pero en mitad del relato fue a terminar de vestirse; se calzó las botas y se puso espuelas. Luego buscó un cazo de leche y algo que dar a su hijo para comer.

—No puedes quedarte aquí solo, hijo mío. Voy a llevarte junto a Aslaag, cerca de aquí, a Breidin, antes de ponerme en camino.

—¡Padre! —Lavrans se le colgó del brazo—. Padre quiero volver a casa con vos.

—Pero si estás enfermo, pequeño mío… —dijo Erlend, y Lavrans no recordaba haber oído jamás tanta ternura de la voz de su padre.

—No, padre; quiero ir con vos a casa de mi madre, quiero ir con mi madre —y se echó a llorar como un niño pequeño.

Raud está cojo, hijo. —Erlend intentó calmar al niño estrechándolo entre sus brazos, aunque fue en vano—. Y tú estás muy cansado… Vámonos —terminó diciendo—. Soten puede muy bien con los dos.

Cuando hubo ensillado el caballo y dado una brazada de heno a Raud, instalado en el puesto del otro, encargó al niño:

—Ocúpate de que alguien venga a recoger tu caballo y cuidar mis cosas.

—¿Os quedaréis en casa, padre? —preguntó Lavrans alegremente.

Erlend dejó vagar la mirada.

—No lo sé, pero tengo la impresión de que no regresaré jamás aquí.

—¿No vais a armaros mejor, padre? —quiso saber el niño, porque Erlend sólo había tomado, además de la espada, un hacha pequeña y ligera y se disponía ya a salir de la casa—. ¿Ni siquiera tomáis vuestro escudo?

Erlend miró su escudo. La piel de buey estaba tan gastada y arañada que el león rojo sobre el campo blanco casi no se veía. Volvió a taparlo.

—Estoy lo bastante armado para echar de mi casa a un patán —dijo. Luego cerró la puerta tras de sí, saltó al caballo y ayudó a Lavrans a subir a la grupa.

El cielo se iba cubriendo; cuando llegaron al pie de la cuesta, donde el bosque era espeso, avanzaron en la oscuridad. Al darse cuenta de que el niño estaba tan agotado que a duras penas se sostenía en la grupa, Erlend le hizo montar delante y lo mantuvo sujeto con sus brazos. La cabecita rubia descansaba sobre su pecho; de todos sus hijos, este era el que más se parecía a su madre. Erlend besó la cabeza del niño y lo cubrió con el capuchón del manto.

—¿Tuvo mucho disgusto tu madre cuando murió el pequeño, en verano? —preguntó en voz baja.

—Después de su muerte no lloró, pero todas las noches iba a la verja del cementerio. Gaute y Naakkve tomaron la costumbre de seguirla, pero no se atrevían a dirigirle la palabra para que no creyera que la espiaban.

Un momento después Erlend dijo:

—¡No lloró…! Me acuerdo de un tiempo, tu madre era muy joven, en que lloraba con tanta facilidad como cae el rocío sobre los juncos de la orilla del río. Cristina era sensible y tierna cuando se encontraba entre personas que veía llenas de cariño hacia ella. Ha tenido que aprender a endurecerse…, y creo que en gran parte por culpa mía.

—Gunhild y Frida decían que mientras nuestro hermanito vivía, lloraba sin parar cuando creía que nadie la veía.

—Que Dios me lo perdone —dijo Erlend en voz baja y ahogada—; he sido un insensato.

En aquel momento cabalgaban por el fondo del valle, cerca de la corriente de aire fresco del río, y Erlend cubrió al niño con su manto lo mejor que pudo. Lavrans se adormilaba, estaba a punto de dejarse vencer por el sueño; sentía que las ropas de su padre exhalaban olor a pobre. Recordaba cosas de su primera infancia, cuando vivían en Husaby: los sábados por la noche el padre salía del baño, amasaba unas bolitas que olían bien y su perfume sutil persistía en la palma de la mano y en las ropas todo el domingo.

El caballo avanzaba con paso rápido y regular; no obstante, abajo, la oscuridad era impenetrable. Erlend sabía dónde se hallaba casi sin pensar en ello: conocía las distintas notas del torrente, cuándo el Laage se precipitaba o cuándo amainaba antes de una cascada. Pasaban sobre plataformas donde los cascos de Soten arrancaban chispas de la roca desnuda. Soten pisaba con seguridad y ligereza por entre las raíces retorcidas de los pinos, cuando el sendero cruzaba el espeso bosque; un chapoteo, un ruido blanco, indicaban que atravesaba los prados verdes por los que se filtraba el agua que bajaba de la montaña. Llegarían al amanecer; ¡ya era hora!

Los pensamientos de Erlend volvían sin cesar a una noche lejana iluminada por la luna, en que conducía un trineo por aquel mismo valle. Bjoern Gunnarssoen, sentado detrás de él, sostenía en sus brazos a una mujer muerta. Pero el recuerdo era pálido e irreal. Irreal también lo que el niño acababa de contarle sobre todo lo ocurrido en la región y los absurdos rumores que habían circulado sobre Cristina. No acababa de entenderlos. Al llegar, vería las medidas que habría de tomar. Sólo una cosa era real, su tensión de espíritu y su angustiosa espera: ¡iba a ver a Cristina!

La había esperado tanto, ¡tanto! Y nunca, jamás, había dudado de que él mismo terminaría yendo desde el día en que se había enterado del nombre que había puesto al niño.

En la hora gris del amanecer, la gente que había asistido a una misa matinal celebrada por uno de los sacerdotes de Hamar, volvía de la iglesia. Los que salieron primero vieron pasar a Erlend Nikulaussoen y se lo comunicaron a los demás. De ello derivó una gran curiosidad y muchos comentarios. La gente bajaba la cuesta y formaba grupos en el lugar en que el sendero de Joerungaard dejaba el camino.

Erlend entró en el patio en el momento en que la luna declinaba, apagada por el alba, y desaparecía detrás de la cresta de la montaña.

Delante de la casa del administrador había algunas personas, parientes y amigos de Jartrud, que habían pasado la noche en su casa. Al oír el ruido de los cascos, los hombres que habían estado de guardia en la gran sala de abajo salieron también.

Erlend detuvo su caballo. Paseó su mirada sobre los campesinos y preguntó en voz alta e irónica:

—¿Acaso hay un banquete en mi casa sin que se me haya avisado? ¿Por qué estáis aquí reunidos, buena gente, a una hora tan temprana?

Miradas sombrías y hostiles subieron hacia él de todas partes. Erlend estaba erguido, elegante, sentado sobre el gran caballo extranjero.

Soten llevaba las crines en desorden, hirsutas y mal cortadas; el animal no había sido esquilado y tenía pelos grises en la cabeza, pero sus ojos tenían una luz inquietante y piafaba, movía las orejas y sacudía su cabecita fina, enviando espuma sobre su pecho y sobre su jinete. Los arneses habían sido rojos y la silla incrustada de oro. Ahora todo estaba desgastado, remendado, destrozado. El mismo jinete iba vestido como un mendigo; su cabello, que salía a mechones por debajo de un gorro de lana negra, era casi blanco; los pelos de su barba mal afeitada invadían su rostro pálido y arrugado, de nariz grande. Pero se mantenía erguido y contemplaba a los campesinos con una sonrisa arrogante; joven a pesar de todo, tenía el aspecto de un gran señor; entonces se desbordó el odio contra aquel forastero indómito que levantaba la cabeza a pesar del dolor, la vergüenza y la miseria que había acumulado sobre aquellos a quienes los aldeanos consideraban como sus jefes.

No obstante, el que primero contestó a Erlend habló con voz pausada:

—Veo que has encontrado a tu hijo, Erlend. Supongo, pues, que sabes que no estamos reunidos aquí para un banquete, y me parece extraño que puedas hablar en broma de tal asunto.

Erlend bajó la vista sobre el niño, que aún dormía, y su voz se dulcificó.

—El pequeño está enfermo, como vosotros mismos podéis ver. Las noticias que me ha dado me han parecido tan inverosímiles que me he preguntado si no hablaría presa del delirio de la fiebre. Veo que una parte de lo que me ha contado no tenía sentido…

Al hablar, Erlend miraba con el ceño fruncido la puerta de la cuadra, de donde salían Ulf Haldorssoen y otros dos hombres, uno de ellos el cuñado de Ulf, con unos caballos.

Ulf dejó el caballo y se acercó rápidamente a Erlend.

—Por fin has venido, Erlend…, y también el niño. Alabados sean Jesucristo y la Santísima Virgen. Su madre ignora su desaparición. Íbamos en su busca… El obispo me ha devuelto la libertad bajo juramento cuando se enteró de que el niño se había ido solo hacia Vaage. Pero ¿cómo está Lavrans? —preguntó con angustia.

—¡Alabado sea Dios por haber encontrado al niño! —exclamó Jartrud llorando, cuando a su vez hubo salido al patio.

—Ah, ¿aquí estás, Jartrud? —exclamó Erlend—. Mi primer cuidado será echarte de aquí a ti y a tu séquito. ¡Esta chismosa a la calle la primera! Luego todos y cada uno de los que han ido contando mentiras sobre mi mujer tendrán que responder…

—Cálmate, Erlend —interrumpió Ulf Haldorssoen—. Jartrud es mi legítima esposa. Creo que ambos tenemos las mismas ganas de reanudar la vida en común, pero no se irá de mi casa hasta que yo haya devuelto a mis suegros su dote, sus bienes y sus regalos de boda.

—¿Soy yo el amo de la casa? —preguntó Erlend, furioso.

—Pregúntaselo a Cristina Lavransdatter —contestó Ulf—. Aquí la tienes.

El ama acababa de aparecer en la galería de la casa nueva. Empezó a bajar digna y lentamente la escalera. Maquinalmente se subió la toca, que le había resbalado sobre el cuello, y alisó los pliegues del traje de iglesia que llevaba puesto desde la víspera. Pero su rostro era de piedra.

Erlend empujó su caballo hacia ella, paso a paso; inclinado sobre su montura, miró con indecible angustia el rostro gris e inanimado de su mujer.

—¡Cristina! —suplicó—. ¡Cristina mía! Vuelvo a tu lado.

Ella no pareció verle ni oírle. Entonces Lavrans, que había permanecido amodorrado contra su padre, despertó y se deslizó hacia el suelo. Tan pronto puso los pies en el césped, cayó sin conocimiento.

Un estremecimiento recorrió el rostro de la madre. Se inclinó y levantó en sus brazos aquel muchacho, cuya cabeza apoyó en su cuello como si fuera un niño pequeño…, pero las largas piernas de Lavrans colgaban inertes y flojas.

—¡Cristina, querida mía! —suplicó Erlend, desesperado—. ¡Cristina, ya sé que llego demasiado tarde!

Un nuevo estremecimiento recorrió el rostro de la mujer.

—Demasiado tarde —repitió con voz bronca. Sus ojos miraban al hijo desmayado en sus brazos—. Nuestro último hijo duerme en la tierra; ahora le tocará el turno a Lavrans. Gaute está excomulgado. Y nuestros otros hijos… ¡Aún no hemos destruido todo lo que poseíamos, Erlend!

Se apartó de él y subió por el césped hasta la casa llevando al niño. Erlend la siguió a caballo, a su lado.

—Cristina… Jesús, ¿qué puedo hacer por ti? Cristina, ¿no quieres que me quede contigo?

—Ya no necesito que hagas nada por mí —dijo en el mismo tono de antes—. Por mí ya no puedes hacer nada, me da lo mismo si te quedas que si te tiras al Laage.

Los hijos de Erlend habían salido a la galería. Gaute bajó corriendo la escalera, se precipitó delante de su madre y quiso detenerla.

—¡Madre! —suplicó. Pero ella le echó una profunda mirada y él no supo qué hacer.

Junto a la escalera del granero había un grupo de campesinos.

—¡Apartaos! —gritó el ama, que quería pasar entre ellos con su carga.

Soten, inquieto, movía la cabeza de derecha a izquierda y se encabritaba. Erlend intentó dar media vuelta al animal, pero Kolbein Jonssoen lo sujetó por el bocado. Cristina, que no había visto lo que ocurría, se volvió y gritó por encima del hombro:

—¡Deja su caballo, Kolbein! Si quiere marcharse, déjalo que se vaya…

Kolbein mantuvo su presa y dijo:

—¿No comprendes, Cristina que ya es hora de que el amo se quede en casa? Al menos tú deberías darte cuenta —añadió, volviéndose a Erlend.

Pero Erlend golpeó la mano del campesino e hizo avanzar tan vivamente al caballo que el viejo se tambaleó. Otras dos personas acudieron, pero Erlend les gritó:

—¡Fuera! No os metáis en las cosas entre mi mujer y yo. Yo no soy un campesino: no me sujetarán a la tierra como a un buey al establo. Si no soy el amo de la granja, tampoco la granja es mi amo.

Cristina se volvió del todo a su marido y exclamó:

—Sí, ¡vete, vete al diablo! ¡Vete al infierno, a donde me has empujado y a donde has echado todo lo que han tocado tus manos!

Lo que ocurrió entonces fue tan rápido que nadie tuvo tiempo de comprenderlo ni de evitarlo. Tore Borghildssoen y otro campesino cogieron a Cristina por los brazos.

—¡Cristina, no hables así a tu marido!

Erlend les echó el caballo encima.

—¡Atreveos a tocar a mi mujer! —dijo, blandiendo su hacha y asestando un golpe a Tore Borghildssoen. El golpe dio entre los hombros al campesino y lo derribó. Erlend levantó de nuevo el hacha, y en el momento en que se alzaba sobre los estribos, un hombre le hundió una espada en la ingle. Era el hijo de Tore Borghildssoen.

Soten se encabritó y batió el aire con sus cascos delanteros. Erlend apretó los flancos del animal entre sus rodillas, se echó hacia adelante, apretó las riendas en la mano izquierda y levantó nuevamente el hacha. Pero soltó casi inmediatamente uno de los estribos y la sangre corrió a lo largo del muslo izquierdo. Algunas flechas y jabalinas silbaron por encima del césped. Ulf y los hijos de Erlend tomaron parte en la refriega, con las hachas levantadas y las espadas fuera de la vaina. En aquel momento un hombre hirió al caballo en el flanco, debajo de Erlend. Soten cayó de rodillas, lanzando relinchos estridentes, a los que contestaron los demás caballos de la cuadra.

Erlend se levantó, pasó por encima del animal y, apoyándose en el hombro de Bjoergulf, se desprendió de las riendas y los estribos.

Gaute llegó y sostuvo a su padre por el lado opuesto.

—¡Mátalo! —ordenó mirando al caballo tendido ahora de lado con el cuello tieso, una baba sanguinolenta en la boca, agitando sus poderosos cascos. Ulf Haldorssoen le dio el golpe de gracia.

Los campesinos se habían apartado. Dos hombres trasladaron a Tore Borghildssoen a casa del administrador y uno de los escuderos del obispo se llevó a su compañero, que estaba herido.

Cristina había soltado a Lavrans, que había recobrado el sentido, y estaban fuertemente abrazados. No parecía haber comprendido lo que acababa de ocurrir. ¡Todo había sido tan rápido…!

Los hijos quisieron llevar a Erlend a la casa grande, pero él protestó:

—No quiero ir…, no quiero morir en la cama de Lavrans Bjoergulfssoen.

De pronto Cristina pareció despertar y corrió a echar los brazos al cuello de su marido. La rigidez de su rostro se quebraba bajo las lágrimas, como el hielo se rompe bajo una cascada de piedras.

—¡Erlend! ¡Erlend!

Erlend bajó la cabeza hasta rozar con su mejilla la mejilla de su mujer y permaneció así un momento.

—Ayudadme a subir a la casa vieja, hijos míos. Quiero que me acostéis allí.

Apresuradamente, la madre y los hijos prepararon la cama y desnudaron al herido. Cristina curó las heridas. La sangre salía a borbotones de la herida de la ingle; otra herida, producida por una flecha, al lado izquierdo del pecho, sangraba ligeramente.

Erlend acarició repetidas veces la cabeza de su mujer.

—No me curarás esta vez, Cristina mía.

Ella levantó hacia él su rostro desesperado. Un estremecimiento la sacudió. Se acordaba de que Simón había pronunciado las mismas palabras, y le pareció mal agüero.

Erlend estaba echado, medio incorporado en la cama, apoyado sobre almohadones y almohadas, con la pierna levantada y doblada para contener la hemorragia de la ingle. Cristina estaba sentada a su lado; entonces él le cogió la mano.

—¿Te acuerdas de la primera noche que dormimos en esta misma casa, Cristina? Yo ignoraba que ya en aquel momento tenías un gran pesar causado por mí. Y no fue aquel el único gran pesar que tuviste que soportar por mi culpa, Cristina mía.

Cristina tomó la mano de su marido entre las suyas. La piel de aquella mano era rugosa. Un círculo negro se había incrustado profundamente alrededor de las uñas estrechas y abombadas y los pliegues de cada articulación de sus largos dedos se dibujaban también en negro.

Cristina levantó aquella mano hasta su pecho y luego a sus labios y la regó de lágrimas.

—¡Qué calientes tienes los labios…! —murmuró Erlend con suavidad—. Te esperaba, ¡te he esperado tanto…! Mi corazón te llamaba. Acabé por decidir que cedería yo, y que iría a reunirme contigo, pero entonces me enteré de que… Me dije, al enterarme de que había muerto, que sin duda era demasiado tarde.

Cristina contestó, sollozando:

—Así y todo, aún te esperaba, Erlend. Pensaba que no tardarías en venir, por lo menos una vez, a la tumba del pequeño.

—Pero no me habrías recibido como a un amigo, estoy seguro. Y Dios sabe que no tenías razones para ello… ¡Qué bonita y tierna eras, Cristina mía! —murmuró cerrando los ojos.

Cristina no paraba de llorar.

—Ahora sólo nos queda —prosiguió— intentar perdonarnos mutuamente, como debe ser entre esposos cristianos…, si puedes.

—¡Erlend! ¡Erlend! —Bajó la cabeza, con el rostro lívido—. No debes hablar tanto, mi amor.

—Tengo que darme prisa en decir lo que tengo que decir —contestó el marido—. ¿Dónde está Naakkve? —preguntó con cierta ansiedad.

Le contestaron que la víspera por la noche, tan pronto Naakkve se había enterado de que su hermanito se había ido solo a Sundbu, según dijo, había ensillado un caballo y salido tan de prisa como podía ir su montura. Debía estar desesperado por no haber encontrado a Lavrans. Erlend suspiró y pasó las manos por el cobertor de lana.

Los seis hijos se acercaron a la cama.

—No os he dejado un porvenir fácil, hijos míos —empezó el padre. Se interrumpió para toser un par de veces. Una espuma sanguinolenta escapó de sus labios, que Cristina secó con una punta de su pañuelo de cabeza. Erlend calló un instante y luego prosiguió—: Tendréis que perdonarme, si os sentís capaces de ello. No olvidéis jamás, hijos míos, que vuestra madre ha luchado por vosotros cada día en el curso de estos años que hemos vivido juntos. Jamás ha habido entre nosotros más desacuerdos que aquellos que yo mismo provocaba, porque no tenía bastante en cuenta vuestro bien. Os he amado más que a mi propia vida.

—No olvidaremos jamás —dijo Gaute llorando— que vos, padre, nos habéis parecido el más valiente de los hombres y el más magnífico de los jefes. Estábamos orgullosos de ser vuestros hijos, lo mismo cuando la suerte os volvió la espalda que en los tiempos de prosperidad.

—No sabes lo que dices —contestó Erlend con una risita que se deshizo en tos—. No deis a vuestra madre el disgusto de pareceros a mí; ha sufrido demasiado desde que me conoció.

—¡Erlend! ¡Erlend! —sollozó Cristina.

Los hijos besaron, uno tras otro, la mano y la mejilla de su padre, y luego, llorando, fueron a sentarse junto a la pared. Gaute rodeó con su brazo los hombros de Munan y atrajo al niño hacia sí; los gemelos se cogían de la mano. Erlend volvió a tomar la mano de su mujer entre las suyas. Aquella mano estaba helada. Cristina le subió la ropa hasta la barbilla, y guardó la mano debajo de la ropa.

—Erlend —dijo llorando—, que Dios te reciba en su gloria. Es preciso mandar a buscar a un sacerdote.

—Sí —contestó con voz débil—. Es preciso que alguien suba a los Dofrines a buscar a Sira Guttorm, el párroco de mi iglesia.

—¡Erlend, no llegará a tiempo! —exclamó, asustada.

—Sí —dijo Erlend con vivacidad—, si Dios quiere hacerme esta gracia, porque no quiero recibir el último sacramento de manos del sacerdote que propagó esas infamias sobre ti.

—¡Erlend, por el amor de Dios, no hables así!

Ulf Haldorssoen se inclinó sobre el moribundo.

—Yo iré a los Dofrines, Erlend.

—¿Te acuerdas, Ulf —dijo Erlend con voz cada vez más débil e insegura—, del tiempo en que tú y yo nos íbamos de Hoestnaes?

Volvió a reír.

—Sí; te prometí que sería para ti un amigo fiel. Y Dios sabe, compañero, que las más veces fuiste tú, y no yo, el que dio muestras de fidelidad, Ulf, amigo mío. Quiero decirte… gracias, amigo y pariente.

Ulf se inclinó y besó los labios ensangrentados del herido.

—Gracias a ti, Erlend Nikulaussoen.

Encendió una vela que dejó cerca de la cabecera del moribundo y salió.

Los párpados de Erlend se habían vuelto a cerrar. Cristina no perdía de vista su rostro exangüe; de vez en cuando lo acariciaba con suavidad. Creyó adivinar que el fin se acercaba.

—Erlend —suplicó en voz baja—, Erlend, por amor de Dios, déjanos ir en busca de Sira Solmund. Dios es siempre Dios, sea quien sea el sacerdote que lo traiga.

—¡No! —gritó el marido, incorporándose en la cama con tal violencia que las ropas resbalaron dejando al descubierto su cuerpo desnudo y moreno. Los apósitos del pecho y de la ingle se tiñeron de manchas rojas debido a que la sangre fresca volvía a fluir—. Soy un pecador… Que Dios, en su gracia, tenga misericordia de mí según su voluntad, pero lo siento… —Volvió a desplomarse sobre las almohadas y prosiguió con voz débil—; no viviré lo bastante para volverme… muy viejo… y piadoso… y poder soportar en mi casa la presencia de aquel que habló mal de ti.

—Erlend, Erlend, piensa en tu alma.

El marido movió febrilmente la cabeza. Sus párpados se habían vuelto a cerrar.

—¡Erlend! —Cristina unió con fuerza sus manos y gritó, desesperada—: ¡Erlend! ¿No comprendes que el modo como te portaste conmigo fue lo que hizo inevitable la calumnia?

Erlend abrió sus grandes ojos. Sus labios no tenían sangre, pero una sombra de su vieja sonrisa iluminó su rostro descompuesto.

—Bésame, Cristina —murmuró. Un eco de su antigua risa tembló en su voz—. Creo que entre tú y yo han sucedido demasiadas cosas… que no eran del todo fe cristiana y unión conyugal… para que podamos perdonarnos fácilmente el uno al otro como esposos cristianos.

Cristina lo llamó por su nombre, gritó aquel nombre, pero él permaneció con los ojos cerrados, pálido en medio de su cabellera gris como un árbol recientemente despojado de su corteza. Unas gotas de sangre manchaban las comisuras de sus labios; ella las secó e imploró en voz baja. Al moverse, Cristina sentía su traje rígido y pegajoso por la cantidad de sangre que le había caído encima cuando ayudó a su marido a entrar y acostarse. En ciertos momentos se oía un gorgoteo en el pecho de Erlend, parecía que respiraba con dificultad, pero él ya no oyó nada más, no tuvo conciencia de nada más, mientras que, sin sobresaltos e inexorablemente, penetraba en el frío de la muerte.

La puerta del dormitorio se abrió con violencia y Naakkve entró corriendo, se echó de rodillas delante de la cama y cogió la mano de su padre llamándolo desesperadamente.

Lo seguía un caballero alto y fuerte, vestido con un manto de viaje. Este se inclinó ante Cristina.

—Si hubiera sabido antes, pariente mía, que necesitabais del apoyo de vuestros familiares… —Se interrumpió al observar que el marido agonizaba, se santiguó y se dirigió al ángulo más apartado de la habitación. Luego, en voz baja, el caballero de Sundbu empezó a rezar la oración de los agonizantes; pero Cristina no parecía darse cuenta de la llegada de Micer Sigurd.

Naakkve, de rodillas, se inclinó sobre la cama.

—¡Padre, padre! ¿Ya no me reconocéis, padre?

Apoyó el rostro sobre la mano de Erlend que Cristina tenía cogida entre las suyas; las lágrimas y los besos del muchacho llovieron sobre las manos unidas de sus padres.

Cristina apartó un poco la cabeza de su hijo, como si empezara a despertar.

—Nos molestas —dijo con impaciencia—. ¡Vete!

Naakkve todavía de rodillas, se irguió.

—¿Qué me vaya? Pero, madre…

—Sí, sí. Vete a sentarte junto a tus hermanos.

Naakkve levantó su rostro bañado en lágrimas y crispado por el dolor y la congoja; pero los ojos de la madre no veían nada. Entonces se fue al banco donde estaban ya sus seis hermanos. Cristina ni lo vio. Igual que una loca, miraba el rostro de Erlend que, blanco como la nieve, brillaba a la luz de las velas.

Poco después volvió a abrirse la puerta. Acompañados de cirios y tintineo de campanillas de plata, dos diáconos y un sacerdote entraron detrás del obispo Halvard. Ulf Haldorssoen cerraba la marcha. Los hijos de Erlend y Micer Sigurd se arrodillaron ante el Cuerpo del Señor. Cristina sólo levantó un poco la cabeza, volvió un instante hacia los recién llegados sus ojos llenos de lágrimas, pero vacíos. Luego volvió a dejarse caer, como antes, sobre el cadáver de Erlend.