7
Aquel otoño, el obispo de Halvard realizó una visita pastoral al norte del valle. Llegó a Sil la víspera de San Mateo. Hacía más de veinte años que no había viajado tan lejos, de modo que muchos niños esperaban para ser confirmados. Munan Erlendssoen era uno de ellos. Tenía ocho años.
Cristina rogó a Ulf Haldorssoen que llevara al niño al obispo: ya no tenía ningún amigo en su país natal a quien pedir este favor. Ulf pareció contento cuando le habló de ello. En el momento en que tocaron a misa, Cristina, Ulf y el niño se pusieron en camino. Los otros hijos habían asistido a la primera misa después de maitines, excepto Lavrans que estaba en cama con fiebre. No quisieron ir al oficio porque sabían que habría muchísima gente.
Al pasar ante la casa del administrador, Cristina observó que estaban atados en la valla varios caballos que no eran de allí. Un poco más lejos fueron alcanzados por Jartrud, que pasó cabalgando ante ellos acompañada de numeroso séquito. Ulf simuló no ver a su mujer ni a sus parientes.
Cristina sabía que Ulf no había traspasado el umbral de su casa desde primeros de año. En aquel momento debió haber entre él y su esposa una pelea peor que las habituales y Ulf, como consecuencia, había trasladado su arcón y sus armas al cuarto de arriba, donde dormía desde entonces con los hijos de Cristina. Una vez, a principios de primavera, Cristina había insinuado que no estaba bien que no se reconciliase con su mujer, pero él la había mirado riendo, con lo que Cristina se calló.
El tiempo era magnífico y soleado. Más allá del valle, el aire se volvía azul en las cumbres de las montañas. El follaje amarillento de los abedules que cubrían las vertientes empezaba a escasear, el trigo estaba casi todo segado y en los prados la hierba brillaba, verde y bañada de rocío. No obstante, aquí y allá, un campo de centeno amarillo, pálido, ondulaba junto a las granjas. Había gran aglomeración de gente delante de la iglesia y se oía relinchar a los caballos porque la cuadra de la iglesia estaba llena, hasta el punto de que mucha gente había tenido que dejar su cabalgadura fuera.
Una agitación sorda y hostil salió de aquella chusma al paso de Cristina y sus acompañantes. Un muchacho se golpeó los muslos rezongando, pero algunos ancianos lo hicieron callar. Cristina cruzó, erguida, con andar mesurado, el atrio de la iglesia y luego penetró en el cementerio.
Se detuvo un instante ante la tumba de su hijo y luego en la de Simón Andressoen. La tumba de Simón estaba cubierta por una gran losa gris sobre la que estaba grabada la imagen de un hombre con yelmo y coraza y las manos apoyadas en un escudo triangular en el que campeaban sus armas. En la orla de la piedra se leía: «In pace. Simón Armiger. Proles Dom. Andreae Filii Gudmund Militis. Pater Noster».
Ulf la esperaba ante el portal meridional. Había dejado su espada bajo el pórtico.
En aquel momento Jartrud entró en el cementerio acompañada por cuatro hombres: sus dos hermanos y dos viejos campesinos. Uno de ellos, Kolbein Jonssoen, había sido escudero de Lavrans Bjoergulfssoen durante varios años. Se dirigieron hacia la entrada de los sacerdotes, al sur del coro.
Ulf Haldorssoen se les adelantó corriendo. Cristina los oyó hablar rápidamente y en tono airado. Ulf quería impedir que su mujer y su séquito prosiguieran su camino. La gente empezó a rodearlos y Cristina hizo lo mismo. Ulf subió de pronto al montante del pórtico y se apoderó de la primera hacha que le cayó en la mano. Cuando uno de los hermanos de Jartrud quiso bajarlo de allí, Ulf dio un salto blandiendo el hacha. El golpe alcanzó a su cuñado en el hombro. Varios hombres acudieron y trataron de sujetarlo. Se revolvió, y Cristina vio que el rostro de Ulf estaba congestionado, convulso y desesperado.
En aquel momento, Sira Solmund y un clérigo del séquito del obispo aparecieron en la puerta. Los sacerdotes cruzaron unas palabras con los aldeanos. Poco después, los tres servidores que llevaban el escudo blanco del obispo se llevaron a Ulf fuera del cementerio, mientras su mujer y su séquito entraban en la iglesia detrás de los sacerdotes.
Cristina se acercó al grupo de aldeanos:
—¿Qué ocurre? —preguntó secamente. ¿Por qué habéis detenido a Ulf?
—Ya has visto que ha dado un hachazo a un hombre en el cementerio —contestó alguien.
Todos se apartaron de ella, de modo que se quedó sola con el niño, en la puerta de la iglesia.
Cristina creyó comprender que la mujer de Ulf pretendía quejarse de su marido ante el obispo. Como aquel hombre exaltado había turbado la paz de la iglesia, se había colocado en una difícil situación. Viendo que un forastero se acercaba a la puerta y miraba hacia fuera, le dio su nombre y le pidió ser presentada al obispo.
En la iglesia se habían expuesto todos los tesoros, pero los cirios de los altares no estaban encendidos todavía. Algunos rayos de sol penetraban por las ventanitas redondas, debajo del tejado, y resbalaban por los pilares oscuros. La gente se había instalado ya en la nave principal y en los bancos que recorrían los muros. En el coro, un grupo reducido, compuesto por Jartrud Herbrandsdatter y sus dos hermanos —Geirulv con el brazo en cabestrillo—, Kolbein Jonssoen, Sigurd Geitung y Tore Borghildssoen, estaban ante el trono del obispo, y detrás del sitial esculpido y a su alrededor se habían colocado dos jóvenes sacerdotes de Hamar, Sira Solmund y algunos hombres.
Todos miraron a la señora de Joerungaard cuando avanzó y se inclinó profundamente ante el obispo.
Monseñor Halvard era un hombre alto y fornido, muy imponente. Bajo el solideo de seda roja, sus cabellos brillaban sobre las sienes, blancos como la nieve, y su rostro alargado y lleno tenía el color subido. Poseía una gran nariz aguileña y la barbilla fuerte; su boca era estrecha como un corte, casi sin labios, y atravesaba la parte baja de un rostro acabado en una blanca y recién afeitada barba, mientras las cejas gruesas y pobladas sombreaban los ojos de un negro brillante.
—Que Dios te guarde, Cristina Lavransdatter —empezó, dirigiendo una mirada escrutadora a la mujer. Una de las manos blancas del anciano apretaba la cruz pectoral de oro, la otra, que descansaba sobre los pliegues de su sotana morada, sostenía una tablilla de cera.
—¿Qué te ha empujado a buscarme aquí, Cristina? —prosiguió—. ¿No te sería mejor esperar a la tarde y venir a visitarme a Romundgaard para exponerme lo que te preocupa?
—Jartrud Herbrandsdatter también os ha buscado aquí, Monseñor —contestó Cristina—. Ulf Haldorssoen está al servicio de mi marido desde hace treinta y cinco años. Siempre ha sido para nosotros un amigo y un aliado fiel y creí que, a mi vez, podría ayudarle.
Jartrud rezongó entre dientes y lanzó una exclamación de despecho. El resto de la asistencia contemplaba a Cristina, los de la comarca con ira y los del séquito del obispo con curiosidad. Monseñor Halvard lanzó una penetrante mirada a su alrededor y se volvió nuevamente a Cristina.
—¿Te arriesgas a presentarte como testigo de descargo a favor de Ulf Haldorssoen? Tal vez no sepas —dijo levantando la mano al ver que Cristina se disponía a contestarle— que nadie tiene derecho a exigir tu testimonio en este asunto, excepto tu marido, a menos que sea tu propia conciencia la que te mueva a hacerlo. Reflexiona primero…
—He pensado ante todo, Monseñor, que puesto que Ulf se ha dejado llevar por la cólera y ha empuñado armas en la iglesia, tal vez yo podría ofrecer una fianza. Y mi marido —prosiguió con esfuerzo— hará seguramente en este asunto todo lo que esté en su poder para ayudar a su pariente y amigo.
El obispo se volvió con cierta impaciencia hacia el grupo que le rodeaba y que parecía presa de violenta agitación.
—Aquella mujer no tiene por qué seguir aquí. Sus acompañantes pueden esperar en la nave principal. Id allí todos mientras hablo con la señora de Joerungaard; haced que salgan los feligreses un momento y Jartrud Herbrandsdatter con ellos.
Uno de los jóvenes sacerdotes, ocupado en preparar las vestiduras episcopales, dejó delicadamente la mitra rematada por la cruz de oro sobre los pliegues de la capa pluvial extendida; luego, bajó a hablar con la gente reunida en la nave. El grupo le siguió. Los feligreses, y con ellos Jartrud, salieron de la iglesia y el sacristán cerró la puerta.
—Has mencionado a tu marido —dijo el obispo mirando fijamente a Cristina—. ¿Es cierto que trataste de reconciliarte con él el verano pasado?
—Sí, Monseñor.
—¿Y no os habéis reconciliado?
—Monseñor, perdonadme por lo que os voy a decir. Yo no he venido a quejarme de mi marido. He venido a hablaros en favor de Ulf Haldorssoen.
—¿Sabía tu marido que esperabas un hijo? —preguntó Monseñor Halvard con severidad. Parecía disgustado por la objeción de Cristina.
—Sí, Monseñor —contestó en voz baja.
—¿Y cómo se tomó la noticia Erlend Nikulaussoen?
Cristina, que retorcía entre los dedos una punta de la toca, bajó los ojos.
—Al saberlo, ¿no ha querido reconciliarse?
—Perdonad, Monseñor, a Erlend, mi señor y esposo, si es que se ha portado mal conmigo. En cuanto sepa que venir ahora puede ser útil a la causa de Ulf, estoy segura de que acudirá.
—Quieres decir que por amistad hacia este hombre, Ulf…, hablemos con franqueza, puesto que el asunto ha sido divulgado. ¿Reconocerá Erlend, a pesar de todo, al niño que has tenido en primavera?
Cristina levantó bruscamente la cabeza y miró al obispo con los ojos desorbitados por el estupor y los labios entreabiertos. Sólo poco a poco empezó a comprender el sentido de las palabras pronunciadas por él. Monseñor Halvard escrutó gravemente su rostro:
—Por supuesto, mujer, nadie excepto tu esposo tiene derecho a ponerte en entredicho en este asunto. Pero debes comprender que, en este caso, tanto él como tú cometéis un grave pecado si carga con la paternidad del niño de otro para proteger a Ulf. Estaréis ambos en mejor situación, si habéis pecado, después de confesarlo y recibir la absolución.
La palidez y el rubor se sucedían en el rostro de Cristina.
—¿Acaso alguien pretende que este niño no es de mi marido…, que no es hijo suyo?
El obispo se puso lentamente en pie:
—¿Quieres hacerme creer, Cristina, que ignoras los rumores que circulan sobre ti y tu administrador?
—Sí —se irguió y echó la cabeza hacia atrás, el rostro exangüe bajo su toca de mujer casada—. Os ruego, reverendo padre y señor, que si alguien ha propagado infamias a espaldas mías, le ordenéis que sean repetidas en mi presencia.
—No se ha pronunciado ningún nombre… pero Jartrud Herbrandsdatter ha pedido autorización para abandonar a su marido y regresar junto a los suyos porque le acusa de haberla abandonado por otra mujer, una mujer casada, y de haber engendrado un hijo con ella.
Hubo un silencio. Cristina insistió:
—Monseñor, os ruego por piedad hacia mí que obliguéis a esos hombres a repetir delante de mí que la mujer soy yo.
El obispo escrutó con la mirada grave y penetrante el rostro de Cristina. Luego hizo una señal y el séquito de Jartrud subió por la nave y se colocó a su alrededor. Monseñor Halvard tomó la palabra.
—Vosotros, campesinos de Sil, os habéis dirigido a mí en un momento indebido para presentarme una queja, una queja que antes debíais haber expuesto a mi representante. He accedido a escucharos porque sé que no podíais estar muy al corriente de las leyes y reglamentos. Pero resulta que esta mujer, Cristina Lavransdatter, de Joerungaard, se ha presentado ante mí con una extraña petición: me ruega que os pregunte si os atrevéis a repetir ante ella los rumores que han circulado por el país, y que son estos: que Erlend Nikulaussoen no era el padre del hijo que tuvo esta primavera.
Sira Solmund contestó:
—Se ha comentado en todas las granjas y en todas las cabañas: el niño ha nacido engendrado en adulterio e incesto por la señora y su intendente. No nos parece probable que esta mujer ignorara tales rumores.
El obispo quiso decir algo, pero Cristina, con voz alta y firme, exclamó:
—Que Dios Todopoderoso, la Virgen María, san Olav y santo Tomás arzobispo sean mis testigos: jamás he sabido que se hubiera propagado tal mentira.
—Es difícil de creer —insistió el sacerdote—. ¿Por qué entonces has creído tener que disimular con tanto cuidado que estabas encinta? Huías de todos y apenas has salido de casa durante el invierno.
—Hace tiempo que ya no tengo amigos entre los campesinos de mi tierra. En estos últimos años he frecuentado poca gente. Pero, antes de este momento, ignoraba que todos se hubieran vuelto enemigos míos. Sin embargo, iba a misa todos los domingos.
—Sí, y te envolvías en amplios mantos y te vestías de modo que no se viera que engordabas.
—Como todas las mujeres, una desea tener un aspecto agradable a los ojos de la gente —contestó Cristina secamente.
El sacerdote prosiguió:
—Si este niño era de tu marido, como dices, ¿lo habrías cuidado tan mal como para causar su muerte por falta de cuidados?
Uno de los clérigos jóvenes de Hamar se adelantó y estiró el brazo para sostener a Cristina. Al instante, ella se sobrepuso y, de nuevo erguida y pálida, dio las gracias al clérigo con una inclinación de cabeza.
Sira Solmund volvió a la carga con tesón:
—Las sirvientas de Joerungaard lo han dicho; mi hermana, que estuvo allí, también lo vio: el ama tenía tanta leche que se le escapaba y empapaba sus ropas. Pero todos los que vieron el cuerpo del niño muerto pueden atestiguar que murió de hambre.
El obispo hizo una señal con la mano:
—Basta, Sira Solmund. Atengámonos al asunto que nos ocupa: se trata primero de saber si Jartrud Herbrandsdatter no ha acusado a su marido más que por el hecho de dar crédito a los rumores que la señora de Joerungaard desmiente; luego, si Cristina puede refutar estos rumores… Nadie pretende, creo yo, decir que ha matado a su hijo.
Cristina, lívida, guardó silencio.
El obispo se dirigió entonces al párroco:
—En cuanto a ti, Sira Solmund, tu deber era hablar a esta mujer y comunicarle lo que se decía de ella. ¿Lo has hecho tú?
El sacerdote enrojeció:
—He rezado desde el fondo de mi corazón por esta mujer, esperando que venciera su obstinación y llegase al arrepentimiento. No conocí a su padre —prosiguió el sacerdote, exaltándose— pero yo sé, no obstante, que Lavrans de Joerungaard era un hombre probo y piadoso. Era digno de mejor suerte, pero esta mujer, su hija, lo cubrió de oprobio. Apenas una mujer, causó, por su frivolidad, la muerte de dos jóvenes del país. Luego faltó a su palabra y rompió el compromiso con el hijo de un caballero, hermoso y valiente, que su padre le había elegido por marido. Logró sus deseos de un modo deshonesto y se casó con aquel hombre que, vos no lo ignoráis, Monseñor, fue condenado por alta traición. Pero yo creí que su corazón endurecido se ablandaría al verse odiada y despreciada, y tachada, ella y todos los suyos, con una de las peores reputaciones, en aquel Joerungaard donde su padre y Ragnfrid Ivarsdatter habían vivido rodeados del respeto y del afecto de todos. Pero la medida ha sido colmada cuando ha tenido el descaro de traer a su hijo para que fuese confirmado, confiando la misión de presentar al niño al hombre con quien, a la vista y conocimiento de todo el país, vive en estado de pecado de doble fornicación, incesto y adulterio.
El obispo indicó al sacerdote que se callase.
—¿Qué grado de parentesco hay entre tu marido y Ulf Haldorssoen? —preguntó a Cristina.
—El padre natural de Ulf era el señor de Hestnoes, Baard Peterssoen. Este era hermano uterino de Gaute Erlendssoen de Skogheim, abuelo materno de Erlend Nikulaussoen.
Monseñor Halvard se volvió, impaciente, hacia Sira Solmund:
—No hay incesto; la suegra de Cristina Lavransdatter y Ulf eran primos. Las relaciones carnales entre parientes próximos son, por supuesto, un gran pecado, es cierto. Pero no puedes hacer que las cosas sean peores de lo que son.
—Ulf Haldorssoen es el padrino del hijo mayor de esta mujer —declaró Sira Solmund.
El obispo interrogó a Cristina con la mirada.
—Sí, Monseñor.
Monseñor Halvard permaneció un instante en silencio.
—Que Dios te ayude, Cristina Lavransdatter —dijo con pena. He conocido a tu padre, en mi juventud fui su invitado en Joerungaard. Si Lavrans Bjoergulfssoen estuviera vivo, nada de esto habría ocurrido. Piensa en tu padre, Cristina; por amor a él es preciso que apartes esta vergüenza y te laves de esta acusación, si puedes.
En un destello, Cristina reconoció al obispo: un día de invierno, al atardecer, un semental rojo que se encabritaba en el patio y un sacerdote de rostro congestionado aureolado de cabello oscuro. Agarrado a las crines, empapado en sudor, pretendía dominar al animal, que caracoleaba, y montarlo a pelo. A su alrededor se agitaban grupos de invitados navideños, ebrios, muertos de risa; entre ellos, hablando alegremente, se hallaba el padre de Cristina, con el rostro arrebolado por la bebida y el frío.
De pronto, Cristina se volvió a Kolvein Jonssoen.
—Kolbein, tú que me has conocido desde que iba en pañales, tú que me has conocido, así como a mis hermanos y hermanas, en casa de mis padres, sé que querías tanto a mi padre que… Kolbein, ¿crees lo que se dice de mí?
Kolbein, un campesino, la miró con dureza, tristemente:
—¿Dices que queríamos a tu padre? Sí, nosotros sus criados, pobres servidores y gente del pueblo, amábamos a Lavrans de Joerungaard y pensábamos que era tal y como, según Dios, debe ser un jefe y un señor. No nos preguntes, Cristina Lavransdatter, a nosotros, que hemos sido testigos del gran amor que te tenía tu padre y de la forma como le pagaste su amor lo que te creemos capaz o incapaz de hacer.
Cristina dejó caer la cabeza sobre el pecho. El obispo no pudo sacarle ninguna palabra más: dejó de contestar a todas sus preguntas.
Entonces, Monseñor Halvard se levantó. Al lado del altar mayor había una puerta baja que llevaba a la zona cerrada del patio, detrás del ábside del coro. Parte de esta galería era utilizada como sacristía, y la otra parte estaba llena de pequeñas aberturas por donde los leprosos, que oían la misa desde fuera, separados del resto de la comunidad, podían recibir la comunión. Pero desde hacía muchos años no había leprosos en la parroquia.
—Es preferible que esperes ahí, Cristina, a que la gente haya entrado para el oficio. Quiero hablarte más tarde; pero, ahora, quédate sola un instante.
Cristina se inclinó en profunda reverencia ante el obispo:
—Si me lo permitís, Monseñor, prefiero volver en seguida a casa.
—Haz como quieras, Cristina Lavransdatter. Y que Dios te proteja. Si eres inocente, el propio Dios y sus mártires, san Olav y santo Tomas, que murieron por una causa justa, serán tus defensores.
Cristina hizo una nueva reverencia ante el obispo; luego, saliendo por la puerta de los sacerdotes, fue al cementerio.
Un chiquillo solitario, vestido con una cota nueva de color rojo, esperaba de pie y erguido. Era Munan, que volvió hacia ella su pálida carita infantil y la miró con ojos agrandados por el miedo.
¡Sus hijos!, ¡no había pensado en ellos! En una brusca revelación vio el pequeño grupo de sus hijos. Durante aquel año habían vivido al margen de su vida, apiñándose unos contra otros, como un rebaño de potros bajo la tormenta, vigilantes, asustados, lejos de ella, mientras se debatían en los últimos sobresaltos de su amor moribundo. ¿Qué habían comprendido, qué habían pensado, cuánto habían sufrido mientras ella se complacía en su odio? ¿Qué sería de ellos ahora?
Tenía en su mano el puño rugoso de Munan. El niño miraba al frente. Ligeros temblores agitaban sus labios, pero anduvo erguido.
Cogidos de la mano, Cristina y su hijo cruzaron el cementerio y salieron a la plaza de la iglesia. Pensaba en sus hijos y se sentía a punto de desplomarse. La gente subía hacia el pórtico de la iglesia, convocados por las campanas.
Un día había oído contar la historia de un hombre muerto que no podía desplomarse, ¡tantas eran las flechas que llevaba clavadas en su cuerpo!; ella no pudo caer a causa de todos aquellos ojos que la traspasaron.
La madre y el niño llegaron a la casa alta. Los hijos rodeaban a Bjoergulf, que estaba sentado delante de la mesa. Naakkve sobresalía de entre sus hermanos, con una mano apoyada en el hombro del muchacho de vista defectuosa. Cristina vio el rostro estrecho y oscuro, de ojos azules, y el bozo negro que sombreaba la boca roja de su primogénito.
—¿Lo sabéis? —preguntó tranquilamente, acercándose al grupo.
—Sí —contestó Naakkve por todos— Gunhild estaba en la iglesia.
Cristina no se movió. Bjoergulf se había vuelto de nuevo hacia su hermano mayor, hasta que la madre preguntó:
—¿Alguno de vosotros sabía que por la comarca circulaban rumores que se referían a Ulf y a mí?
Ivar Erlendssoen se volvió hacia ella con un movimiento brusco.
—Podéis estar segura de que en ese caso os habría llegado el eco de nuestros actos. Yo, por lo menos, no me habría quedado quieto oyendo cómo a mi madre se la tachaba de fornicadora y adúltera… aun cuando fuera cierto.
Cristina preguntó dolida:
—Quisiera saber, hijos míos, lo que habéis pensado de todo lo que ha ocurrido en el transcurso de este año.
Los muchachos guardaron silencio. De pronto, Bjoergulf, alzando hacia ella sus ojos enfermos, exclamó:
—¡Jesús, madre…! ¿Qué íbamos a pensar… este año y todos los años? ¿Creéis que era fácil tener una opinión?
Naakkve habló a su vez:
—Es cierto, madre. Tal vez hubiera debido hablaros de ello, pero vuestra actitud hacía imposible toda comunicación. Y cuando habéis mandado bautizar a nuestro último hermano con el nombre de nuestro padre, como si este hubiera muerto ya…
Se interrumpió, presa de viva emoción.
Bjoergulf prosiguió:
—Vos y nuestro padre sólo pensabais en vuestras rencillas… ni por un instante teníais en cuenta que nos íbamos haciendo hombres. Jamás prestasteis la menor atención a los que, por desgracia, se encontraban atrapados entre vuestras armas y recibían heridas sangrientas.
Mientras hablaba había saltado de su sitio. Naakkve apoyó una mano en el hombro de su hermano. Cristina vio que Bjoergulf decía la verdad: ambos eran ya dos hombres.
Se sentía como desnuda ante ellos; se había expuesto sin pudor ante sus hijos.
Lo que habían visto, al crecer, era que sus padres se habían hecho viejos y que el ardor de la juventud ya no les cuadraba. No habían sabido envejecer con honor y dignidad.
De repente una voz infantil cortó el silencio. Munan se echó a llorar, desesperado:
—¡Madre, madre!, ¿van a meterte en la cárcel, madre? ¿Nos van a dejar sin ti?
Le echó los bracitos a la cintura y escondió su cara llorosa bajo el pecho de su madre. Cristina se dejó caer en el banco y tomó en brazos al chiquillo sollozante. Trató de calmarlo:
—¡Chiquitín mío, pequeño mío, no llores así!
—Nadie puede arrebatarnos a nuestra madre —declaró Gaute acercándose y cogiendo la manita del niño—. No llores, no pueden hacerle nada. Tienes que calmarte, Munan; debes comprender que defenderemos a nuestra madre.
Cristina siguió sentada con el niño en brazos: las lágrimas del pequeño la habían aliviado en cierto modo.
En aquel momento Lavrans se incorporó, con las mejillas enrojecidas por la fiebre:
—Sí, ¿qué pensáis hacer, hermanos?
—Cuando termine la misa —contestó Naakkve— iremos a la parroquia y ofreceremos una fianza por nuestro padre adoptivo. Es lo primero que hay que hacer. ¿No sois de mi opinión?
Bjoergulf, Gaute, Ivar y Skule contestaron que sí. Cristina observó:
—Ulf ha levantado el arma sobre un hombre en el recinto del cementerio. Es preciso que yo haga algo que nos deje limpios, a él y a mí, de estos rumores infames. Son cosas tan graves, hijos míos, que en mi opinión deberíais pedir consejo a alguien para saber qué es lo que hay que hacer.
—¿Y a quién quieres que pidamos consejo? —dijo Naakkve. Su tono era ligeramente irónico.
—Micer Sigurd de Sundbu es primo mío por parte de mi madre —contestó Cristina después de una breve vacilación.
—Ya que él hasta el momento no se ha acordado nunca del parentesco —dijo el muchacho en el mismo tono que antes—, no creo que nosotros, hijos de Erlend, recurramos a él ahora que la desgracia se ceba en nosotros. ¿Qué decís, hermanos? Aunque no somos mayores de edad, cinco de entre nosotros están, por lo menos, en condiciones de tomar las armas.
—Hijos míos, las armas no pueden arreglar este asunto.
—Debes dejarnos decidir a nosotros —contestó Naakkve—. Ahora, madre, es mejor que nos deis de comer. Y vos, sentaos en el lugar de costumbre para que el servicio no note nada extraño —dijo en tono de mando.
Difícilmente pudo tragar bocado. Se preguntaba si pensaban mandar a buscar a su padre. Y meditaba en el posible desenlace del asunto. Desconocía la ley en casos semejantes, pero suponía que sería preciso, para justificarse, el juramento que sigue a una conciliación por las buenas y el juramento de once testigos. En este caso, se celebraría sin duda en la iglesia principal de Ullinsyn, en Vaage. Allí tenía parientes por parte de su madre; los tenía en casi todas las grandes propiedades.
¿Y si no aceptaban su juramento y tuviera que vivir entre ellos sin haber podido lavarse de aquella infame acusación? ¿Deshonrar a su padre? Había venido como forastero al valle. Se había mostrado capaz de hacerse valer por sí solo y se había ganado el respeto de todos. Cuando Lavrans Bjoergulfssoen proponía alguna cosa al ting o a una asamblea, siempre se le escuchaba. Pero no ignoraba que su vergüenza recaería en él. Se dio cuenta de lo solo que había estado su padre, aislado a pesar de todo, aislado y forastero en medio de la gente, todas las veces que ella lo cubría de dolor, de oprobio y de desprecio.
No se había creído capaz de sufrir de aquel modo, eran ya demasiadas las veces que se había sentido morir, pero aún esta vez experimentaba cómo el corazón le estallaba en pedazos.
Gaute salió a la galería y miró hacia los caminos del norte.
—La gente regresa de la iglesia —anunció—. ¿Vamos a esperar a que se hayan dispersado?
—No —contestó Naakkve—. Es preciso que vean que los hijos de Erlend se atreven a mostrarse. Debemos prepararnos, muchachos. Es preferible que os pongáis los cascos.
Sólo Naakkve poseía una armadura completa. Dejó la cota de malla, pero cubrió su cabeza con el yelmo, tomó el escudo, la espada y un largo cuchillo. Bjoergulf y Gaute se pusieron unos antiguos cascos de hierro que llevaban cuando se ejercitaban en tirar la espada; pero Ivar y Skule tuvieron que conformarse con pequeños cascos de acero de los empleados en las guerras de campesinos.
La madre los miraba, dolorosamente impresionada.
—No me parece prudente, hijos, que vayáis así, armados, a la parroquia —observó, acongojada—. No debéis olvidar la tregua del domingo y la presencia del obispo.
—Aquí, en Joerungaard, hay una cuestión de honor —contestó Naakkve—. Estamos obligados a aceptar el precio que se nos imponga.
—No, no Bjoergulf —exclamó la madre al ver al hijo cuya vista era tan débil apoderarse de un hacha de combate—. Piensa que no ves bien.
—Bah, siempre veré tan lejos como alcance el hacha —contestó sopesando el arma.
Gaute se acercó a la cama del hermano enfermo y descolgó la larga espada de combate de su abuelo que el pequeño Lavrans quería a toda costa ver colgada sobre su lecho.
—Tú me prestarás tu espada, amigo… Tengo la impresión de que nuestro abuelo estaría contento viéndola tomar parte en nuestra andanza.
Cristina se retorcía las manos, aunque permanecía sentada. Hubiera querido gritar su sufrimiento y su angustia mortal; se sentía empujada por una fuerza que sobrepasaba el dolor y el pánico, la mismo que la había hecho gritar al dar a luz a aquellos hombres. No había dejado de recibir de la vida herida tras herida. Mas ahora sabía que estas heridas estaban cicatrizadas, aun cuando estuvieran sensibles como la carne viva y sangraran hasta hacerla morir… Jamás se había sentido tan viva como en aquel instante.
Despojada de flores y hojas, las ramas no se habían desgajado, el tronco no había sido abatido. Por primera vez desde que había puesto en el mundo a los hijos de Erlend Nikulaussoen, se olvidó del padre y no vio más que a sus hijos.
Pero los hijos no vieron a su madre, sentada, pálida, con los ojos agrandados y la mirada enternecida. Munan estaba aún echado sobre sus rodillas; no la había soltado. Los cinco muchachos abandonaron la sala.
Cristina se levantó y salió a la galería. Vio a sus hijos detrás de las dependencias cuando, andando en fila por el sendero que conducía a Romundgaard, cruzaban por los campos de centeno amarillo. Los cascos de acero y de hierro relucían con brillo opaco, pero el sol arrancaba destellos de la espada de Naakkve y de las puntas de las jabalinas que empuñaban los gemelos. Permaneció en pie siguiendo a los cinco muchachos con la mirada; era la madre de todos ellos.
De regreso a la sala, se postró ante el arcón que sostenía la imagen de María. Los sollozos le desgarraban el pecho. Munan se echó también a llorar y se acurrucó al lado de su madre. Lavrans saltó entonces de la cama y se arrodilló al otro lado. Cristina enlazó con sus brazos a los dos pequeños.
Desde que el menor había muerto, había buscado en vano una oración para dirigirse a Dios. Dura, fría, insensible como una piedra, se había sentido caer en las fauces abiertas del infierno. Ahora, las plegarias salían sin esfuerzo de sus labios; inconscientemente su alma lanzaba un grito de angustia, de agradecimiento y alabanza a María, Virgen y Madre, Reina del Cielo y de la tierra:
—«María, María, soy rica, poseo todavía tesoros de valor incalculable que pueden serme arrebatados. ¡Madre de misericordia, tómalos bajo tu protección!».
En el patio de Romundgaard había mucha gente, y cuando los hijos de Erlend llegaron, algunos campesinos les preguntaron qué era lo que querían.
—Nada que os importe… o por lo menos todavía no —contestó Naakkve con una sonrisa socarrona—. Hoy venimos a despachar con el obispo, Magnus. Después, tal vez mis hermanos y yo nos ocupemos también de vosotros. Pero hoy no tenéis de qué temer.
Hubo gritos de protesta y la gente se alborotó. Sira Solmund salió y trató de impedir la entrada a la casa de los muchachos, pero entonces algunos campesinos tomaron cartas en el asunto y manifestaron que estaban en su derecho al tratar de esclarecer la acusación formulada contra su madre. Los criados del obispo salieron a su vez y les dieron la orden de que se retiraran. La comida estaba servida y nadie tenía tiempo para escucharlos en aquel momento. Aquella intervención desagradó a todos.
—¿Qué hay, buena gente? —preguntó una voz fuerte sobre sus cabezas.
Nadie se había dado cuenta de que el obispo hubiera salido a la galería del piso. Alto, fuerte e imponente en sus ropas moradas y tocado con un solideo de seda roja, preguntó:
—¿Quiénes son estos jóvenes?
Le contestaron que eran los hijos de Cristina Lavransdatter, de Joerungaard.
—¿Eres tú el primogénito? —el obispo se dirigió a Naakkve—. Puedo recibirte. Que los otros esperen en el patio a que hayamos terminado.
Naakkve subió a la sala superior y entró en ella con el obispo. Monseñor Halvard ocupó el sitio de honor y contempló al joven que estaba ante él, apoyado en su espada de combate.
—¿Cómo te llamas?
—Naakkve Erlendssoen, señor.
—¿Crees que está bien que hayas venido armado de tal modo, Nikulaus Erlendssoen, para hablar con tu obispo? —le preguntó con una sonrisa.
Nikulaus se sonrojó violentamente. Se apresuró a dejar sus armas y su manto en un rincón. Al volver inclinó su cabeza descubierta ante el obispo. Una de sus manos rodeaba la muñeca opuesta. Su porte era desenvuelto, abierto, pero sin dejar de ser correcto y respetuoso.
Monseñor Halvard se dijo que el joven había aprendido la cortesía y los modales caballerescos. No debía ser ya un chiquillo en la época en que su padre había perdido su riqueza y su envidiable posición; recordaba, sin duda, los tiempos en que había sido el hijo del señor hereditario del señorío de Husaby. Era un joven magnífico. «¡Tanto más doloroso para él!», pensó el obispo.
—¿Son hermanos tuyos todos los que han venido contigo? ¿Cuántos sois, pues?
—Somos siete hermanos vivos, señor.
¡Cuántas vidas jóvenes complicadas en aquel asunto! El obispo suspiró involuntariamente.
—Siéntate, Nikulaus. Quieres, sin duda, hablarme de los rumores que circulan sobre tu madre y su administrador…
—Gracias, señor. Prefiero estar de pie ante vos.
El obispo estudió la mirada reflexiva del muchacho. Luego, dijo lentamente:
—Verás, Nikulaus: me cuesta creer lo que se dice de Cristina Lavransdatter, y el derecho de acusarla de adulterio sólo corresponde a su señor y esposo. Pero la cosa se complica a causa del parentesco entre Ulf y tu padre y por ser Ulf tu padrino; y, tal como Jartrud ha presentado la querella, hay cosas que pueden interpretarse en detrimento de tu madre. ¿Sabes si es cierto, como asegura ella, que su marido le ha pegado con frecuencia y que hace un año abandonó el lecho conyugal?
—Ulf y Jartrud no se llevaban bien. Nuestro padre adoptivo no era joven cuando se casó, y es a veces duro y exaltado. Pero para nosotros, mis hermanos y yo, y mi padre y mi madre, ha sido el aliado y el amigo más fiel que hemos tenido. Y la primera súplica que venía a dirigiros, mi buen señor, era la de conceder la libertad a Ulf bajo fianza, si es posible.
—¿Eres mayor de edad? —preguntó el obispo.
—No, señor. Pero nuestra madre está dispuesta a ofrecer la fianza que le exijáis, sea cual fuere.
El obispo sacudió la cabeza.
—Mi padre dirá lo mismo, estoy seguro. Es mi intención, al salir de aquí, ir directamente a Haugen para ponerle al corriente de lo que ha ocurrido. Si queréis concederle una entrevista para mañana…
El obispo apoyó la barbilla en la mano; permaneció un momento pensativo y se rascó con el pulgar los pelos afeitados de la barba, lo que produjo un ligero ruido.
—Siéntate, Nikulaus —le dijo—; así hablaremos mejor.
Naakkve se inclinó para dar las gracias y se sentó.
—¿Entonces es cierto que Ulf se negó a proseguir la vida en común con su mujer? —preguntó, insistiendo en aquella cuestión relegada por un momento.
—Sí, Monseñor, así lo creo. —El obispo sonrió involuntariamente y Naakkve sonrió a su vez—. Ulf duerme en el cuarto alto conmigo y mis hermanos desde las Navidades de este año.
El obispo tardó en hablar. Luego prosiguió su interrogatorio:
—¿Y comer? ¿Dónde come?
—Se hacía preparar un saco con provisiones cuando tenía que ir al bosque o a otra parte. —Naakkve titubeó—. No había acuerdo a este respecto: mi madre creía que era mejor que se sentara a la mesa con nosotros, como antes de casarse. Ulf no quiso, porque decía que una alteración del contrato establecido entre mi padre y él provocaría comentarios. Cuando se casó, mis padres decidieron que se le entregarían productos de la granja para su casa, y le parecía injusto que nuestra madre tuviera que alimentarle sin reducir para nada sus provisiones. Pero al final mi madre se salió con la suya y Ulf comió con nosotros… Más tarde arreglarían lo del contrato.
—¡Hum! Tu madre tiene más bien reputación de buena administradora de sus bienes y de ser una mujer diligente y ahorrativa.
—Pero no en lo que se refiere a la comida. Todo el mundo puede decirlo. Todo hombre o mujer que haya servido en casa dirá que mi madre es muy generosa con la comida. En ese aspecto no ha cambiado desde el tiempo en que éramos ricos. Jamás está tan contenta como cuando puede presentar a la mesa un buen plato, algo exquisito, y se muestra siempre tan espléndida que cada servidor, hasta el más humilde porquerizo, e incluso un mendigo, tiene su parte en las cosas buenas.
—¡Hum! —El obispo se sumió en reflexiones—. ¿Decías que pensabas ir en busca de tu padre?
—Sí, Monseñor. ¿No es natural? —Al ver que el obispo tardaba en contestar, prosiguió—: Este invierno, mi hermano Gaute y yo hablamos con nuestro padre…, le dijimos que nuestra madre estaba encinta. Pero no notamos ni la menor señal, ni la menor palabra que dejara entrever que nuestro padre dudara de la fidelidad de nuestra madre o que le sorprendiera la noticia. Pero nuestro padre no se encontró nunca a gusto en Sil; quería vivir en su propia heredad de los Dofrines, y nuestra madre pasó allí algún tiempo el verano pasado. Estaba enfadado porque ella no quería quedarse a cuidar de su casa. Él pretendía que se nos dejara a Gaute y a mí explotar Joerungaard y que ella se instalara definitivamente en Haugen.
El obispo no dejó de pasarse el dedo por encima de la barba sin perder de vista al muchacho.
Pensó que Erlend Nikulaussoen jamás habría sido capaz de acusar de adulterio a su esposa delante de sus hijos.
Cristina Lavransdatter tenía muchas cosas en contra suya, y, no obstante, el obispo seguía sin creer en la acusación; la mujer había parecido sincera al negar que conociera aquellos rumores. Sin embargo, no olvidaba que Cristina había cedido ya una vez al deseo carnal. Ella y aquel hombre del que ahora vivía separada habían forzado el consentimiento de Lavrans.
Cuando se mencionó la muerte del niño, se dio cuenta de que el remordimiento la atormentaba. Pero si, por falta de cuidados, hubiera causado la muerte de la criatura, no podía tampoco por ello ser llevada ante el tribunal de los hombres. Tendría que expiar aquel pecado según el mandato de su confesor. Y aunque le hubiese cuidado mal, eso no se oponía a que el hijo fuese de su marido. Evidentemente no podía estar encantada con el nuevo recién nacido, dada su edad y el abandono de su marido, además de los siete hijos que ya tenía y que habían tenido que ser educados en condiciones tan por debajo de su rango. Pedir que amara al nuevo hijo era casi pedir lo imposible.
No la creía una mujer infiel. No obstante, sólo Dios sabía lo que había oído en el transcurso de los cuarenta años que llevaba de sacerdocio y escuchaba confesiones. Pero creía en Cristina Lavransdatter.
En cuanto a la conducta de Erlend Nikulaussoen en aquel asunto, sólo podía interpretarse de un modo. Si no se había ocupado de su esposa mientras estaba encinta, ni del niño a su nacimiento, ni cuando murió, era debido a que creía no ser el padre.
La cuestión a dilucidar entonces era cómo actuaría el marido. ¿Iba a levantarse en defensa de su mujer a pesar de todo, por amor a sus siete hijos…? Así actuaría un hombre honrado. O bien, ahora que la historia había sido propagada, ¿la acusaría de adulterio? A juzgar por lo que el obispo había oído contar de Erlend de Husaby, no podía uno tener la seguridad de que fuera incapaz de semejante proceder.
—¿Quiénes son los parientes más cercanos de tu madre?
—Jammaelt Halvardssoen, de Aelin, que está casado con su hermana, la viuda de Simón Darre, de Formo. Tiene, además, dos primos por parte de su padre, Ketil, Ragna, que es la esposa de Sigurd Ryrning. Ivar Gjesling, de Ringheim, y su hermano Kaavard Trondssoen, son primos por parte materna. Pero viven todos muy lejos de aquí.
—¿Y el caballero Sigurd Eldjarn, de Sundbu…? Tu madre y él son primos. En una causa como esta el caballero tiene el deber de hacerse cargo de la defensa de su pariente, Nikulaus. Tienes que ir a su casa hoy mismo, para avisarle.
Naakkve objetó:
—Monseñor…, hay poca amistad entre él y nosotros. Y no creo, Monseñor, que sea provechoso a la causa de mi madre que este hombre se haga responsable de su defensa. Los descendientes de Erlend Eldjarn no están bien vistos en el país. Nada hizo tanto daño a mi padre, en opinión de la gente, como el hecho de que los Gjesling hubiesen participado con él en la empresa que nos costó Husaby, y a ellos la pérdida de Sundbu.
—Sí, Erlend Eldjarn… —el obispo sonrió—. Sí, poseía el don de pelearse con la gente. Se enfadó con todos sus yernos, aquí en el norte. Tu abuelo materno, un hombre pacífico, que no temía rebajarse si con ello podía favorecer la paz familiar y la armonía entre los miembros de su familia, tampoco se libró de la pelea. Erlend Eldjarn y él acabaron siendo enemigos irreconciliables.
—Sí. Se pelearon por muy poca cosa: dos sábanas de dobladillo calado y una toalla ribeteada de azul, de un valor total de dos marcos de plata. Pero mi abuela había dicho a su marido que quería que obtuviera ambas cosas en el momento del reparto, y Gudrun Ivarsdatter, por su parte, había hecho la misma petición a su marido. Erlend los cogió y los escondió en su bolsa de viaje, pero Lavrans los sacó de allí. Pretendía tener más derecho a ellos porque Ragnfrid los había tejido de soltera, cuando vivía en Sundbu. Pero al notar Erlend que se los habían quitado, se puso furioso y hasta llegó a pegar al abuelo. Entonces este lo derribó tres veces y lo sacudió como se sacude una piel. Y nunca más volvieron a dirigirse la palabra…, todo por unos miserables trapos. Mi madre los guarda todavía en su arca.
El obispo se rio, divertido. Conocía aquella historia que había entretenido a la región en su época, aquellos maridos de las hijas de Ivar, tan celosos por complacer a sus esposas. Pero había obtenido lo que se proponía: las facciones del muchacho habían perdido su tirantez con la sonrisa y se desvanecía la expresión de angustiosa tensión de sus hermosos ojos de un gris azulado. Monseñor Halvard se rio más fuerte.
—Ya lo creo que volvieron a hablarse, Nikulaus; cruzaron unas palabras otra vez y en mi presencia. Ocurrió en Oslo, en el banquete de Navidad el año anterior a la muerte de Dama Eufemia, la reina. Mi difunto señor, el rey Haakon, hablaba con Lavrans. Lavrans había venido para saludar al rey y garantizarle su fidelidad. El rey hacía ver a Lavrans que aquella enemistad entre los maridos de dos hermanas era mezquina y contraria al espíritu cristiano. Lavrans se acercó entonces a un grupo de caballeros de la corte del rey, entre los que se encontraba Erlend, y le pidió amistosamente que le perdonara su mal humor de entonces, declarando asimismo que haría llegar a manos de Dama Gudrun los objetos en litigio con los saludos de su hermano y su hermana. Erlend contestó que aceptaría una reconciliación si Lavrans estaba dispuesto a declarar ante los asistentes que se había comportado como un ladrón en el reparto de la sucesión de su suegro. Lavrans dio media vuelta, y esta fue, creo, la última vez que ambos cuñados se encontraron en la tierra —terminó el obispo con una carcajada—. Pero escucha, Nikulaus Erlendssoen —prosiguió, cruzando las manos—. No sé si sería prudente hacer venir ahora a tu padre y soltar a Ulf Haldorssoen. Es preciso que tu madre se lave primero de las acusaciones que le han hecho, puesto que han sido realizadas públicamente. Pero, tal como están las cosas, ¿crees que le será fácil encontrar a otras mujeres que estén dispuestas a jurar con ella?
Nikulaus levantó hacia el obispo una mirada insegura y temerosa.
—Espera unos días solamente, Nikulaus. Ulf y tu padre son forasteros en este país y la gente no los quiere. Cristina y Jartrud son ambas del valle, pero Jartrud es más del sur, mientras que tu madre es de aquí. Y me he dado cuenta de que Lavrans Bjoergulfssoen no ha sido olvidado por sus compatriotas. Al parecer han molestado a tu madre porque creen que no ha sido una buena hija; pero presiento que muchos de ellos se dan cuenta de que hacen muy poco por la memoria del padre atacando así a su hija; ya empiezan a arrepentirse; pronto no desearán otra cosa que ver a Cristina en otras condiciones. Y tal vez cuando hayan investigado encuentren muy poca cosa en favor de Jartrud. Todo sería distinto si su marido continuara irritando a la gente del valle.
—Perdonadme, Monseñor —dijo Naakkve mirando de frente al obispo—, pero me disgusta no hacer nada por nuestro padre adoptivo y no llamar a nuestro padre en auxilio de nuestra madre…
—Yo sólo te pido, hijo mío, que sigas mi consejo. No nos apresuremos en hacer venir a Erlend Nikulaussoen. Pero voy a mandar escribir una carta a Micer Sigurd, de Sundbu, para que venga a verme y hable con él… Bueno, ¿qué pasa? —exclamó de pronto, y poniéndose en pie, salió a la galería.
Adosados a la pared de la casa, Gaute y Bjoergulf Erlendssoen se defendían del ataque de varios criados del obispo. Bjoergulf derribó a un hombre de un hachazo en el momento en que el obispo y Naakkve aparecían; Gaute se defendía con la espada. Algunos campesinos sujetaban a Ivar y Skule, mientras otros se llevaban a un herido. A poca distancia estaba Sira Solmund, que sangraba por la nariz y la boca.
—¡Basta! —gritó Monseñor Halvard—. ¡Tirad vuestras armas, hijos de Erlend! —Bajó al patio y se acercó a los muchachos, que habían obedecido inmediatamente la orden—. ¿Qué ha ocurrido?
Sira Solmund se inclinó y contestó:
—Resulta, reverendo señor, que Gaute Erlendssoen ha quebrantado la tregua del domingo y me ha pegado a mí, su párroco, como podéis ver.
Un campesino de cierta edad se acercó a su vez, saludó al obispo y tomó la palabra:
—Monseñor, el joven ha sido brutalmente provocado. El sacerdote ha hablado de su madre en unos términos que Gaute no podía oír con indiferencia.
—Cállate, Sira Solmund… Quiero oír a una sola persona a la vez —exclamó Monseñor Halvard, impaciente—. Habla, Olav Trondssoen.
Olav Trondssoen prosiguió su relato:
—El sacerdote ha hecho burla e incitado a los hijos de Erlend, pero Bjoergulf y Gaute respondieron con bastante moderación. Gaute contestó también que Cristina pasó una temporada con su marido el verano pasado, en los Dofrines, y que entonces fue engendrado el pobrecito que es causa de todo este jaleo. Pero entonces el sacerdote le dijo que los habitantes de Joerungaard habían sido siempre muy ilustrados…, que Cristina conocía seguramente la historia del rey David y de Betsabé, pero que Erlend Nikulaussoen había sido seguramente tan listo como el caballero de Uría.
El rostro del obispo se puso tan morado como sus ropajes, y sus ojos negros lanzaron destellos. Miró un momento a Sira Solmund, pero no le dirigió la palabra.
—¿Ignoras, Gaute Erlendssoen, que por tu acto vas a ser castigado con la excomunión?
Ordenó que los hijos de Erlend fueran llevados a su casa, acompañados; dos servidores del obispo y cuatro campesinos que el obispo eligió entre los más dignos y razonables, irían con ellos y no les perderían de vista.
—Tú te irás con ellos, Nikulaus —dijo a Naakkve—, y no te metas en nada. Tus hermanos no han hecho mucho por la causa de tu madre, pero comprendo que han sido provocados.
En su fuero interno, el obispo de Hamar se decía que los hijos de Cristina seguramente habían favorecido su causa. Había visto a la gente juzgar a la señora de Joerungaard de modo distinto al de la mañana, cuando había provocado la ira llevando a Ulf Haldorssoen a la iglesia para que fuera el padrino de su hijo. Por ejemplo, Kolbein Jonssoen. Monseñor Halvard lo puso a la cabeza del pelotón de vigilancia.
Naakkve se dirigió primero al cuarto de arriba, donde su madre se encontraba sentada al pie de la cama de Lavrans, con Munan sobre las rodillas. Le contó lo ocurrido, insistiendo mucho en que el obispo la creía inocente y que pensaba también que el acto de violencia de sus hermanos era debido a una provocación. Desaconsejó a su madre que fuera a hablar al obispo.
En aquel momento entraron los cuatro hermanos. La madre los miró; estaba pálida y sus ojos brillaban con una luz extraña. En medio de su desesperación y de su congoja, su corazón se ensanchaba. No obstante, se dirigió a Gaute con voz tranquila:
—Te has colocado en mala situación, hijo mío, y es hacer poco honor a la espada de Lavrans Bjoergulfssoen el desenvainarla para hacer callar a un palurdo que disfruta repitiendo chismes.
—La he desenvainado primero contra los escuderos del obispo —contestó Gaute, despechado—. Pero, en efecto, no es hacer honor al abuelo haber tomado las armas por una cosa así.
Cristina miró a su hijo, pero tuvo que volver el rostro… A pesar del sufrimiento que provocaban en ella las palabras de Gaute, no podía evitar sonreír. Ocurre lo mismo con los niños de pecho cuando clavan los dientes por primera vez en el pecho de la madre.
—Madre —dijo Naakkve—, creo que es mejor que salgáis de aquí y os llevéis a Munan. No debéis dejarlo solo un momento hasta que esté tranquilo —dijo en voz baja—. Tenedlo a vuestro lado y no le dejéis salir de casa para que no vea que hay guardia que vigila a sus hermanos.
—Hijos, si no me consideráis indigna de ello, quisiera que me dierais un beso antes de que me marche.
Naakkve, Bjoergulf, Ivar y Skule fueron a besarla. El excomulgado miró tristemente a su madre, y, cuando ella le tendió la mano, cogió la punta de la manga y se la besó. Todos, excepto Gaute, eran ahora más altos que ella; lo descubrió maravillada. Arregló la cama de Lavrans y salió llevándose a Munan.
En Joerungaard había cuatro casas de pisos: la casa alta; la casa nueva, que había servido de morada veraniega durante la infancia de Cristina y antes de que Lavrans edificara la casa grande; la vieja y el almacén de la sal, que tenía un granero donde dormían las sirvientas en verano.
Cristina subió con Munan al cuarto de la casa nueva; allí dormían juntos desde la muerte del pequeño. Paseaba de un extremo a otro, cuando Frida y Gunhild trajeron las gachas de por la noche. Cristina ordenó a Frida que se ocupara de que la guardia dispusiera de comida y bebida. La sirvienta contestó que ya lo había hecho por orden de Naakkve pero que los hombres habían dicho que no querían aceptar nada de la dueña mientras estuvieran en la granja por tal motivo. Ya habían recibido provisiones por otro conducto.
—De todos modos, les llevaréis una jarra de cerveza —insistió Cristina.
Gunhild, la joven sirvienta, parecía desconsolada.
—Ninguno de nosotros, los de tu casa, cree la acusación que hacen contra ti, Cristina Lavransdatter, debes saberlo. Siempre hemos estado convencidos de que eran calumnias.
—Entonces ¿habéis oído los rumores? Hubiera sido mucho mejor que me lo hubierais dicho.
—No nos atrevimos a causa de Ulf —contestó Frida, y Gunhild añadió, llorando:
—Nos mandó callar. Muchas veces pensé en venir a contártelo y pedirte que fueras más prudente cuando te quedabas charlando con Ulf hasta entrada la noche.
—¿Estaba Ulf, pues, al corriente de lo que se decía? —Hace tiempo que Jartrud le había acusado de ello. Probablemente por eso le pegaba. Una noche, poco antes de Navidad, en el momento en que empezaba a notársete… Estábamos bebiendo con ellos, en su casa, y también estaban Solveig y Oelivind y otra gente del sur del valle… Jartrud le dijo que él era el responsable de lo tuyo. Entonces Ulf le pegó tan fuerte con el cinturón que la hebilla quedó ensangrentada. Y, desde entonces, Jartrud sostuvo con firmeza que Ulf no había negado aquello de que ella lo acusaba.
—¿Y fue a partir de entonces cuando las lenguas se desataron?
—Sí. Pero nosotros, tu gente, protestamos siempre… —dijo Gunhild.
Para tranquilizar al niño, Cristina tuvo que echarse a su lado, pero no se desnudó y no pegó el ojo en toda la noche.
Entre tanto, en el cuarto de arriba, el joven Lavrans se había levantado y vestido. Al caer la tarde, cuando Naakkve salió para ayudar en las faenas de la noche, el muchachito bajó a la cuadra. Ensilló el caballo rojo de Gaute. Era el mejor caballo después del semental, al cual no se atrevía a montar.
Algunos hombres de guardia en la granja salieron y le preguntaron a dónde iba.
—Yo no estoy detenido, ¿verdad? —contestó Lavrans—. Pero no tengo por qué callar que me voy a Sundbu. No me negaréis que vaya a buscar al caballero para que se haga cargo de la defensa de su pariente.
—Pronto será de noche, hijo —dijo Kolbein Jonssoen—. No podemos dejar a este niño atravesar solo y de noche el terrible Vaagerosten. Habría que decírselo a su madre.
—No, no —suplicó Lavrans con un leve temblor de labios—. Me voy para una misión que Dios y la Virgen no dejarán de ayudarme a cumplir, si mi madre es inocente. Si no lo fuera, todo me es igual…
Tuvo que interrumpirse porque las lágrimas le ahogaban.
El hombre titubeó un instante. Kolbein miró al niño rubio.
—Vete y que Dios te proteja, Lavrans Erlendssoen —y se dispuso a ayudar al chiquillo a saltar sobre la silla.
Pero Lavrans se llevó el caballo tan violentamente que los hombres tuvieron que apartarse. Una vez llegó a la gran piedra, cerca del portal de entrada, se subió a ella y desde allí saltó sobre Raud. Luego salió a galope tendido en dirección a Vaage.